viernes, 27 de abril de 2012

La promesa


(Romance en tres citas nocturnas)

Cita nocturna uno

Todo comenzó un sábado por la noche cuando me encontré a un ex en pleno Montreal. Lo dicho: están en todas partes. Es cierto que él vivía en Canadá desde hacía unos años y yo lo sabía, pero en Toronto, no aquí, y este no es el segundo país más grande del mundo por gusto. Pero bueno, ya saben cómo son los ex. De todas formas, a pesar de que no nos hablábamos, no pertenece a mi lista de ex novios más odiados, así que me dio hasta alegría verlo. En realidad, me alegré mucho. Nos besamos, abrazamos y reímos mientras nos actualizábamos acerca de nuestras respectivas situaciones migratorias. Entonces procedió a presentarme al grupo de amigos con el que andaba, quienes nos miraban divertidos al vernos gritando en el medio de la calle “¿Y tú qué haces aquí?” en español.  Y fue ahí donde lo conocí.

Se llamaba Laurent. Algunos de mis lectores se sentirán sorprendidos al oír este nombre, pero en la cita nocturna número dos explicaré por qué le puse así. Pero a este, a pesar de que era más alto que yo y que el otro Laurent en el que puedan estar pensando, lo llamaremos como siempre lo recuerdo en mi cabeza: “el pequeño Laurent”. Andaba en el grupo de mi ex. Desde que le di la mano, no pude evitar notar que me miraba con interés. Con esa sonrisa típica de aquel que no pretende ni mucho menos ocultar que está interesado en ti y que provoca que uno se desconcierte y siga dándole la mano indefinidamente hasta que tu ex te dice bajito que también tienes que saludar a los demás. Si hubiese más personas así, el mundo sería muchísimo más excitante. Alto, de pelo negro algo largo, y un poco achinado. Probablemente de ascendencia inuit (decir “esquimal” está muy mal visto). De todas formas, obviamente mezclado con blanco. Muy bonito, en realidad.

Decidimos entrar todos a la discoteca que teníamos en frente. Sky. Mi ex y yo entramos de la mano y bailamos juntos mientras los otros nos miraban. Todos eran anglófonos a excepción de Laurent, quien era del propio Montreal. En realidad, era amigo de los amigos de mi ex, no de este, así que tampoco se conocían bien. Al enterarme de esto, le hice saber al pequeño Laurent, con una mirada que solo yo sé poner, que mi ex y yo no éramos nada. No fuera a ser que nuestras conversaciones en español y algo de afecto carnal lo hubiesen trocado. De todas formas, él seguía mirándome divertido, con la cara de quien no sabe lo que es un obstáculo.

Quince minutos después nos fuimos hasta la azotea de Sky. Sky tiene tres pisos, con cuatro discotecas en total, y en la azotea tiene una especie de bar al aire libre muy acogedor. Él y yo nos sentamos frente a frente pero no empezamos a hablar inmediatamente, sino que nos mezclamos en las conversaciones de los demás mientras nos mirábamos de reojo y nos sonreíamos. Hasta que lo miré fijo y le dije: “Hola”, dejando que los demás siguieran conversando por su lado. Él se acercó hacia delante, respondió con otro “Hola” y se quedó sonriendo en mi dirección.

Me encantaba. Ya saben cómo soy. Alguien empezó a pagar rondas de tequila para todos. Con el primer tequila aún quemándome el esófago, le pregunté: “¿Qué edad tienes?”. “23”. “¿Y tú?”. “28”. “No, no tienes 28”, dijo sonriente. “Tienes muchos menos”. Amo estos momentos. En realidad parecíamos de la misma edad. Luego averigüé que era estudiante de cuarto año de medicina, montrealense de nacimiento y perteneciente, a juzgar por la ropa, a la clase media superior o quizás alta. Estaba allí por sus amigos, los que venían de visita de Toronto junto a mi ex, ya que obviamente Sky no era el tipo de sitio que frecuentaba con su elegante camisa blanca y su hermoso reloj de futuro médico millonario. 

Para el tercer tequila, ya hablábamos de todo. Debido a la música había que gritar un poco o de lo contrario no se oía muy bien. Gracias a una conversación que empezaron los otros, él gritó que quería tener cuatro hijos. Yo me eché a reír a carcajadas. “¡¿Cuatro?! ¿De dónde vas a sacar tantos niños?”, grité y se rió. “¡Eso es lo que quiero! ¡Dos hembras y dos varones!”. “¡Ya se te quitará cuando seas mayor!”, grité, pragmático. “¡No, no se me quitará!”, gritó sonriendo. Por ingenuo que me pareciera su comentario, cualquier frase era buena para atacar, así que ahí mismo lo hice. “¡Pero para tener tantos niños primero te hace falta un novio!”, grité. “¡Ya tengo un novio!”, grito inmediatamente, como si fuese la frase más normal del mundo.

¿Un novio? ¿Cómo que un novio? ¿Y ese novio? ¡Oh, no! ¡No es justo: estaba destinado para mí! ¡No paraba de mirarme descaradamente! ¿Es que hay alguien fiel en este mundo todavía? Tengo que decir que yo soy un admirador ferviente de la fidelidad. Eso no quiere decir que no intente acostarme con ellos, pero de todas formas me gusta que les sean fieles a los novios. Bueno, en realidad en este caso hubiese preferido que no hubiera habido ningún novio. Mi cara cambió radicalmente. Él lo notó. Mi ex cogió un poco de la sal destinada para el tequila y me la echó en la herida, diciendo: “Los educaditos son los peores”.

Mi ex estaba algo celoso. Si se le pregunta, él lo negará, pero lo estaba. Además, estaba un tanto borracho y él ya es de por sí algo loco sin estarlo. Un tiempo después, mientras yo aún no me secaba del cubo de agua fría que me había caído encima, él me miraba serio como invitándome a hablar del asunto, así que aproveché la siguiente ronda de tequila para gritarle, como si fuera la cosa más natural del mundo: “¡¿Y engañas a tu novio con frecuencia?!”. “¡Nunca!”, gritó con toda naturalidad. Entonces se acercó y me dijo a diez centímetros de distancia y sin gritar: “Tú serías el primero”.

Cuando yo no había tenido tiempo todavía de reaccionar ante estas controvertidas - y excitantes - palabras, mi ex se acercó y dijo en nuestra lengua materna: “Sí, claro, con ese cuento a otro”. Lo miré con odio por interrumpir mi momento de estupor y le dije: “¿No estabas conversando con los demás?”. Al apartarse, Laurent puso cara de intrigado. “¿Qué dijo?” “Nada, no te preocupes”, le contesté. “¡¿Se supone que yo crea eso?!”, dije, retomando el tema que me interesaba y gritando de nuevo ya que había vuelto a su posición anterior. “¡Claro. No tengo que mentirte; casi ni te conozco!”, gritó.

Por supuesto que no lo creí, por mucho que me hubiese gustado hacerlo. Pero, fuera como fuera, sus palabras me habían emocionado. Tanto que me habían provocado una erección. Yo no soy de tener erecciones a donde quiera que vaya, pero si alguien me dice cosas como esas tan directas y emocionantes, de las que provocan que se ericen los pelos de la nuca, pues puede que recuerde que la impotencia no es uno de mis defectos. Pues cuando uno tiene una erección, solo hay algo que se puede hacer.

“¡Tengo una erección!”, le grité. Se rió y me gritó: “¿Justo aquí?”, a lo que contesté encogiéndome de hombros. Entonces agregó: “¡Solo espero que sea por mí!”. “¡Es por ti!”, asentí. Gritábamos como si habláramos de tenis, pero de todas formas nadie nos oía. “¡Si no estuviéramos en frente de todo el mundo, me paraba y te besaba!”, gritó. Un segundo después me levanté y por encima de la mesa lo besé…en frente de todo el mundo. Si él podía romper reglas, pues yo también. Sus amigos fingieron que no habían visto nada y siguieron conversando. Cuando me senté de nuevo, gritó sonriente: “¡Ahora yo también tengo una erección!”. “¡Son como los bostezos!”, grité, “¡se pegan!”. Ambos nos reímos.

Alguien a mi lado nos miraba con odio. Mi ex. Obviamente a él no se le había pegado ninguna erección. “Me voy a dar una vuelta”, dijo y se fue. “¡¿Cuál es su problema?!”, gritó Laurent. “¡No lo sé!”, mentí indiferente, poco antes de volverle a sonreír.

No mucho tiempo después, mientras ya cerraban el bar, aproveché cuando nos parábamos y lo volví a besar, ahora con mucho más detalle. Seguimos haciéndolo por todas las escaleras y continuamos ya en la calle, en medio de toda la gente que salía de las cuatro discotecas de Sky. En un breve momento de separación de ambas bocas, me dijo sonriente: “No estoy muy seguro de que tenga permitido hacer esto. Soy un hombre comprometido”. “¿Comprometido?”, dije, “¿te vas a casar?”. Asintió con la cabeza y me enseñó un anillo en el dedo. “¡Oh, sí, claro, con el padre de los cuatro niños!”, dije. El sonrió, resignado ante mi ironía. “Bueno, pero todavía falta para eso”, dije y lo arrastré hacia una calle lateral en la que procedimos a seguir besándonos y quizás algo más.

Pasó la policía. Nos controlamos y regresamos con los demás. “Dame tu teléfono”, dijo besándome. “No tengo teléfono, soy pobre”, dije besándolo. “Entonces, ¿cómo te contacto?”, preguntó, aún besándome. “Estoy aquí ahora”, dije, curiosamente aún besándolo. “Hay un parque fabuloso a dos cuadras de mi casa”, dijo. “Eso suena bien”, dije sin separar mi boca de la de él.

“¿Hasta cuándo es esto?”, preguntó alguien al lado nuestro. Todos los besos se detuvieron. Mi ex, naturalmente, aún más borracho. “¿Por qué hablas en español?”, le dijo el pequeño Laurent. “Sí, ya deja de hacerlo”, dije. “I want you to go to my hotel and fuck me”, dijo mi querido ex. Ahí maldije el momento en que impedí que siguiera hablando en español. “¿Qué?”, dije yo (en español). Laurent se apartó de mí. “Creo que es mejor que me vaya”, dijo. “¡No, no, no, no!”, grité yo, mirando alternadamente a Laurent y a mi ex e intentando darle un sentido a todo aquello. “Vamos a tu parque”, insistí. “No, es mejor que no, ya es muy tarde”, dijo, casi avergonzado. “Este es mi teléfono. Llámame”.

Yo lo miré, resignado. Aún con el papel en la mano, le grité mientras lo veía partir “¿En cualquier momento?”. No quería que tuviera problemas con el futuro padre de sus hijos. El me miró en la distancia y respondió: “Sí, cuando quieras”.

Al verlo desaparecer, me viré hacia el alcohólico. “¿Qué fue eso?”, pregunté. “No sé, creo que estoy borracho”, dijo mi ex. Lo miré, primero molesto, luego resignado. “Dale, vamos a ese hotel, ya es muy tarde y no puedo regresar a la casa donde vivo”. Diciendo esto, lo cogí por la cintura y lo ayudé a caminar. “Y no habrá ningún “fuck”, ¿ok?” “Ok”, dijo sonriente. “Me alegro de haberte visto de nuevo”, dijo, luego de dar algunos pasos. “Sí, yo también”, respondí mientras le sacudía el pelo con una mano.


Cita nocturna dos

Nuestra segunda cita fue dos días después, el lunes, en circunstancias completamente diferentes. Era la noche de uno de los días más intensos de mi vida, contados ya en este blog en un vibrante post en dos partes titulado “El Sr. Inaccesible y los días de lujuria”, que si usted no ha leído se lo recomiendo, y cuyo conocimiento es vital para entender el resto de mi historia con el pequeño Laurent.

Pues en la noche en que Laurent (el Sr. Inaccesible) y yo fuimos al Second Cup a revisar nuestros correos y nos separamos por unas horas para que él recibiera a un cliente en su casa, concerté mi segunda cita con el pequeño Laurent. Ambos se llamaban igual. Cuando el Sr. Inaccesible entró a mi cuarto de la sauna y me dijo su nombre, justo antes de traquearme los dedos y cambiarme la vida, fue lo primero que me llamó la atención. Eran muy diferentes - en casi todo - pero se llamaban igual y aparecían en mi vida justo al mismo tiempo. Es por eso que no podía ponerle otro nombre ahora, tenía que ser el mismo, para que ustedes también compartieran mi confusión de aquellos días.

Pues al día siguiente de mi primera cita con el pequeño Laurent, lo llamé y le di mi correo electrónico para estar comunicados. Así que justo cuando lo revisaba en aquel Second Cup, a la espera de la confirmación de la cita del otro Laurent, vi un mensaje de él y lo contesté. Me respondió a los dos minutos, lo cual quería decir que estaba en línea, así que lo busqué en el chat y conversamos un poco. No sé qué llegó primero: si la noticia de la cita laboral de Laurent o la invitación del pequeño Laurent a vernos esa noche a tomar cervezas. Lo que sí sé es que ambas llegaron, así que me pareció que lo mejor que podía hacer era decir que sí.

En lo que puede considerarse como otra bien extraña coincidencia, el pequeño Laurent vivía a solo cinco cuadras de allí. Podía estar en cualquier parte de la ciudad, pero estaba a solo cinco cuadras. Al saber esto, pues me pareció aún más lógico tener una cita con él. De todas formas, yo tenía que esperar en el Second Cup hasta que Laurent terminara. El pequeño Laurent me propuso irme a recoger al Second Cup, invitación que lógicamente rechacé. Ya era bastante extraño todo como para tenerlos a ambos además coincidiendo en el mismo espacio.

Pues después que el Sr. Inaccesible tuviera su mini ataque solapado a causa de mi cita, salí y caminé hasta la esquina. Él llegó, unos cinco minutos después, luciendo tan limpio y arregladito como era de esperar. Yo tenía la pinta de refugiado político que por alguna razón el otro Laurent me había impuesto. Me invitó a un ruidoso y alegre bar cercano, en el que, no me pregunten la causa, había anuncios de Havana Club por todas partes.

Pero mi día no había ocurrido por gusto. Había dejado una marca en mí que no se podía ignorar. Así que le conté todo al pequeño Laurent. Empecé a hablar y no paré. La sauna, el Sr. Inaccesible, la droga, las lágrimas en la lluvia, el cliente de Laurent, todo. No oculté nada. Todo era tan intenso, que el ocultarlo y fingir que me sentía como hacía dos días, solo me hubiese hecho sentir más miserable. Lo conté molesto, casi con ira. No me detuve ahí y seguí hablando de mí mismo, de mi regreso a Cuba, de mi vida sin objetivo ni propósito que el Sr. Inaccesible se había encargado de cuestionar en tan solo un día.

El pequeño Laurent me miró serio y maduro. No dijo nada, solo escuchó. Ni siquiera recuerdo que haya reaccionado ante algunas de las cosas más fuertes, ni ante el hecho de que mi cita con él estaba justo en el medio de más encuentros con el Sr. Inaccesible. Solo me miraba y escuchaba. Al terminar mi largo monólogo, terminé la cerveza que tenía en frente, me pasé la mano por la cara y lo miré. “¿Qué?”, le pregunté. Era una invitación a opinar.

No dijo nada del hombre que compartía su nombre. Sin saberlo, le había contado otra cosa que para él en ese momento fue aún más importante. “No sabía que regresabas a Cuba”, dijo. “Sí, en dos semanas”. Nos quedamos mirándonos sin decir nada.

En algún momento alguien hizo alusión a nuestros besos anteriores. Entonces él dijo algo como: “Eso fue un error, no debí haber provocado nada, discúlpame”. Ya no era para nada el pequeño Laurent de hacía dos días. Su cara decidida a estar conmigo no estaba por ninguna parte. Solo estaba ahí sentado conmigo, oyendo mis historias como si fuera mi amigo.

Su frase me molestó. Entonces, aprovechando mi ira por otras cosas, la cogí con él. “¿Por qué me coqueteabas todo el tiempo si no pretendías engañar a tu novio?” La pregunta del millón. “¿Por qué coqueteabas tú conmigo si pretendías irte en dos semanas?”La respuesta del millón. No supe qué decir, así que opté por no decir nada. En realidad, era muy rara su actitud. ¿No sería en serio eso de que nunca había engañado al novio? No, probablemente mi ex tenía razón en eso. Pero entonces, ¿por qué darle tanta importancia a mi partida?

Decidí investigar y hablar sobre el novio. Me dijo que había estado en la noche de Sky. Yo me asombré. Aparentemente, cuando mi ex me los presentó a todos, él estaba ahí, pero al entrar a Sky ya se había ido. Como yo solo me fijé en Laurent, pues ni me acuerdo. Aunque creo que recuerdo a otro alto y fortachón que estaba a su lado. Espero que mi memoria me traicione.

Le pregunté qué clase de relación tenían. Él me dijo que una en la que primaba la sinceridad. El novio, por ejemplo, sabía que él estaba ahí ahora conmigo. Ese futuro matrimonio era muy raro. Pero él insistió en que nada pasaría entre nosotros, así que el novio no tenía nada de qué preocuparse. Yo me molesté ante eso y le dije: “Si yo no te hubiese contado lo de Laurent o te habría dicho que regresaba a Cuba, ¿seguiría con la misma actitud?”. “Sí”, mintió. “¿Le contaste que te besaste conmigo (y quizás algo más)?”. “No”, dijo. Aparentemente, que la sinceridad primara en su relación, no quería decir que fuera en un 100%.

“Quédate”, dijo de pronto. “Aquí podrías tener un trabajo inmediatamente”. “No se trata de eso. Hay muchas otras cosas”, dije. “Al final tienes que pensar en ti”, dijo. Entonces fui agresivo: “¿Qué? ¿Si me quedo algunos de tus hijos serán míos?”. No contestó. Solo me miró triste. ¿Qué pasaba por la cabeza del pequeño Laurent?

Debo hacer un paréntesis para decirles qué pasaba por la mía. No soy la clase de hombre que está acostumbrado a no tener nada que ofrecer. En mi tierra natal, me he creado la suficiente infraestructura como para decirle a alguien: “Este soy yo y esto es lo que tengo. No soy rico pero tengo casa y trabajo. Si tú tienes más que yo, pues perfecto, lo aprovechamos los dos, pero yo siempre tendré lo mío. Así que tómalo o déjalo”. Esta clase de pensamiento me hacen ser quién soy: puedo opinar de lo que me dé la gana, gritar y tirar las cosas cuando me dé la gana, lo que sea. Como debe ser. Muchos de mis coterráneos no comparten esta sensación. Siempre están soñando con que venga un millonario y se los lleve. Eso suena muy bien, pero si alguien te lo paga todo, pues tu opinión siempre va a estar sometida a esa situación. No intenten engañarse, es así. Por supuesto que después también uno puede gritarle al millonario y tener un lugar en la relación, pero al final siempre va a depender de la tolerancia del otro, en alguna u otra medida.

Pero cuando el primer y el tercero mundo chocan, no importa cuánta infraestructura hayas tenido en el tuyo, los del tercero no tenemos absolutamente nada que ofrecer. Nos queda ser buenos amantes, ser entretenidos, etcétera, pero nada más. Y no estoy acostumbrado. En serio no lo estoy. Y mucho menos con el pequeño Laurent, quien me gustaba en serio. Él vive con el otro, estudian medicina los dos, tienen un apartamento juntos, un carro, un viaje en dos días a Portugal, se van a casar… ¿Qué tengo yo para poder decir: “Acuéstate conmigo y olvídate de tu novio. Cásate conmigo y tengamos todos esos hijos”? Pues absolutamente nada. Yo no era más que un turista que se iba en 15 días, sin trabajo, dinero, futuro, ni siquiera licencia de conducción. Me sentía como que no podía opinar. Y si yo no puedo opinar en algo pues mejor no participo.

Con todos estos pensamientos en la cabeza logré incluso olvidarme por un momento del Sr. Inaccesible y pensar en el Laurent que tenía en frente. Tanto fue así que debía regresar a las 3:30 am con el otro y no regresé hasta las 5. Al salir de aquel bar dije que tenía hambre. No era un día en el que hubiese comido mucho. Entonces él sugirió una “poutine”. La poutine es el plato insigne de Montreal. Son como unas papas fritas con salsa grasosa. Las hay desde 3 dólares hasta 40. Yo, contrario a la mayoría de los cubanos que viven en la ciudad, soy fan a la poutine. Me comía una todos los días. Ahora mismo pienso en ella y me vuelvo loco.

De camino a alguna cafetería que abriera las 24 horas, intenté besarlo a la fuerza. Fui gentilmente rechazado, por lo cual no insistí. Así que, sentados en aquel restaurante del Plateau Mont Royal, frente a nuestras poutines (que él pagó) me di cuenta que era la despedida. Ya supuestamente no teníamos nada más que hacer juntos, y para colmo él en dos días se iba para Portugal con el novio y cuando regresaran ya yo estaría en Cuba.

Al terminar, caminamos hasta una calle que nos dejaba a medio camino de la casa de ambos. Bueno, a él de su casa y a mí de casa del otro Laurent. “¿Y si me quedo?”, le dije, muchísimo más calmado. Si algún cubano dice que no ha considerado el quedarse en alguna parte, pues está diciendo mentiras: todos lo hemos hecho. “Quédate”, me dijo casi sin pensarlo. “Hazlo”. Era un “Si te quedas, podré pensar, pero estoy negado a considerar algo por alguien que no estará aquí en dos semanas y me dejará solo con la culpa”. Y ahí le creí que quizás no engañaba al novio. Quizás no era cierto, pero por lo menos ahora sí parecía alguien que lo hacía por primera vez. Le sonreí con cara de “Era solo una idea, no creo que lo haga”.

Entonces pasaron unos anormales en un carro y gritaron al vernos hablando tan cerca: “¡Maricones!” Yo pensé que esos atrasos solo pasaban en Cuba. Pero no, en la Tierra Prometida también pasan. Él puso cara de “Qué vergüenza contigo”. Pero yo, acostumbrado a mi querido país natal, me toqué el paquete y le grité a los cretinos: “¡Ven, chúpamela y verás como a ti también te interesa serlo!” No sabía que podía ser tan vulgar en francés, pero parece que sí. Ellos tocaron el claxon en la distancia.

El pequeño Laurent se rió. “Buena respuesta”, dijo. Yo puse la misma cara de satisfacción y modestia que pongo cuando alguien me dice que le gusta mi blog. “Ahora no puedo dejar de pensar en eso”, dijo riendo. “¿En qué? ¿En chupármela?”, dije, coqueto. Él, por toda respuesta, sonrió. Ahí estaba: el pequeño Laurent de hacía dos días. Yo puse mi mejor cara de “Pues aquí está, un poco más abajo de mi pelvis”. El mismo Raúl de toda la vida. Él se rió y me tocó. Pero no el paquete, sino la mejilla. Se acercó y me dio un beso. En la boca.

“Ten cuidado con ese tipo”, dijo. Fue la primera y última vez que se refirió a su tocayo. “Mañana, si quieres (ahora mismo cierro los ojos y oigo su tono de voz diciendo las palabras “si quieres”) estaré en la azotea de Sky con unos amigos a eso de las 8.”

¿No se suponía que fuera el final? Pues no lo sé. Pero al verlo irse, algo me dijo que no. Uno sabe cuando está hablando con alguien por última vez. Así, mirándolo irse, regresé a casa del Sr. Inaccesible.


Cita nocturna tres

Nuestra tercera cita fue al día siguiente, el martes, aunque bien pudiera considerarse técnicamente como el mismo día ya que nos habíamos separado a las cinco de la mañana. Y si algo podría calificar a esta cita, fue la sorpresa.

Para empezar nunca pensé volverlo a ver. Y especialmente no aquel día. En ese día en que me había despedido del Sr. Inaccesible y su bicicleta roja, había llorado por media cuadra por el Plateau Mont Royal y había comenzado a escribir en aquel Second Cup la primera parte de mis experiencias con Laurent.

Serían las once de la noche y yo estaba en un Amir del Village, a donde había ido a comer algo, después de haberme pasado como cinco horas escribiendo en el Second Cup. Amir es una cadena de comida libanesa. Hay un restaurante en cada cuadra. Cuando terminé de comer, revisé mi correo, casi como un autómata. Había un mensaje, enviado desde el celular del pequeño Laurent unas dos horas antes, que decía: “¿Entonces, no vienes?”

No había olvidado que estaba en Sky, pero nunca había considerado la opción real de ir. Ya en mi cabeza me había despedido de él. Y después de la despedida del Sr. Inaccesible, pues me parecía que no había lugar para otros pensamientos en mi cabeza.

Sin embargo fui. Estaba muy cerca, además. Y así comenzó una cita que en muchos modos bien puede catalogarse de perfecta. Cuando subí a la azotea de Sky ya no quedaba nadie. Solo tres personas. Como era martes, cerraban a eso de las doce. Cuando ya me iba, convencido de que había leído el correo demasiado tarde y considerándolo como una señal de que debía irme a casa, una muchacha me gritó. Borracha, me dijo algo como que estaba enamorada de mí. Yo le sonreí con cara de “Muy bonito todo, pero ahora no necesito esto”. Entonces, cuando ya me iba, el muchacho a su lado, se volteó y me dijo: “Viniste”.

Era Laurent. Se había cortado el pelo y había una sola palabra para describirlo: espectacular. Ahí estaba: alto, peinadito, con una hermosa camisa, una sonrisa en su rostro y oliendo bien. No me di cuenta de lo  mal que me sentía hasta que lo vi. Su visión, completamente inesperada, me deslumbró. “Te pelaste”, dije. “Sí, ¿me queda bien?”. ¿Estaba bromeando? Parecía un modelo. La muchacha borracha le dijo: “Ah, este es a quien esperabas” y sonrió. Yo no supe qué pensar. ¿Les estaba contando a sus amigos sobre mí? No tenía mucho sentido. Y agregó, mirándome y diciéndome en tono de complicidad: “Está loco contigo”.

“¿Estás loco conmigo?”, pregunté sonriente. “Pensé que eso nunca se había puesto en duda”, dijo. Sonreí. “¿Cómo estás?, me preguntó. “No creo que sepa cómo contestar”, dije. Y él hizo lo que tenía que hacer: me acercó la cabeza a su pecho y me abrazó. Sentí que, después de todo lo que había experimentado ese día, aquello era como una especie de curación. Sentí el contacto de su pecho a través de la camisa y pensé que podía quedarme ahí por el resto de mi recuperación.

“Nos vamos a Mado”, dijo, cuando el camarero hizo una señal de que ya debíamos irnos. “No sé si me siento muy…” “No es una propuesta, es una información”, me dijo. Entonces, me tomó por una mano y me sacó de allí. Su mano en mi mano me dio fuerzas. Sentía que cada vez que me tocaba era lo único que me podía hacer olvidar el resto de mi día/vida.

En el camino, con su bicicleta en una mano, me dijo que en realidad no conocía ni a la muchacha ni a su acompañante. Que se había quedado solo esperándome luego que sus amigos se habían ido y ellos estaban allí y se habían conocido. Aquello tenía mucho más sentido. Así que dejé de sentirme culpable y me dediqué, al igual que él, a fingir que éramos novios. No hablamos de absolutamente nada. Solo fingíamos que estábamos en el medio de la nada y nadie nos miraba.

Mado es un bar de transformistas. Uno de los más famosos de toda Canadá y América del Norte. Y ahí estábamos, como novios. De la mano, abrazados, sin despegarnos en ningún momento ni mirar para el lado. Como si estuviésemos solos. Con mi cabeza en su pecho cada vez que podía. Yo me sentía increíblemente tranquilo. Raro, pero tranquilo. Hay que recordar que todavía habría algo de droga en mi organismo.

Después de unas dos horas nos fuimos a un restaurante justo enfrente (donde curiosamente mi ex y yo habíamos desayunado dos días atrás). Al salir de este, buscamos su bicicleta. Entonces, no sé cómo, empezamos a besarnos lujuriosamente en el medio de la calle. Justo en el medio de la Ste. Catherine. No con esa lujuria de la primera cita, sino con esa que viene después que uno se ha sentido mal y usa la carnalidad como medicamento. Una lujuria muy honesta.

Cuando me di cuenta estaba montado en la parte atrás de la bicicleta sintiéndome más feliz que Amélie. Me abrazaba a él y no pensaba en nada. Ni en el Sr. Inaccesible, ni en mi retorno a Cuba, ni en la boda del pequeño Laurent. En nada. Estaba curándome.

Terminamos en el parque de La Fontaine. El mismo del cual había llamado a Laurent la noche anterior cuando no oía que tocaba el timbre. Pero del otro lado completamente, como para no dar ni idea de que estaba en el mismo lugar (es un parque con un lago y todo, así que podrán imaginarse sus dimensiones).

Es un parque maravilloso de noche. Está el lago, colinas de un césped bien cortados, los ruidos de la calle en la distancia y ni la sombra de un ser humano. Unos minutos después era la bicicleta tirada por un lado y dos hombres que retozaban de un lado a otro en el césped.

Entonces vino la policía. La vimos en la distancia cuando estaba por el lago. Era un carro inmenso que se movía por dentro del parque como si fuese un caballo. Nos hicimos los chivos con tontera. Nos separamos un poco y solo nos quedamos uno al lado del otro, como si fuésemos novios vírgenes. Al llegar el carro, pusimos caras inocentes. El policía nos saludó y nos dijo: “Lo siento, a esta hora no están permitidas las personas en el parque”. Obviamente para que la gente no haga lo que el pequeño Laurent y yo estábamos a punto de hacer. Pusimos nuestra mejor cara de ignorancia del asunto, agradecimos y nos fuimos. Todo muy civilizado.

Entonces Laurent sugirió el mismo parque de la otra vez. El famoso parque de por su casa. Ese sí era un parque pequeño y no tenía un policía que lo vigilara. Acepté. Y en nuestros dos kilómetros de camino con la bicicleta en la mano, hice algo que jamás he hecho. Metí una mano en su bolsillo trasero y la dejé ahí el resto del camino. Siempre he criticado a la gente que hace eso en la calle. Es como “Este culo es mío y lo voy a sacar a pasear”. Pero ahora lo hice. Por supuesto, sin las connotaciones vulgares que siempre he criticado. Fue simplemente divertido. Él me miró y sonrió con una cara de “No me toques el culo/tócame el culo”. Así por ocho cuadras.

Al llegar al parque, pude comprobar que no era tan pequeño. Por supuesto, no era como el de La Fontaine, pero así y todo tendría como tres manzanas cuadradas. Después de mucho caminar, llegamos a un estadio en el medio. Uno grande y apagado. Estaba cerrado pero las gradas estaban fuera. Gradas como las de las películas americanas.

Ambos sabíamos lo que íbamos a hacer allí. No lo habíamos hablado, pero lo habíamos planeado. No había necesidad de decir nada, así que nada dijimos cuando nos metimos en la oscuridad de abajo de las gradas. Unos segundos después, estaba la bicicleta recostada a las gradas y dos hombres haciendo de todo debajo de ellas.

Nunca pensé hacerlo con el pequeño Laurent. Al menos no en la tierra debajo de una grada y no en un día en el que me había sentido tan mal. Además no nos estábamos limitando a simples jueguitos. Estábamos haciendo de todo.

Y de pronto, nuestra idílica tercera cita sin problemas, en un segundo voló en pedazos. De pronto paró. Él. Paró y se sentó. Yo me quedé con cara sin saber qué hacer. Tengo que salvar mi honra y decir que no estoy para nada acostumbrado a cosas como esas. 

“¿Qué pasa?”, dije agitado. Él me miró y me dijo: “No creo que pueda hacerlo. Me siento…culpable”. Sentí como si hubiesen hecho un ranking con los 7000 millones de personas que hay en el mundo y yo hubiese quedado en los últimos diez. La brecha que me separaba del pequeño Laurent – nuestras diferencias económicas y sociales – la cual se había acortado tanto en aquella cita y mucho más al tener sexo, estaba de nuevo abierta, y ahora mucho más que antes. Lo sentí tan lejos de mí, tan inaccesible a su manera, tanto como su tocayo a la suya.

“¡No, no, no!” dije yo. “Ahora terminas, si te vas a sentir culpable, pues lo vas a hacer por hacer algo real.” Quizás no fueron las mejores palabras pero repito que no sé muy bien qué decir en casos como este. Pero no había nada que hacer. Ya era demasiado tarde. Para cuando me di cuenta estaba yo sentado en el piso oscuro de abajo de las gradas preguntándome qué había pasado y él estaba justo del otro lado, sentado sobre estas como si mirara un juego de pelota inexistente.

Después de un rato, me senté a su lado y, mirando también al juego de pelota inexistente, le dije calmadamente:” ¿Qué rayos fue eso?”. “No pude hacerlo”, dijo, aún sin mirarme. “Pensé que podía hacerlo, pero no pude”. Parece que sí quedaba alguien fiel en el mundo, después de todo. “Casarme me da miedo”, siguió. “Es como si después… no hubiera nada más”. Y de alguna forma, lo entendí. Lo entendí todo.

Entonces dejamos de mirar al juego inexistente y nos miramos. “Lo siento”, dijo. Yo quise contestar que estaba bien, pero no dije nada. Estaba destrozado. Esto el mismo día que el Sr. Inaccesible era demasiado. Y para colmo justo cuando creía que me estaba recuperando. Demasiado. Lo he contado con nueve meses de diferencia, para evitarles confusiones a ustedes, pero todo ocurrió en los mismos dos días. Demasiado para este pobre turista sin licencia de conducción.

“Vámonos”, dije. Cogimos la bicicleta y caminamos en silencio hasta la calle. Al llegar a esta me paré y lo dije. “Ve y cásate. Ten tus cuatro hijos y tu vida perfecta. Sé feliz. Esta no es la última vez que me verás. Un día te veré de nuevo. Pero no seré el mismo, tendré algo que ofrecerte y haré que te cuestiones tu matrimonio.” Todo dicho de una sola pieza.

Sonrió y me dijo: “¿Es una promesa?”. “Es una promesa”, le dije. Entonces me miró y asintió con la cabeza. Cogió la bicicleta y se fue. Al cruzar la calle me dijo, sin mirar atrás: “Bye”. Yo le respondí igual. Y ese último “bye” me traicionó. Se me rasgó la voz y apenas si llegué a la mitad de la palabra. Él se dio cuenta, se viró e hizo un gesto con la cara que quería decir “Lo siento”. Yo puse otro que quería decir: “Solo vete.”

Cuando empecé a caminar, me forcé a no llorar. Ni un llanto más en el Plateau Mont Royal por ese día. Tuve que hacer grandes esfuerzos, pero lo logré.

Quince minutos después estaba sentado en el parque de la Fontaine. En un banco pegado a la calle en el que se divisaba perfectamente el lago. Ahí, algo más resignado, con esa sensación de quien ya tuvo bastante y el corazón se niega a seguir sufriendo, me puse a pensar en mis últimos días. Tantas pasiones, tantas emociones, tantos Laurents. Sentí como si el día en que me encontré con mi ex hubiese sido muchos años atrás y no solamente hacía tres días.

Entonces me juré regresar algún día a la vida del pequeño Laurent. Con el Sr. Inaccesible quizás no pueda hacer nada, pero con este sí. Algún día un auto se detendrá frente a su puerta y seré yo. Con algo que ofrecer. No sé cómo lo haré, ni cuánto me tomará, ni siquiera sé qué es lo que tendré para ofrecer, pero sé que lo haré. Yo siempre cumplo mis promesas.

Así, con este pensamiento que me permitió volverme a sentir esperanzado por unos momentos, me levanté del banco y con un caminar algo inseguro me perdí en medio de la noche montrealense.

miércoles, 18 de abril de 2012

Aventuras y desventuras de un desempleado


Tanto aprender en esta vida para terminar no haciendo nada. Tanto estudiar, sacrificarme, exigir, para acabar siendo un desempleado.

Que conste que la palabra “desempleado” no empecé a usarla hasta hace unas semanas, cuando tuve que llenar unos papeles y hube de marcar la casilla “Empleo actual”. Ante las únicas dos opciones que me daban: “desempleado” y “ama de casa” y la imposibilidad de marcar la segunda, pues tuve que admitir la realidad y empezar a nombrarme a mí mismo como tal.

Pero lo cierto es que estoy tranquilo. El tiempo que antes invertía (gastaba) en calificar cientos de traducciones, ir a la escuela y llenar actas por un salario miserable, ahora lo empleo en pintarme las uñas (es una metáfora), acondicionarme el pelo y pensar en los días en que era canadiense. También escribo mi primera novela y le doy clases de inglés a dos de mis mejores amigos quienes me pagan el doble de lo que ganaba en la facultad. O sea: todo bien.

Pero ningún país es tan hipócrita en términos laborales como el nuestro. Ninguno. Aquí nadie trabaja por su salario, sino para complacer a los familiares o para tener acceso a Internet. Sin embargo, cuando alguien (en este caso el modesto y heroico bloguero) decide dejar de hacerlo y ser honesto, es rápidamente cuestionado.

Para tener un trabajo, uno de los dos siguientes requisitos han de cumplirse: o te pagan lo suficiente o tienes que tener realización profesional. Y yo no tenía ninguna de las dos. Nunca pensé en ganar un centavo en la universidad, eso es seguro, pero siempre pensé en superarme. Qué ingenuidad la mía: terminé frustrado y pobre.

Un día que alguien me sugirió que me quitara mi “gorrita” para dar clases, me di cuenta que no tenía ganas de quitarme absolutamente nada sin ninguna compensación que lo justificara. Así que renuncié. Y es que el problema es que yo nací capitalista. Soy extremadamente calculador, mi sangre es demasiado fría y las cosas las veo demasiado nítidas. Así que no hay ninguna gorrita quitada por veinte dólares al mes (que curiosamente fue lo mismo que costó la gorrita).

Pero así y todo, los demás no se acostumbran. La mejor parte de todas es cuando me preguntan de qué estoy viviendo ahora. ¿De veras? Cuando yo era estudiante y no tenía ni este peso cubano, nadie nunca me preguntó. Ni una sola vez me preguntaron “¿Comiste ayer?” o “¿Ese es el mismo pullover de hace tres años?”, pero ahora, que conozco cuanto negocio se puede hacer en este país conociendo dos idiomas (créanme, hay unos cuantos y otros los he inventado yo), pues la gente me pregunta de qué voy a vivir ahora que dejé el trabajo. Lo dicho: una hipocresía laboral de la que somos líderes en el mundo.

Ya ustedes saben lo mucho que me importa la opinión de los demás (ironía), pero así y todo, en ocasiones podrían intentar ser más coherentes. De todas formas, al margen del vulgo, decir que soy desempleado me da urticaria. Será mi mente capitalista que se resiste.

Además, la gente cercana a mí no ayuda. Mi familia se pasa la vida pidiendo cosas porque “yo no trabajo” y si digo que estoy escribiendo se ríen como diciendo “sí, claro”. Si el día de mañana mi libro se vende como Harry Potter, ya los verán por la televisión diciendo: “siempre tuvo mucho talento”, pero ahora, ninguno lo toma en serio.

Mi papá pregunta en su llamada telefónica semanal “si ya tengo trabajo”. Me recuerda cuando preguntaba “si ya tenía novia”. Pero bueno, confiemos en que, al igual que antes, se de cuenta un día que debe dejar de hacer esa pregunta.

Los amigos, ninguno de los cuales tiene un buen trabajo, dicen cosas como “mañana tengo que ir a trabajar” o “esta semana he tenido muchísimo trabajo”, cuando en realidad lo que quieren decir es “yo sí tengo un trabajo”. Yo los ignoro, por supuesto y los dejo que se ahoguen en sus “montañas” de trabajo sin sentido ni objetivo.

Cuando llegas a un lugar y dices que no trabajas, tu opinión no cuenta para nada. El otro día una muchachilla gritaba lo dura que eran sus clases de gramática española. Le dije que para mí no habían sido tan duras, pero me respondió algo como “Sí, es que tú no sabes de eso pero las de la universidad son muy difíciles”. La miré como King Kong miraría a un insecto, pero como  mi opinión desempleada no tenía ningún valor, opté por no contestarle (o abofetearla).

Pero lo cierto es que, por mucho que me moleste el término “desempleado”, no voy a trabajar más. Seré un vago lo que me queda de vida. O por lo menos, lo que la sociedad considera como un vago. O sea: ese tipo que no trabaja y tiene más dinero que los que lo hacen. Sí, creo que lo prefiero.

Pero entonces, de un momento a otro, algo surgió. El otro día me divertía mucho con unas muchachas que acababa de conocer cuando la inevitable pregunta “¿y tú qué haces en la vida?” surgió. Cuando iba a dar mi larga declaración de “bueno, pues yo estudié tal cosa y trabajé en tal más cual cosa pero lo dejé porque no me daba nada” y que concluía con las inevitables palabras “soy un desempleado”, otra respuesta muchísimo más fácil, corta e inesperada salió de mi boca: “soy escritor”.

No sé cómo pasó, pero salieron de mi boca. Y una vez dichas, estas palabras me parecieron excelentes. Al final de todo, tampoco estoy diciendo mentiras. Y entonces, todo el mundo sonrió. Estaba aceptado de nuevo en el mundo laboral. Ahora con un nuevo perfil “artístico”, pero aceptado de nuevo.

Así que creo que estoy de nuevo en el mercado. Por supuesto, tengo que seguir haciendo todas las otras cosas para poder comer, pero bueno, era lo mismo que hacía antes: un trabajo de mentira para decir en alta voz y doce escondidos que los demás no tienen por qué saber. Además, ahora puedo usar la gorrita justificadamente. Después de todo, soy digno hijo de un país a la vanguardia mundial de la hipocresía laboral.

“Hola, soy Raúl y soy escritor”. Sí: suena bien. Y así nada más, mis días de desempleado quedaron detrás.


Instagram