Segunda parte: El malo
Nunca se vio a sí mismo como esa clase de hombre. Ser infiel ocasionalmente
podía haber pasado por su mente alguna vez, serlo a tiempo completo jamás. Sin
embargo, ahí estaba. Y hasta el cuello. Pero sabía muy bien lo que tenía que
hacer: no pensar en eso. Solo seguir haciéndolo sin reflexionar al respecto.
Había aprendido desde bien joven que uno no debe sentirse culpable nunca por
ninguna otra persona. Bastante lo habían decepcionado ya. En lo único que tenía
que pensar era en cómo simultanear ambas relaciones sin que le fuera demasiado
complejo. Claro que ni Gabriela ni Lenore eran como el resto de la gente del
pasado y él lo sabía. Ahí estaban: eran justo pensamientos como ese los que se
tenía prohibidos. Pero es que ahora todo estaba a punto de complicarse. Algo lo
obligaba a decirse que era ser demasiado irresponsable el entrar a aquella
tienda y al menos no pensar en ello.
“Buenos días”, dijo la muchacha en cuanto entró a la pequeña, pero lujosa,
tienda. “Buenos días”, dijo Alain con una sonrisa cálida. No había ningún otro
cliente. “¿Busca algo en específico?”. “Pues un traje”. “Oh, perfecto. ¿Muy
formal?”. “Creo que sí. Es para una boda.” “Oh, sí: es algo formal. Pero no se
preocupe: los novios de seguro estarán más preocupados que usted”, bromeó ella
guiñándole un ojo. “¡Oh!” dijo Alain, “no me expresé bien: es mi boda”. “¡Oh,
por Dios!”, dijo ella. “¡Felicidades!”. “Gracias”, dijo él, sonriendo aún más.
La señorita le caía bien. “¿Y vino solo? Normalmente los novios traen a toda la
familia con él”. “Mi mejor amigo debería estar aquí”. “No se preocupe: yo me
encargaré de usted. Le garantizo que será el novio más apuesto de la ciudad.” “Jajaja,
mientras no sea demasiado caro”. “Le daré cuanta rebaja tengamos”. “Pues suena
como un plan”. “¡Perfecto! Iré a buscar el catálogo de trajes de novio”. “Aquí
estaré”.
Estaba convencido de que Gabriela hubiera encontrado a la chica adorable.
Pero la novia no se suponía que acompañara al novio a comprarse el traje.
¿Dónde se habría quedado Miguel, por cierto? Estuvo a punto de invitar a
Lenore, pero le pareció demasiado sórdido. Así y todo, Lenore era la mejor en
cuanto a modas se refería. Estaba convencido de que con ella habría salido de
la tienda en solo una hora con el mejor de los trajes del mundo. El mejor de
los trajes del mundo para casarse con otra mujer. El colmo de la sordidez.
Tanto para Lenore como para Gabriela. No: definitivamente era mejor ni pensar
en cosas como esas. ¿Por qué tenía ideas como aquellas?
Lenore se había tomado bastante bien lo de la boda. Le dolía, podía
notarlo, pero no había gritado ni llorado. Lenore no gritaba ni lloraba, de
todas formas. Él no estaba preparado para aquella boda tampoco. Ni Gabriela.
Pero hay un momento en que hay que hacerlo. De todas formas, Gabriela era la
mujer para él. Quería tener hijos con ella, estar toda la vida a su lado. La
amaba. Casarse sonaba como lo lógico a hacer. Pero entonces: ¿Lenore? ¿No
quería estar toda la vida con ella? ¿No quería tener hijos con ella también?
¿Había un momento en que debería despedirse de Lenore y dejar que ella tuviera
su boda, sus hijos con otro hombre? Se sentía incapacitado para pensar en eso.
Le había funcionado siempre el no pensar, ¿por qué lo hacía ahora? ¿Por qué no
dejaba que la vida decidiera por él como debía ser? Era aquella tienda. Aquella
tienda que lo obligaba a casarse y a pensar. Se dijo que casarse era solo un
trámite, que no tenía por qué ponerse a pensar nada. Que esto era una simple
formalidad que no requería un pensamiento mayor.
“Aquí estoy”, dijo la señorita, justo a tiempo para salvarlo de sus
pensamientos. “Perfecto”, dijo él, aliviado. “Podemos ver el catálogo juntos o
usted solo, si lo prefiere”. “¿Por qué habría de preferir eso? Yo los veo todos
iguales”, dijo él sonriendo. “Fantástico”, dijo ella. Se sentaron en un rincón
apartado y se pusieron a ver el catálogo. Ella le explicaba la calidad de los
trajes y le sugería algunos en relación a los precios y los colores. Iban
marcando los favorecidos en un papel. Uno le gustó mucho. Justo cuando pensaba
que todos se parecían. “A Lenore le encantaría este”, dijo. “Oh, este es
fabuloso. Lenore debe tener muy buen gusto”, dijo ella, cómplice. Oh, no, ¿por
qué había dicho eso? “¿Anoto ese también?” dijo ella como una maestra que
tienta a un niño con chocolates. “Por supuesto”. “Pues bien, entonces tenemos
estos seis. Iré a avisar a los modelos.” “Perfecto”, sonrió él.
Ahora se sentía culpable. Se sentía como un hombre que quiere más a la
amante que a la esposa. Qué clásico. De los que se casan con la más tierna y son
amantes de la más rebelde. Esto no era para nada así. Para nada. Si Lenore
hubiera llegado a su vida antes se habría casado con ella. ¿Eso quería decir
que se casaba con Gabriela por orden de llegada? Qué horrible pensamiento. ¿Por
qué pensaba? ¿Por qué no se callaba su cabeza? Se compraría el primer traje que
le pareciera medianamente bien y se iría de allá. ¿Por qué ninguna de las dos
había llegado a su vida cuando se sentía solo y triste? Eso: la culpa era de
ellas dos por no haber llegado a tiempo. Por llegar demasiado tarde y casi al
mismo tiempo. No muy convencido con este último pensamiento, se decidió a
caminar por la tienda para intentar pensar en otra cosa.
Siempre había estado resentido con la vida. Sentía que nunca había sido
juzgado en su justa medida, que nunca nadie lo había entendido y que por eso
siempre había estado solo. Hasta que llegó Gabriela. Tan dulce, tan linda, tan
inteligente. Con sus gritos sin sentido en las mañanas. Con sus “hoy no cociné
ni lo haré, yo no soy una esclava”. Con su sexo en lugares públicos. Tan
deliciosa Gabriela. Y ya nunca más estuvo solo. Hasta la manera de ver su
propia vida le cambió. Ya no era el Alain solitario que siempre había sido.
Ahora era el Alain que había sido solitario en el tiempo previo a conocer al
amor de su vida. Como en las películas.
“Los modelos están listos”, dijo la muchacha. “Genial”, dijo él. Se fueron
a una habitación privada y dos modelos entraron con los trajes puestos. Alain se
preguntó si se verían así en él. Luego de que desfilaron todos los trajes, el
que le había llamado la atención al inicio seguía siendo su favorito. Se lo
dijo a la muchacha. “En realidad, yo también creo que le quedaría fabuloso. ¡Pues
a probárselo!”, dijo ella misma.
Al quedarse solo en la habitación y comenzar a probarse el traje ya se
sentía mal. Le dolía la cabeza. Se sentía esquivo, ausente, distante. El
esfuerzo que hacía por no pensar lo estaba desesperando profundamente. Se probó
el traje a la carrera solo para hacer entrar a la señorita lo antes posible y
tener algo de compañía. “Oh, por Dios”, dijo la muchacha al entrar. Tenía la
boca abierta. “Ese es su traje, no puede casarse con nada más”. La muchacha
hablaba sinceramente, no había ninguna estrategia de venta involucrada. Alain se
miró bien en el espejo. “Oh, por Dios” fue lo primero que le vino a la cabeza. Se
veía espectacular. Mejor que los modelos. Miró a la señorita y sonrió: “Este es
el traje”. Ella sonrió como si su hijo se graduase de la universidad.
“¿Te quieres casar conmigo” dijo de pronto una voz masculina. Miguel
acababa de entrar a la habitación. “Tú eres el peor amigo que alguien podría
desear”, dijo Alain. “Por Dios, qué bien te queda ese traje”, dijo Miguel
ignorándolo. “Llamaré al sastre”, dijo la señorita. “O sea: ¿estamos de acuerdo
en que ese es el que es?”, dijo ella misma, como recordándose que la opinión
que contaba no era la de ella. “Si se casa con algún otro, lo mataré”, dijo
Miguel. Alain asintió con la cabeza, ella sonrió y salió.
“¿Todo bien?”, dijo Miguel. “Todo perfecto”, mintió Alain. “Estoy en el
trabajo. Tengo que irme en 10 minutos”. “Lo dicho: eres el peor de los amigos”.
“Pero te amo”, dijo Miguel y lo besó en la frente. “¿Crees que puedas hacerlo
todo tú solo?”. “Sí, creo que ya pasamos lo peor”. “Perfecto”. “Es un traje
fabuloso”, dijo Miguel. “Lo es”, dijo Alain. Entonces se hizo un silencio.
“¿Hago bien?”, dijo de pronto Alain. “¿De qué hablas?” “Casarme. ¿Hago bien,
verdad?” “Por supuesto. Gabriela es la mujer perfecta.” Alain asintió. “¿Qué
pasa?”, preguntó Miguel. Alain no dijo nada. “Hey, ¿qué pasa?”, dijo
severamente Miguel. “¿Y Lenore?”, dijo Alain. Miguel sabía que diría eso. No
había querido ser el que sacara el tema, pero sabía que era de eso de lo que se
hablaba.
Se sentó en una silla. “No sé qué decir. Lenore sabe que tú…” Silencio. “Alain,
no sé muy bien qué responder. La respuesta es “sí: haces bien””. Obviamente
Miguel ya había pensado en aquello también. “El culpable soy yo, ¿no es
cierto?” “Oh, no”, dijo Miguel. “No, no”, repitió. “No tengo permitido sentirme
mal. En definitiva todo esto es culpa mía y puedo detenerlo cuando sea, ¿no?”,
dijo molesto Alain. “Alain, la infidelidad es divertida mientras nadie esté enamorado
de nadie. Y tú estás enamorado, no solo de una, sino de las dos. Y ellas dos de
ti. Hace rato que esto dejó de ser divertido. Lidia con eso.”
En eso entraron el sastre y la muchacha. Miguel y Alain se miraron. Alain
estaba a punto de explotar. Miguel se había alterado también. El sastre tomó las
medidas, mientras Miguel y la muchacha lo miraban. De pronto Miguel se paró. “Tengo
que irme”, dijo. Se sentía culpable. “Está bien, no te preocupes”, dijo Alain.
“Todo estará bien”, dijo Miguel. Alain lo miró fijamente y después de un
silencio, asintió con la cabeza. Antes de irse, Miguel le dijo a la muchacha ya
con su espíritu habitual: “Por favor, cuide a mi hijo”. “No se preocupe”, dijo
ella sonriendo.
Al salir Miguel y luego el sastre, la muchacha le dijo a Alain: “Tenemos
dos opciones. Podemos hacerle los arreglos ahora o puede pasar otro día. Mañana
mismo, quizás”. Pensar en volver otro día era demasiado para Alain. Prefería
terminar con todo aquello ya. “Creo que esperaré”. “Pues muy bien. No será mucho:
nuestro sastre es el mejor de la ciudad y estoy convencida de que al traje no
hay que hacerle mucho”, dijo mientras salía.
Al quedarse solo no sabía muy bien
qué hacer. Ahora sí se sentía mal. Casi enfermo. Ya no servía de nada el
intentar no pensar. Lo estaba lacerando demasiado el no hacerlo. Nadie tiene
tantos escrúpulos, no los tengas tú. Tú no amas a nadie, a ninguna de las dos.
Eres un cobarde. No se puede amar a dos, es solo una excusa que te dices para
acostarte con ambas. Si hubiera tres, dirías que amas a tres. Eres un bajo, un
sucio. Y lo peor es que no eres ni siquiera valiente para asumirlo con
ligereza. Como tu padre. Tienes que tomártelo todo a la tremenda. Si te lo
hicieran a ti estarías llorando, pusilánime, así que no te sientas superior por
tener dos mujeres. Todo lo que no quería pensar le venía a la cabeza en un
orden caótico perfecto.
Después de un tiempo que no tuvo ni idea de cuánto fue, la muchacha entró
con una sonrisa, el sastre a su lado y el traje en la mano. “Todo listo. Le dije que teníamos el
mejor sastre”. “No hubo que hacer mucho”, dijo este sonriendo. Cuando salieron
se probó el traje. Se miró en el espejo y se vio perfecto. Se dio cuenta que
nunca luciría tan bien como en el día de su boda. Como debería ser. Nada podía
hacerlo sentir más culpable.
Sacó el celular y marcó el 5. “Hola”, dijo la voz de Lenore por el otro
lado. “Tengo el traje perfecto”, dijo él. Lenore no dijo una palabra. Se hizo
un silencio sepulcral. “Necesito que me digas que todo está bien”, dijo él. El
silencio de Lenore era como un grito. “Por favor”, dijo él casi suplicando.
“Todo está bien” dijo ella después de un tiempo. “Solo no pienses en nada y
todo estará bien”. Él dijo que sí con la cabeza. “Voy a colgar ahora”, dijo
ella. Él volvió a asentir con la cabeza, como si ella pudiera verlo.
Se sentía demolido. Se tomó un tiempo de recuperación y llamó a la muchacha,
la cual le dio el visto bueno. Se quitó el traje y se vistió mientras la
muchacha se lo llevaba para envolverlo. Cuando estaba afuera esperando por la
muchacha se sentía dormido. Como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza. A
llegar esta y darle el traje, fueron a la caja, él le dio su tarjeta de
crédito, ella hizo el cobro y se dio por terminada la operación. “No tengo
maneras de agradecerle”, dijo él. “Me acaba de dejar una propina enorme, así
que podemos decir que estamos a mano”, dijo ella sonriente. “Además, fue todo
un placer”. Entonces lo miró como si fuese su amiga y le dijo sinceramente:
“Que sea muy feliz”. Él le dedicó su
sonrisa de siempre, le agradeció con la cabeza y se dio la vuelta.
Un segundo después regresó. “No sé lo que hago”, le dijo. Ella lo miró
atónita. “No tengo idea. Pero no se supone que nadie se compadezca de mí, ¿no
es cierto? No puedo gritar, no puedo quejarme. No tengo derecho”. Ella lo miró
sin mover un músculo de la cara. “¿Esto es la felicidad?”, preguntó. Ella lo
miró a los ojos fijamente. Él bajó la cabeza, la volvió a subir, sonrió, dijo
“No tengo maneras de agradecerle” de nuevo y volvió a darse la vuelta.
Al salir de la tienda caía la tarde. Todavía claro, pero empezaba a
oscurecer. Llevaba el traje en una inmensa caja con un asa. Sacó el celular y
marcó el 2. “Hola, amor”, dijo Gabriela por el otro lado. “¿Cómo estás?”, dijo
él. “Parezco un cake. Odio todos los trajes”. Él rió genuinamente. “¿Podemos
casarnos con unos jeans?”. “Pues no porque ya yo tengo mi traje”. “¿Ya tienes
tu traje? Oh, ¡qué envidia! Me demoro 45 minutos para probarme cada uno y al
final luzco como un cake”. Él volvió a sonreír. “Te amo”, le dijo. “Yo
también”, dijo ella. “Quiero que siempre estés a mi lado”, siguió él. Ella hizo
un silencio. “No te preocupes por eso, este cake siempre estará a tu lado” dijo
con su voz madura. “Voy a colgar ahora”, dijo él sonriendo. “Adiós, amor”, dijo
ella.
Comenzó a caminar. Se sentía raro, diferente. Pero mejor. Más aliviado.
Como si la temida sesión de pensamientos ya hubiese pasado. La tarde caía
aceleradamente pero todavía era de día. Se detuvo en un semáforo junto a muchas
otras personas esperando el cambio de luces para cruzar. Y allí se inmovilizó.
Con la inmensa caja del traje en la mano, relajado, con gente por todas partes,
y contemplando detalladamente las inmensas luces del semáforo.