jueves, 15 de noviembre de 2012

Trilogía fiel sobre la infidelidad (II)



Segunda parte: El malo

Nunca se vio a sí mismo como esa clase de hombre. Ser infiel ocasionalmente podía haber pasado por su mente alguna vez, serlo a tiempo completo jamás. Sin embargo, ahí estaba. Y hasta el cuello. Pero sabía muy bien lo que tenía que hacer: no pensar en eso. Solo seguir haciéndolo sin reflexionar al respecto. Había aprendido desde bien joven que uno no debe sentirse culpable nunca por ninguna otra persona. Bastante lo habían decepcionado ya. En lo único que tenía que pensar era en cómo simultanear ambas relaciones sin que le fuera demasiado complejo. Claro que ni Gabriela ni Lenore eran como el resto de la gente del pasado y él lo sabía. Ahí estaban: eran justo pensamientos como ese los que se tenía prohibidos. Pero es que ahora todo estaba a punto de complicarse. Algo lo obligaba a decirse que era ser demasiado irresponsable el entrar a aquella tienda y al menos no pensar en ello.

“Buenos días”, dijo la muchacha en cuanto entró a la pequeña, pero lujosa, tienda. “Buenos días”, dijo Alain con una sonrisa cálida. No había ningún otro cliente. “¿Busca algo en específico?”. “Pues un traje”. “Oh, perfecto. ¿Muy formal?”. “Creo que sí. Es para una boda.” “Oh, sí: es algo formal. Pero no se preocupe: los novios de seguro estarán más preocupados que usted”, bromeó ella guiñándole un ojo. “¡Oh!” dijo Alain, “no me expresé bien: es mi boda”. “¡Oh, por Dios!”, dijo ella. “¡Felicidades!”. “Gracias”, dijo él, sonriendo aún más. La señorita le caía bien. “¿Y vino solo? Normalmente los novios traen a toda la familia con él”. “Mi mejor amigo debería estar aquí”. “No se preocupe: yo me encargaré de usted. Le garantizo que será el novio más apuesto de la ciudad.” “Jajaja, mientras no sea demasiado caro”. “Le daré cuanta rebaja tengamos”. “Pues suena como un plan”. “¡Perfecto! Iré a buscar el catálogo de trajes de novio”. “Aquí estaré”. 

Estaba convencido de que Gabriela hubiera encontrado a la chica adorable. Pero la novia no se suponía que acompañara al novio a comprarse el traje. ¿Dónde se habría quedado Miguel, por cierto? Estuvo a punto de invitar a Lenore, pero le pareció demasiado sórdido. Así y todo, Lenore era la mejor en cuanto a modas se refería. Estaba convencido de que con ella habría salido de la tienda en solo una hora con el mejor de los trajes del mundo. El mejor de los trajes del mundo para casarse con otra mujer. El colmo de la sordidez. Tanto para Lenore como para Gabriela. No: definitivamente era mejor ni pensar en cosas como esas. ¿Por qué tenía ideas como aquellas?

Lenore se había tomado bastante bien lo de la boda. Le dolía, podía notarlo, pero no había gritado ni llorado. Lenore no gritaba ni lloraba, de todas formas. Él no estaba preparado para aquella boda tampoco. Ni Gabriela. Pero hay un momento en que hay que hacerlo. De todas formas, Gabriela era la mujer para él. Quería tener hijos con ella, estar toda la vida a su lado. La amaba. Casarse sonaba como lo lógico a hacer. Pero entonces: ¿Lenore? ¿No quería estar toda la vida con ella? ¿No quería tener hijos con ella también? ¿Había un momento en que debería despedirse de Lenore y dejar que ella tuviera su boda, sus hijos con otro hombre? Se sentía incapacitado para pensar en eso. Le había funcionado siempre el no pensar, ¿por qué lo hacía ahora? ¿Por qué no dejaba que la vida decidiera por él como debía ser? Era aquella tienda. Aquella tienda que lo obligaba a casarse y a pensar. Se dijo que casarse era solo un trámite, que no tenía por qué ponerse a pensar nada. Que esto era una simple formalidad que no requería un pensamiento mayor.

“Aquí estoy”, dijo la señorita, justo a tiempo para salvarlo de sus pensamientos. “Perfecto”, dijo él, aliviado. “Podemos ver el catálogo juntos o usted solo, si lo prefiere”. “¿Por qué habría de preferir eso? Yo los veo todos iguales”, dijo él sonriendo. “Fantástico”, dijo ella. Se sentaron en un rincón apartado y se pusieron a ver el catálogo. Ella le explicaba la calidad de los trajes y le sugería algunos en relación a los precios y los colores. Iban marcando los favorecidos en un papel. Uno le gustó mucho. Justo cuando pensaba que todos se parecían. “A Lenore le encantaría este”, dijo. “Oh, este es fabuloso. Lenore debe tener muy buen gusto”, dijo ella, cómplice. Oh, no, ¿por qué había dicho eso? “¿Anoto ese también?” dijo ella como una maestra que tienta a un niño con chocolates. “Por supuesto”. “Pues bien, entonces tenemos estos seis. Iré a avisar a los modelos.” “Perfecto”, sonrió él.

Ahora se sentía culpable. Se sentía como un hombre que quiere más a la amante que a la esposa. Qué clásico. De los que se casan con la más tierna y son amantes de la más rebelde. Esto no era para nada así. Para nada. Si Lenore hubiera llegado a su vida antes se habría casado con ella. ¿Eso quería decir que se casaba con Gabriela por orden de llegada? Qué horrible pensamiento. ¿Por qué pensaba? ¿Por qué no se callaba su cabeza? Se compraría el primer traje que le pareciera medianamente bien y se iría de allá. ¿Por qué ninguna de las dos había llegado a su vida cuando se sentía solo y triste? Eso: la culpa era de ellas dos por no haber llegado a tiempo. Por llegar demasiado tarde y casi al mismo tiempo. No muy convencido con este último pensamiento, se decidió a caminar por la tienda para intentar pensar en otra cosa.

Siempre había estado resentido con la vida. Sentía que nunca había sido juzgado en su justa medida, que nunca nadie lo había entendido y que por eso siempre había estado solo. Hasta que llegó Gabriela. Tan dulce, tan linda, tan inteligente. Con sus gritos sin sentido en las mañanas. Con sus “hoy no cociné ni lo haré, yo no soy una esclava”. Con su sexo en lugares públicos. Tan deliciosa Gabriela. Y ya nunca más estuvo solo. Hasta la manera de ver su propia vida le cambió. Ya no era el Alain solitario que siempre había sido. Ahora era el Alain que había sido solitario en el tiempo previo a conocer al amor de su vida. Como en las películas.

“Los modelos están listos”, dijo la muchacha. “Genial”, dijo él. Se fueron a una habitación privada y dos modelos entraron con los trajes puestos. Alain se preguntó si se verían así en él. Luego de que desfilaron todos los trajes, el que le había llamado la atención al inicio seguía siendo su favorito. Se lo dijo a la muchacha. “En realidad, yo también creo que le quedaría fabuloso. ¡Pues a probárselo!”, dijo ella misma.

Al quedarse solo en la habitación y comenzar a probarse el traje ya se sentía mal. Le dolía la cabeza. Se sentía esquivo, ausente, distante. El esfuerzo que hacía por no pensar lo estaba desesperando profundamente. Se probó el traje a la carrera solo para hacer entrar a la señorita lo antes posible y tener algo de compañía. “Oh, por Dios”, dijo la muchacha al entrar. Tenía la boca abierta. “Ese es su traje, no puede casarse con nada más”. La muchacha hablaba sinceramente, no había ninguna estrategia de venta involucrada. Alain se miró bien en el espejo. “Oh, por Dios” fue lo primero que le vino a la cabeza. Se veía espectacular. Mejor que los modelos. Miró a la señorita y sonrió: “Este es el traje”. Ella sonrió como si su hijo se graduase de la universidad.

“¿Te quieres casar conmigo” dijo de pronto una voz masculina. Miguel acababa de entrar a la habitación. “Tú eres el peor amigo que alguien podría desear”, dijo Alain. “Por Dios, qué bien te queda ese traje”, dijo Miguel ignorándolo. “Llamaré al sastre”, dijo la señorita. “O sea: ¿estamos de acuerdo en que ese es el que es?”, dijo ella misma, como recordándose que la opinión que contaba no era la de ella. “Si se casa con algún otro, lo mataré”, dijo Miguel. Alain asintió con la cabeza, ella sonrió y salió.

“¿Todo bien?”, dijo Miguel. “Todo perfecto”, mintió Alain. “Estoy en el trabajo. Tengo que irme en 10 minutos”. “Lo dicho: eres el peor de los amigos”. “Pero te amo”, dijo Miguel y lo besó en la frente. “¿Crees que puedas hacerlo todo tú solo?”. “Sí, creo que ya pasamos lo peor”. “Perfecto”. “Es un traje fabuloso”, dijo Miguel. “Lo es”, dijo Alain. Entonces se hizo un silencio. “¿Hago bien?”, dijo de pronto Alain. “¿De qué hablas?” “Casarme. ¿Hago bien, verdad?” “Por supuesto. Gabriela es la mujer perfecta.” Alain asintió. “¿Qué pasa?”, preguntó Miguel. Alain no dijo nada. “Hey, ¿qué pasa?”, dijo severamente Miguel. “¿Y Lenore?”, dijo Alain. Miguel sabía que diría eso. No había querido ser el que sacara el tema, pero sabía que era de eso de lo que se hablaba.

Se sentó en una silla. “No sé qué decir. Lenore sabe que tú…” Silencio. “Alain, no sé muy bien qué responder. La respuesta es “sí: haces bien””. Obviamente Miguel ya había pensado en aquello también. “El culpable soy yo, ¿no es cierto?” “Oh, no”, dijo Miguel. “No, no”, repitió. “No tengo permitido sentirme mal. En definitiva todo esto es culpa mía y puedo detenerlo cuando sea, ¿no?”, dijo molesto Alain. “Alain, la infidelidad es divertida mientras nadie esté enamorado de nadie. Y tú estás enamorado, no solo de una, sino de las dos. Y ellas dos de ti. Hace rato que esto dejó de ser divertido. Lidia con eso.”

En eso entraron el sastre y la muchacha. Miguel y Alain se miraron. Alain estaba a punto de explotar. Miguel se había alterado también. El sastre tomó las medidas, mientras Miguel y la muchacha lo miraban. De pronto Miguel se paró. “Tengo que irme”, dijo. Se sentía culpable. “Está bien, no te preocupes”, dijo Alain. “Todo estará bien”, dijo Miguel. Alain lo miró fijamente y después de un silencio, asintió con la cabeza. Antes de irse, Miguel le dijo a la muchacha ya con su espíritu habitual: “Por favor, cuide a mi hijo”. “No se preocupe”, dijo ella sonriendo.

Al salir Miguel y luego el sastre, la muchacha le dijo a Alain: “Tenemos dos opciones. Podemos hacerle los arreglos ahora o puede pasar otro día. Mañana mismo, quizás”. Pensar en volver otro día era demasiado para Alain. Prefería terminar con todo aquello ya. “Creo que esperaré”. “Pues muy bien. No será mucho: nuestro sastre es el mejor de la ciudad y estoy convencida de que al traje no hay que hacerle mucho”, dijo mientras salía.

Al quedarse solo no sabía muy bien qué hacer. Ahora sí se sentía mal. Casi enfermo. Ya no servía de nada el intentar no pensar. Lo estaba lacerando demasiado el no hacerlo. Nadie tiene tantos escrúpulos, no los tengas tú. Tú no amas a nadie, a ninguna de las dos. Eres un cobarde. No se puede amar a dos, es solo una excusa que te dices para acostarte con ambas. Si hubiera tres, dirías que amas a tres. Eres un bajo, un sucio. Y lo peor es que no eres ni siquiera valiente para asumirlo con ligereza. Como tu padre. Tienes que tomártelo todo a la tremenda. Si te lo hicieran a ti estarías llorando, pusilánime, así que no te sientas superior por tener dos mujeres. Todo lo que no quería pensar le venía a la cabeza en un orden caótico perfecto.

Después de un tiempo que no tuvo ni idea de cuánto fue, la muchacha entró con una sonrisa, el sastre a su lado y el traje en  la mano. “Todo listo. Le dije que teníamos el mejor sastre”. “No hubo que hacer mucho”, dijo este sonriendo. Cuando salieron se probó el traje. Se miró en el espejo y se vio perfecto. Se dio cuenta que nunca luciría tan bien como en el día de su boda. Como debería ser. Nada podía hacerlo sentir más culpable.

Sacó el celular y marcó el 5. “Hola”, dijo la voz de Lenore por el otro lado. “Tengo el traje perfecto”, dijo él. Lenore no dijo una palabra. Se hizo un silencio sepulcral. “Necesito que me digas que todo está bien”, dijo él. El silencio de Lenore era como un grito. “Por favor”, dijo él casi suplicando. “Todo está bien” dijo ella después de un tiempo. “Solo no pienses en nada y todo estará bien”. Él dijo que sí con la cabeza. “Voy a colgar ahora”, dijo ella. Él volvió a asentir con la cabeza, como si ella pudiera verlo.

Se sentía demolido. Se tomó un tiempo de recuperación y llamó a la muchacha, la cual le dio el visto bueno. Se quitó el traje y se vistió mientras la muchacha se lo llevaba para envolverlo. Cuando estaba afuera esperando por la muchacha se sentía dormido. Como si le hubiesen dado un golpe en la cabeza. A llegar esta y darle el traje, fueron a la caja, él le dio su tarjeta de crédito, ella hizo el cobro y se dio por terminada la operación. “No tengo maneras de agradecerle”, dijo él. “Me acaba de dejar una propina enorme, así que podemos decir que estamos a mano”, dijo ella sonriente. “Además, fue todo un placer”. Entonces lo miró como si fuese su amiga y le dijo sinceramente: “Que sea muy feliz”.  Él le dedicó su sonrisa de siempre, le agradeció con la cabeza y se dio la vuelta.

Un segundo después regresó. “No sé lo que hago”, le dijo. Ella lo miró atónita. “No tengo idea. Pero no se supone que nadie se compadezca de mí, ¿no es cierto? No puedo gritar, no puedo quejarme. No tengo derecho”. Ella lo miró sin mover un músculo de la cara. “¿Esto es la felicidad?”, preguntó. Ella lo miró a los ojos fijamente. Él bajó la cabeza, la volvió a subir, sonrió, dijo “No tengo maneras de agradecerle” de nuevo y volvió a darse la vuelta.

Al salir de la tienda caía la tarde. Todavía claro, pero empezaba a oscurecer. Llevaba el traje en una inmensa caja con un asa. Sacó el celular y marcó el 2. “Hola, amor”, dijo Gabriela por el otro lado. “¿Cómo estás?”, dijo él. “Parezco un cake. Odio todos los trajes”. Él rió genuinamente. “¿Podemos casarnos con unos jeans?”. “Pues no porque ya yo tengo mi traje”. “¿Ya tienes tu traje? Oh, ¡qué envidia! Me demoro 45 minutos para probarme cada uno y al final luzco como un cake”. Él volvió a sonreír. “Te amo”, le dijo. “Yo también”, dijo ella. “Quiero que siempre estés a mi lado”, siguió él. Ella hizo un silencio. “No te preocupes por eso, este cake siempre estará a tu lado” dijo con su voz madura. “Voy a colgar ahora”, dijo él sonriendo. “Adiós, amor”, dijo ella.

Comenzó a caminar. Se sentía raro, diferente. Pero mejor. Más aliviado. Como si la temida sesión de pensamientos ya hubiese pasado. La tarde caía aceleradamente pero todavía era de día. Se detuvo en un semáforo junto a muchas otras personas esperando el cambio de luces para cruzar. Y allí se inmovilizó. Con la inmensa caja del traje en la mano, relajado, con gente por todas partes, y contemplando detalladamente las inmensas luces del semáforo.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Trilogía fiel sobre la infidelidad (I)



Primera parte: El bueno
 
En cuanto la vio lo supo. De inmediato. Ella misma se dijo que no tenía que ser necesariamente esa, que quizás ni siquiera había “una”, pero algo, lo mismo que le indicaba desde hacía meses que sí había “una”, le decía ahora que era “esa” que estaba parada frente a ellos en aquel inmenso mercado de muebles al que había ido con Boris ese sábado. “Elena, Amanda”, “Amanda, Elena”, dijo Boris. Elena sonrió y le dio la mano. La tal Amanda también sonrió y estiró su mano. “Buscando un buró”, dijo Amanda a modo de respuesta a una pregunta que nadie le había hecho. “Una silla” dijo Boris para mantener la dinámica de la conversación con respuestas sin preguntas. “Una silla con brazos”, corrigió Elena. En cuanto lo dijo, se recriminó. No tenía por qué ser amable ni formar parte de la conversación; le tocaba ser fría y distante. Aún cuando “esa” no fuera la “una”, ninguna mujer debe ser amable con otra, joven y linda, que conversa con su marido y de la cual nunca había oído hablar. Pero ella nunca había sido esa mujer. Nunca. Siempre había pensado que actuar con estereotipos  no era para ella. Especialmente en un matrimonio en el que la confianza estaba a la base de todo.

Pero hacía unos meses la confianza se había roto. Un día en que oyó una llamada que no debía haber escuchado. Y esas únicas dos palabras precipitadas de Boris que oyó por error la hicieron romper su confianza. Una confianza que databa desde el día en que se conocieron. Su relación con Boris. Tan madura, tan diferente a las de los demás. No es que nunca pensara que algo podría pasar en el futuro, pero nunca previó que podía entrar a su cocina y oír al Boris de toda la vida apagar el teléfono para que ella, su Elena de toda la vida, no oyera algo. Ellos, que tanto habían avanzado en el camino de la confianza. A diferencia de tantas parejas en las que la mentira parecía ser el eslabón fundamental y a las que siempre criticaron tanto. No podía creerlo. Siempre pensó que si algo pasaba en el futuro no sería de esa forma. Nunca se imaginó de qué forma podría ser, pero no involucraba a Boris mintiendo. Esto era traición de verdad. De la que uno no sabe qué hacer con ella.

“Bueno, seguiré buscando”, dijo Amanda. “Que tengas suerte”, dijo Boris, “y saluda a Leandro”. Ahí: las palabras que lo delataban completamente. Si tan solo se hubiese ahorrado el estereotipo, Elena podría haber considerado como una opción el que podía equivocarse. Pero con aquel “y saluda a Leandro”, Boris sellaba no solo la existencia de la “una”, sino que además se la ponía enfrente en aquel desafortunado sábado en aquella inmensa tienda llena de gente. Amanda se fue y Boris sonrió. “Trabaja con Miguel. Es muy agradable”. Elena sonrío y no dijo ninguna palabra.

“Busquemos la silla” dijo Boris. “La silla con brazos” corrigió él mismo, a tono de broma. Estaba nervioso. Ella asintió. Estaba muy callada y le dio miedo. Le dio miedo que su silencio la delatara. Se dio cuenta que no sabía qué debía hacer o decir. No se suponía que ella escondiera lo que había descubierto. Pero ella nunca fue una mujer que habría salido a correr a decirle a su marido: “Te cogí. Es ella”. No por falta de valor o por decencia, sino porque al marido que escogiera, fuera cual fuera, nunca habría tenido que decirle algo así. No le importaba el mundo en el que la infidelidad es tan común; ella sabía que con ella no pasaría. Boris y ella eran una identidad. Por eso ahora, además de sentirse rota, no sabía qué hacer. No sabía si gritar, si callarse, si llorar. Antes las diversas posibilidades, optó porque nadie se diera cuenta que lo sabía al menos hasta que se estableciera un programa de acción en la cabeza.

Intentó elegir la silla con brazos, pero no pudo. No se concentraba. En su cabeza solo había confusión. No veía nada a su alrededor. No sabía por qué, pero sentía que todo era culpa de ella. Que los demás jugaban bien su papel, pero que ella no. Los demás tenían que mentir y ella debía hacer algo cuando descubriera que mentían. Pero no hacía nada. Le dijo a Boris que iría al baño. Boris siguió escogiendo la silla y le dijo que no se movería de esa sección. Antes que se fuera, la miró y le dijo: “¿Te sientes bien?”. Otra frase que lo delataba. Él nunca preguntaba eso, porque en la clase de relación que tenían si alguien se sentía mal enseguida lo decía y el otro corría a solucionarlo. No había que esperar a poner mala cara para que el otro preguntara. “Claro”, respondió ella, estrenando su nuevo papel de mujer que dice cosas para seguir un guion.

En el camino al baño se preguntó si estaban bien sus pensamientos. Si lo primero no debía ser el cuestionarse si Boris sería capaz de hacerle aquello en vez de estar pensando en cómo decir que lo sabía o si debía callárselo. Al entrar al baño gigantesco y, curiosamente, vacío, se sentía descoordinada. Se miró frente al espejo y se vio conservadora. “Soy una vieja”, se dijo. Se comparó con la tal Amanda. Tan joven, tan fresca, tan soltera, tan libre. Sabía que probablemente tendrían la misma edad, pero se sintió como la esposa vieja. Ella, que siempre fue tan adelantada. Elena, la de la personalidad adelantada y definida. La que había encontrado su ideal en Boris. Un Boris tan adelantado y definido. Tan diferente del resto de los hombres, que solo pensaban en acostarse con quien fuera y engañar inescrupulosamente a sus mujeres, con las cuales se casaban solo porque había que casarse con una.

Se sentó en un inodoro y se prometió no salir hasta que pudiera sentirse mejor o tomar una decisión. Le molestaba que todo esto la tomara por sorpresa. No la infidelidad, sino el hecho de que después de saber que había alguien - ella sabía - no se hubiera puesto a pensar qué hubiera pasado si un día se los encontraba frente a frente. Le molestaba que no hubiera pensado a priori que esto hubiera podido pasar. No debía haber esperado a encontrarse a todo el mundo frente a frente y quizás así hubiera dicho algo mejor que “una silla con brazos”. Esto también la molestaba. No se suponía que estuviese buscando maneras de quedar bien ante la amante del marido, sino que tenía que arreglar aquello con él. Fuera lo que fuera que aquello quisiera decir.

Al salir del baño, sintiéndose algo más capacitada para fingir, caminó en dirección a la sección de sillas y se la encontró. Le había afectado tanto el verla que no se puso a pensar que todavía seguían todos en el mismo lugar. Más errores. Amanda se puso pálida cuando la vio. Si ella no hubiese sabido nada, nada habría notado. Pero Elena sabía, así que en cada paso falso de Amanda, al igual que en los de Boris, ella estaba ahí para notarlo. “Hola”, dijo Amanda. “Hola”, dijo Elena. “¿La silla con brazos?”, preguntó Amanda. “No la hemos escogido. ¿El buró?”. “No me decido”. “¿Es para un cuarto o para una oficina?” “Para un cuarto”. “Ese está bien”, dijo señalando a uno muy cercano. “Lo sé, es el que más me llama la atención”, dijo Amanda. Elena caminó hasta el buró y se sentó en la silla. No tenía ni idea de lo que hacía. Amanda la siguió y se paró frente a ella, del otro lado del buró. Ambas estaban serias, pero no había nada de hostilidad.

“Es muy bueno. Si no es muy caro para ti, deberías llevar este”. “Sí, creo que eso haré. Gracias”, dijo Amanda. Elena se paró y la miró seria. Con una seriedad que ella misma se reprochaba el no ocultar. Amanda se puso nerviosa, pero no dijo nada. Para cualquiera que no supiera lo que pasaba tenía una cara perfectamente normal. Pero Elena sabía. “No te preocupes”, dijo Elena. Y se fue.

Se sintió bien consigo misma. Siempre había pensando que las mujeres engañadas no debían odiar a la otra mujer, sino al hombre. Claro que eso lo había pensado en una época lejana cuando uno decide las reglas de su vida futura tomando como base su inteligencia racional y no la capacidad emotiva que se sentiría en un momento como ese. Por eso se sintió bien: en este momento de caos en el que todo se le venía abajo - su esposo, su matrimonio, sus creencias - estaba bien que al menos no la hubiera cogido en su cabeza con la otra muchacha. Como siempre pensó que debían hacer las mujeres engañadas. Estaba bien: era como serse fiel a sí misma. Al menos ella lo era. Por supuesto que no le gustaba la otra, pero no sentía una gota de resentimiento hacia ella. En medio de su confusión, sabía que era lo correcto.

Al llegar al lado de Boris, quien se sentaba de silla en silla, lo miró seria. “¿Dónde estabas?”, dijo él, todavía sentado. Ella lo miró fijo. Su novio, su esposo, su hombre, su amigo. Mintiéndole. Acostándose con otra y mintiéndole. Ambas cosas la laceraban. Pensó en lo que había leído una vez que decía que la infidelidad es divertida mientras nadie esté enamorado de nadie. Entonces se dijo que era una frase tonta, que al que engañaban siempre amaba, así que nunca podría ser divertida la infidelidad, al menos no para esa persona. Pero entonces se dijo que a veces los engañados tampoco aman. En ese caso, la infidelidad también dolía, pero por orgullo, no por amor. Y se preguntó si amaba a Boris. Siempre había pensado que sí. Su dolor no era por orgullo. Aunque también. Pero lo que más le dolía era el amor. “Te amo”, le dijo a Boris, como para indicar en alta voz que era por amor y no por orgullo que le dolía su infidelidad. De tantas cosas por decir, solo dijo esa: “Te amo”. Él la miró y lo supo enseguida. Supo que su “Te amo” era el resultado de una lucha interna. La miró grave y no dijo nada. Un “Yo también” hubiese sido ofensivo.

Ninguno de los dos dijo nada más. Compraron una silla con brazos después de parcos “¿Esta está bien?” y “Sí, eso me parece”. Uno de los muchachos les trajo la misma silla desarmada en una caja y Elena pensó en cómo una silla como aquella podría estar en una caja extremadamente fina y manuable. La pusieron en el maletero del auto en medio de aquel parqueo gigante. Elena se sentó al volante, Boris a su lado, ella arrancó el auto y ahí se desplomó. Interna, pero completamente desplomada. No sentía sus manos, su mirada se perdió en el frente, sus sentimientos se agolparon y pidieron salir. Boris la miró al ver que no se movía, pero al darse cuenta del estado de Elena, no dijo ni una palabra. No tenía ni idea de qué podía decir, de todas formas.

Elena quiso gritar. Quiso decirle: “¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?”, “¡Yo te amo!”, “¡Siempre fuimos diferentes a los demás!” “¡Te odio!”. Pero no quería que aquellas palabras salieran de su boca. Todo le parecía tan mundano, tan trillado. Sentía que si lo decía su relación sí que sería como el resto de las demás relaciones. Además, se imaginaba qué respuestas diría él a sus gritos y en cómo intentaría decirle que se calmara, y eso la enfurecía aún más. Estaba teniendo todo el diálogo en su cabeza – un diálogo que detestaba - de ahí que no quisiera decir ni la primera línea del guion para no tener que oír las otras. Pero algo tenía que hacer. Sentía que quería matar, que quería morirse.

De pronto, salió del auto. Boris no hizo nada, ni siquiera cambió la vista. Seguía mirando al frente, igual que ella lo había hecho hasta hacía un momento. Elena fue atrás y abrió el maletero. Sacó ella sola la caja de la silla con brazos y la tiró al piso. Cerró el maletero, volvió al auto, se montó, arrancó y dio marcha atrás, pasándole por encima a la caja. Boris no dijo una palabra. Su mirada seguía perdida al frente. Algunas personas cercanas detuvieron su marcha y miraron la escena sin saber qué hacer. Luego de pasarle por arriba, volvió a hacerlo, ahora de frente. Otra marcha atrás, luego de frente de nuevo. Boris lloraba. Sin cambiar la vista, sin moverse, pero le salían las lágrimas a montones. Elena no movía un músculo de su rostro. Solo le pasaba por encima a la caja de la silla con brazos una y otra vez. Las personas cercanas estaban inmóviles, atónitas.

Después de cuatro veces en cada dirección se detuvo. Todavía seria y sin mirarlo, dijo: “Recógela”. Cual autómata, Boris salió del auto, recogió la caja y la puso de nuevo en el maletero. Entró al auto y se sentó. Ya no lloraba, pero su cara estaba llena de lágrimas. Las personas comenzaron a caminar nuevamente.

Elena se sentía mejor. Después de unos segundos con la mirada perdida al frente, lo miró. Él, al notar que ella lo miraba, hizo lo mismo. Se miraron fijamente. Por un minuto entero. No había ninguna expresión en ninguno de los dos, pero, al mismo tiempo, nada podía haber sido más expresivo. Todo lo que ninguno de los dos sabía cómo decir, el otro lo entendió perfectamente.

Sintiéndose más liviana, Elena retiró la vista y salió del auto. Se sentía anestesiada. No podía pensar ni sentir nada. Boris se quedó en el auto y la miró salir. Ella caminó en dirección a la tienda de muebles. Relajada. Como si la naturaleza y ella fueran una sola. En un banco cercano a la salida de una de las inmensas puertas se sentó. Y ahí se quedó. Tranquila, sin ningún pensamiento en la cabeza, con la brisa dándole en la cara y contemplando su propia sombra en el piso.


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