martes, 26 de julio de 2011

Una larga y agitada jornada de sábado


Todo comenzó con un error. Y uno grave. Lo que parecía un (otro) típico encuentro gracias a la Internet, se convirtió de pronto, gracias a (o más bien por culpa de) unas palabras mal interpretadas en nuestro intercambio de correos, en una batalla campal y cuando nos dimos cuenta, aún antes de conocernos, comenzaron los insultos. Él me llamó “cretino patético” y yo le respondí con “anormal capitalista”. Claro, ambos insultos en sus versiones en inglés. ¿Cómo dos personas que nunca se han visto y no saben nada una de la otra pueden caerse a groserías de forma tan rápida? Magias de la Internet. Cuando cerraba mi laptop y comenzaba a vestirme para disfrutar de mi tarde montrealense, comencé a molestarme en serio. Y siguiendo mi propia regla de decir lo que se tiene atorado en la garganta, decidí hacer algo. Así que le escribí un correo largo y agresivo en el que le decía que él no podía juzgar a las personas sin conocer sus orígenes, que no todos habíamos sido criados entre iPads y comida ilimitada y que podía irse a la mierda con sus 21 años. Aligerado por haber soltado el peso, salí y me puse a caminar por el Village (el barrio gay de Montreal).

Mentiría si dijera que me olvidé de él. No lo hice, pero al menos se me quitó la molestia. En realidad es bastante atractivo discutir con gente inteligente (sus insultos parecían inteligentes). Pero eso no quiere decir que no les contestemos con insultos aún más brillantes. Pero bueno, a olvidarlo: Montreal está llena de gente linda. Tres horas más tarde, mientras revisaba las visitas de mi blog y constataba que cada día son más, a la vez que los comentarios son menos (siéntanse identificados y dejen comentarios) abrí  el correo para mandarle mi reporte diario a Ray. Y ahí estaban: cuatro correos de mi “enemigo”.

En el primero me decía que no sabía que yo venía de un país pobre y bloqueado y por eso malinterpretó toda la situación pensando que yo también venía de un mundo de consumo. Me decía que lo perdonara y me invitaba a un café. En el segundo me decía que lo sentía de nuevo y que todo lo que le había dicho se lo merecía, a pesar de que él tampoco venía de un medio rico. En el tercero me reiteraba lo de la invitación a un café ya que yo parecía alguien con quien se podía conversar. En el cuarto solo una frase: “¿Entonces, no me perdonas?”.

He de confesar que me encantan estas cosas. Ver a un hombre pidiendo disculpas es algo que no se ve todos los días (en Cuba jamás), así que respondí como debía responder todo hombre en mi posición: haciéndome el duro. Le contesté que me parecía muy bien su respuesta y la apreciaba, que lamentaba haberlo llamado todas esas cosas pero que un café después de lo que había pasado me parecía exagerado. Mandé el correo y esperé ansiosamente que me contestara con otro de “No, veámonos.” Él, fiel a la causa, lo hizo. Me preguntó cuál era mi plan del día y yo, muy chic, le contesté que ir a ver los fuegos artificiales de España a La Ronde. La Ronde es el parque de atracciones más grande de Québec  y cada año se celebra ahí el torneo más importante de fuegos artificiales del mundo. Claro que se ven en toda la ciudad, pero ahí es donde se disfrutan mejor. Ayer era el turno de los españoles de enseñar sus fuegos para aspirar al premio de un millón de dólares.

Él me dijo que como era nuevo en la ciudad no había ido a La Ronde, así que eso sería interesante. Él mismo se invitaba. Fresco y atrevido. No pude evitar amarlo por su audacia. Además, como mis amigos de Montreal han demostrado ser bastante cobardes en materia de montañas rusas, lo cierto es que siempre voy a La Ronde solo y no es igual. Así que acepté encontrarlo en el Starbucks (café cibernético) del Village. Y por otro error él terminó en un Starbucks y yo en otro. Dos correos más para aclarar nuestra posición geográfica y ya estaba yo en camino hacia el de él. Es una mejor estrategia ser el que va a buscar a alguien; así te preparas antes de llegar y lo haces con el mejor estilo. Si eres el que espera, nunca sabes cuándo van a llegar y cuando finalmente lo hacen, tienes cara de preocupado y estresado (aprendan que no soy eterno).

Y ahí estaba. Sentadito en una esquina del Starbucks, con sus gafitas de intelectual estudiando francés. Era alto, fuerte, pero no exagerado, sobre lo delgado, ojos muy lindos, pelo corto e indudablemente proveniente de algún país árabe. Vaya, su estrategia de estar sentado estudiando fue tan buena como la mía de entrar como macho latino de mal carácter por la puerta del Starbucks, que provocó las miradas del resto de la cafetería (recuerden que en el Village todo el mundo es gay).

Descubrió mi presencia cuando me dirigía hacia él y sonrió nervioso. Vaya, qué lindo. Yo, mala cara, me senté, puse mi mochila en la mesa de al lado, me quité las gafas y lo miré a las ojos. “Pídeme disculpas”, pensé. “Disculpa por todo lo que te dije”, salió de su boca, cual lector de mentes. “¡Bien!”, pensé, pero puse cara de “ok, no te preocupes” muy a la ligera. Hacerme el duro es mi pasatiempo favorito.

Cuando nos dimos cuenta, entre tanta pelea y confusión de Starbucks, ya era un poco tarde para ir a la Ronde. Me molesté, pero no dije nada. En realidad quería ver los fuegos artificiales. Pero no podía dejar a este tipo. En realidad no podía. Decidimos caminar hacia el puente y mirarlos desde ahí. Por alguna razón, cogimos para el otro lado y terminamos viendo un espectacular acto callejero (los espectáculos callejeros en Montreal en el verano son un verdadero arte). Estuvo bueno. Me gustó. Tiré fotos mientras él me cuidaba las cosas como si nos conociéramos de toda la vida.

Su nombre era Amar. Amar, ¿cómo se puede no amar a alguien con ese nombre? Él rió ante la broma, que ya alguien de origen hispano le había hecho. Amar es de origen libanés. Cuán exótico. Así y todo nació en Canadá, muy cerca de Edmonton, en un pequeño pueblito, y estudia desde hace dos meses en Montreal para ser diseñador de modas. ¡Cuán chic! Un diseñador de modas que no parece una pájara descarriada a lo Versace (con todo el respeto que se merece la maestra). 24 años, y no 21 como había dicho (yo había dicho 26 y tengo 28, así que ambos mentimos). La tensión entre nosotros no estaba muy resuelta todavía. Nos pedíamos permiso y disculpas cada dos frases. Parecíamos dos guajiros entre tanto pájaro del Village (una vez más dicho con mucho respeto a los habitantes de la zona).

En ese momento comenzaron los fuegos artificiales y todo el mundo empezó a gritar porque son realmente impresionantes. De donde estábamos se oían, pero no se veían mucho. Lo acusé personalmente y él sonrío. Yo también sonreí con cara de “en realidad no es tan grave”. Tenía hambre de lobo. Yo, él no. Decidimos buscar un lugar para saciar mi apetito. Nos sentamos en una pequeña terraza (Una terraza es como un restaurante pero en el medio de la acera; en Montreal hay una cada 10 metros). Si consideran que explico mucho me lo dicen y yo no explico más nada y se quedan con la duda. Uy, se me salió lo de profesor.

El mesero intentaba  metérsenos por los ojos. En otro momento lo hubiese logrado, pero no anoche. Anoche yo solo lo miraba a él y él solo me miraba a mí. Así y todo, teníamos este acuerdo tácito de que nuestra cita era solo para disculparnos y aclarar malentendidos, no para otras cosas. Yo mataba por otras cosas, pero bueno. Él me dijo que normalmente se demora para tener sexo con alguien y no lo hace desde el inicio. Yo quise decir lo mismo, pero no estaba para decir mentiras. Así que estábamos en caminos separados. Y no solo por eso, sino además por muchas otras cosas que no contaré aquí porque son irrelevantes para nuestra historia.

Así es que aquella cena era lo único que tendríamos, según la lógica. Yo le expliqué la magia de ser traductor y después de algunos ejemplos ya lo había fascinado y convencido de que era un arte, contrario a lo que habría podido imaginarse en un inicio. Luego hablamos de Amy y de cómo acabó ella misma con su vida, pero de todas formas siempre la recordaríamos por su increíble talento y personalidad especial. Después hablamos de él y de los pocos hombres que habían pasado por su vida. El camarero pasaba cada cinco minutos para preguntarnos si estábamos bien y para enseñarnos su sonrisa. Nosotros inamovibles. Y entonces vino la miradera de reloj porque el metro lo cierran a las 12. Él vive del otro lado de la ciudad y yo a tres cuadras del Village, así que no tenía derecho a opinar. Pedimos la cuenta, el camarero intentó besarnos, pero ya nosotros estábamos de camino al metro.

Y llegó un momento que odio en mis citas. El momento en que debemos despedirnos sabiendo que quizás no nos veamos más. No me pasa mucho, porque si la cita fue buena, sé que tendré su número de teléfono en mi bolsillo. Pero este no era el caso. Era tanto lo que nos separaba que haber intentado algo para obtener el número de teléfono hubiese sido emocionarnos ambos por gusto. Así que, chicos inteligentes, nos dijimos adiós de manera casual en la escalera del metro. Todo muy ligero, pero la procesión iba por dentro (por lo menos para mí). Cuando ya se perdía bajando las escaleras y yo saliendo del metro, en esos últimos segundos que tienen dos seres humanos en el campo visual del otro, se viró. Yo también me viré, por supuesto, así es como sé que él también lo hizo. Si un hombre se vira, señores, es que vale la pena. No importa si es tuyo o no lo es, no importa si lo verás de nuevo o no, si se vira, es un hombre que vale la pena. ¿Están tomando nota?

Regresé a casa con esa rara sensación, mezcla de felicidad por haber encontrado a alguien como Amar, y mezcla de tristeza por constatar que no era un hombre destinado para mí. No es la primera vez que me pasa. En el Village todos reían y comían. Yo, sorpresivamente, tenía sueño. Y digo sorpresivamente porque a la una de la mañana yo estoy empezando el día. Pero ayer tenía sueño. Seguro era algo relacionado con la nostalgia y la melancolía. Pajarerías. Pero cuando llegué a la casa donde habito por unos días me encontré una alegre y sorpresiva fiesta hippie. Mi anfitrión, un hombre increíble, daba una “soirée” por todo lo alto. No tuve opción que integrarme (entre otras cosas porque la sala donde se celebraba la fiesta es mi cuarto). Y estaba bien, porque así podría olvidar la nostalgia que me provocaba el haber conocido a mi “enemigo” Amar.

La fiesta hippie tenía todos los ingredientes propios: conversaciones de izquierda, mucha marihuana e intercambio cultural exótico. Enajenado por tanta marihuana ajena me animé a correr a la cocina y enviarle un correo a Amar para darle un final feliz a nuestro complicado lenguaje epistolar. Le hablé de cómo había estado bien salvar la noche conociéndonos personalmente y de cómo ya podíamos olvidar nuestros correos anteriores. Concluía diciendo que me había gustado mucho conocerlo porque era un hombre increíble y agregaba en una postdata que, aunque no se lo había dicho para que no me malinterpretara, él estaba muy bueno. Malinterpretarme. Cuando uno le dice a alguien que está muy bueno, no hay más de una interpretación.  Lo que no se lo dije porque nosotros supuestamente no estábamos en una cita romántica. Regresé a la fiesta, que para entonces pasaba a la parte de bailes medio africanos, medio jamaicanos y medio islandeses. Todo un areíto internacionalista.

Y una hora después, corriendo a la cocina para saciar mi sed drogadicta con alguna Coca Cola (los refrigeradores de los quebecos son fabulosos) vi que me había llegado un correo. Era de Amar, por supuesto. Me decía que yo era alguien INCREÍBLE (así en mayúsculas) y que había sido muy bueno conocerme. Concluía con la paralizante frase de que estuvo a punto de pedirme que me fuera con él a dormir abrazados pero que como es un penoso  no dijo nada. Aclaro que hay una diferencia enorme en el mundo gay entre dormir abrazados y tener sexo. Sexo se puede tener todos los días; dormir abrazados, no.

Me quedé helado. Amar era osado por correo todo lo que era tímido en la vida real. Vaya con el diseñador de modas libanés nacido en Canadá. Le contesté en inglés el equivalente de “Pinga, ¿y por qué no me lo dijiste? ME HUBIESE ENCANTADO DORMIR ABRAZADO CONTIGO”. En ese momento los hippies entraron a la cocina entonando cánticos y me obligaron entre todos a seguir el ritual en la sala que alguna vez sirvió como mi cuarto. De madre con los hippies, yo que solo pensaba en Amar (literalmente).

Cuando paró la bailadera corrí hacia la cocina. Cuando algo es de uno, no hay que forzar mucho las cosas ni ponerse a esperar mucho tiempo. Había un mensaje que decía: “Ven”. Mi corazón se detuvo. Yo mido mi vida por los momentos así.  Es cierto que quizás no tengamos mucho futuro, pero yo no puedo vivir pensando en el futuro. Así que decidí ir y dormir con él. Quizás mañana no lo vea más, pero no importa, esas tres horas que voy a estar abrazado con él son las horas que cuentan en la vida. El resto es guarnición. Así que ni corto ni perezoso, le respondí: “Voy”.

Cuando los hippies vieron que me vestía para salir, me cargaron y me obligaron a fumar más marihuana de una pipa. Una pareja de ellos me dijo que tenían carro, que cuando ellos se fueran podían llevarme cerca de la Universidad de Montreal, donde vivía mi amor (digo, mi Amar). Yo logré huir de las drogas (literalmente) y llegar a la computadora para contarle esto a Amar, quien me dijo que lo mejor era que esperara y fuera en el carro. Que mientras tanto podíamos seguir escribiéndonos correos. Y así nos pasamos dos horas más escribiendo todo lo que nos venía a la mente, desde “Cómo tú me gustas” hasta “Los hippies están rezando”. Ya en los finales eran cosas como “Se me cerró un ojo”, “¿Estás ahí”?, “Ah, disculpa, es que me quedé dormido”. Yo estaba muerto del cansancio. Hacía mucho que tenía sueño y ya llevaba despierto muchas horas en un día agitado en emociones.

En la sala los hippies hablaban de mayo del 68. Si hubiese sabido que se demorarían tanto, me hubiese ido en cualquier cosa. Pero ya era demasiado tarde para hacerlo, había que seguir esperando. Hasta que el hippie conductor dijo las palabras mágicas: “Nos vamos que ya es de día”. En Montreal a las 4:45 ya es de día. Yo, como si tuviera un resorte en el culo, me paré y corrí hacia la cocina para preguntarle a  Amar su dirección. Número 2986, calle Lacombe. Ni miré el mapa, ya averiguaría cuando estuviera por la zona. Me dijo que cuando llegara entrara por la puerta trasera de la cocina y que fuera directamente a su cuarto. Yo le dije que se durmiera, que cuando llegara yo lo despertaba. No hacía falta que los dos estuviéramos sin dormir.

Al hippie conductor hubo que bañarlo porque estaba borracho y fumado y no podía manejar así. Yo a esperar. Luego, mientras se despedían, todos se abrazaban y se querían. Me monté en el carro a ver si hacía presión psicológica. Me sacaron del carro para que los besara a todos en la boca. Estaba a punto de asesinar a algún hippie. Lo peor era que yo tenía que estar de regreso a las 10 de la mañana para irme a Québec (escribo esto de camino hacia allá). Solo podía estar con Amar tres o cuatro horas, no había tiempo que perder. Quizás era todo el tiempo que Amar y yo tendríamos juntos en nuestra vida.

Cuando finalmente logramos ponernos en camino, he de confesar que en muy poco tiempo llegamos al lado de la ciudad donde vivía Amar y también los hippies. Pero tuve la genial idea, considerando que ya el metro estaba abierto, de desembarcar en una estación cercana e ir por mí mismo. En definitiva, no estaba lejos de donde ya estábamos. Cuando me tiré del carro, los hippies quisieron besos, abrazos y hablar sobre Fidel Castro a esa hora. Yo los miré (una sola vez) y les dije: “Alguien me espera para dormir abrazados”. Los hippies me miraron con cariño, me dijeron que corriera, que el amor estaba por encima de todo y que me deseaban mucha paz. Tengo que volver a ver a esos hippies algún día con más calma. En realidad son gente original.

Una vez en el metro, este se tomó su tiempo. Ya eran cerca de las seis de la mañana. Cuando finalmente vino, me tomó tan solo dos minutos para llegar a la estación de Amar. Pero ahí no supe para donde coger; había anotado el nombre de la calle, confiando encontrarme un mapa en la estación o a alguien que me dijera, pero no había ni mapa ni personas. Un domingo a las seis de la mañana. Ni un alma. Me puse a caminar, confiado en que mi buena estrella me pondría de pronto en la calle Lacombe. Seis cuadras después seguía viendo nombres raros, pero no el que yo buscaba (primera vez que estaba en esa parte de Montreal). Era un barrio muy bonito, como Nuevo Vedado. De hecho era igual a Nuevo Vedado un domingo a las 6 de la mañana: lindo y solo. En la distancia vi a dos ciclistas que cambiaban una rueda. Corrí hacia ellos y logré alcanzarlos cuando ya casi se iban. Obviamente había caminado para el otro lado porque la calle Lacombe estaba, según me indicaron, a más de un kilometro de allí para el otro lado.

Caminé hacia allá, pasando frente a la Universidad de Montreal casi corriendo. Cuando finalmente llegué al lugar que me decían no había ninguna calle con ese nombre. No sabía para donde coger; no sabía si me faltaba una calle todavía o es que era para el otro lado. No sabía nada. Hay que decir que para ese momento ya yo era técnicamente un zombie. Me había pasado el día fajándome con Amar, enamorándome de Amar, fumando marihuana, lidiando con hippies, enviándole mensajes a Amar y ahora empleaba lo poco que me quedaba de cordura en finalmente encontrar a Amar para poder abrazarlo. Era todo en lo que podía pensar.

Ni rastros de la puta calle. Estaba a punto de echarme a llorar o a gritar. De pronto, en la distancia, una muchacha caminaba hacia el otro lado. No sé de donde había salido, pero había alguien despierto en Montreal. Corrí hacia ella como los sobrevivientes de Lost cuando pensaban que venía un barco a rescatarlos. Ella, cuando me vio corriendo como un anormal en su dirección, metió la mano en su bolso (imagino para sacar el spray) pero no le dio tiempo porque la intercepté con un grito: “¡Calle Lacombe!”. Ella me miró, sonrió aliviada y me señaló la calle que estaba a nuestro costado: “Es esa”.

Dios mío, la calle Lacombe.  Casi saco la cámara y le tiro una foto. Sin embargo, todavía me faltaba. Yo buscaba el número 2986 y estaba por el 3150. Pero por lo menos ya sabía por donde coger. Seis cuadras después no acababa de llegar. Las ardillas me molestaban y se me metían en el medio. Yo siempre intento tocarlas y ellas corren; ahora, que no me interesaban para nada, se me lanzaban arriba pidiendo comida como kamikazes. Cuando finalmente llegué al número tengo que admitir que no pude verlo bien. Sé que la casa de al lado era la 2984, por eso estaba convencido de que era esa, pero en realidad no hubiera podido asegurarlo porque ya casi no veía del cansancio. En la esquina de la casa, a unos 60 metros: una de las salidas del metro. Le había dado la vuelta al barrio por gusto, perdiendo casi una hora en el proceso.

Caminé por el patio lateral y encontré una puerta trasera abierta. Justo como previsto. Entré. No se oía nada y no tenía idea de para dónde caminar. La primera puerta abierta después de la cocina era un cuarto desorganizado, pero nadie estaba ahí. Me asusté. ¿Esta es la casa, Dios mío? En la segunda puerta, también abierta, había un hombre de espaldas durmiendo. Lo miré y no fui capaz de reconocerlo. Lo único que pudiera hacer mi día más complicado era que me metiera en una casa (y en una cama) que no era a la que iba.

Pero no: era Amar. Lo reconocí porque tenía el cuerpo exactamente como me imaginé que lo tendría: perfecto. Un tatuaje inmenso de un águila que le llenaba toda la espalda me sorprendió. Nunca lo habría imaginado en él, pero nada me pareció más perfecto en ese momento que esa águila en la espalda de Amar. Me quedé mirándolo embobecido. Me quité la ropa y quedé exactamente igual que Amar pero sin tatuaje (había calzoncillos, no se asusten). Me metí en la cama, metí mi pie entre sus dos pies y abracé aquel tatuaje, al que sin saberlo, llevaba casi 15 horas queriendo abrazar.

Amar, al despertarse por el abrazo y darse cuenta que yo finalmente estaba allí, intentó virarse y darme la bienvenida. Yo, con un movimiento de brazos y una palabra le hice saber que no se moviera. Y él no se movió, se limitó a tomar mi mano entre las suyas mientras yo lo abrazaba por la espalda. Y en esa misma posición, a los 12 segundos, nos quedamos finalmente dormidos y abrazados.

sábado, 23 de julio de 2011

Los imbéciles


Está científicamente demostrado que, de cada tres seres humanos, uno es un imbécil. Y otro tiene gran potencial para serlo. Y en la vida real constatamos diariamente esta estadística. Están en todas partes: a veces son nuestros amigos, muchas nuestros enemigos, rara vez lo dejan de ser nuestros jefes y a veces los encontramos hasta en nuestras propias familias. Son nuestros camareros, nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo, nuestros amigos de Facebook, los amigos de nuestros amigos de Facebook, nuestros profesores, nuestros esposos, nuestros ex. Su presencia nos es común, intrínseca; desde pequeños aprendemos a lidiar con ellos, a aguantarles sus cosas, a tolerarlos, a pesar de que nunca nos lo enseñaran en aquellas aburridas clases de Educación Cívica.

Se manifiestan de todas las maneras posibles. Ya sea hablando de más, ya sea no diciendo lo que tienen que decir, ya sea apoyando causas tan imbéciles como ellos mismos, ya sea molestando a las causas para nada imbéciles. Se meten en nuestras vidas, en nuestros caminos, en nuestros futuros. Hacen comentarios banales o, por el contrario, “demasiado” profundos. Nos niegan becas solo porque pueden, nos envían comentarios acerca de “lo feliz que eres ahora en Montreal”, nos torturan con ironías solo porque tuvimos el buen gusto de no acostarnos con ellos. Son los esposos de nuestras amigas que no las dejan salir solas, son los críticos de cine que redactan cosas con el único e incoherente objetivo de llevar la contraria, son los dirigentes de casi todas las latitudes.

Y en medio de tanto imbécil: nosotros. Y eso es lo que más me interesa en esta noche montrealense. Nosotros. Nosotros, que de tanto lidiar con imbéciles, terminamos haciendo cosas y diciendo barbaridades parecidas a las que hacen y dicen ellos, como mecanismo de defensa primero, como práctica habitual después. Pero ¿es que nos acostumbramos tanto a su manera de ser que actuamos de forma imbécil o, peor aún, somos nosotros también, unos imbéciles?

Nunca nos hemos ganado la lotería, no hemos competido en los Juegos Olímpicos, no hemos escrito un libro que se venda en todas partes. Somos seres humanos comunes y corrientes, ¿qué nos garantiza no ser uno de los dos imbéciles que existen de cada tres personas en el mundo? (porque el que tiene potencial para ser imbécil es tan imbécil como el otro). Estoy convencido de que los imbéciles no se consideran a sí mismos como tal, así que una preocupación me viene a la cabeza: ¿soy un imbécil yo también? Quizás alguien esté diciendo que sí con la cabeza al leer mi pregunta. Y quizás tenga razón y yo también sea un imbécil.

Mucha gente me detesta, eso es seguro. Pero siempre lo he considerado como una consecuencia lógica de tener una personalidad bien definida. Me asusto aún más: “personalidad bien definida” está en el primer renglón de las autodescripciones de los imbéciles. Oh, no, esto no pinta bien. Nunca oigo a los demás, me cansé de hacerlo y de intentar tener una vida “normal”, “adecuada”, “común”, “feliz”. Me gusta mi vida como es, llena de excesos por un lado y de calma por el otro. ¿Me ha hecho eso un imbécil radical? Oh, Dios, soy un imbécil, cada vez me convenzo más. Tengo un blog en el que hablo de mí mismo y digo sin reservas lo que pienso. Lo considero como algo bueno y liberador. Pero ¿no será acaso parte de mi imbecilidad el intentar compartir mis estúpidos pensamientos con los demás? Me aterro. Y así podría seguir, cuestionándome todo en lo que creo y mirándolo por el lado negativo (o imbécil).

Pero hoy conocí a un verdadero imbécil. No hablaré de él, quizás en otro post, pero no ahora; solo quiero hablar de la influencia que tuvo el conocerlo sobre mí. Yo sé lo que quiero; a veces me equivoco y a veces no hago nada por obtenerlo, pero sé lo que quiero. No me meto en la vida de los demás, y si lo hago por lo menos no lo tengo planificado. Así y todo no creo que lo haga. Los problemas de los demás me afectan y me laceran y si algo está en mis manos para poder cambiarlo, lo hago. Nunca me interpondría en el futuro de nadie y aunque le dejo de hablar a la gente (frecuentemente) no deseo que les vaya mal. Tampoco es que deseo que les vaya bien y que sean muy felices. No; no soy perfecto. Pero no un imbécil. Y más que nada, conozco la diferencia entre el bien y el mal, y si algunas veces he escogido el segundo, no ha sido por ignorancia ni he fingido conmigo mismo que “creía que hacía lo correcto”. Sabía que estaba mal. Imperfecto, sí; pero imbécil no.

Y así nada más, después de este ejercicio de autoanálisis que me ha llevado toda una tarde, descubro no solo que no soy un imbécil, sino además la utilidad de los imbéciles. Sirven para que uno se compare con ellos, evalúe sus acciones a través de las acciones de ellos y mejore, corrija y reafirme sus valores, decisiones y formas de ser. Ya sabía yo que el mundo no podía estar tan mal hecho.

Así y todo el haberme cuestionado mi imbecilidad me ha hecho bien. Creo que debo escribir algunos correos pidiendo disculpas a algunas personas con las que no siempre he sido tan bécil (acabo de inventar el opuesto de imbécil). Pero, fortalecido con el cuestionamiento, radicalizo una vez más mi carácter y arremeto de nuevo contra los protagonistas de este post.

Así que púdranse, imbéciles. Púdranse todos juntos o por separado. Púdranse ricos o púdranse pobres. Púdranse en sus gabinetes o en sus cuevas. Púdranse solos carcomiendo su odio o felices con sus nuevos novios. Púdranse maltratados por la sociedad o venerados por esta. Pero púdranse. Nosotros, los no imbéciles, seremos menos, pero somos mejores, y eso es lo que cuenta. Somos aquellos que vale la pena conocer, aquellos que da satisfacción saber que existen, aquellos que cambiamos el mundo para bien. Así que sigan poniendo trabas, hablando tonterías, criticando a los buenos. No nos interesa: con estar en una lista diferente a la de ustedes, ya ganamos nosotros.

viernes, 15 de julio de 2011

Las cosas que habitan en nuestras gargantas


Hace unos días recibí un correo de un imbécil. En él me acusaba de absolutamente todo lo malo que le había pasado en su vida, así como de sus desgracias actuales y de todo lo negativo que podría sucederle en el futuro. Yo, que lo conozco bien, supe inmediatamente qué era lo que pasaba. Un pequeño detalle insignificante en una conversación anterior había sido la causa de este ataque tan gratuito (honor a quien honor merece). Un detalle que a ninguno de ustedes, mis queridos lectores, habría afectado en lo más mínimo. Pero a él sí, porque su autoestima es baja y sus miedos numerosos. Como supe que esa era la causa, elegí no responderle lo primero que me había pasado por la mente al leer su correo. Me pareció que lo mejor era que me callara, no por temor, sino porque no tenía necesidad de hacerle la vida más miserable solo para sentirme mejor yo. Escribí un correo admitiendo mi error (bueno, todos mis errores ya que era acusado de más de 800 cargos) y pidiendo mis más humildes disculpas. Cerré la tapa de la laptop y comenzaron las contrariedades.

Esa noche no pude pegar un ojo. No era porque pensara en algo específico; simplemente no podía. Miré el techo toda la noche. Pero me dije que quizás era por la emoción de esta ciudad nueva y hermosa. Al día siguiente, al levantarme (fíjense que no digo “al despertarme”), lancé el dedo gordo del pie contra una silla y luego la cabeza contra el marco de una puerta cuando me iba a ver el dedo herido más de cerca. Al salir a disfrutar del ajetreo matutino de Montreal, fui acosado por una abeja, un vagabundo me gritó, alguien que repartía papeles me ofreció uno en el que se ofertaban viajes a Cuba por solo 500 dólares y un perro canela me mordió por encima del pantalón. No era obviamente mi día. Al intentar regresar, descubrí que no había nadie en donde vivo y como no tengo llave, tuve que vagabundear todo el día, cual sin techo.

Esa noche, luego de una jornada para el olvido, en la que llegaron correos acusándome de irresponsable por haberme ido de Cuba habiendo dejado trabajo sin hacer, en la que me perdí al dirigirme a una dirección y mil cosas lamentables más, decidí darme un baño relajante para olvidar el mal día que había tenido. Justo después que me quemara con el agua caliente y me cortara con la cuchilla al afeitarme, descubrí que mi acondicionador de pelo, aplicado unos minutos antes, no estaba haciendo su habitual efecto en mi cabello, el cual comenzaba a crecer hacia arriba de manera amenazante. Y ahí, justo cuando intentaba dominar con un cepillo aquella marea de pelo propia de algún Boney M, al mirarme en el espejo, me harté. Yo sabía lo que pasaba; lo sabía desde la noche anterior en la que no había podido dormir, solo que había decidido ignorarlo. Había algo en mi garganta que me estaba haciendo la vida insoportable.

Seamos francos y honestos: ¿cuántos tenemos cosas que queremos gritar  a los cuatro vientos pero no lo hacemos por convencionalismos, chantajes emocionales o incluso miedos? Para no herir a las personas, pobrecillas, o para que no se afecte la imagen que tienen de nosotros. ¿Cuántos imbéciles conocemos cada día y no le decimos nada porque nuestros padres nos enseñaron a ocultar nuestros pensamientos más radicales? ¿Cuántos tenemos mal sexo solo porque nos da pena decir: “es aquí donde tienes que tocar”? ¿Cuántos de nosotros tenemos trabajos de mierda, que pudieran ser mejores, y nos limitamos a acatar sus horarios y reglas sin decir nada, fingiendo con nosotros mismos que somos nosotros los que no servimos para ellos?

Hay cosas que viven en nuestras gargantas y nos van consumiendo lentamente, hasta llegar a puntos de enajenación total, ira ciega o incluso, mala fijación del acondicionador de cabello. Son cosas que sabemos, de las que nadie tiene que convencernos de lo contrario, cosas que están ahí y que nos consumen desde dentro por no tener los cojones de lanzarlas fuera (perdonen mi crudeza, es que me apasiono).

Harto de aguantar tanta mierda puse el puto cepillo en un costado del lavamanos y me dirigí con mi pelo aterrador hacia la computadora. La abrí y le escribí un correo digno de un Pulitzer al imbécil acusador. Le dije de todo. Eso sí, ni una sola palabra que no fuera cierta: le dije que era un cretino que no tenía la capacidad de aceptar su vida de la forma que era, que su autoestima era baja y que YO no era el responsable de eso, sino él mismo. Al final le dije que se sintiera libre de ignorarme por el resto de su vida y que no dudara en hablar mal de mí con todo el mundo si eso lo hacía feliz. Unos minutos después recibí otro correo en el que se me decían miles de ofensas que no diré aquí por pudor. Pero no importaba, ya mi pelo era el de siempre y mi herida del cuello había dejado de sangrar. Ya era yo de nuevo. Para el momento en que cerraba la tapa de la laptop se podía decir que era un hombre feliz.

Dormí como un bebé. Al despertarme al día siguiente, sintiéndome como si hubiese descansado por años, salí a dar un paseo matutino. Había una hermosa ardilla en mi camino que juro que me saludó, el vagabundo del día anterior me trató con respeto llamándome “Mister”, y el que repartía papeles de promociones de viaje me dio uno para Vancouver. Pero me faltaba alguien. Así que esperé y lo busqué. Allí estaba, en el mismo lugar que el día anterior y con el mismo mal carácter: el perro canela. Lo miré de frente, con la cara que pongo cuando no tengo nada viviendo en mi garganta y que me hace ser alguien casi invencible. Él levantó su agresiva cara, me miró y…

Escribo esto en un hermoso puerto, justo al lado del Circo del Sol, con un hermoso perro canela que ahora es mi amigo a pesar de que nuestro inicio fue duro. Su dueña está sentada a unos metros de nosotros, pero me lo prestó por lo bien que nos llevamos e imagino que por agradecimiento por no denunciar lo del día anterior. Acabo de mandar algunos correos aclarando que aunque yo tenga un carácter feliz, eso no quiere decir que sea un irresponsable, así que nadie se atreva a decirlo de nuevo o me molestaré en serio.

Justo cuando le paso la mano al hermoso Canelo (no se llama así, pero bueno…) me pongo a reflexionar. Y es que las cosas que viven en nuestra garganta no solo viven ahí, sino también, y más que nada, en nuestros corazones, y nos van consumiendo lentamente. No nos dejan ser felices y hacen que hasta las abejas lo noten. Hay que soltarlas y dejar que el universo se encargue de ellas. No hay que decírselas siempre a la persona responsable (aunque es lo mejor) sino, ¿por qué no? a nuestros amigos, a desconocidos en las calles, a quien sea. Pero hay que soltarlas. ¿Tendrán solución? Poco importa: al decirlas, ya la mitad del problema se habrá ido. Y eso es más que suficiente.


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