jueves, 20 de septiembre de 2012

La crisis


Hola, soy Raúl y estoy deprimido. Obviamente, ningún post que empiece así va a ser alegre (y les cuento el final desde ahora diciéndoles que tampoco es clásicamente feliz), así que todos aquellos que creen en que hay que pensar en lo bueno para que se te dé lo bueno, en la bondad de los seres humanos a pesar de todo y en que hay que dar amor para recibir amor, pueden coger ahora mismo sus cosas e irse a otro blog mucho más alegre porque hoy estoy particularmente deprimido y muchísimo más ácido que de costumbre.

Jamás he sido de mostrar mi cara triste en público. Aprendí desde pequeño, (Chaplin lo dijo, pero si no lo hubiera hecho yo lo hubiera inferido igual) que cuando ríes y ganas premios todo el mundo está ahí sonriendo y aplaudiendo, pero cuando estás triste y deprimido, solo verás espaldas volteadas. Como mi objetivo en los primeros 30 años de mi vida ha sido no regalarle la oportunidad a nadie de que me vea sufriendo y sentirse mejor de esta forma consigo mismo y con su miserable vida, hasta en los días más cabrones he hecho algún chiste y he fingido alguna que otra sonrisita.

Pues me harté. En los próximos 30 años de mi vida (que comienzan el mes que viene) el nuevo lema incluye cosas como “los demás me importan tan pero tan poco que si estoy triste no regalaré ni esta broma y deprimiré a todo el que se me ponga delante sin importarme si mi estado de ánimo encaja con sus tontas vidas”. Ya dije que estoy ácido: están a tiempo todavía de irse.

Mi crisis (para aquellos a los que lo único que le interesa es el chisme) tiene su epicentro en Toronto. Todo el mundo leyó el post y todo el mundo movió la cabeza a ambos lados como diciendo “Ay, pero Raúl no cambia”. Las críticas en torno a la calidad del post como tal se dividieron en “si no das más detalles esto es un típico librito de viajes” y “a mí la originalidad me encanta así que estoy contigo hasta el final” (buen momento para decir que a mí EN SERIO no me molesta que critiquen lo que escribo). Pero ni uno solo (¡Ni uno solo!), ni en el blog, ni en Facebook, ni en mi correo, me mandó algo como “Raulo, ¿tú te sientes bien?”

Aparentemente ahora soy un personaje de ficción. Mis sentimientos han de cambiar de una semana a otra según el espíritu del post que decida recrear y todas las semanas deben ocurrirme cosas, no solo trepidantes e interesantísimas, sino además novedosas todo el tiempo (porque si no aparecen los “ya esto lo hemos visto”). Yo pudiera molestarme, pero no lo hago, ya que sé que eso quiere decir que soy un buen escritor y el Raúl literario es ya el que cuenta. Además, esos son precios que paga uno por poner su vida en las manos de los demás, cual reality show. Yo lo sé y lo asumo con decencia. Ahora bien, algunos de ustedes (especialmente mis “amigos”) podrían abstraerse y preocuparse por el cretino de Raúl Reyes Mancebo de la vida real. (Les juro que si alguno pone algún comentario debajo de este post diciendo “Rauli, ¿cómo te sientes? Me tienes preocupada” le voy a dejar de hablar/escribir por el resto de mi existencia. No lo hicieron cuando Toronto, ahora ahórrenselo). Pero esto no es sobre mí contra ustedes a pesar de que me hayan dejado solo y me haya dolido (sí: me dolió). Esto es sobre mi crisis.

Como si lo de Toronto no hubiese sido suficiente para deprimir a un toro, de manera completamente inesperada, dos semanas después (¡solo dos semanas!) me pasó una cosa horrorosa (de la que me prometí solemnemente jamás contarle una sola palabra absolutamente a nadie, no como castigo ni por temor al “ya esto lo hemos visto”, sino porque me dolió demasiado y no lo voy a volver a recrear en mi mente) que vino a agudizar aún más la crisis. 

Pero como a veces lo que mejor te puede pasar para superar un trauma es otro trauma (ya que aprovechas y los coges a los dos y los mandas para el carajo a todos juntos), decidí, al entrar a aquel Tim Hortons a las 4:30 de la mañana, con el pelo completamente revuelto y temblando de pies a cabeza, no solo por los 2 grados que había en las desiertas calles montrealenses, sino – y sobre todo - por el peso de sentirme herido como un animal que acaba de recibir un tiro completamente inesperado, decidí que algo tenía que hacer con mi decadencia espiritual.

Sí, amigos que nunca leyeron el otro post y que milagrosamente todavía siguen leyendo este: sufro por hombres. ¡Qué mezquindad de los hombres grandes el sufrir por lo que sufre el vulgo! Pero no hay nada que podamos hacer al respecto, salvo admitirlo para que así puedan ustedes juzgarme desde su altura y criticarme con la cabeza como les gusta. Así que, sabiéndome solo en esto de aconsejarme, en aquel mismo Tim Hortons sin un alma, sentado en una esquina que no daba a ningún cristal para que  absolutamente nadie de la calle pudiera verme mientras reflexionaba, me llamé seriamente a capítulo. “Amigo mío – me dije – asume que a ti lo que te gustan son los hombres decadentes, y esas historias siempre acaban mal. Así que a) o cuando los huelas sales corriendo para el otro lado y te proteges así el ya bastante maltratado corazón o b) vives intensamente el momentico en que te sientes realmente vivo a sus lados, pero sabiendo desde el mismo inicio que TODO VA A ACABAR MAL! Lo que no puede pasar es que te sigan cogiendo estas cosas “de sorpresa”, que te sigas decepcionando cada dos días como si fueras una quinceañera y soltando lagrimitas patéticas en estaciones de autobuses para luego escribir literatura rosa en la que mitificas a estos patéticos seres de los que te enamoras una y otra vez”. Si pensaban que soy duro con ustedes, tienen que ver cómo me llevo a mí mismo.

Y lo cierto es que, con esta seria determinación, me he mantenido fiel a esta nueva doctrina. Y funciona. Mi dolor actual excluye completamente el regresar a estos hombres, el incluirlos en mi vida, el preguntarme si pensarán en mí o no. Por supuesto, no es siempre tan fácil ni tan infalible, pero ellos, a pesar de que son el origen visible de la crisis, no son la esencia de la misma. 

Esta no es mi primera crisis (ni la peor), aunque tampoco han sido tantas como podrían pensar. Esta es la mayor en un buen tiempo, si ignoramos, por supuesto - por considerarla como “demasiado tercermundista” - la que comenzó cuando regresé a Cuba y en la que me pasé cuatro meses con una cerveza en la mano sin darle un sentido a nada. Por eso mismo, al haber estado en otras, sé que todo pasa, así que no se tomen el trabajo de recordármelo. Yo sé que se sale. Más viejo, más ácido, con más resentimiento, pero también con algo más de sensibilidad y quizás con algo más de experiencia a la hora de volver a sufrir ante un evento similar en el futuro. Saldré distinto - quizás para bien como en la mayoría de mis otras crisis anteriores - pero sea de la forma que sea, el momento actual pasará.

Ahora bien, “pasará” no es “pasó”. “Pasará” es “pasará”. La crisis está ahí y, en muchos sentidos, es bastante triste. Al considerar a los hombres decadentes como su origen, pero no como su esencia, tampoco puedo decir exactamente dónde radica el problema mayor que es el que me tiene tan decaído. Quizás tenga algo que ver con la soledad. No esa en la que la gente quiere a alguien a su lado para que le haga compañía, sino la verdadera soledad, en la que sabes que lamentablemente no hay nadie como tú y nunca nadie podrá satisfacerte espiritualmente como tú necesitas. Quizás tenga algo que ver con autoestima (baja), la cual aparece absolutamente en todas las crisis, o quizás tenga algo que ver con la nostalgia de lo que pudo haber sido (en un universo paralelo) y no fue, debido a las drogas y a la decadencia. No lo sé (lo encontraré y lo solucionaré) pero al menos en este párrafo no lo puedo definir exactamente.   

Lo que sí puedo definir tangiblemente es la tristeza. Sí, amigos (sin comillas esta vez porque ya los perdoné ahora que nos adentramos en un momento más oscuro de este post): tristeza. De la mala. No de la mala mala mala que te roe el corazón y te seca poco a poco, pero sí de la malita en la que tienes un vacío en el corazón y no le encuentras un sentido real a tu vida. ¿Ven?: ya los deprimí. Váyanse los que aún estén a tiempo y sálvense ustedes. 

Volviendo a la práctica, uno se inventa maneras tangibles de combatir la crisis. Así, lo primero que hice, tanto acabado de llegar de Toronto como después del segundo incidente, fue intentar a toda costa organizar el resto de las cosas de mi vida, que no son pocas (ni necesariamente fáciles). Así, a pesar de que me sentía como mierda, me levanté de la cama y me fui a resolver asuntos, a buscar trabajos, a comprarme Macs y muebles de oficina. Organicé mi cuarto de punta a cabo, desde el closet que nunca había tocado y en el que hay ahora tanto espacio que uno puede sentarse dentro hasta armar muebles de Ikea a altas horas de la noche yo solo. Esto me pasa mucho en las crisis, intento aprovecharla para solucionar otras cosas que tenía dejadas de la mano, y así, cuando se salga de esta, ya tengo más de una cosa resuelta. En serio: hay que sacar cosas de las crisis, si no no son mucho más que una mera pérdida de tiempo quejándote.

Pero por muy didáctica que sea la crisis (y lo es) no deja de ser menos triste. Así, cuando decide cogerte e instalársete en el alma, hay poco que se pueda hacer. Un día fui al cine yo solo como parte de mi nuevo programa de “hacer cosas diferentes y sanas”. Intenté ver algo que no tuviera que ver con nada. Me vestí, me fui al cine, llegué temprano, hice la cola, pagué los 15 dólares, subí a la sala…y no entré. Ante la idea de pasarme dos horas en una sala oscura con mis propios pensamientos dándome vueltas en la cabeza, me dio demasiado miedo (miedo real) y pensé que perder 15 dólares era mucho mejor que perder la sanidad mental. Terminé comiendo mis rositas de maíz en un parque.

Mi literatura se resiente. Todo es triste. Así que les doy permiso para irse a un blog más simpático que el mío (buena suerte con eso) ya que no preveo un post alegre en varias semanas. Eso sí, a las dos novelas que estoy escribiendo, le sumé una nueva, extremadamente sórdida, compleja y dolorosa que, o será un bestseller o una reverenda porquería. Ojalá cuando la termine me dé por quemarla, para así poderme liberar de todo lo que suelto en ella, pero lo cierto es que a mí me gusta lo que escribo así que lo más probable es que la mande a cuanto concurso haya, y por supuesto que no ganaré por la cantidad de hombres sin ropa y sentimientos que nadie comprende, pero de que se vende, se vende.

El otro día estaba sentado en el metro cuando entró una pareja de enamorados que no podrían tener más de 20 años. Él era lindo y ella era tierna. Siempre que uno ve esas cosas, se dice: “Ay, qué envidia, mira qué lindos son, ¿por qué yo no puedo tener eso?”. Como estoy en crisis y me permito algunas cosas, me descarné de estereotipos y fui implacablemente honesto conmigo mismo: “Esos hombres lindos e inocentes que te invitan al cine y dicen las cosas de las películas no son para ti. No te engañes ni un segundo más. Los has tenido y te has aburrido de ellos, no te han entendido nunca, y si un día te desplomas empiezan a gritarte por qué estás tirado en el piso en vez de levantarte sin preguntar nada y decirte al oído “yo estoy aquí”. Con esa clase de pensamientos, a uno se le va cerrando más el corazón y va dejando de lado cosas con las que uno mismo se engañaba pensando que eran lo correcto para nosotros. Parece triste, pero al menos es honesto, y cuando salgamos de la crisis perderemos menos tiempo y envidiaremos menos a pobres muchachitas que, si tienen algo en la cabeza, jamás serán verdaderamente satisfechas y se convertirán en nuestras tristes versiones femeninas.

Algo que todos agradecerán es que reduje drásticamente la cantidad de hombres en mi vida. Cero Grindr (no tengo ganas de explicar lo que es ahora, búsquenlo por ahí), cero sitios online, cero responder a los sms de hombrecitos sin sentido con los que uno no sufre en tiempo de paz, pero que en tiempo de crisis te ayudan a constatar con su mera presencia que tu vida es una porquería. Considero que tengo demasiado sexo. Demasiado. Por un mes fue simpático, después agotador, luego aburrido. Con la crisis, es simplemente doloroso. Así y todo tengo más sexo del que ustedes puedan considerar como “normal”, pero me quité bastante. Y se esperan aún más recortes en los días por venir. Por supuesto, ya regresarán algunos y vendrán otros nuevos, pero en serio espero que esta disminución significativa de hombrecillos que uno usa para subirse la autoestima se mantenga aún cuando haya finalizado la crisis. 

Uno no debe, contrario a lo que se cree, ponerse a esperar que la crisis pase sin reflexionar al respecto. No: uno tiene que darle un sentido a la crisis. Por supuesto, tampoco es deleitarse en ella (eso está prohibido) pero hay que recordar que como mejor se aprende algo es gracias a las lágrimas.

Y ahí viene justo uno de mis problemas. Si bien yo sí le doy un carácter educativo a la crisis, hay algo que es esencial para su superación, pero que a mí me cuesta un trabajo enorme: llorar. Si yo he llorado 10 veces en los últimos 18 años han sido muchas (y tan marcadas que algunas de ellas están en este blog contadas como algo en extremo relevante). Muy pocas (por no decir que ninguna) ha sido enfrente de los demás. Esto es algo que francamente no creo que cambie en los próximos 30 años tampoco. No tanto porque no quiera hacerlo, sino porque no creo que pueda. Mi indicador social no me deja. Me es imposible llorar frente a otro ser humano (como también me cuesta trabajo decirles que los quiero). Eso no quiere decir que sea insensible. Pero llorar como tal, orgánicamente, no puedo.

Y llorar ayuda. Uno se siente inmediatamente mejor y aunque las cosas no se arreglen por soltar unas lágrimas que vienen directo del pecho, uno empieza a verlo todo, desde el mismo momento en que está sentado con los ojos rojos acabado de terminar, con un prisma diferente en el que hay más paz. Y ahí fallo yo.

Por años me enorgullecí de no llorar, pero hace mucho que superé esa inmadura etapa. No: ahora lo busco. Y en esta crisis, no ha sido la excepción. Pero, al igual que muchas otras veces, no lo logro. Me voy a la ducha y bajo el chorro de agua caliente comienzo a pensar en frases hirientes, pensamientos vivificadores que me fueron dichos al oído, momentos felices de gente que ahora tengo que ver como enemigos, pero nada. En el cuarto pongo la música más emotiva que tengo (esa que siempre me produce una emoción determinada de tan solo oír sus acordes iniciales) y lo más que logro es un poquito de emoción pero nada de llanto. A veces he intentado, mientras voy caminando por la calle, forzar un llanto de la nada y sin ninguna planificación ni aparente sentido, para ver si así viene el llanto verdadero, pero nada. Solo me salen unos gritos sin sentido que me hacen sentir aún más derrotado e impotente al final. Esto se hace, por supuesto, en calles oscuras y solitarias, y con el iPod puesto. Y es que el llanto, lamentablemente, - al menos para mí que he tenido una vida dura en la que tuve que cerrarme tanto a los sentimientos para sobrevivir - no se puede forzar. Solo hay que esperar que un día venga y te sorprenda.

A veces uno se siente mejor durante un rato como consecuencia de un buen e inesperado momento, pero en cuanto la psiquis (la muy cabrona) detecta que la estás pasando bien, ella misma se deprime al ponerse a pensar en cómo dentro de un rato te vas a volver a sentir mal. Y así ya no tienes que esperar hasta dentro de un rato porque ya te sientes mal de nuevo. Peor que sentirse mal: te sientes vacío. Eso: lo más malo es sentirse vacío. Defino mejor la esencia de mi crisis mientras escribo. Peor aún que sentirse vacío: sentirse vacío y no tener absolutamente ningunas ganas de llenarlo con nada. Ese mirar con resignación y desinterés nuestro propio vacío es definitivamente lo peor. Esto que “descubro” es la causa fundamental de la mayoría de las crisis psicológicas de los habitantes del primer mundo, que uno siempre piensa que son mejores que las de los habitantes del tercero porque tienen comida, ignorando así lo extremadamente siniestro que resulta una persona sentada en su impecable apartamento oscuro sin esperar desde hace mucho tiempo absolutamente nada de la vida.

Pero esa no es mi crisis, así que no le tengan miedo a que me suicide, mate a alguien o me vuelva adicto a lo que sea. Mi crisis sí puede ser de resignación ante el vacío, pero como sigo siendo pobre y teniendo problemas de tercer mundo aquí en el primero, me fuerzo a que mi crisis no “suba” de categoría. De esta forma, nada de droga ni alcohol durante esta crisis. Pueden felicitarme. Hay que enfrentarla de la manera más tradicional posible: doblado en la cama con un dolor inmenso en el vientre mientras por la ventana sale el sol, sube, se pone y cae la noche sin que uno distinga muy bien los cambios. Tampoco estoy tan así, pero ustedes captan la idea.

Descubro que ahora tengo un poderoso aliado que en otras crisis no he tenido: la literatura. Por supuesto, cuando la crisis está en sus mejores días, hasta eso te parece nimio y piensas que nada - mucho menos tu tonta literatura - te harán llenar tu estúpido vacío que ni siquiera quieres llenar. Pero eso se te pasa. Esa ausencia de interés va y viene con los días de crisis. La literatura, no la que leen ustedes en este blog, sino otra privada en la que los personajes, a mi imagen y semejanza, aman y desaman en mundos sórdidos pero en los que encuentran siempre, de alguna forma, una causa para sus vacíos. Y al leer el mundo que yo mismo invento, me creo que algún día podría ser así también en mi vida real.

 Pero en toda crisis hay un momento determinado y preciso en el que de una forma muy clara (y a veces inesperada) se dibujan cosas que tú ya sabías pero que nunca las habías visto de esa manera, para darle así un nuevo enfoque a esta. No es el fin de la crisis ni mucho menos pero en muchos casos será el punto de giro que nos pondrá directamente en el túnel desde el cual ya se ve, a lo lejos, la luz.

Fue así como, no hace tantas horas, llegó la noche de jazz en aquel bar. Uno de los peores momentos de la crisis es cuando la gente no te deja quedarte en tu casa practicando por enésima vez el llanto y tus amigos heteros te invitan a lugares heteros a oír música muy hetero que no se puede bailar (no es que uno tenga ganas de bailar tampoco, pero al menos…) Que los lugares homosexuales estén prohibidos durante la crisis, no quiere decir que los lugares heteros sean mucho mejores. Son el aburrimiento personificado. No hay nada más aburrido que un heterosexual. Por supuesto, no hay nada más superficial y vacuo (y aburrido) que un homosexual. ¿Ven?: pensamientos como estos son comunes en tiempos de crisis.

Pues cuando me di cuenta estaba con mi camisa sentado con cinco gatos heterosexuales en un bar donde la gente aplaudía por cosas que yo nunca entenderé (también forma parte de los próximos treinta años admitir que a ti no te gusta ni el ballet ni el jazz y si quieren pensar que eres ignorante, pues que lo crean), aburriéndome de lo lindo. De los gatos, cuatro eran dos parejas (lo que nos faltaba: ver el “amor” de los demás justo a tu lado) y una muchacha pequeña y regordeta, a la que nadie me presentó, con un vestido amarillo oro.

Entonces, como mis oídos se taparon voluntariamente al oír el primer saxofón, tuve todo el tiempo libre del mundo para torturarme pensando en mi tema favorito de las últimas semanas. Después de un tiempo enorme en el que todo me pasó por la mente, y justo cuando me recondenaba dentro de mi camisa, la cual me puse solo porque me tenía que poner algo y no por el antiguo sentimiento de gustarle a alguien, el grupo de jazz se detuvo, fue aplaudido por los “conocedores”, y pasaron a poner la infaltable en todas partes del mundo música grabada. Entonces, las parejas de todo el lugar, cual resorte, se pararon y se fueron todas a la pista a bailar jazz. ¿El jazz se baila? Nunca me lo hubiera imaginado.

Como nos quedamos solos en la mesa, la chica del vestido amarillo oro me miró desde su esquina y me sonrió. “Ana”, dijo, para erradicar el error de los demás. “Raúl”. “¿Y dónde está tu novia?, preguntó con un tono irónico que quería decir “Qué horrible ser los únicos solteros en la mesa”. “Bueno, la última que tuve tiene un niño de diez años…que no es mío”. Ella sonrió. “¿Estudias para cura?”, preguntó. “No: lo otro”, contesté cómplice. Y ella río de lo lindo. “Entonces, ¿dónde está el novio?”, dijo, adecuándose a la nueva conversación. “Tengo varias opciones: o drogándose en alguna parte o acostándose con muchos hombres o probablemente ambas”. Ahí estaba: mi dolor transformado en humor, como siempre. Ella, evidentemente una mujer sabia, no sonrió esta vez. “Bueno, nadie es perfecto”, dijo. Yo sonreí. Después de un silencio incómodo producido por mi – un tanto agresivo - comentario, me dijo: “¿Quieres bailar?” “No sé cómo hacerlo”, dije, “y no estoy muy seguro de que el jazz se baile, en realidad”. “Aparentemente no es tan difícil”, dijo ella señalando a la pista, donde las personas bailaban apretadas y sin mucho movimiento. La miré, miré a los demás e hice lo impensable: irme a la pista con una mujer a bailar jazz.

Veinte segundos de una canción que nunca supe cuál era por el cierto nerviosismo que siempre produce entrar a la pista, algunas vueltas no muy duchas por ambas partes, y Norah Jones se dejó oír en las bocinas. “Bueno, por lo menos un tema en el cual sabemos quién canta”, dije. “¿No muy amante del jazz?”, preguntó sonriendo. Contesté negativamente mientras le hacía un guiño con el ojo. 

“¿Y siempre eres tan simpático?”, dijo. La pregunta del día. “Sí, siempre”. “Eso es maravilloso.” “No lo es”. “¿Cómo que no lo es?” “Hay veces que lo que quiero es gritar y sentirme mal y me sale un chiste.” En tiempos de crisis, uno habla sobre temas que nunca habría tratado en otro momento. Ella me miró silenciosa y yo me puse serio, cara que ni siquiera me he tomado nunca el trabajo de ver en un espejo si me queda bien. “¿Mal de amores?”, preguntó. “Ojalá hubiese llegado a la parte del amor”, dije, retomando mi sonrisa y mi burla de mi propio dolor.

“¿El antes mencionado de las drogas y muchos amantes?”. “Ese, y otro, y quizás algunos más en el pasado”. “¿Y todos son iguales?”. “Quitando una cosa por aquí y otra por allá, muy parecidos”. “Tienes mala suerte con los hombres”, dijo. Ahí me puse serio, aunque no mucho, y le dije en tono de confesión: “En realidad es mi culpa: escojo a los más malos”. 

“¿Por qué dices eso?, dijo ella, interesada. “Todos son drogadictos, promiscuos, decadentes, y ni siquiera estoy muy seguro de que se acuerden de mí dos minutos después que me dejan de ver”. Ahí: la verdad, sin esta gota de sonrisa ni juego de palabras. “¿Y por qué los escoges a ellos?” “No lo sé” dije. “Quizás otro no sepa, pero tú sabes”. La miré completamente serio al reconocer a una de las mías que me daba la oportunidad de decir en alta voz dónde radicaba mi gran error y quizás así poder comenzar a repararlo. Hacía rato que ninguno fingía que bailaba. “Por doce segundos es como un rayo. Uno que no se encuentra en ninguna otra parte porque para encontrarlo tienes que haber llegado al límite. Y esos doce segundos valen más que otras cosas para mí”. Ella me miró seria y no dijo nada. Retomamos nuestras torpes vueltas con una suave melodía en la que nadie cantaba.

“Entonces no creo que los escojas mal”, dijo, después de tres vueltas sin sentido. “¿A qué te refieres? ¿No oíste que siempre están drogados?” “Pero esos son los que te hacen sentir doce segundos de algo. Imagino que te pueda hacer mucho daño estar cerca de ellos, pero son los correctos para ti”. “Bueno, lo que quieres decir es que, como yo soy decadente y loco también, entonces hago la decisión correcta al escoger a los que son como yo. Creo que esa teoría es aún peor que la de que los escojo mal”. “¿Pero tú los escoges porque son decadentes y drogadictos o por los doce segundos?” Reflexioné, con un interés real en aquella conversación que finalmente estaba teniendo con alguien sobre mi crisis aunque se fuera por lugares que no preví. “Pues no sé, nunca lo había pensado así, pero estoy casi convencido de que por los doce segundos, claro. Así y todo, no veo la diferencia: son los mismos hombres.” “Pero la diferencia es muy sencilla: ellos son los mismos hombres, pero no es tu culpa”.

“¿Disculpa? No creo que entienda a donde te diriges”, dije, más interesado que nunca en mi vida adulta por lo que tenía que decirme aquella Ana de vestido amarillo oro. “Pues eso mismo: nada es tu culpa. Tú los escoges bien al escogerlos por los doce segundos que nadie más te da. Que ellos sean decadentes y drogadictos no es tu culpa.” “Pero, ¿y qué diferencia tiene que sea mi culpa o la de alguien más si al final me quedo solo y herido, de todas formas?” dije. “Que al no ser tu culpa, estás plenamente justificado en sentirte mal. No tienes que esconderte detrás de chistes para esconder tu supuesta falta. No es tu culpa, y no tienes nada de qué avergonzarte. Así que grita si quieres gritar.”

La miré desde mi altura con la boca abierta. “Pero entonces, ¿eso quiere decir que siempre encontraré a los más malos y que debo asumir eso como algo bueno, en vez de intentar buscar a otros?” “No necesariamente, si algo cambia con el tiempo son los gustos. A ti no te gustan los mismos hombres que antes, estoy convencida. O puede que, en efecto, nunca cambies y sigas escogiéndolos a ellos. Pero todo eso está en el futuro. En el presente lo que cuenta es que no es tu culpa. Tú escoges a los hombres que te hacen sentir algo, lo cual es para ti lo más importante. Estás haciendo lo correcto para ti, y si sale mal es porque los que te hacen sentir algo vienen con otros defectos, pero eso no es culpa tuya, y quizás de nadie. Puedes culpar a la vida, al destino y a todo el mundo. Pero no a ti.” “¿Y qué gano al verme a mí como la víctima?”, pregunté. “Que puedes estar triste legalmente y no necesitas esconderte detrás del humor para justificar tu tristeza. Estás en todo tu derecho de estar triste”.

Ahí me sublevé. “No, eso es ser condescendiente con uno mismo y eso no lleva a nada”. “Pues sí es ser condescendiente”, se sublevó ella, quien obviamente es una profesional en lo que llegar a un punto se refiere. “Este es un mundo horroroso en el que para conseguir doce segundos de rayo tienes que pasar por hombres drogadictos y decadentes que te dejan destrozado después. Tú eres lo suficientemente sabio como para alejarte de ellos, pero ¿qué vas a hacer? ¿Correr todo el tiempo hacia el otro lado? ¿No tener acceso a los doce segundos nunca? Si el mundo es una mierda y ellos son decadentes, probablemente porque también necesiten sus doce segundos de rayo de alguna forma, pues no es culpa tuya. Tú no has hecho nada malo ni eres un masoquista. Tú eres el bueno al que le pasan cosas malas cuando intenta encontrar algo que lo llene realmente y por lo cual no tienes que pedirle disculpas a nadie”.

“¡No”, dije con un fervor que no me conocía, “¡hacerse la víctima no ayuda para nada!” Y ahí mismo, con esa frase, llegó el puchero. Explotó justo en su cara, justo antes de terminar la frase. Los dos ojos se me llenaron de lágrimas inmediatamente y algo, como un vapor, salió desde mi pecho como un aliento liberador. Justo en el momento en que todo lo que me dijo lo vi justo de la forma en que ella me lo dijo y en el que me vi a mí mismo con mis propios ojos, pero desde fuera, sin la necesidad de llevarme recio para progresar. Ella, quien - insisto - tiene mucha práctica en esto, cogió mi cabeza con las dos manos y la puso en su hombro. Si a uno se le llenan los ojos de lágrimas, y alguien te pone la cabeza en el hombro, solo hay una cosa que uno, aunque se haya cerrado mucho en la vida para sobrevivir, puede hacer: llorar. No fue mucho, pero fue. Nadie lo notó, pero ella y yo, los que teníamos que notarlo, sí.

Cuando pasó, aproveché el momento de paz que produce el llanto y me quedé en su hombro como si siempre hubiese vivido ahí. Entonces, pregunté lo que yo siempre he sabido, pero que uno necesita oír de gente desconocida en la calle. “¿Esto pasará?” “Sabes que sí”, dijo ella. Y en su hombro, sonreí como un niñito que estaba llorando por algo y al que, todavía con los ojos aguados, alguien le promete que lo va a llevar al Parque Lenin si se ríe.

Me incorporé y me puse frente a ella. Me enjugué mis ojos y miré al piso, justo antes de volverla a mirar. “¿Y tú quién eres?”, dije. “Ana”, dijo ella con una sonrisa, minimizándolo todo como las verdaderas expertas. Yo sonreí, por primera vez en un buen tiempo con una sonrisa verdadera. “Gracias, Ana”. Ella, a modo de “de nada”, hizo un gesto con la cabeza. 

Y fue así como, con alguna balada de saxofón detrás, una muchacha de vestido amarillo oro y un muchacho de camisa al que alguien que lo vio desde fuera le recordó que no todo lo que pasa en este mundo es culpa de él, bailaron torpe, pero sentidamente, no hace muchas horas, en aquella noche de jazz en aquel bar.

Al llegar a casa, sentado en mi closet, lloré por doce minutos. Todos y cada uno de ellos, por mí mismo.

viernes, 7 de septiembre de 2012

L'amour


Por extraño que pueda parecer, la lengua francesa y yo estuvimos 18 años sin hacernos mucho caso. No fue hasta un año antes de empezar la universidad que comencé a fijarme en ella seriamente. Por supuesto, como todo niño culto que sin saberlo se prepara para el futuro, algunas cosas relacionadas con la francofonía sí sabía. Pero no mucho más que la existencia de la Torre Eiffel y el hecho de que los franceses llevaban todos pullovitos de rayas blancas y azules, una gorrita cómica, un pan debajo del brazo y oían “La vida en rosa” todo el tiempo siendo románticos y petulantes.

Cuando hice las pruebas de ingreso para la universidad pedí Lengua Inglesa de primera opción (lengua que estudio desde niño, que amo y sobre la cual algún día haré un post también) pero la vida sabe lo que hace y me dio mi segunda opción: Lengua Francesa. Yo estaba tan contento que no paraba de saltar. No solo me quitaba un año de Servicio Militar, sino que terminar mi mediocre tecnológico para ir directamente a estudiar francés en la universidad me parecía muy chic. Todavía me lo parece. Así, en ese único año de Servicio, que coincidió curiosamente con el primer curso de francés en la televisión, me puse a conocer algo, aunque poco, sobre el francés, además de aprenderme alguna que otra palabrita y construcción gramatical.

Y así llegó el glorioso día en septiembre de 2002 cuando llegué a la Facultad de Lenguas Extranjeras feliz como una lombriz que sabe que va a ser políglota. Hay que aclarar que pocas personas sienten la pasión que siento yo por las lenguas extranjeras en sentido general (no hay mejor prueba de eso que el hecho de que aprendiera inglés yo solito viendo películas en la Televisión Cubana). Pero como yo llego tarde a todas partes, unas porque quiero y otras porque simplemente pasa, a causa de mi baja del Servicio llegué con una semana de atraso a mi tan anhelada cita con la sapiencia.

Así que cuando llegué, con mi sombrerito del momento, ya todo el mundo se había visto las caras y el nuevo era yo. Opté por un perfil bajo y me senté justo al lado de la puerta. La profesora, una señora increíblemente elegante que siempre resumirá para mí el concepto de “dama”, la Sra. Ivelyse Artaud (de origen francés, pero cubana) al terminar de pasar la lista y anotarme al final de esta, se paró y caminó en mi dirección decididamente. Yo me acomodé nervioso en el asiento al ver su imponente figura caminar en mi dirección.

“Bonjour, Monsieur”, me dijo. Entonces, para demostrar que aunque llegara de último, yo era un estudiante a ser tomado en cuenta, me estiré en mi asiento, aclaré mi garganta y un tanto nervioso dije algo como: “Bonyurmadan” que en un primer momento creí perfecto. Ella sonrió pacientemente y muy docta me dijo: “Bonjour, Madame”, como indicándome que era así y no de la onomatopéyica manera que había acabado de utilizar. Yo, siempre dispuesto ante los retos, aclaré aún más mi garganta, me estiré aún más en el asiento y dije, casi preguntando: “¿Bbbbbbbooyurmahan?” Ella, por toda respuesta, me miró seria. Insistí: “Booourmaaaan?”. Ella lo repitió de nuevo impecablemente con la cara de quien decide insistir a pesar de que se encuentra frente a un caso desesperado. Pero de poco sirvió. Siete veces lo repetí - cada una peor que la anterior - mientras el resto del aula miraba con pánico. La última repetición fue un sonido leve y tímido parecido a un “Bouraan”, que salía de un cuerpo jorobado en el pupitre en clara señal de derrota.

Como quien se da por vencida, sonrió y me dijo: “Ya lo aprenderá”. “Pero por el momento quítese el sombrerito”. Me hizo pasar por todo aquello solo para decirme eso. Yo no sé qué hice con el sombrerito. Como sé que estaba al lado de la puerta puedo decir que no lo tiré por la ventana, pero lo cierto es que nunca más en mi vida lo volví a ver. Curiosamente, casi 10 años después, me iría de la universidad, entre otras cosas, porque alguien protestó por mi gorrita, pero quien me dijo que me la quitara no fue Madame Ivelyse, si no otro gallo cantaría, porque lo cierto es que siempre he respetado - y respetaré - a esa señora.

A pesar de que mi inicio fue duro, lo cierto es que demostré desde bien temprano que yo estaba hecho para aquello. Pueden preguntarle a los que estudiaron conmigo. Pero no solo era talento natural, sino también tesón. Me pasaba la mañana en la escuela y la tarde estudiando. Fue en ese año que aprendí casi todo el francés que sé hoy. Cuando se trata del amor no hay nada como un inicio sólido para garantizar una relación duradera y estable.

Jamás saqué una nota que no fuera 4 (3 era suspenso en el Curso Preparatorio). Siempre, desde la primera prueba. No todos podían decir lo mismo. Pero yo quería 5, no 4. Insistía e insistía pero nada. Así, al final del primer semestre hice una prueba casi perfecta y saqué 4 por el mal uso de un verbo y una tilde para el lado que no era. 4 + pero 4. Algo molesto, fui con mi hoja a ver a Madame Ivelyse y le dije que no estaba satisfecho con mi nota. “Estudie más” me dijo sin inmutarse mucho. La miré con cara de horror. ¡Todos los demás sacaban 2 y 3 y me decía a mí que estudiara más! Pero, ¿qué iba a hacer? ¿Reclamar? Quizás a otro, pero Madame Ivelyse me paralizaba con la mirada. “Oui, Madame” dije, y regresé a mi asiento.

Y estudié más. Todo el tiempo. Me metí en detalles que nadie se metía, leí libros que nadie leía y no miré para ningún lado que no tuviera algo que ver con el francés. Y fue así como, en la siguiente prueba, la intrasemestral del segundo semestre, hice la prueba perfecta. Ni una tilde, ni un verbo, ni nada. Oí, comprendí, hablé y - por supuesto - escribí sin un solo error. La perfección. El día en que Madame Ivelyse dio los resultados, mientras repartía hojas en el medio del aula - “Fulanita 3, mire a ver usted qué hace”, “Menganito 4, felicidades, ha mejorado” - al pasar cerca de mí me miró directamente a los ojos y no dijo nada. Yo la miré intrigado y le dije la siguiente frase que si la pienso no la digo: “Saqué 5, ¿verdad?”.  Sonrió con su mirada severa y asintió con la cabeza. Ese fue el día en que Madame Ivelyse casi fue besada por un alumno. Me dio la hoja. Parecía que no la habían calificado. Ni una marca. Ni un error. Madame Ivelyse me había enseñado a ser perfecto.

Para la próxima y última prueba, Madame Ivelyse me convalidó. No me lo dijo ella porque estaba en el extranjero pero lo mandó a decir con un alumno ayudante. El temido Curso Preparatorio se había acabado para mí antes de tiempo. Llegué tarde y lo terminé temprano. Ya sé que soy un cretino autosuficiente la mayor parte del tiempo, pero tendrán que concederme que en ocasiones estoy justificado.

Se lo agradecí en cuanto la volví a ver. “Usted es muy buen estudiante, Raúl”, me dijo. “Me gustaría que ayudara más a sus compañeros, pero es un buen estudiante”. Yo sonreí. “Le prometo que lo intentaré”, le dije. “No lo intente: hágalo”. Asentí con la cabeza. “Merci pour tout, Madame”, agregué. Y ambos sonreímos.

Muchos años después, Madame Ivelyse, quien todavía está en la FLEX y quien para mi horror insiste en llamarme “colega” - ya que la poca gente a la que respeto me gusta mirarlos desde abajo - me enseñó una última cosa, en una horrible reunión de departamento cuando ya yo era profesor en la que todo el mundo fue bastante injusto conmigo (me ha pasado unas cuantas veces en mi vida como consecuencia del carácter absolutamente irreverente que he tenido siempre). Justo cuando terminó la reunión yo estaba increíblemente molesto porque - a pesar de merecerla plenamente - no me habían dado la máxima calificación en mi evaluación por un tecnicismo. Madame Ivelyse se me acercó en el pasillo y me dijo: “No se preocupe, Raúl. Yo, en 25 años de trabajo, tampoco he sacado nunca la máxima calificación. Hay requisitos que se piden que nosotros no tenemos”. “Pero lo importante es enseñarles a los alumnos lo que tienen que saber. Lo demás es secundario”. Díganme que no la aman. Madame Ivelyse me enseñó no solo a ser perfecto, sino también a ser imperfecto y preocuparme solo por lo fundamental. Si eso no es ser un buen profesor, nada lo será.

Tuve más profesores. Algunos buenos, otros olvidables. Mi carrera se diluyó un poco, pero mi interés por el francés jamás, así que decidí seguir estudiando y aprendiendo, en la mayoría de los casos, yo solo. Como el inglés. Mis compañeros de clase y yo olvidamos cualquier tipo de roce que hayamos podido tener en un inicio y para cuando nos dimos cuenta nos llevábamos a las mil maravillas. Actualmente, verlos o saber de ellos me produce un placer indescriptible. 
Y luego me hice alumno ayudante y después profesor y tuve que aprender más francés obligatoriamente. Tuve muy buenos alumnos que me exigieron en más de una ocasión que supiera más de lo que debía. Y les enseñé - y aprendí - fundamentos de traducción, técnicas de interpretación, leyes de la concordancia del participio pasado, y cómo subtitular películas. Y no solo eso. También – aunque no me tocara - sobre ciudades, historia, literatura, política, economía y todo lo que tuviera que ver con el francés. Porque la francofonía es más que Francia y los franceses, más que estereotipos falsos o verdaderos acerca de pullovitos azules y blancos, más que Marsellesas y “Vidas en rosa”. La francofonía es mucho más que eso. 

En esta época de profesor alguien me enseñó mucho, y creo que nunca lo supo. Otra profesora, la también dama Gisèle Bulwa, (francesa, pero aplatanada en Cuba) de cuya muerte no vine a enterarme hasta hace unos días, ya aquí en Montreal. No haré referencia al hecho de que Madame Gisèle haya muerto cuando hay tanta basura que respira para no deprimirme con las cosas de este mundo. Solo me referiré a lo bueno, como probablemente ella misma hubiera preferido.

Madame Gisèle, quien me coló en sus clases de la Alianza - y quien también insistía en llamarme “colega” ya que ambos éramos profesores de traducción - me enseñó la consagración del oficio de traductor. Apoyó mis incipientes teorías – algunas con el ejemplo – y siempre salí de sus clases aprendiendo algo nuevo. La oí decir cosas que yo también pensaba y que nunca había oído de nadie y la oí decir otras que nunca había pensado y que me parecieron extraordinarias.

La última vez que la vi me dijo que le escribiera. Y no lo hice. No porque se me haya olvidado ni porque no tuviera nada que decirle, sino por el temor a ser inoportuno. Cosas que tengo yo. Pero no pensaré en eso. Si algún día, cuando yo muera, alguien piensa en mí con la misma admiración con que yo pienso - y pensaré - siempre en Madame Gisèle, entonces mi paso por la vida no habrá sido en vano. Espero que esté bien donde quiera que esté ya que no hubo nunca una mejor profesional o una mejor persona.

Mi primera gran victoria internacional en el campo del francés fue ser seleccionado como participante en el III Fórum de Jóvenes Embajadores de la Francofonía de las Américas (aplauso, aplauso, aplauso) que se celebró en Montreal el año pasado. La gente piensa que fui escogido en Cuba, pero lo cierto es que Cuba nunca supo nada de esto (recuerden lo injustos que siempre han sido conmigo por lo irreverente de mi carácter). Fui seleccionado online y nunca sabré si por la calidad de mi curriculum o por el carisma de la foto, pero lo cierto es que decidí que si esos canadienses me habían seleccionado a mí (solo 50 de toda América), habían logrado que por primera vez me dieran una visa y me habían pagado todo, lo menos que podría hacer era ir a ese Fórum y demostrar que no se habían equivocado al escogerme.

Todos sabemos que yo soy un derroche de carisma. Pues en esos días fui un derroche de carisma en francés. Pregúntenle al resto de los embajadores, quienes tampoco me dejarán mentir. Y ellos también, que conste. Aquellos días de encuentros con jóvenes de toda América a los cuales la lengua francesa apasionaba al igual que a mí serán por siempre de mis mejores. Al final, en solemne acto, fui nombrado Embajador de la Francofonía de las Américas, con la misión de expandir el francés por mis predios, título simbólico, pero que me tomé como misión personal y para cuya puesta en marcha planeé decenas de proyectos. Mi amor por la lengua francesa y la Francofonía en general llegaba a su punto más alto.

Pero el regreso a Cuba fue demasiado duro.  Hay cosas que se nos van de las manos. Hay cambios y contrastes que uno no puede controlar. La vida real nos hace separarnos de nuestros amores. Así fue cómo comencé a alejarme del francés. Me fui de la universidad, como Embajador de la Francofonía lo único que logré fue inscribir a mis sobrinos en la Alianza, y dejé de lado todas mis ansias de seguir aprendiendo, de enseñar lo que yo había aprendido, de escribir un libro. Me hice oficialmente materialista. Y después me autodenominé escritor (en lengua española) relegando aún más el francés a planos secundarios.

Un día me entristecí. Un día que vi todos mis libros y mis libretas, mis diccionarios y mis programas y me dije: ¿para qué tengo esto yo? ¿Qué hago con esto? ¿Es que pretendo seguir aprendiendo? ¿Por qué no lo boto todo o se lo regalo a alguien? Mis tabloides de Universidad para Todos, mis primeras pruebas, guardadas celosamente, los libros de vocabulario que prometí aprenderme en su totalidad alguna vez. Me entristecí al darme cuenta que mi gran pasión era casi inexistente en mi vida actual. No me arrepiento de los cambios que hice - al contrario - pero tampoco me siento feliz de haber abandonado los estudios sobre el francés y el mundo de la Francofonía. Fue como renunciar al gran amor de la adolescencia por pragmatismos más actuales. Pocas sensaciones son más dolorosas.

Hace dos meses, tuve la dicha enorme de participar – a pesar de no tener ya una supuesta vinculación con el francés - en el I Fórum Mundial de la Lengua Francesa. Léanlo de nuevo: un fórum sobre la lengua francesa (mi gran pasión), a nivel mundial y nada más y nada menos que el primero. Yo: el alumno de Madame Ivelyse. A menos de 10 años de haber tenido que pronunciar siete veces “Bonjour, Madame”. Hay cosas de las cuales, poco modesto o no, siempre tendré que sentirme orgulloso. Y curiosamente, no sentí nada de orgullo o autosuficiencia: solo felicidad.

Los mismos que me invitaron al Fórum del año anterior (el Centro de la Francofonía de las Américas) escogieron a 40 de los Embajadores para representarlos en este primer Fórum Mundial, que se celebró la primera semana de julio en la ciudad de Québec, con más de 1500 participantes de cada rincón de este planeta. Cada uno de los 40 tuvo una misión: unos se ocupaban de la radio, otros de cubrir periodísticamente el evento, otros de fomentar la cooperación con otras instituciones. Yo fui designado como fotógrafo. No sé por qué. Yo que soy tan buen orador,  escritor y convenciendo gente. Pero fue la mejor decisión del mundo para mí, porque un fotógrafo puede verlo todo e ir a todas partes, y en un evento tan rápido e intenso como ese, es algo así como la mejor parte.

Así que con el lente de mi cámara vi al mundo preocuparse por la Francofonía. Por su lugar en el mundo actual, por el número de personas que lo hablan, por su hegemonía ante otras lenguas. Vi a árabes, asiáticos, latinoamericanos, inuits, africanos, europeos, hablar sobre el francés. Vi al resto de los Embajadores correr para entrevistar a alguien, estar en una esquina de una poblada conferencia tomando notas, e incluso participar como exponentes en alguna. Una tarde de miércoles tuvimos la oportunidad de presentar nuestro trabajo junto al Centro de la Francofonía de las Américas y ahí hablamos todos, incluido yo con mi cámara al cuello, y demostré para sorpresa de muchos que –no solo yo – en Cuba se habla francés y se hace bien. Entonces me sentí reconciliado con mi amor, al hablar de él en un contexto internacional frente a otros amantes de la lengua.

Al terminar el Fórum, como regalo (como si el invitarnos no fuera un regalo ya) nos llevaron a los Embajadores a hacer rafting a un río a una hora al norte de Québec. El rafting es toda una aventura en balsa por los rápidos y paisajes de la zona. No hubo algo más trepidante y divertido en este mundo. Pero a pesar de la fiesta, nuestro estado de ánimo nostálgico, propio del último día, ya se iba sintiendo. Al final, ya bañados y peinados, en mesas de madera frente a un río de calendario, hablamos de nuestro amor por lo que hacemos y de cómo no lo abandonaremos, seamos francófonos o no. Nos dimos un aplauso colectivo y nos tiramos por el piso (es el nuevo lema sumado a los tres aplausos ya característicos).

En el camino de regreso se instaló el lógico cansancio, sumado a algo de nostalgia por la partida hacia sus países de algunos que ni siquiera tomaron el autobús de regreso. En un momento estaban las luces apagadas y muchos dormían. Y ahí, en ese estado, mezcla de agotamiento con satisfacción cumplida, me sentí orgulloso de mí mismo. No con la inmodestia propia de mis años más jóvenes, sino con el verdadero orgullo del que tiene un amor y ha sabido llegar adelante con él.

Y es que el francés es gran parte de mi vida. Mi acceso a la universidad, mis horas de estudio, mi trabajo, mis amigos, mis amantes. Fue a lo que quise dedicarme, lo hice y lo hice bien. Llegué a lugares con él y logré que mucha gente cuando piense en mí, piense también en la lengua francesa y la francofonía.

Entonces, en ese oscuro y tranquilo autobús que nos conducía de regreso a Québec, me di cuenta que, a pesar de mis miedos y cuestionamientos anteriores, pase lo que pase, la lengua francesa y yo siempre estaremos juntos. Porque las condiciones pragmáticas y materialistas no pueden hacer nada ante el amor real. Y sonreí yo solo en mi asiento, sintiéndome feliz como una lombriz que sabe que ha encontrado el amor de su vida. Y aunque hace mucho aprendí que la francofonía es mucho más que eso, puedo jurar que en ese momento una gorrita cómica apareció de la nada en mi cabeza, mi pullover se llenó de rayas blancas y azules y una torre iluminada se dejó ver imponente en la oscuridad de la noche, mientras en la distancia un violín cantaba algo acerca de vidas y de rosas.


PD: En esta semana en la que se cumplen 10 años exactos de mi entrada oficial al mundo de la Francofonía, quiero dedicar este post a las damas Ivelyse Artaud y Gisèle Bulwa. A la primera por introducirme al mundo del francés magistralmente y por enseñarme lo importante de ser perfecto e imperfecto a la vez. A la segunda por mostrarme cómo un aula semivacía puede llenarse inmediatamente de vida gracias a la erudición y al dominio de nuestros oficios sin dejar nunca de lado la capacidad de ser buenas personas. También a mis compañeros de clase, a mis buenos profesores y a todos mis alumnos, por haber estado junto a mí cuando aprendía más sobre el francés. Y por supuesto, a los Jóvenes Embajadores de la Francofonía de las Américas (aplauso, aplauso, aplauso), quienes profesan como yo un amor indescriptible por la lengua francesa y quienes consagran su tiempo y su energía a su difusión. Je vous aime tous et nous serons toujours unis dans le rayonnement de la Francophonie.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Tres días en Toronto


¿Dos días y un día son tres días?

Siempre me ha llamado la atención Toronto. Y mucho más desde que vivo en Montreal. Me parece que es algo así como “la gran ciudad”. Un lugar al que se debe ir cuando se vive en Canadá. Conozco mucha gente que nació o que vive ahí y por ellos uno se va haciendo una idea de cómo es la ciudad y te entran ganas de ir. Además hay que sumarle el hecho de que Toronto fue el lugar donde puse el primer pie luego que rompí la maldición, pero solo conocí en esa ocasión el aeropuerto, no la ciudad - que ni siquiera está cerca - así que el conocerla era como una cita pendiente con mi propia historia.

Hace cuatro días me compré un pasaje de autobús para Toronto. Sin pensarlo ni planearlo. Dos amigos cubanos se iban para allá y me dijeron que podía quedarme con ellos en el hotel así que me dije que por qué no. Quizás el momento de conocer Toronto había llegado. 24 horas después estaba montado a medianoche en una guagua en un viaje de seis horas hacia “la gran ciudad” sintiéndome feliz como niño pequeño.

El viaje en autobús no fue precisamente idílico (mi anterior viaje en carretera por Canadá hace dos meses para ir de Québec a Montréal había sido extremadamente bueno). La wifi era mala, no había tomacorrientes, los asientos eran incómodos, estaba lleno de gente a pesar de la hora y no te dejaban bajar en ninguna parte. Además estaba yo solo porque mis amigos tenían pasaje en tren. Pero bueno, el cubano fue entrenado bien para estas cosas. Solo que en mi cabeza lo había comparado con el otro viaje y tampoco se puede decir que haya sido precisamente barato como para estar pasando tanto trabajo.

Pero bueno, esas son nimiedades. Cuando llegué a Toronto todavía era de noche y para cuando me di cuenta estaba llegando a la terminal - que está en el medio de la ciudad - sin haberla visto mucho por las ventanillas. Así que lo primero que vi de Toronto fue un latón de basura, dos mendigos y un Starbucks poco antes del amanecer. No era precisamente lo que esperaba, pero a veces a las cosas hay que darle un tiempo para que mejoren. Como todavía faltaban cinco horas para que mis amigos llegaran, entré al Starbucks por un rato, al menos hasta que amaneciera y se fuera el frío de la noche.

Esa mañana decidí ir a la Torre CN - uno de los símbolos de Toronto- la tercera más alta del mundo y por 30 años la más alta, hasta que los asiáticos, en su intento por apoderarse del mundo, la sobrepasaron hace dos años. Pasé cerca y tiré fotos pero no subí, pensando que era mejor esperar por mis amigos. Ya para entonces tenía un sueño que me quería morir. No había dormido nada en la guagua ni en la mañana así que llevaba como 24 horas despierto. En estas condiciones, como era de suponer, Toronto me parecía un tanto hostil.

Había edificios inmensos por todas partes, pero no me gustaban. Me parecían fríos, faltos de vida. Lo mismo con la gente. Todo el mundo simple, mundano. Pero como sabía que se debía en gran medida a mi cansancio, no le presté atención. Seguí dando vueltas por parques y cosas tirando fotos hasta que al fin llegaron mis amigos.

En vez de irme a dormir al hotel nos fuimos a dar vueltas. Pero, a pesar del cansancio, la pasé bien. No fuimos a la torre (lo dejamos para la noche) pero tomamos un ferry y nos fuimos al lago Ontario y, cosa curiosa, me bañé. Que me coja yo bañándome en una playa cubana. Pero aquí lo hice. El agua estaba fría, pero linda y ausente de carencias. Me gustó. Además de la vista de la ciudad desde el barco. Los rascacielos siempre llaman la atención. Especialmente cuando hay decenas y decenas juntos.

Ya en la noche, después de dormir un poco nos fuimos a conocer a los gays locales (demasiado tarde ya para la torre). El barrio gay de Toronto es una mierda. A pesar de que puede que yo haya ido en mal momento, dudo que pueda mejorar mucho. Al lado de Montreal es una mierda completa. Tres discotecas, dos saunas, cuatro pájaras borrachas – y feas – dos travestis y se acabó. Extremadamente rural. El barrio gay de Colón, Matanzas, no tiene nada que envidiarle (en el improbable caso de que hubiese un barrio gay en Colón, Matanzas). Hay que decir que los hombres en general en Toronto no son ni la mitad de lindos e impresionantes que en Montreal, donde uno no puede montarse en el metro sin que aparezcan 80 rubios vestidos de traje. Decepcionante. Además, cuando van a Montreal todos son divertidos porque están de vacaciones, pero en su casa son unas viejitas.

Por supuesto que tuve sexo. Varias veces y con la calidad necesaria. Hasta con cubanos, que están en todas partes. Por mucho hombre mundano que haya, para ser feliz solo se necesita uno (o cuatro) que no lo sea. Eso me salvó la visita al barrio gay, el cual, insisto, es una porquería.

Al día siguiente, después de poquitísimas horas de sueño, nos fuimos al Niágara. Los mejores 150 dólares gastados en la historia. Qué manera de pasarla bien. No pretendo convertir este blog en una guía turística, pero les recomiendo que si algún día pueden ir, no lo duden (los que están Cuba ahora leyendo esto y digan algo como “sí, claro, como si fuera tan fácil”, les recomiendo además que cambien esa modalidad de pensamiento o nunca llegarán ni a la esquina).

Volviendo al capitalismo, las cataratas del Niágara valen toda su fama. Son grandes, impresionantes, lindas y activas. Uno se siente insignificante y feliz a la vez. Están a unos 150 kilómetros de Toronto, pero en la misma provincia de Ontario. Una vez allí, luego de un interesante viaje en carretera con un guía y gente de todas partes en el ómnibus, te montan en un barco, te ponen una capa azul que a los flacos les queda horrorosa, y a tirarse contra las cataratas se ha dicho. Hay un arcoíris frente a cada una de las dos (son tres pero ni idea de dónde estaba la otra) que uno podría jurar que les pagaron para que estuvieran ahí. Una catarata es americana y la otra canadiense y las aguas son internacionales. En un momento, ya pegado a la catarata, empiezas a mojarte todo y a soplar el aire como si estuvieras en un ciclón y todo el mundo grita y se divierte. Como soy un héroe logré sacar la cámara a pesar de todo aquello y tirar fotos.

Luego un buffet en el Sheraton (oh, sí) del que no tiré fotos porque ahí sí estaría siendo cruel con los que están en Cuba. Es mejor que no sepan (todavía) que cosas como esas existen en el mundo. Para colmo, mientras estábamos comiendo, un señor de 62 años cruzó de una torre de más de 300 metros de altura a otra por una cuerda floja…sin protección. Lo hace todos los días en verano. Y de gratis, además. Yo no daba crédito a lo que estaba viendo. Tengo fotos.

Una de las grandes protagonistas del día fue la frontera americana. Esto no es México y Canadá tiene una situación financiera superior a la de los Estados Unidos, pero así y todo para un cubano (y para muchos otros también) saber que estás a 100 metros de los Estados Unidos siempre te impresiona y te acuerdas de Pocahontas, de la mafia de Miami, de Sarah Jessica, de las 90 millas que por aquí son unos metros, del texano del que me enamoré el mes pasado y de todo lo que hace al  yuma el yuma. Está tan cerca que uno se dice que no puede ser. Hay un puente que para cruzarlo tienes que tener pasaporte, en cuya entrada nos tiramos 200 000 fotos haciendo monerías y fingiendo que “desertábamos”. Podrán verlas en Facebook (mírenme de nuevo atacando a los que viven en Cuba).

Por la noche prenden las luces de las cataratas de muchos colores para que uno siga gritando “¡Qué lindo!” y tirando fotos, a pesar de que a esa hora ya todo el mundo tiene la cámara llena o las baterías descargadas porque se ha pasado el día como turista japonesa tirándole fotos a todo lo que se mueve. Lo dicho: que se queden con los 150 dólares; los gasté con gusto.

Regresamos hechos leña, pero felices. Después de casi dos horas de viaje dormido en la guagua al llegar a la ciudad, Toronto me regaló su imagen más bonita. La guagua del día anterior obviamente no había entrado por ahí, si no me hubiese quedado maravillado. Todos los rascacielos son de cristal y se ven todas las oficinas. Son miles de oficinas, quizás millones. Todas alrededor de uno. Algunas cerca, otras más lejos, para dar la impresión de que es una inmensa ciudad de cristal a la que uno está entrando. Desde detrás del cristal de mi autobús, no pude menos que erguirme en el asiento y mirar maravillado.

Pero mi noche estaba lejos de acabar. Era mi última noche en la ciudad (este post se llamaría originalmente “Dos días en Toronto” pero ya verán qué pasó) y tenía cita con dos muchachos. No es que yo sea promiscuo (bueno, lo soy) o que no pueda parar de tener sexo. Para nada. El problema es que al día siguiente ya me iba y a ambos los conocía de antes y no quería irme sin verlos. Uno es un chico de Toronto que conozco de Montreal y el otro un cubano extremadamente lindo y caliente (no porque sea cubano, sino porque es escorpión) con el que me arrestaron en Cuba una vez (ya se imaginarán por qué) y con quien nunca había podido concretar nada.

Ah, miren que yo me divierto en esta vida. Me metí en barrios que ni conocía a horas extremas de la noche y la pasé extremadamente bien (con mayúsculas) tanto en el turno de la una como en el de las dos. Al terminar, todo satisfecho, y coger un taxi para ir a buscar a uno de mis amigos que estaba en el barrio gay “haciendo algunas cosas” para irnos para el hotel (o a seguir divirtiéndonos, nunca se sabe) me puse a ver a Toronto desde el auto y a pensar un poco más en ella.

Es simple. Me sigue pareciendo muy simple. Todo es muy técnico. Es una ciudad donde la gente va a trabajar. Los rascacielos ocultan a la clase obrera. No hay lugares para ser bohemio, para tomarse un trago, para ser feliz. No hay colores, no hay vida en “la gran ciudad”. Quizás me equivoque pero al menos esa fue mi impresión. ¿Linda? Puede ser. Aburrida también.

Y justo cuando tenía estos y otros pensamientos en la cabeza, llegó la tragedia. La que dividiría en dos mi visita a Toronto, este post, y - aunque hago grandes esfuerzos para que no pase - quizás también mi vida. La tragedia, de la mano esta vez de un lindo muchacho de 28 años de cabellos claros que te para en la calle justo cuando te bajas del taxi y te dice que eres sexy. La tragedia que, como casi siempre, se disfraza de felicidad para que uno caiga. Porque si uno no cae, entonces no funciona.

No daré detalles particulares como otras veces. No puedo. Sería muy complejo de explicar todo, sería extremadamente siniestro, sería extremadamente cruel. Yo soy fuerte, pero ustedes no tanto. Hay secretos que no me pertenecen y otros que sí y que nunca diría de todas formas. Hay cosas que escritas suenan mucho peor que cuando pasan a tu lado o cuando alguien te las cuenta en el calor del momento. Sería injusto. Habría entonces que cambiar tanto los detalles que ya estaría contando otra historia. Los detalles reales en su totalidad probablemente nunca podré contárselos a nadie.

Hay gente que está jodida. Los jodió su familia, los jodieron las drogas, los jodió la soledad, los jodieron otras gentes jodidas, los jodió su inteligencia, se jodieron ellos mismos y su carácter autodestructivo. Los “fucked up”. Y yo, como reloj, siempre caigo por ellos. Quizás mi horror a la gente simple me hace caer ante estos extremistas o - lo cual es lo más probable - yo también soy un “fucked up” y me deslumbro cuando siento a uno de los míos cerca. Sea como sea, me detesto profundamente.

Hay que decir que si bien yo soy medio anormal, no caigo por cualquiera. Él hizo bien su trabajo. No fue solo su línea inicial, sino también todas las que vinieron después y para cuando me di cuenta ni busqué a mi amigo y me fui con él. Me fui a ser feliz por unas horas. Como debe ser. Sin pensar ni en mañanas ni en ayeres. De esa parte, no me arrepiento. Creo que, en sentido general, no me arrepiento de nada. Yo soy así.

No voy a hacerme la víctima y decir que nunca supe que estaba jodido. Por supuesto que no, lo supe en cuanto lo conocí. En cuanto sentí mi corazón latir más rápido lo supe. Cuando conocí más detalles me aterré un poco más (si alguien piensa que sabe de lo que estoy hablando le aconsejo que olvide su teoría: son cosas tan sórdidas como inesperadas y para las cuales los seres humanos comunes no estamos preparados) pero no hice mucho más que erizarme un poco. Oscuro que soy yo también. Me gustaba él. Todavía me gusta, pero confío en que deje de hacerlo. Los detalles más sórdidos, más siniestros, no fueron los que causaron la tragedia.

Así fue como al día siguiente, después de una noche en la que me sentí vivo y real, fui al hotel a ver a mis amigos y les dije que no regresaba ese día a Montreal. Tonto que soy. Ahí estuvo el error, del que sin embargo, tampoco me arrepiento. Pero cuando uno es feliz, tiene que irse y dejar a la felicidad ahí. Para luego extrañarla. No intentar prolongarla, lo cual nunca funciona. Y yo sé eso, pero pensé que sería diferente. No, mentira, nunca pensé que sería diferente, solo lo hice porque yo también soy decadente y me atraen demasiado los que son como yo. Me detesto profundamente.

Y ahí todo cambió. Todo empezó a salir mal. En el camino al hotel. Para él y para mí. Todo comenzó con la noticia sin muchas explicaciones que recibió en su teléfono de que no podría mudarse al día siguiente al apartamento del que llevaba horas hablándome. Luego vinieron pasajes que no se podían cambiar, tarjetas de banco que no se podían usar, molestias por cargar los bultos de un lado a otro. Y ese fue el inicio de la tragedia.

Yo dije en un momento que era mejor que me fuera a Montreal pero él insistió en que me quedara. Me dijo que todo estaría bien, que él lo arreglaría. Y yo me quedé. Fuimos al mismo lugar oscuro de la noche anterior – que en la noche anterior había sido, más que oscuro, mágico – ya que era lo único que podíamos pagar. Entramos a las 4 de la tarde, luego de visitas a bancos a intentar salvar tarjetas, a terminales para intentar cambiar pasajes, al centro de asistencia social donde trabaja como voluntario para intentar buscar una computadora y escribirle a la mujer que sin razones le decía que no podía mudarse y a una cafetería donde me compró un sándwich gigante con el dinero que había logrado recuperar. Entramos a las 4 de la tarde a aquel lugar oscuro, estuvimos 16 horas allí y nunca más lo vería de la forma en que lo conocí y de la cual me deslumbré.

Vi a otro. Otro que todavía se preocupaba por mí pero que no era igual. Otro al que me parecía que no conocía. Su carácter nunca volvió a cambiar desde ese momento, la droga que tomó después no ayudó nada (yo no, que conste; tampoco soy tan decadente) y todo se vino abajo. Hubo invitados inesperados en mi habitación, modificaciones violentas en su carácter cuando teníamos sexo, miradas perdidas a un punto de la habitación mientras yo lo zarandeaba para que me hiciera caso. Y yo lo seguí en todo. No rechacé a los invitados, fingí que el carácter violento me excitaba aún más, cuando vi que las miradas perdidas no regresaban, puse mi cabeza en su pecho y no intenté más que se moviera. Quisiera decirles que lo hice por decadente que soy yo también, pero no, lo hice porque me gustaba mucho. Tampoco soy una víctima, que conste.

Para colmo, aunque hubiese querido, no podía salir de allí, comprarme un pasaje e irme de Toronto, ya que en un mismo casillero de la terminal habíamos dejado nuestras dos mochilas cuando no sabíamos a dónde caminar, y él no estaba ahora en condiciones de ir a buscar nada. Como habrán de suponer, no podía coger mi mochila, irme y dejar la suya ahí para siempre. Así que era como estar literalmente prisionero en un lugar oscuro.

Hubo un momento en que pensé irme, llevar su mochila de regreso, hablar con alguien para que la entrara al lugar oscuro y luego irme de veras. Pero no lo hice. No porque yo sea un “fucked up” (lo soy), sino porque soy un sentimental. Me negué a mí mismo a verlo así por última vez (siempre supe que no lo vería más). Había sido tan encantador el primer día. Dañado, pero encantador. Ahora era solo frío. Como un monstruo. Uno que me gustaba demasiado.

Después se puso más alegre, pero fue peor. No paraba de hablar con todo el mundo, caminaba por el pasillo sin cesar gritándole a la gente que era sexy - ¿les suena conocida esa frase? – y le pagaba tragos a  la gente con el dinero que había recuperado. A mí me compraba comida y me insistía en que durmiera, lo cual me daba la impresión de que era para deshacerse de mí. En un momento me desaparecí. Me escondí en una habitación que no era la mía con un hombre agradable que entendió que yo solo quería esconderme allí, y lo escuché preguntar por mí en los pasillos mientras le ponía un dedo en la boca al hombre para que no dijera nada.

Media hora después cuando lo encontré, sonrió y no me preguntó dónde estaba. Ahí lo odié más. No sé si él hacía otras cosas y no me importa. Claro que sí me importa, pero déjenme engañarme. Manipulador inteligente que es, me preguntó si estaba bravo con él. Yo, en realidad, si estaba (estoy) bravo con alguien era conmigo mismo, pero le dije cínicamente que sí, que era con él, pero que no se preocupara, que jamás iba a volver a saber de mí cuando saliera de ese lugar. Me dijo que entendiera que estaba en un día malo. Yo, conociendo a los decadentes, no le hice caso. Solo seguí protestando en silencio por el resto de la noche. De todas formas, a veces lo abrazaba por la espalda mientras lo escuchaba conversar de política con los demás y él, al ver que lo abrazaba, sin dejar de hablar me cogía y me lanzaba hacia adelante para abrazarme él por mi espalda. Y ahí era feliz yo. Dormimos juntos y abrazados. Quizás no solos en algún momento, pero al final los abrazos fueron solo nuestros. Victorias pírricas a las que uno tiene que aferrarse.

La mañana no fue mucho mejor. Y ahí sí me molesté. Cuando me di cuenta que no lo vería nunca más como yo había creído que era (porque él en realidad era como yo lo estaba viendo y no como yo había pensado antes) y que cada minuto mío en Toronto estaba de más. Nos quedamos dormidos más de lo que debíamos, lo traté mal, no me hablaba, le disparó a un rubio lindo recepcionista mientras salíamos, y yo salí del lugar gritando “¡estoy allá abajo y si quieres te apuras que estoy loco por irme de esta ciudad de mierda!” mientras daba portazos. La pobre Toronto pagó por algo que no era su culpa.

En el camino a abrir el casillero que marcaba oficialmente nuestra separación de por vida, nadie dijo una palabra. Bajo el grosero sol de la mañana y en las ajetreadas calles de Toronto nadie dijo nada. Yo estaba molesto. Muy molesto. Conmigo. Me odiaba profundamente.

Él no decía nada. Y yo no quería que nada saliera de su manipuladora y ya no drogada boca. Llegamos, abrimos el puto casillero y compramos el pasaje (él me lo pagó como había prometido un día antes cuando todavía nos queríamos pero le di la mitad del dinero porque resultó ser el doble de lo que esperábamos y él ya había gastado demasiado). Le dije que podía irse pero me dijo que necesitaba cargar el teléfono. Sí, claro.

Faltaba media hora para que saliera la guagua y nadie decía nada. Ni yo que miraba al infinito ni él que revisaba su celular. “Si quieres te doy mi número”, me dijo cuando anunciaron el abordo, todavía mirando al celular. “No”, dije yo, todavía mirando al infinito. “No tiene sentido”. Aclaración importante: nunca le di ningún dato mío e incluso él me llamaba Jorge todo el tiempo, lo cual me enfurecía (aunque en un momento me presentó a otro cretino como “Raúl” así que sí se lo sabía). “No me importa dártelo”, me dijo, aún sin mirarme. “Por supuesto que no te importa, se lo das a todo el mundo”, dije sin mirar.

Yo ya tenía su número. Me lo había dado en una tarjeta roja un segundo después que me conoció en plena calle. Pero no se acordaba. “Ya tengo tu número, de todas formas”, le dije y lo miré. “Pues mándame un mensaje cuando llegues, así sé que no pasó nada en el camino”, dijo, y me miró al notar que yo lo miraba. “Nada pasará”. “Mándalo”. No sé por qué lo dijo. Si para tener mi celular, para no quedarse callado…no sé.

Entonces me paré y me fui. Nos dimos un abrazo intrascendente, casi sin mirarnos, yo dije un diplomático “gracias por todo” a la carrera y nos separamos. Casualmente su celular ya no necesitaba cargarse en ese momento así que él también se fue al mismo tiempo. Al salir al andén lo vi por última vez. Un pedazo de su pantalón. Ah, esos horribles momentos en que preguntas dónde está el ómnibus para Montreal ya que no ves el número del andén porque hay agua en tus ojos. Nadie me vio. Al menos no él.

En ese momento lo odiaba, aún más que a mí. Por ni siquiera poder fingir por un solo día que era como no era. Un día en que yo me había quedado en Toronto con el único objetivo de estar con él. Por supuesto que yo le gustaba un poco más que los demás (yo también sé ganarme mis cosas) pero no lo suficiente como para impedir el dejarse llevar y tener su decadente vida frente a mis ojos y haciéndome partícipe. Pero la lágrima - una - no salió por mi odio hacía él. Salió por el día en que lo conocí en la calle y me di cuenta que el corazón me latía más rápido.

Cuando subí a la guagua me di cuenta que ahora tendría que estar seis horas incómodo en ese lugar cuando lo único que yo quería hacer era llorar. Y con mi iPod, celular y computadora completamente descargados como consecuencia de mis días perdidos.

Pero Dios sabe lo que hace. Resulta que el único en esta guagua, quizás como consecuencia de subir de último, que no tiene a nadie al lado, soy yo, así que me tiré en los dos asientos, me eché un abrigo en la cara y gimoteé un poco. Luego me encontré un tomacorriente así que pude cargarlo todo. La wifi sigue siendo una mierda, pero al menos me dio para chatear con Yesey y contarle un poco más que a ustedes en el calor del momento. Los amigos son necesarios y Dios también te los manda justo cuando piensas que no tienes nada. El día anterior, por cierto, en medio de aquel lugar oscuro había visto un mensaje de Teresita que decía en Facebook: “Raúl Reyes Mancebo lleva 24 horas sin publicar, ¿dónde estás, querido?” Entonces, en medio de ese lugar oscuro, mis días de Niágara y barrio gay me parecieron tan lejanos y remotos.

Y luego supe algo que no debía saber. O quizás sí. Mi curiosidad, la tarjeta roja y Google se unieron para encontrarlo. Aunque recé para que nada apareciera, algo apareció. Y no estaba preparado para lo que vi. No solo era su extraordinario blog que ni yo sabía que tenía, en el cual era (es) un ser fascinante, sino eran además sus fotos, su sinceridad, su brillantez. Me gusta mucho ese hombre. Me fascina. Peligrosamente, pero fascinación al fin.

Pero a pesar de eso, logré mantenerme incólume. Hasta que algo me paró en seco. Un post en Facebook del mismo día en que me había conocido, algunas horas antes. Decía: “Acabo de firmar un contrato de casa por dos años. Finalmente las cosas comienzan a enderezarse.”

No estaba preparado para eso. No lo estoy. Siempre pensé que la noticia de lo de la casa era una justificación cualquiera para lanzarse a la decadencia. Podía ser eso o cualquier otra cosa. Pero en realidad el enterarse que no podía mudarse fue una noticia mayor para él. Ese post en Facebook me lo corroboraba. Y en vez de mandarme para Montreal como hubiera hecho otro, se comportó como un hombre real y me dijo que me quedara, que quería que yo estuviera a su lado y que él se ocuparía de todo de alguna forma. Me compró comida, me buscó un lugar donde dormir y se preocupó todo el tiempo por mí.

Pero le dolió y no pudo evitar caer en su decadencia. Y yo, en vez de darme cuenta que le dolía, en vez de valorar que había querido que me quedara a su lado cuando era más fácil dejarme ir, solo pensé en “cómo yo me había quedado en Toronto por él”. Lo acusé por hacer cosas que yo siempre supe que él hacía y que él nunca me había ocultado, en vez de darme cuenta de que estaba pasando por un mal momento y que esa era su reacción natural. Entonces sucedió lo imposible: logré detestarme aún más.

Como yo también soy un hombre real, hice lo único que podía hacer. Le escribí. De un correo falso para que no pueda encontrarme. Le escribí un correo de dos hojas que me dividió el alma en dos. Un correo en el que fui más sincero que nunca antes en mi vida. En el que me despojé de absolutamente todo. Un correo de un “fucked up kid” a otro. Al terminar y mandárselo temblaba. Ahora también.

Al principio me dije que no iba a escribir sobre esto. Que no iba “a inmortalizarlo ni una pinga apelando a la literatura”. Pero lo hice. Creo que las condiciones en la guagua se prestaron para eso. Intenté hacerlo con la menor cantidad de datos posibles, pero al final me salieron más de los que pretendía. Así y todo hubo mucho que no dije. Hubiera podido hacer que ustedes se enamoraran de él, que luego lo odiaran y que luego me odiaran a mí y lo amaran a él. Hubiera podido, quitando los secretos que no me pertenecen, hacerles la historia completa y ustedes estarían ahora donde estoy yo. Podría contarles cómo me empujó contra una vidriera cuando me besó por primera vez, como me dijo en la cafetería que en la vida lo importante no son los problemas que nos tocan sino la manera en que nos enfrentamos a ellos, cómo me excitaba de solo mirarlo y le decía en los lugares públicos que quería acostarme con él, cómo me dijo que nunca regresara a Montreal y me quedara con él. A él no le sobran atributos ni a mí capacidad narrativa. Pero no lo haré. Quiero que su paso por este blog sea lo más mundano, rápido y precipitado posible. No quiero embellecerlo ni inmortalizarlo porque tengo miedo que un día me duela tanto que no pueda recuperarme nunca. Prefiero unos párrafos apresurados para que ustedes sean fríos y no se involucren. Para que me digan “aléjate de tipos así”, como deber ser. Este estúpido escribir ha de ser, ante todo, estúpido.

Ahora tengo resaca moral, por supuesto, y me dan asco los hombres y todas esas cosas clásicas. Pero ya se me pasará. No voy a casarme con una mujer ni recurrir a la religión para encontrar asilo de mi depresión. Eso es ya demasiada pajarería. Recojo los pedazos de mí mismo y ya los armaré de regreso a Montreal. Ya se me pasará. Seré más viejo, pero se me pasará.

Al salir de Toronto, en la distancia, vi la torre CN. Nunca subí. Me dejé llevar por la mundanidad. Pero bueno, así tengo motivos para regresar alguna otra vez y darle una segunda oportunidad a Toronto. En alguna medida creo que fui algo injusto con “la gran ciudad”. Pero pasará mucho tiempo antes de eso. Por el momento, cada metro en esta guagua que me acerca más a Montreal me hace sentirme mejor. Cada minuto que me alejo de estos tres días (o quizás de uno solo de esos días) en Toronto me hace sentirme mejor. Más vacío y con el corazón latiéndome más lento, pero mejor.



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