viernes, 8 de marzo de 2013

To all the girls I could've loved before


Todo comenzó cuando fui por segunda noche consecutiva al cine. En las últimas semanas estoy inconcebiblemente orgulloso de mí mismo. Enfocado, centrado, creativo, divertido, emocionado, disciplinado. Leo, escribo, no tengo mucho sexo (no es que lo haya descartado pero no salgo a buscarlo tampoco), hago algunas traducciones para pagar la renta, aprendo a cocinar, organizo mi música y mis fotos, tengo mi cuarto impecable…¿Habré encontrado (finalmente) un balance entre la vida que tengo y la que quiero tener? ¿Es este el inicio de una estabilidad necesaria para que los excesos sean una parte importante de mi vida y no mi vida como tal? No hablemos más de eso por ahora y dejemos que el futuro nos diga. Sea como sea: me siento muy bien por estos días.

Pues entre las cosas a las que también he regresado está el cine. Las últimas dos noches me fui a la última tanda del Cineplex Forum en el centro de la ciudad (un complejo de 32 pantallas), compré mi Coca-Cola inmensa y me puse a ver mis películas en una sala con no más de cinco personas. La soledad y el consumismo capitalista aprovechados como debe ser. ¿He mencionado antes que adoro mi soltería?

Así que anoche cuando salía de ver (y adorar) “Silver Linings Playbook” (ahora que lo pienso, Jennifer Lawrence quizás sea la culpable de todo lo que pasó después) me fui a coger el último metro (ah, Truffaut!) para ir hasta la estación Papineau y de ahí coger un autobús hasta mi casa. Suena complejo pero es increíblemente fácil. Al llegar a Papineau faltaba media hora todavía para que viniera el autobús, y como esperarlo a menos 23 grados no es una opción (como no lo es caminar hasta mi casa aunque no esté a más de un kilómetro) me fui, en una repetición exacta de mi noche anterior, al Stud.

“Le Stud” es un bar en el village gay reservado (aunque no solamente) para los hombres no tan jóvenes. Nunca voy pero cuando he pasado por ahí me ha caído bien. Es gratis, está abierto hasta las tres de la mañana, algunos de los tembas están rebuenos, nunca ningún joven entrará ahí sin que le toquen las nalgas como mínimo dos veces y - lo más importante - está a cien metros de la estación Papineau, lo cual lo hace el lugar perfecto para esperar el autobús. Pero sobre todo me encanta la estabilidad aburrida que tiene. No es como la discoteca gay, en la que los homosexuales tienen que ir a demostrar que ellos lograron salir del closet, van al gimnasio todas las tardes y se han acostado todos con todos. No: esto es como un bar heterosexual aburrido y semivacío donde uno va a tomarse una cerveza sin tanto glamour. Me hace pensar que ser gay no es ni tan relevante ni tan transgresor y que podemos dedicarnos a pensar en otras cosas como la contaminación ambiental o la superación del alma. Y como en Cuba todavía estamos en la fase anterior, esta dinámica de los bares montrealenses se ajusta muchísimo más a mi persona.

Como era lunes (oficialmente inicio de martes ya) estaba mucho más tranquilo que el día anterior. Noche de karaoke. Me senté en una esquina y esperé mis quince minutos sin quitarme el abrigo. Uno de unos 40 años me miraba atravesado. Yo, cual réplica del día anterior, lo ignoré olímpicamente. No sé qué tengo, pero sé que no es malo. Es como si estuviera depurando. Ni siquiera me importa que me miren para los efectos de la autoestima. Ah, si pudiéramos mantener este espíritu toda la vida…

Pues bien, cuando ya me iba, él me vio y se paró. Yo decidí correr antes de que me cayera atrás pero los guantes me jugaron una mala pasada y me alcanzó justo cuando salía. Pero bueno, tampoco soy de los que le tiene miedo a los hombres. “Hey”, me dijo, ya en la calle. “Hey”, dijo un lacónico yo. “¿Por qué te vas? Acabas de llegar”. “Mi guagua se va”. “Quédate, yo te llevo luego”. Y con estas tiernas palabras me besó. Así son los hombres de Stud. Nos besamos y tocamos nuestros respectivos miembros viriles (que esté de vacaciones de los hombres no quiere decir que sea frígido). “Escucha, entramos de nuevo, termino mi cerveza, te llevo a mi casa y después a la tuya. Mi apartamento te encantará: está cruzando el río y se ve toda la ciudad. ¡Y acabo de comprar un telescopio!”. Yo sonreí. Había descubierto mi secreta pasión por la arquitectura de apartamentos que uno visita una sola vez y por los telescopios para ver las ciudades de noche.

Era argelino. Como todo aquel que ha pasado por las camas de muchos argelinos, marroquíes, libaneses y algún que otro egipcio, tunecino y sirio, este sexoreportero conoce perfectamente el valor de un árabe. No es tanto que sean buenos en la cama sino lo casuales que son. Muy relajados. No hay que estar posando para ellos ni poniendo caritas. Muy parecidos a los cubanos (a los cubanos que no intentan lucir como un estereotipo de macho latino, obviamente). Perfecto para una relajada noche de lunes. Y además con carro. Ah, no hay que exagerar: no hay nada de malo en cambiar un poco los planes si todo fluye correctamente. “Ok”, dije. “Entonces, entremos”, dijo apresurado (recuerden que había menos 23 y él por caerme atrás no se había puesto su abrigo).

Así que entramos de nuevo. Esta vez me senté en la barra, quitándome ahora sí el abrigo, la bufanda, la gorra y los guantes (el invierno es toda una aventura de trapos y más trapos). La barra era un cuadrado que rodeaba a un fuertote con tatuajes de unos 40 años que fungía como camarero. El árabe me invitó a una cerveza. Me puse a mirar el karaoke con una ligereza mental envidiable. Ni siquiera me veía en la necesidad de tener que iniciar una conversación. Solo estaba ahí, disfrutando mi espíritu y mi momento. El árabe se puso a hablar con uno del otro lado. Uno jovencito. Ni siquiera me fijé bien. Unos minutos después, se viró y me dijo: “¿Te molesta si va a la casa con nosotros?”. Me incliné para mirar mejor al joven, este me sonrió pillamente, yo le sonreí de vuelta, volví a mi posición original y le dije a mi árabe pastelero: “Para nada”. Él sonrió como un niño al que le dejan quedarse una mascota. “Perfecto”, dijo y siguió conversando con el muchachito mientras yo seguía mirando el karaoke.

Después de un tiempo mis dos nuevos amigos salieron juntos a fumar y me quedé solo. Agradablemente solo. De todas formas, no estábamos hablando mucho antes. Un hombre muy simpático se me acercó y comenzó a hablar de cómo prefería Toronto a Montreal. Le sonreí y le di mis razones de por qué yo prefería lo contrario, pero entonces la protagonista de este post se subió al pequeño tablado del karaoke y comenzó a cantar una canción de Bon Jovi.

Era linda. Si no, creo que nada habría pasado. Menuda y manuable, aunque no tan chiquita. Extremadamente blanca. Pelo largo castaño oscuro y cara preciosa. De esas mujeres que no amenazan con su presencia, solo encantan con su belleza. ¿Sería lesbiana? Las dos que andaban con ella sí lo eran, pero ella no lo parecía. No es que fuera importante tampoco. No cantaba bien (tampoco mal), pero era simpática. Se equivocaba en la letra y ella misma se corregía. Adorable. Nadie la miraba, ni siquiera sus amigas que se enfrascaban en una conversación. Nadie la miraba…salvo yo, quien me había olvidado de mi cerveza y del hombre que me hablaba y la miraba con sonrisa de bobo fija en la cara. Al terminar creo que fui el único que la aplaudió, pero no creo que nadie lo notara tampoco.

Al regresar a la barra se sentó al lado de sus amigas, quienes la aplaudieron al verla llegar pero siguieron conversando entre ellas inmediatamente después. Ella se puso a buscar unas cosas en su abrigo mientras le daba sorbos a su trago. Yo miraba cada una de sus acciones como si fuera un acosador. Entonces hice lo increíble. Le pedí disculpas al hombre que me hablaba y a quien hacía mucho que no escuchaba, dejé mi cerveza casi terminada, acomodé mis trapos en mi banqueta y le di la vuelta al cuadrado que fungía como barra.

“Hey”, le dije como si la conociera de toda la vida, mientras me recostaba a la barra justo a su lado. Ella se sorprendió por una milésima de segundo, pero como toda mujer, acostumbrada a que la enamoren, lo fingió bastante bien. “Hey”, sonrió. “Eso fue genial”, mentí, “¿tocas en una banda o algo?”. Ella me miró con cara pícara. “Pensé que los gays flirtearían con mejores frases”, dijo. Yo sonreí: “¿cómo sabes que soy gay?”. Ella puso cara de decepción. “Solo lo dije con la secreta esperanza de que me dijeras que no lo eras”. “Oh”, dije yo, con fingida sorpresa. “Lo soy”, dije, con la misma expresión que uno dice “culpable”. Ella puso cara de resignación que quería decir: “Bueno, estamos en un bar gay, era lógico”.

“¿Alguna opción de que seas bi?”, dijo. Negué sonriendo con la cabeza. “No: gay gay”. Ella puso cara de “Oh, no, ya basta, deja de romperme el corazón”. Yo reí. Ya para ese momento yo estaba completamente enamorado, quería casarme y tener 25 hijos con ella. ¿Alguien lindo que me hacía reír? ¿Cuándo fue la última vez? “¿Puedo invitarte a una cerveza a modo de disculpa por mis conductas sexuales?”. “¿Un gay invitándome a una cerveza? ¡Por supuesto!”, respondió. Cinco minutos después brindábamos. “Por los gays que se acercan a las chicas que se aburren en un bar. Los verdaderos caballeros”, dijo ella.

Era tan linda. Podría abrazarla toda la vida. Seguro olía a limpio como todas las mujeres. “Entonces, ¿no te gusta nadie y por eso viniste a mi rescate?”, me dijo. “En realidad creo que tengo un trío en unos minutos”, dije, súbitamente recordándolo. “Pero no sé dónde está el resto de los participantes y tampoco creo que me importe mucho.” Ella abrió los ojos exageradamente. “La vida de los gays es TAN interesante”, dijo. “La vida de los gays es la cosa más aburrida del mundo”, le dije sonriendo y tomando de mi cerveza.

“Eres muy hermosa”, dije. “Todo en ti es hermoso. Tu cara, tu cuerpo, tu manera de ser…creo que me gustas (en inglés suena más casual: “a little crush on you”). Lo dije con una torpeza propia de un adolescente y una sonrisita nerviosa al final. Ella me miró calmada. “¿Qué estás haciendo?, dijo. “No sé. No tengo ni idea”, dije mucho más relajado. “¿Te gustan las mujeres? ¿Has estado con mujeres antes? ¿Quieres estar con una mujer porque estás aburrido?” La miré pensativamente, sonreí silenciosamente y me puse a reflexionar.

Durante mucho tiempo de mi vida, acostarme con una mujer fue mi mayor anhelo. Claro que tenía 12 años, comenzaba a conocer mi sexualidad, me masturbaba seis veces al día y acostarme con lo que fuera era visto como el objetivo fundamental de mi vida. De ahí que también pensara en los hombres y en acostarme con ellos, pero en mi propia cabeza me imponía lógicas limitantes. Un día después de cumplir 15 años tuve “algo” con un hombre en una pista de atletismo. Aquello fue tan terrible que decidí que los hombres quizás no eran lo mío. Aclaración importante: ni me violaron ni pasó nada del otro mundo, así que nadie ande pensando que soy gay “porque abusaron de mí en mi adolescencia un día que me fui a correr”. Por supuesto que no. Pero fue mediocre y me dio asco. Además de que no hice mucho, así que no cuenta como absolutamente nada en mi rica historia sexual, salvo por el hecho de postergar por cuatro años más mi acceso a los varones debido al trauma.

Tres meses después de aquel incidente, en la escuela al campo, un martes 13 (¡!) tuve finalmente sexo real por primera vez. Y fue con una mujer. Por supuesto que me gustó y por supuesto que fui bueno (escorpión, vicioso, curioso y sin complejos desde pequeñito). Pero contrario a lo que pensé no fue nada del otro mundo. En mi cabeza era mejor. Mis masturbaciones eran mejores. Estrenaba desde temprano esa condición que me acompañaría para siempre de que el mundo es mucho mejor en mi cabeza.

Luego hubo más y todas fueran tan olvidables como la primera. Jamás me volví a interesar en ellas seriamente y dejé mis seis masturbaciones diarias para lo prohibido (los hombres, obviamente). Hasta que a los 19 me harté de reprimir mi sexualidad y todos sabemos lo que pasó. Y sí: tal y como lo sospechaba, los hombres sí me gustaban con la misma intensidad con que lo hacía en mis excesivas e intensas masturbaciones. Aún hoy, 11 años después y una cifra de hombres inmensa para cualquier tipo de contabilidad los varones me siguen gustando muchísimo, sin ningún sentimiento de decepción, hastío o aburrimiento, al menos en el plano sexual. Pero problemas en la cama con las mujeres nunca tuve. Fue solo que los hombres me llamaron mucho más la atención.

Sin embargo, el problema fundamental radicará siempre en otra cosa. Si bien yo, como todo el mundo, puedo tener una tendencia bisexual (más aún alguien tan sexual como yo), sentimentalmente sí me fui de un solo lado siempre. Como diría alguien, soy homosentimental. Y contra eso sí que no se puede hacer nada: soy gay gay.

Hay un momento vital en el sexo y es justo después que se acaba. Y ahí me incomoda seriamente estar con una mujer. Siento que tengo la obligación de protegerla (machismo clásico y presiones sociales), me quiero ir, cambio mi personalidad, etc, etc. Curiosamente, no tengo ningún problema “protegiendo” a los hombres luego de acostarme con ellos y portándome “como un hombrecito” pero parece que como no es obligado no me estreso y me sale natural. Eso no quiere decir que no me quiera ir justo cuando termina el sexo, pero la causa no es la incomodidad sino el puro aburrimiento. Por todas estas cosas juntas, el hecho de pensar en involucrarme sentimentalmente con una mujer queda fuera de toda consideración en mi vida.

“Nos vamos en 15 minutos, ¿te parece?”, me dijo alguien, sacándome de mis reflexiones de un pasado lejano y olvidado. El árabe. Dios, me había olvidado de él completamente. Asentí con la cabeza como un zombie.  El muchachito joven estaba de nuevo sentado en nuestro lado de la barra. El árabe regresó a su lado y me dejó con ella. Yo estaba serio. Ella también. No tenía ni idea de qué hablar. La miré e hice una mueca en la que me puse bizco y saqué la lengua. Ella rió y cortamos una tensión que no supe muy bien en qué momento había comenzado.

“Entonces ¿no hay manera de convencerte de que no tengas tu orgía y te quedes aquí?”, dijo. En mi cabeza no había duda alguna de cuál de las dos cosas era más relevante para mí: ella. Ejercía una fascinación sobre mí que no creo que ninguna mujer haya logrado antes. Sin embargo, la respuesta no era tan fácil. Y ni siquiera voy a intentar explicarlo. Confío en que algunos de ustedes me entiendan. Contesté negativamente con la cabeza. Ella me guiño un ojo con el que me absolvía de mi decisión.

“Tú me gustas mucho”, dije, mucho menos torpe que la primera vez. “Creo que eres fascinante. Y no pretendo hacer nada con esta sensación, pero no quiero dejar de decírtelo tampoco. Yo no creo estar preparado para estar con una mujer que me guste mucho. Quizás con una que no me fascinara fuera más fácil: fuera todo como una escapada sexual. Una escapada sexual que tampoco tengo ganas de tener. Pero no sé cómo reaccionar a una mujer que me gusta. El mundo gay es duro y tengo miedo que si tengo otra opción, algún día en que esté muy desencantado me dé por creerme que puedo amar a una mujer. Y siempre he pensando que eso es cobardía. Y lo es. Al final, cuando ya se sienten más tranquilos, comienzan a engañarlas con todos los hombres que se encuentran y se vienen a separar cuando ya tienen 45 años y dos hijos. Y eso está mal para él y para ella. Yo soy un hombre. Uno que nunca haría una cosa como esa. Esa es mi política y no la voy a cambiar solo porque me dejé deslumbrar por una mujer en un bar una noche”.

Ella me miró seria. “Que te quedaras aquí esta noche no quería decir que te casaras conmigo y tuviéramos hijos”. Yo me eché a reír y ella también. Ahora fue ella quien cortó la tensión. “Lo sé, creo que más bien necesitaba definirme. Por un momento estuve algo confuso”. Reímos. “Siempre nos llaman “confusos” y resulta que yo nunca lo había estado, salvo hoy”, dije. “Uff, es cierto que los gays son dramáticos”, dijo ella. Yo me eché a reír de buen grado. “Lo somos. Somos unas niñas lloronas”. “No te preocupes; los heteros también”. Yo sonreí y la miré fijo. “Eres fabulosa”. “Tú también”, dijo ella.

“En mi próxima vida seré heterosexual.”, le dije. “Dedicaré toda mi vida a correr detrás de las faldas, gastaré todas mis neuronas y perderé todo mi tiempo en las mujeres. Incluso el título de mi autobiografía será “To all the girls I’ve loved before” (ese es el título de una canción de Willie Nelson)”. Ella asintió: “Ok”. “Y te buscaré”, dije. “Aquí estaré”, dijo. “En este mismo bar”. Asentí con la cabeza. “Adiós” dije en un susurro. “Adiós” dijo en un susurro.

Volví a mi asiento, lo que provocó que mis futuros amantes comenzaran a vestirse. Yo me puse todos mis trapos también. La miré en la distancia y ella a mí. Le sonreí. Y ella sonrió. “¿Todo listo?” dijo el árabe. “Sí”, dijo el muchachito joven. “Sí”, dije yo. Al irnos, casi al llegar a la puerta, la miré por última vez. Ella continuaba mirando. Me quedé parado en la puerta. “¿Pasa algo?” dijo el muchachito. Ya el árabe había salido. “Dame un segundo”, le dije.

Me acerqué y me paré frente a ella. La miré divertido. Ella sonrió. “¿Qué sentido tendría un beso?” le dije. “Ninguno”, dijo ella. Sonreí. “Así y todo hay algo que necesito hacer”, dije. “¿Qué?” Entonces cogí su cabeza con mi mano y la acerqué a mi pecho, lo cual fue muy fácil porque ella estaba sentada y yo parado. Puse mi mentón en su pelo y me quedé así por unos diez segundos con mi mirada en algún lugar de la barra o quizás en algún lugar mucho más lejano. Quizás en otra vida.

Al separarla suspiré. “Ahora me voy”, le dije. Ella asintió con la cabeza. Le guiñé un ojo y me volví. Al llegar a la puerta le dije al muchachito: “listo”.

Al salir corrimos hacia el auto por el frío y nos metimos ambos en la parte de atrás a la carrera como adolescentes. El muchachito y yo casi ni nos habíamos visto, así que decidí acercarnos un poco. Le di un beso largo y duradero en cuanto arrancó el auto. “Hey, no empiecen sin mí”, dijo el árabe sonriendo. Ambos sonreímos. El muchacho se acostó y puso su cabeza en mis piernas. Me dio una mano y yo le apreté un dedo.

“¿Eres bi?”, me preguntó. “No: gay gay”, le dije, sabiendo perfectamente por qué preguntaba. Él sonrió y no insistió en su pregunta. “Era bonita”, se limitó a decir.

Yo miré por la ventanilla y recordé algo que comprobé al apretarla contra mi pecho. “Y olía a limpio”, dije.


PD: Al igual que Willie Nelson le dedicó su canción a todas las muchachas que amó antes, yo le dedico este post a todas aquellas que pude haber amado. A todas esas que pudieron haber llenado mis días de adolescencia con su sola existencia, aquellas que pude haber enamorado en juveniles discotecas, aquellas de cuya mano pude haber caminado, cuyos hijos pude haber compartido y cuyas historias, amores y desamores pudieron haberme servido para inspirar mis historias y mis novelas. En mi próxima vida prometo consagrarles todo mi tiempo, neuronas y energía. Mientras tanto les dedico este post a todas ellas y a todas las muchachas lindas de limpios olores que andan por los bares de este mundo. Sobre todo a una.


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