viernes, 29 de abril de 2016

23 de abril de un año terminado en 16

 
Tenía 10 años cuando descubrí que Cervantes y Shakespeare habían muerto el mismo día. Ahora se habla de que fue con un día de diferencia pero en aquel Tesoro de la Juventud donde lo descubrí decía exactamente la misma fecha (que para colmo era también la fecha de nacimiento de Shakespeare - se usa ahora la de su bautizo, tres días después, pero en aquel Tesoro de la Juventud era también un 23 de abril).

Ese día en que me sentí arqueólogo, vi aquel 1616 en la muerte de Cervantes y pensé que se parecía mucho al número que había en mi cabeza que indicaba la muerte de Shakespeare. Busqué en otro tomo destartalado y lo encontré. Y no solo era el mismo año, sino el mismo día. Y me asusté. Me asusté de ser la única persona en el mundo que supiera eso. Ese miedo a descubrir algo grande que tenemos los mortales.

Se lo dije a mi mamá, quien asintió con la cabeza y se puso a hacer otras cosas. Se lo dije a alguien en el aula pero sin mucho lío. En los años por venir se lo dije a algunas personas que me parecían interesantes pero nadie nunca lo vio tan trascendente. Había cosas más importantes en la vida. Como vivirla.

Y mientras tanto, en mi cabeza, no podía evitar pensar en aquel día de 1616 en que Shakespeare y Cervantes decidieron irse juntos para pasarse la posteridad haciéndose bromas mutuas de "ser o no ser" o "dime, cabrón, el nombre de aquel lugar de la Mancha" mientras la lengua española y la lengua inglesa (que no son cualquier lengua) se quedaban huérfanas a la misma vez.

Nunca en 33 años he encontrado a alguien cuya primera frase sea "¡Shakespeare y Cervantes murieron el mismo día!". Todo el mundo parece más interesado en otras cosas. Así que yo me lo guardé también. Escondí mi gran descubrimiento. Cuando llegó la Internet a mi vida y vi las fechas ya con un día de diferencia me dije que era mejor así. Que yo no había descubierto nada y que podía morir en paz como todo buen mortal al que no se le concedió ningún secreto extraordinario. Tenía permiso para ser mortal. Ese miedo que le tenemos los simples a la grandeza.

Pero secretamente siempre he sabido que sí se fueron juntos. Como también sé que no soy el único que lo descubrió por sí solo, pero eso no hace mi descubimiento menos relevante. Es mío. Y me hizo sentirme solo pero también grande. Y grande es más importante que solo.

Hoy se celebran 400 años de aquel día. Y me pasé el día haciendo otras cosas. Cosas irrelevantes y estúpidas. Si hubiese sido el niño de 10 años habría esperado este día rodeado de mis libros pero me lo pasé haciendo tonterías. Pensando en que estoy solo más que en que no soy grande. Prueba evidente de que soy un mortal y no me merezco la grandeza de haber descubierto que esos dos se fueron juntos.

Pero ahora, al final del día, esa cifra con tantos ceros me cayó encima. Me di cuenta que cuando se cumplan 500 ya yo estaré muerto, así que dejé lo mundano que estaba haciendo y me puse a pensar en qué estarán haciendo esos dos allá arriba 400 años después. Si ya habrán revelado el nombre del lugar en la Mancha y si se habrán puesto de acuerdo en si ser o no ser.

Y tuve 10 años de nuevo. Y me sentí grande por un rato. Como debe ser.

Ya son las 2:00 am del 24 de abril pero no importa. Como no importa que oficialmente Cervantes se haya ido realmente un día antes o que yo no llegue nunca a ningún lado. Yo soy como el Quijote y vivo en mi cabeza que altera datos para hacerse el héroe, así que lo único importante es que Shakespeare y Cervantes se fueron juntos y yo lo descubrí cuando tenía 10 años. Y hoy lo conmemoro rodeado de mis tomos del Tesoro de la Juventud y haciendo finalmente público mi gran descubrimiento.

"Shakespeare y Cervantes murieron el mismo día".

viernes, 18 de marzo de 2016

Los maestros


“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento,
el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo” – Gabriel García Márquez


Uno cree que nació sabiendo. Que la habilidad de escribir la tiene porque la tiene, porque estaba destinado para ello, porque siempre había estado redactado en algunas estrellas sin nombre. Que todo fluyó con naturalidad desde la primera vez que escribió un cuento porque era su secreta misión en la vida. Que es autodidacta porque los verbos y los complementos circunstanciales le vienen con soltura a la cabeza para luego combinarlos estratégicamente en poderosos predicados sin que nunca nadie le dijera: "mira, muchacho: esto se hace así".

Pero entonces un día, buscando algo irrelevante, imperecedero, se encuentra con el libro de Gabriel, el cual siempre está cerca pero no siempre se nota porque uno está ocupado pensando en sus supuestas virtudes innatas. El libro que mientras Gabriel escribía lo hacía tan feliz que soñaba estar inventando la literatura. El libro que llegó a tu vida una tarde remota y que te hizo tan feliz que soñaste que estabas descubriendo la literatura. Sin verborrea, sin tanto aparente respeto a la forma, sin párrafos interminables para describir la muerte de sus entrañables protagonistas. Una mala palabra en el momento preciso, otra frase dicha como al descuido pero que encerraba la indefinible esencia de la vida, una huérfana que se comía la tierra y la cal de las paredes, y ya estaba: habías llegado a Macondo y forzosamente nunca serías el mismo.

Entonces uno constata, con aleccionadora humildad, que no nació sabiendo. Hojeando el libro se llega incluso a preguntar si en realidad sabe algo o no es más que otro imitador de las grandezas de los grandes. ¿Quién te enseñó, si no fue él, que no hay reglas en el escribir? ¿Que no hay reglas en la vida? ¿Que lo real se define mucho mejor si se acude a lo mágico para ello? ¿Que estamos destinados a existencias de infinitas – o al menos centenarias – soledades pero que eso no quiere decir que no podamos pasárnoslas templando como conejos, llamando a las cosas por su nombre y haciendo lo que nos pida el cuerpo, aún cuando esto sea comer tierra y cal de las paredes? Puedes fingir que ese onirismo te es nato, que las estrellas anónimas lo quisieron así, pero sabes perfectamente que lo sacaste del libro de Gabriel.

De ese y de otros de sus libros, en donde también aprendiste - o quizás ya lo sabías pero no sabías definirlo, no sabías que otros también lo sentían, y este descubrimiento, este saber que no se está tan solo y que hay otros más brillantes que pueden ponerlo en palabras es aún más importante que aprender - que la muerte llega en un segundo, sin avisar, dejando apenas un rastro de sangre en la nieve, que la apatía colectiva solo necesita de la belleza de un ahogado para desaparecer, que hay quien tiene ángeles con alas enormes viviendo en cochinos gallineros, que con cólera o sin cólera el amor (y el desamor) florece en cualquier tiempo, que hay comarcas en las que el hijo de puta se da silvestre y que las putas – con hijos y sin ellos – son vitales para el mundo y, sobre todo, para la literatura.

Entonces, con este espíritu nostálgico de alumno eterno, como si también te los hubieses encontrado a ellos mientras buscabas cosas secundarias, te sientas en los escalones del pedestal que tú mismo te habías construido y recuerdas a otros, cuyas carátulas no están tan cerca pero cuyos contenidos nunca están muy lejos de tu intelecto o de tus sentimientos – los mejores estantes –, que también te ilustraron cómo se ha de escribir, cómo se ha de pensar, cómo se ha de vivir.

Como el libro de Alejo - cuya primera página tuviste que leer decenas de veces antes de entenderla visceralmente pero que desde la segunda hasta la última fue sin interrupciones – sobre aquel hombre sin nombre que se aburría sin saberlo hasta que reencontró y volvió a recorrer los pasos que hacía mucho había perdido. Y lo bien que te sentiste años después cuando lo releíste y descubriste no solo que te sabías la primera página de memoria sino que desde hacía algunos años intentabas que tus propios pasos fueran más grandes y visibles para el día en que tuvieras que salir a reencontrarlos, y luchar así contra el inconsciente aburrimiento que puede ser el cursar por este mundo, todo fuera mucho más fácil.

O el libro monumental, leído primero en español y revisitado luego en francés, de Víctor, que te enseñó magistralmente, con multitud de verbos y de párrafos que describían batallas, cloacas y barricadas, que la miseria del bolsillo engendra la miseria del alma, que unos candelabros pueden ser el punto de giro en la existencia de un hombre y que pocos son más devotos a su profesión como los policías nacidos en cárceles.

El libro – que nunca fue uno solo sino cuatro revistas, una novela, algunos cuentos, decenas de ensayos, cientos de cartas y 42 años de inagotable iluminación – de José Julián, que te mostró que había otros niños tristes llamados Raúl, que regresar a casa descalzo no es malo si eso alivia en algo a los que lloran en cuartos oscuros, y que la libertad – la real: esa que te lleva a lugares a donde ningún captor podrá ir a atraparte jamás – solo puede venir con la cultura y el conocimiento.

O el de Rogelio, que tan inesperadamente llegó a tu vida sin poesía - conservado a la cabecera de la cama desde el día en que un amigo que se apiadó de tus recientes heridas te lo ofreció - donde se explicaba claramente que al cisne salvaje has de amarlo salvaje o no amarlo, que la felicidad de un segundo puede quedar inmortalizada para siempre en una foto eterna – en un texto eterno - y que en la vida hay muchos, muchísimos, modos de jugar.

El libro de Sir Walter, que tantas y tantas veces leíste acostado en el piso de granito de tu sala acomodado a la luz del sol que entraba por los cristales, sintiéndote mucho más cerca de la Inglaterra del medioevo que de tu propia realidad, donde ya te ibas dando cuenta que el amor clásico de Ivanhoe y Rowena nunca podría marcarte tanto como la ilícita y condenada pasión de la judía Rebeca y el caballero templario.

El de Mark, gracias al cual bajaste el Mississippi en balsa junto a Huck y el negro Jim siendo testigo sin saberlo de una identidad racial llena de conflictos de otras épocas y de otros países pero que curiosamente no estaban tan lejos de los tuyos como podría pensarse. O el de Margaret, en el que Scarlett - oh, Scarlett - te enseñó mientras comías tierra a prometerte que nunca más pasarías hambre y que no importa cuánto te hayas equivocado o cuánto hayan salido mal las cosas, mañana será otro día en el que siempre se puede volver a empezar de nuevo.

Los de J.R.R, en los que el ser más pequeño hizo toda la diferencia, o los de J.K, que llegaron cuando ya yo era adulto pero que me hicieron sentir feliz de que los niños huérfanos también podemos ser los héroes de todo un universo mágico en el que a su manera todos cuidan de él. Donde también aprendiste que todo Gollum fue Sméagol alguna vez - incluso todavía lo es - pero eso no quiere decir que podamos salvarlo ya, y que gracias a la sed de conocimientos la hija de dentistas muggles puede llegar a ser la más talentosa de los magos.

El de Fiodor, por enseñarte que ningún crimen tiene peor castigo que el de la propia conciencia, los de Charles por presentarte a Oliver, David y Philip, el de William, que te mostró que los niños más buenos se convierten en las fieras más desalmadas si no hay hombres sin moscas que los controlen o las obras de teatro del otro William donde se te exponía ya el gran dilema de si debemos ser o no ser.

El de Oscar, en el que fuiste testigo que aún cuando los demás no la vean y solo se refleje en una pintura escondida en el sótano, el alma siempre cambia con todo lo bueno o lo malo que le pasa. O las crónicas del barrio donde vives ahora, de Michel, que te hicieron desear escribir las crónicas del barrio donde vivías antes y del cual te refugiabas en el medioevo sajón. El libro de Edgar, que te dio la terrible opción de elegir entre un pozo y un péndulo o el de Ernest que te enseñó que las campanas siempre doblan por ti, que es lo mismo que doblar por todos los hombres.

Y los de Ágata, Jorge Luis, Anónimo, Virginia, Esopo, Marcel, Albert, Arthur, Hans Christian, Jacob y Wilhem, Emily y Charlotte, Homero, Antón, Senel, José, Rudyard, Dora, Mirta, Honoré, Edmundo, Leo, Gustave, Franz, Tennessee, los que escribieron el Tesoro de la Juventud, los traductores de todos esos libros, otros cuyos nombres no me acuerdo pero cuyas enseñanzas sí...

Tantos. Tantos maestros que vinieron, dieron su lección magistral, te dijeron "mira, muchacho: esto se hace así" y luego se fueron a seguir con sus vidas, o a acabarlas, o a lo que sea que quisieron hacer esos hombres y mujeres inmortales. Esos maestros cuyos apellidos no tienes que mencionar porque sabes muy bien quiénes son y sabes que el resto de sus alumnos también.

Y así, completamente desmoronado ya el supuesto pedestal en el que creíste estar alguna vez, solo queda el piso de granito donde eres una vez más el discípulo más feliz del mundo y con la luz del sol que entra por la ventana te vas de nuevo al medioevo inglés, a París, a New York, al Amazonas, al siglo XVIII, al país de las sombras largas, al asteroide B612, a Mordor, a Nunca Jamás o a algún lugar de la Mancha cuyo nombre el Autor eligió no acordarse para hacerlo así eterno.

Te vas de nuevo a ser un mafioso que le lleva el cuerpo de su hijo lleno de balas a su amigo funerario para que se lo arregle y que su madre no lo vea así, te vas a ser una negra sentada en su portal que ve en la distancia a su hermana después de 30 años y grita un "¡Nettie!" eterno, te vas a tener las quince mil vidas de todo caminante que ha leído.

Te vas a ser ese hombre que el día que le llegue su turno frente al pelotón de fusilamiento, entre su último pensamiento dedicado a su madre - quien le enseñó a leer - y su grito de "Disparen, cojones" para ponerle un final literario a su insignificante vida, dedicará un segundo a recordar - con una sonrisa en su cara - aquella tarde remota en la que el padre del coronel Aureliano Buendía lo llevó junto a su hijo a conocer el hielo.

¿Autodidacta? Para nada: he tenido los mejores maestros.

viernes, 11 de marzo de 2016

La pareja más linda de todo Marianao



Primera parte

René e Inés se conocieron en la Universidad de la Habana en 1993. Ambos coincidieron en la desierta cafetería y él preguntó "¿por qué seguimos viniendo a este lugar si sabemos que no hay nada?". "Supongo que cuando perdamos la esperanza es que estaremos verdaderamente desesperados", dijo ella. Y él se enamoró. Menos de una semana después, eran novios.

No había mucho en 1993 así que estar enamorado era lo mejor que podía pasar. Cuando se está en esa etapa, todo lo que no sea el amor es secundario. Ni siquiera hambre se siente. Y cualquier molestia, escasez o miseria se anula cuando te dicen que "tu novia está en la sala, ve a verla".

Como ambos eran de Marianao, iban y venían juntos a la universidad y en más de una ocasión, cansados de esperar una guagua que quizás no llegaría nunca, regresaban caminando. Ya por el puente Almendares ella amenazaba con tirarse  debido a la fatiga, y él le respondía que si ella se tiraba se tenía que tirar él también, y ese día no tenía ganas de morirse porque tenía que tocar en una peña de rock por la noche. Entonces la cargaba por unos 100 metros y ella decía que estaba bien, que se suicidarían otro día que no hubiera peña. Y seguían el largo camino a casa.

Cuando no había luz - o sea: todos los días - ella, en vez de poner a quejarse con los padres y la hermana se iba a los ensayos de él y fungía como público junto al resto de las novias de los "Marianao's Death Metal Troopers" que tocaban sus instrumentos sin electricidad. Y luego del simulacro de ensayo se quedaban abrazados hasta que los botaban.

Hacían el amor en alguna parte que no consta en los archivos del municipio ya que ninguno de los dos tenía dónde. Pero lo hacían. Quizás no tanto como hubieran deseado, pero lo hacían.

Un día él le dijo que lo que sentía por ella nunca lo había sentido por nadie. Más que eso: lo que sentía nunca lo sentiría por nadie porque era demasiado lindo como para que se repitiera de nuevo. Ella contestó que sentía lo mismo, que solo pensaba en él y que si ambos sentían lo mismo nadie ni nada podría separarlos nunca.

Y mientras todo un país gritaba porque no había comida, luz, transporte o esperanza, ellos se paseaban de la mano hablando de amor y tonterías. Como debe ser.

Un día llevaron a un vecinito de René al Parque Lenin y durante todo el día entrenaron así para cuando tuvieran un hijo. Como los aparatos no funcionaban terminaron en la esquina de algún bosque jugando a los escondidos. Fue un lindo día. Al entregar al niño en su casa, la madre de este, a la que el hambre nunca le impidió notar lo que de veras importa en este mundo, les agradeció y les dijo que "eran la pareja más linda de todo Marianao".

El padre de Inés preparaba una balsa y para mediados de 1994 ya estaba casi todo listo. Inés, enamorada, dijo que ella no se iba a ninguna parte. La madre, el padre y la hermana pusieron el grito en el cielo. "Tú no te vas a quedar aquí por un macho", dijo alguno. "¡No es un macho! ¡Es mi novio! ¡El hombre que amo!" "Sí, y ¿cuándo se acabe el amor?", dijo otro. "Este amor no se va a acabar", dijo ella. "¡Además mejor morirse de amor que en una balsa!".

René no supo qué decir. Claro que quería que se quedara - desde que la había conocido pensar en no estar con ella ya no era una opción - pero sentía que era su responsabilidad decirle que se fuera. Porque la seguridad económica es mejor que el amor. ¿No? Entonces ella le dijo que la obligara a quedarse, que ella solo necesitaba que él le dijera "no te vayas". Y él le dijo "no te vayas". Y agregó "yo te haré feliz siempre, te lo prometo. Con seguridad económica o sin ella. Este amor es para siempre".

Entonces fue él quien se tuvo que ir. A Oriente. Su padre estaba enfermo desde hacía mucho tiempo y lo inevitable estaba ya al pasar. La noche antes de irse, en aquel muro de 116, todo parecía normal, aunque por alguna razón no paraban de llorar. "¿Y por qué lloramos?" "¿Y yo qué sé?" "Te amo", le dijo él al final. "Yo más", dijo ella. "Te veo en unos días", dijo alguno.

El viaje a Oriente duró mucho más de lo previsto. Llegar allá había sido una verdadera locura pero por suerte le había dado tiempo a hacerlo antes que el padre muriera. Luego se tuvo que quedar un tiempo lógico con la madre, que estaba inconsolable.

Nadie tenía teléfono en aquella época. Uno por cuadra en el mejor de los casos. Finalmente un día lograron comunicarse gracias a una vecina de él y a un familiar de ella y a muchas llamadas de larga distancia previas para poder ponerse de acuerdo en el horario. Ella fue rápida. "Me voy. Tengo que hacerlo. Yo no quiero, pero tengo que irme. Tengo que irme." Él se sintió morir pero se lo tragó. Como un hombre. O algo así. "Quiero verte antes de que te vayas". "Ven, aquí estaré". "Espérame". "Sí". "Te amo". "Yo más".

Él dejó todo y salió para la Habana, lo cual era mucho más fácil de decir que de hacer. Luego de dos días de camino terminó en alguna parada abandonada en el medio de una carretera en Camagüey, por donde absolutamente nada pasaba. Ni siquiera personas. Entonces se dijo que se iba corriendo para la Habana, rememorando los lejanamente felices días del largo camino de la universidad a Marianao.

A los dos kilómetros, como si fuera el Puente Almendares, le dio un ataque. Se dio cuenta que solo con su amor no podía ir hasta a la Habana, no podía impedir que ella se fuera, no podía impedir perder un año de carrera, no podía impedir que el padre se muriera, no podía impedir estar tirado en el medio de la nada corriendo por gusto bajo un sol que lo mataba... Su amor no servía para nada. Dio unos gritos, creyó que se moría y luego se sentó en una sombra que encontró. Al día siguiente, un camión lo recogió y lo llevó de nuevo hasta la puerta de su casa en Oriente, lo cual dadas las circunstancias, bien puede considerarse como todo un lujo.

En algún momento - antes, durante o después de esto - Inés se montó en una balsa y se fue. Histérica, descontrolada, inconsolable. Diciéndole a la hermana que era mejor morirse en una balsa porque el amor dolía demasiado. Estaba desesperada. Esa desesperación que viene con haber perdido la esperanza.



Segunda parte

Todo el barrio quedó traumatizado con aquello. Pero entre tanto niño muerto en el mar y tanta hambre, hubo que poner aquella historia en un archivo secundario. Porque el amor es secundario. Especialmente para los que no participamos de él.

Al final René regresó a un Marianao y a una universidad sin Inés, y se puso a esperar. No supo muy bien qué pero se puso a esperar. Esa confianza que tiene uno en que la vida no puede ser tan mala. Que esos vacíos en la boca del estómago son solo sustos, no estados de ánimo perennes. Además Inés sentía lo mismo que él y eso la distancia no podía apagarlo.

Primero vino la tristeza, luego la impaciencia, luego la angustia, luego la ira, luego la desesperación, luego el vacío. No le dijo a nadie que estaba esperando, pero lo hacía. Tuvo otras novias, se casó, tuvo un hijo...hasta que un día se dio cuenta que ya no estaba esperando nada y que en efecto, aquello se había acabado. Y se había acabado aquel día en la carretera de Camagüey, con gritos e histeria.

Se dijo entonces que el amor era una mierda condicionada por factores económicos y geográficos. Que uno ama al que tiene al lado y si este se va pues ya no lo ama más, prueba evidente y clara de que el amor no existe y en su ausencia le llamamos así a la costumbre que se deriva de ver a alguien todos los días. Pero aún en los casos en que veamos a estas personas por muchos años y creamos que estos amores/costumbres son muy poderosos, estos también se acaban una vez que se dejan de ver por la causa que sea. Y odió su propia teoría pero lo ayudó mucho a seguir viendo el juego de pelota con la conciencia más tranquila.

Inés se bajó de la balsa y se dijo que regresaría a Cuba en cuanto pudiera. Que René la estaba esperando. Que ella no podía vivir sin él. Se dijo que en un mes, que en un año, cuando ya se hubiera acostumbrado a la vida en Miami, cuando finalmente dejaran regresar a los que se habían ido...Primero vino la impaciencia, luego la desesperación, luego la costumbre, luego la decepción de sí mismo, luego la costumbre de nuevo, luego nada.

Un día que fue a recoger a la menor de sus hijas a la guardería se dio cuenta que ella no había movido un dedo por retomar su relación con René. Ella, que estaba tan enamorada. Que aquella relación, en efecto, se había acabado cuando ella se montó en aquella balsa. Con gritos e histeria incluidos.
 
Entonces le dijo a la hermana que la distancia era una mierda. Que toda relación está destinada a pudrirse pero las que se separan de pronto y por culpa de la distancia son las peores porque no se les da la oportunidad de pudrirse como va. La hermana dijo que quizás eso era mejor porque así uno vivía con la esperanza tonta de que el amor existía en algún lado, en vez de verlo pudrir frente a sus ojos. Y odiaron su teoría pero las ayudó mucho a sentirse bien en aquel parque con los niños.

Muchos años después, en 2011, Inés decidió que era hora de ver a René. Así de pronto. Ya había ido a Cuba cuatro veces, ya se había divorciado y se había vuelto a casar, ya tenía otro hijo más que también había crecido, ya había pasado de los 40 años y de pronto aquella idea se le metió en la cabeza. Era el momento.

Así, una tarde de abril, Inés le tocó la puerta a René luego de haber hecho todo un estudio de direcciones, teléfonos y estados civiles, con la intensidad que se había prometido tener cuando la subieron en el barco de los guardacostas y que luego no había tenido la capacidad de cumplir. Él la reconoció enseguida y puso cara de tranca. Se dijo algo como "¿esta cree que se va cuando quiere y viene cuando quiere y yo tengo siempre que estar a su disposición?". Pero luego se le pasó. Y luego sintió un no sé qué.

Ella se sintió culpable cuando lo vio. Y luego se declaró inocente y culpó a la vida. Y al Período Especial. Pero luego se le pasó. Y luego sintió un no sé qué. Y se abrazaron y lloraron juntos sin ni siquiera saber las causas. "¿Y por qué lloramos?" "¿Y yo qué sé?"

Él le dijo que casi se había vuelto loco, ella le dijo que casi se había vuelto loca, pero como nadie se muere de amor - lo cual es una lástima - habían seguido con sus vidas, haciéndolas menos apasionadas y menos lindas, pero más reales. Porque la belleza es inversamente proporcional a la realidad, y eso lo habían aprendido en su trágica separación. ¿O quizás no?

Declararon que la distancia es una mierda pero al final pone en evidencia que las personas no se aman tanto como ellos creen, así que al final fue para mejor y que todo lo que pasa en esta vida conviene. Entonces llegaron a la conclusión que ellos no se habían amado tanto como habían creído y que todo había sido una aventura de juventud. ¿O quizás no?

Al final caminaron hasta el Lido, recordaron las largas travesías hasta la universidad, los Marianao's Death Metal Troopers, la cafetería de la UH, el vecinito de René, los "tu novia está en la sala, ve a verla" y aportaron nuevos cuentos de cómo al final había traído a la mamá de Oriente y cómo en Miami todo el mundo tiene carro.

Y así, sin gritos ni histeria, René e Inés tuvieron finalmente el final que se merecían. Con calma. Sin desesperación. Con una nostalgia bonita. Como se merecía el amor que tuvieron alguna vez y el cual ahora minimizaban pero que en su momento había inspirado a muchas personas que necesitaban historias bonitas para lidiar con el hambre.

"Nos veremos alguna vez". "Pero claro". "Adiós". "Te quiero". "Yo más".

Y todo un barrio respiró tranquilo.



PD: Dedico este post a todos los amantes a los que la distancia separó. También  a los que no separó. Pero más que nada, se lo dedico al René y a la Inés originales - que 25 años atrás me llevaron un día al Parque Lenin - los cuales nunca volvieron a verse ni a saber nada el uno del otro y cuya segunda parte de esta historia inventé sin culpas porque no sirve de nada ser escritor si uno no puede darle un final feliz a las injusticias de la vida. Sobre todo cuando se trata de la pareja más linda de todo Marianao.
 

viernes, 4 de marzo de 2016

La cita sin sexo


Ahí estaba yo: sentado sin hambre en un restaurante que no podía pagar esperando a un hombre que no tenía ganas de conocer y con el cual ni siquiera tendría sexo. ¿Recuerdan cuando uno pensaba que a los 33 ya tendría una vida sustancial y plena...?

Todo comenzó dos días antes cuando me paseaba por Craigslist buscando un sofá para uno de esos amigos que insisten en no tener Internet "porque no la necesitan". Luego de la inevitable transición de "muebles" a "hombre busca hombre" (está ahí; hay que dar click) me encontré un anuncio que alternando criminalmente minúsculas y mayúsculas rezaba "cita SIN SEXO". Entre todas aquellas ofertas de "échamela en la boca" y "te espero en cuatro patas con los ojos vendados" aquella cita sin sexo (perdón: SIN SEXO) resultaba asqueante. ¿Qué buscaba aquel hombre? ¿El amor? ¿Con otro hombre? ¿En Craigslist? Hora de regresar a la categoría de "muebles".

Pero la noche siguiente, en un bar, me tomé tres tequilas y dos cervezas, me besé con cinco y terminé semidesnudo en una esquina con dos, estadísticas todas que delatan una realidad que finjo no ver pero de la que todo un bar estaba siendo testigo: estoy mal. Muy mal. Sorpresivamente me atajé a tiempo, me subí los pantalones, salí del bar antes que cerrara, no fui al sauna ni llamé a nadie con productos estupefacientes y tomé un taxi a casa. Pero en mi cama, cuando ya me creía a salvo de mí mismo, me di cuenta que tendría que confrontar el hecho de que estoy mal. Y como no sé cómo se hace eso me busqué proyectos futuros inmediatos para poder dormir con la conciencia tranquila.

Así que fui a Craigslist y respondí el anuncio de mayúsculas discriminatorias, el cual seguía allí (¿nadie denuncia ese tipo de indecencias?). Y cuando su autor mandó su foto hice mi plan secreto el acostarme con él. Listo: ¿a quién le importa estar mal cuando tenemos un reto sexual al día siguiente? Las prioridades, amigos, lo son todo.

Al día siguiente ya no estaba tan feliz. El hecho de tener que hablar con otros seres humanos es algo que me molesta ya sobremanera. Lo hago porque no me queda más remedio, pero ¿ir a una cita a eso voluntariamente? Y para colmo en un restaurante en el que no puedo ni pagar el pan con mantequilla gratis del inicio. ¿Y todo eso para qué? ¿Para acostarme con un hombre con el que en realidad no quiero acostarme - como no quiero acostarme con nadie - y que tampoco quiere acostarse conmigo y obviamente con nadie? ¿Cuándo voy a asumir que tengo una tara que me hace estar todo el tiempo en constante movimiento buscando fuera lo que debía buscar dentro? ¿Cuando me mate? ¿No será eso lo que quiero? ¿Por qué no lo hago, entonces? Qué va: estoy mal. Esa noche al regresar a casa tendría que tener esa conversación conmigo mismo. O probablemente no. Siempre puedo hacerlo en mayo. Del 2018.

Con toda aquella negrura en mi cabeza miraba al vacío cuando llegó él. Rozagante, limpio y perfumado. Lo miré con odio. ¿Dónde estaban estos hombres cuando uno los esperaba? Patillas largas, pelito tirado hacia arriba con gel, espejuelitos y el aspecto general de un eterno jovenzuelo universitario que ya tiene 35. Odio a los hombres.

"Encantado de conocerte", dijo. "Lo propio", mentí, y pasamos a la ceremonia de small talk, que es algo para lo cual me declaro completamente intolerante en mi vida actual. Con todas las cosas importantes de las que hay que hablar - mejor: con todo lo que hay callarse y ponerse a cambiar cosas - ponerse a hablar del calentamiento global o de Donald Trump es la prueba fehaciente de que perdemos nuestras vidas miserablemente.

Unos minutos más tarde, en los que seguimos hablando tonterías y ordenando comida cara que ni siquiera puedo recordar a qué sabía, pasamos a temas algo más sustanciales. "Entonces, ¿tienes muchas citas?", preguntó. "Nunca". "¿No tienes citas?". "No". "¿Por qué?". "Porque las citas son para las personas que quieren conocerse. Y yo no quiero conocer a nadie. Yo quiero singar". Ese soy yo: elevando el arte de las buenas costumbres de la mesa a un nuevo nivel. "Entiendo", dijo él como si nada."¿Entonces, ¿qué haces aquí?". Iba a decir "honestamente no sé" pero me autocontrolé y dije lo siguiente que se me ocurrió: "estoy probando nuevas cosas".

"Entonces esta cita combina dos cosas que odias: conocer gente y no singar". "Bah, no es tan malo. Tampoco tengo tantas ganas de singar, y al final lamentablemente uno siempre termina conociendo un poco a la gente con la que singa, así que técnicamente estoy acostumbrado. Al menos ahora estoy comiendo algo. Nunca como". Rió. Sonreí. Entonces, en parte para justificar mi agresividad, en parte para lograr salvar aquella noche, le resumí mi estado general y de paso me lo resumí a mí también: "estoy harto de mí mismo".

Él me miró pensativo. "Entonces hablemos de mí". "Sí, por favor", dije mientras hacía sonar la copa de agua con el cuchillo. "¿Desde cuándo haces este tipo de citas asqueantes con mayúsculas inapropiadas?", dije con voz de pregonero de circo. "Esta es mi primera". ¿Ah, sí". "Sí, acabo de divorciarme y pensé que esto sería lo menos agresivo para mi regreso al mundo real". Obviamente él no contaba con encontrarse conmigo.

Pobre hombre. Y yo quejándome como niña. "Lo siento." "Oh, no importa. Todo está bien. Y mira la cita que me encontré; no hay nada de qué lamentarse", sonrió nervioso. "Espera. ¿Un cumplido? ¿Me merezco un cumplido?". "Sí, claro: eres muy simpático". "Oh, gracias". Sonreí. Sonrió. Y ahí decidí que mi mal carácter abandonaría inmediatamente ese restaurante, dejándome solo con aquel muchacho que seguro la estaba pasando peor que yo y así y todo insistía en sonreír todo el tiempo.

El resto de la cena fue todo small talk, que aparentemente cuando uno está de buen humor no es ni tan molesto ni tan improductivo. Y el calentamiento global y Donald Trump son temas importantes que todo el mundo debe abordar. Cuando pagábamos la cuenta me preguntó si quería irme a su casa. Yo, que miraba la tarjeta de débito mientras suplicaba en silencio que pasara sin problemas, dije que sí, sin darme cuenta realmente de lo que estaba haciendo. ¿Ir a su casa a hacer qué? Eran las 11 de la noche, hora en la que un muchachito decente de su casa se va a un bar a emborracharse y besarse con muchos desconocidos, no a la casa de un hombre que no conoce y con el cual NO TENDRÁ SEXO.

Si tenía alguna duda acerca de mi decisión, esta fue disipada inmediatamente en cuanto llegué su casa. Yo no podría deprimirme si viviera en un lugar así. Qué ganas tengo de acabar de ser rico, señores. Madera por todas partes, cristales en el techo por el cual se veía la nieve caer, olor a caro...y algún bourbon fuerte, de ese que me tiene hablando boberías a los 6 minutos.

"¿Qué se supone que hagamos ahora", dijo. "¿Yo? ¿Y yo qué sé? Tú eres el que planeó esto y esta es tu casa. Inventa algo", respondí, mientras me controlaba para no decir que en otro tipo de cita sin mayúsculas ya estaríamos en plena felación recostados a la meseta de la cocina.

A falta de una estrategia, nos sentamos en el sofá y nos miramos como dos monjas a las que se les dio el día libre y no saben qué hacer con él. "Así que divorcio, ¿eh?. Debe ser duro. Como si no fuera suficiente tener que separarse del maricón además hay que seguir viéndolo para firmar papeles y dividir al perro", dijo la monja cubana, cuya agresividad había regresado gracias al bourbon. "Sí, pero al final es mejor. Se había acabado el amor." "Uff, amor: qué palabra fea", dije. "Oh, odias al amor. Seguro alguien te rompió el corazón", dijo él llegando a conclusiones muy abiertas e injustificadas. "¿A mí? Sí: miles. Lo cual es una mierda porque nunca me enamoré de ninguno. He sufrido por los hombres, me han roto el corazón, pero no me he enamorado de ninguno. Qué mierda". "¿Nunca te has enamorado?". "No creo", dije. "Al menos no amor amor".

"¿Qué es el amor amor?". "Pues no sé. Descríbelo tú porque yo no lo conozco. Porque para mí amor - no amor amor - es la cosa que uno dice cuando no tiene nada mejor que decir". "Explícate". "Cuando quieres callar a alguien en una conversación que sabes que va ganando le dices "te amo". O cuando te cogen singando con otro le dices "pero yo te amo". O cuando te están dejando y uno no para de llorar te sueltan "te amo mucho" (si hay que agregar "mucho" es que no te aman). No: "te amo" es una mala palabra. Nunca se ha usado para nada bueno".

Él rió de lo lindo con mi teoría. "El mundo necesita más escritores como tú. Estoy convencido de que quieres enamorarte". "¿Qué puedo decir? Pues claro. Quiero estar enamoradísimo de alguien. ¿Pero de quién? La gente es tan aburrida, tan decepcionante, tan cobarde, con pingas tan chiquitas. O quizás sea yo que tengo estandares altos para justificar que yo mismo no me considero nada del otro mundo. Ay, no sé. En cualquier caso no creo que el amor esté hecho para mí. O sea: el amor amor. El amor de "te robé tu dinero pero te amo" sí me ha tocado por supuesto".

"Pues yo estaba enamorado. O alguna vez lo estuve, al menos" "¿Qué se sentía?" "No sé, no lo recuerdo. Solo recuerdo que "estaba enamorado" y eso me hacía feliz". "¿Ves? El amor es una mierda. Uno ni se acuerda qué siente cuando está enamorado. Se acuerda de lo que siente cuando tiene hambre o cuando tiene miedo o cuando está celoso pero no cuando está enamorado. No hay nadie en la calle dando gritos de "¡estoy enamorado!. Hay gente gritando que el Señor Jehová va a llegar o que los huevos van a llegar esa tarde, aún antes que el Señor Jehová, pero nadie anda gritando "¡estoy enamorado!" Mi histrionismo y mi defensa de causas tan nobles lo divertía de lo lindo. A mí también.

"Para mí lo más curioso es lo que la gente está dispuesta a hacer por amor. Ok: supongamos que amas. ¿De qué sirve si no estás dispuesto a caminar un metro por ese amor?", dijo él, que supuestamente estaba a cargo de defender al noble e inexistente sentimiento. Me senté a su lado tranquilamente, choqué su vaso de bourbon contra el mío y dije despacito y calmado: "Exacto. Si no tienes los cojones de mover un dedo por amor, entonces métete la frase por el culo y di que lo que quieres es singar y un poco de compañía para aguantar tu soledad de mierda". Créanlo o no, en Marianao yo nunca dije malas palabras. Esas llegaron a mi vida junto con el amor. Sí: el amor es el culpable de mi mal vocabulario.

"¿Y qué hay con el sexo?", preguntó. "¿Qué hay con el sexo?", dije yo. ¿De ese sí tienes mucho?" La pregunta del millón. "Sí: creo que es lo único que hago en mi vida". "Eso debe ser interesante". "Es una mierda", dije sirviéndome más bourbon. "¿Recuerdas esa sensación cuando un desconocido te está mamando la pinga y uno se dice a sí mismo en secreto: ¡¡¡¡me están mamando la pinga!!!. Bueno, hace años que no siento eso. Cuando me maman la pinga me pongo a pensar en que la temporada de declarar los impuestos se acerca". "¿Ya no sientes nada?" "Bueno, quiero creer que sí. A veces me paso cinco días sin tener sexo y cuando lo tengo me siento emocionado de nuevo. ¿Pero cuándo fue la última vez que estuve cinco días sin tenerlo? ¿Cuándo fue la última vez que estuve dos días sin tenerlo?". "Yo no tengo sexo hace más de un año", dijo él, para demostrar que por mucho que yo hablara, las mejores frases siempre eran de él.

Luego de un silencio necesario, en el que se inferían mis pensamientos pero no se decían, dije diplomáticamente: "el sexo está sobrevalorado. No como el amor, por supuesto - al menos el sexo es una necesidad fisiológica - pero de la misma forma que no glorificamos orinar no glorifiquemos singar." "Todo el mundo quiere tener sexo". "No: ese eres tú que no lo tienes. Cuando lo tienes te pones a pensar que te hace falta otra cosa." "¿Hacer los impuestos?" "No: el amor. Y luego cuando tienes el amor te das cuenta que no sientes mucho tampoco y te pones a buscar otras cosas". "¿Qué?". "No sé. Los impuestos, supongo". Sonreímos.

"Entonces, ¿esto es lo que se hace en una cita sin sexo? ¿Se habla de amor, de singar y de compromisos fiscales? Qué educativo". "Tienes razón: démonos una ducha", dijo mientras se iba al baño de la forma más natural del mundo. Yo me quedé mirándolo con mi vaso en la mano. ¿Una ducha juntos? Discúlpenme si me perdí pero... ¿una ducha juntos? Ok: solo hay una manera de ver a dónde va esto. Así que terminé el resto de mi trago de un solo tiro y tomé yo también el camino al baño. De los cobardes no se ha escrito nada.

"Esto es raro", dije mientras me caía el agua en la cabeza. "Lo sé", dijo de rodillas mientras me enjabonaba. Leyeron bien. "Se me va a parar si sigues enjabonándome", advertí. "Piensa en otra cosa", dijo, cual profesor de frigidez. "Tú la tienes parada y ¿yo tengo que pensar en otra cosa?". "Yo no he tenido sexo en un año. Y antes de eso tenía sexo con el mismo hombre siempre; por supuesto que la voy a tener parada". "Uy, qué horror: sexo con la misma persona. Listo: ya no se me va a parar, no hay de qué preocuparse. Entonces, para ubicarme, ¿esto es lo que consideras una cita SIN SEXO? No se singa pero se enjabona". "No: esto no es para nada lo que yo pretendía. Pero no sé lo que estoy haciendo". "Tomaré eso como un cumplido. No olvides enjabonarme bien la pinga. Uno nunca sabe en qué boca va a terminar". Lo hizo mientras yo miraba al techo muerto de la risa. Él también se reía. "¡Esto tiene que ser una de las cosas más raras que he hecho en mi vida", dije. "Y créeme, esa lista está cargadita." "Cállate y vírate". "Sí, señor. ¡Uy, eso me da cosquillas!".

Peinaditos y en cómodos pijamas - que son la definición perfecta de que no habrá sexo - veíamos televisión. Habíamos creado un nuevo juego en el que veíamos una película hasta el momento en que algún personaje dijera la palabra "amor". Cuarenta minutos, siete inicios de películas y otro vaso de bourbon después puse mi cabeza en su hombro. "¿Cuándo se acaba esto?" ¿Qué cosa? Podemos quitar esto y hacer otra cosa. O dormir". "No: esto. Esta bobería en la que uno se queja y no hace nada con su vida. ¿Cuándo se acaba?". "Supongo que a veces hay que tocar fondo para empezar a subir", respondió.

"Ya yo llevo años en el fondo. Y no hago nada. Y puedo echarle la culpa a que soy inmigrante, a que mi tía se murió, a que soy sex addict, pero es mentira. Es que soy vago. Y por eso no hago nada con mi vida. No tengo papeles, no puedo viajar, no puedo estudiar, no tengo un trabajo fijo, no tengo dinero. No escribo. Ni siquiera como. Es todo el círculo vicioso de bares, saunas, drogas, hombres - uff, hombres - y nada más. ¿Cuándo se acaba esta fiesta eterna? ¿Dónde está el fondo del fondo? Quiero llegar lo antes posible para empezar a subir. El amor es secundario pero ser quién uno quiere ser no. Triunfar en la vida no puede ser secundario. Y si uno se pasa el tiempo haciendo otras cosas...".

Y ahí tuve que salir corriendo al baño. A vomitar. Como en las películas en las que uno vomita porque es muy sensible y le da impresión algo. Supongo que vomité por el bourbon pero no puedo evitar hacer el paralelismo de que estaba vomitando por mi vida. Vomitar me asusta. Abro los ojos, sudo, sollozo y tiemblo entre arcada y arcada. Él me miró tener mi momento. Cuando terminé me recosté a la pared. "¿Este puede ser el fondo del fondo y puedo empezar a subir ya?". Asintió con la cabeza, se sentó detrás de mí, me acomodó y me abrazó. "Esta cita sin sexo es una desgracia", dije. "Ok: ponte en cuatro patas. Te vendaré los ojos y te la echaré en la boca", respondió. "Acabo de vomitar así que mejor en la boca no". Reímos. Y así nos quedamos abrazados en el piso del baño caro. Aparentemente el fondo del fondo no tiene que ser una meth house. "No puedo creer que haya vomitado esa comida tan cara..."

Acostados en la cama en calzoncillos, con todo apagado, habiéndonos dado las buenas noches una hora atrás, ambos mirábamos como autómatas el techo de cristal en el que caía la nieve. "Yo me enamoré", dije, rompiendo el silencio que nos estaba matando. "Y creí que era amor amor. E hice todo lo que tenía que hacer. Lo hice todo bien. Yo, que siempre lo hago todo mal. Y estaba dispuesto a recorrer más de un metro por ese amor. Y perdí. Supongo que si lo hubiera hecho todo mal y hubiera sido el hijo de puta que puedo ser que no se acuerda ni de los nombres, si lo hubiese matratado, si nunca le hubiera dicho que lo amaba, hubiese ganado - como he ganado antes competencias que no quería ganar - pero no lo hice, así que lógicamente perdí. Porque así es cómo funciona el amor".

"Mi ex esposo está ahora con una mujer", dijo él para demostrar una vez más que una frase vale más que todo un párrafo. Dejé de mirar al techo y lo miré a él. Intenté estar serio pero me salió una carcajada. "Disculpa, no quise reírme". "No, no: ríete. Es lo mejor que podemos hacer". Y nos reímos de buena gana. "El tuyo no se acostaba contigo y ahora está con una mujer y el mío pudo haberse quedado conmigo y no lo hizo. ¿Ves lo que digo? Esa manía que uno tiene de sufrir por hombres que no se lo merecen es la que no nos deja avanzar. O al menos a mí: tú tienes un techo de cristal, yo no tengo ni tarjeta de crédito".

Y ahí dejé de reírme y volví a mirar al techo de cristal. Y no dije nada - porque ya había hablado mucho - pero mi cerebro siguió solo. "Esta pinga se tiene que acabar. Hay que cerrar ese espacio que uno mismo creó destinado a otras personas, a lo externo, y enfocarse en uno, dejar la vagancia y empezar a subir. Y pasarle por el lado - como siempre - a los que ahora uno ve desde abajo. Y luego llegar a la superficie donde estaré solo, por supuesto, pero es mejor estar solo en la superficie que solo en el fondo. Y luego bajarás de nuevo porque hay que mezclarse con la gente y luego seguirás bajando una vez más hasta el fondo porque te aburriste de ellos. Y porque si ya vas a bajar tienes que bajar más que los demás. Y así será toda la vida. Pero ahora: a subir. Hace rato que no veo la superficie y ya la extraño. ¿No te demostraste que puedes hacerlo todo bien con un macho? Pues ahora hazlo con el macho que cuenta que es uno mismo. Y ahí sí que no se pierde". Listo: la conversación que evitaba tener con mi cama la estaba teniendo con otra. Aparentemente solo necesitaba un techo de cristal.

Me viré, me acerqué a él, puse mi cabeza en su pecho, mi pie entre los suyos y mi mano dentro de su calzoncillos. Que no tengamos sexo no quiere decir que no podamos dormir como si lo hubiéramos tenido.

Al día diguiente, en el portal, se declaraba oficialmente clausurada la cita sin sexo. "Bueno, fue divertido", dije. "Lo fue. Así que ya sabes: si algún día necesitas un techo de cristal...yo tengo uno". "Pero tendremos sexo", dije. "Y nos enamoraremos", dijo él. "Pero antes de que llegue ese día tenemos que hacer otras cosas", precisé. "¿Los impuestos?", preguntó. Me eché a reír. Y nos besamos. Por primera vez. Un beso inocente pero lindo. El beso que llevaba esa linda cita SIN SEXO. "Gracias". "A ti".

En el camino me viré y le dije adiós. Y luego otra vez. Y luego otra hasta que nos perdimos de vista. Como se despide uno siempre de la gente que se lo merece.

Esa noche, en el bar, no hubo tequila ni besos ni pantalones bajados. Solo me senté ahí y pensé en mi vida. Y pensé que bien podía ponerme a pensar en mi vida en otra parte. Sin tragedias ni cargos de conciencia. Buscar dentro lo que no se encuentra fuera no es ni tan duro ni tan terrible. Al contrario. Así que me fui. Cuando esté bien conmigo mismo ya volveré a mezclarme con los demás. Por el momento, hay que irse.

Al llegar a mi casa no prendí las luces. No abrí la computadora, no puse la televisión, no busqué ninguna excusa para no hacer lo que tengo que hacer. Con tan solo la luz de la noche que entra por la puerta de atrás me paré frente a la cama, le di un golpecito con el pie y le dije: "despierta: tenemos que hablar".


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