miércoles, 31 de agosto de 2011

En sus marcas, listos...


El inicio no fue precisamente bueno. Cuando mi familia decidió involucrarme en el mundo deportivo para mejorar mi cuestionable virilidad, escogieron el peor de los deportes para ello: el taekwondo. Yo odiaba aquello. Ir los martes y jueves a las 7 de la noche hasta aquel centro deportivo en medio de la calle 70 en Playa, a kilómetros de mi casa, a fajarme con negros, me parecía una locura. Me ponía a llorar y me fingía enfermo para no ir. Yo era el mediocre clásico: le ganaba a los más chiquitos y perdía con los más grandes. Pero gracias a mi gran padecimiento infantil de nariz sangrante, ya nadie quería pelear conmigo porque a la primera patada empezaba yo a sangrar y manchaba todo y a todos. De hecho, mi kimono era medio rojo y no blanco. Así que hubo que cambiarme de deporte. Nunca un niño con la cara llena de sangre fue tan feliz.

Y caí en el atletismo. En uno de los polígonos de mi propia escuela Ciudad Libertad, también los martes y los jueves, pero después de clases. Y a ese sí que le cogí el gusto. Después de someterme al tradicional heptalón juvenil que le aplican a los nuevos, me asignaron la especialidad que más le convenía a un niño rápido (pero no el más rápido) y con dos dedos de frente para contar sus pasos: los 60 con vallas. En pleno Período Especial, entrenar vallas era muy simpático, porque nunca las veías hasta el día de la competencia. Pero bueno, en casi todos los deportes era lo mismo. Gracias a las vallas desarrollé la capacidad, que aún mantengo, de saber con qué pie voy a pisar algo. Así, si voy a cruzar una calle, desde que pongo un pie en esta, ya sé con cuál de los dos voy a subir a la acera siguiente, así esté a 20 metros. Esto es muy útil para evitar charcos.

Ahí estuve dos años. En todo centro deportivo municipal siempre hay un niño mimado. Ese que todos saben que algún día será alguien en el mundo del deporte. En el mío era Yunior. Corredor desde 60 hasta 1500 metros, Yunior era el niño a derrotar en todas las competencias. Nunca tuve que perder con él porque no corría vallas, pero era difícil no conocer de la pasión que sentían por él todos los profesores. Curiosamente (con todo lo que lo mimaban), no era un mal niño. De hecho, era muy educadito y decente. Sin contar que tenía una técnica envidiable y era extremadamente rápido. Nunca nos hablamos en esos dos años a pesar de estar en la misma categoría de edad: yo no era muy popular y él siempre estaba para competencias.

Y así fue como en aquel año 93, en el campeonato provincial de atletismo, categoría 11-12 años, logré llegar en un meritorio (por lo menos para mí) 5to lugar en 60 con vallas y ser el primero de todos los de Marianao (curioso, nunca ganaba en los campeonatos de Marianao, pero en el provincial fui el mejor de todos), lo cual me calificó automáticamente para el relevo del municipio, en el que estaba, por supuesto, Yunior, quien había ganado los 60, 100 y 200 metros. Esa fue la primera vez que hablamos, y he de confesar que me emocionó estar tan cerca de él. Les digo sinceramente que era una estrella. Y ahí, Yunior, Andrés y Yan, junto a un servidor, cogimos el segundo lugar de la provincia. Eso nos dio el derecho a participar en los Juegos Escolares tres semanas después bajo el simpático nombre de “equipo Ciudad Habana 2”.

Y así, con el curso ya finalizado, nos llevaron en guagua (cosa rara para la época) un día de inicios de julio al Estadio Panamericano a competir en los Juegos Escolares. Mi participación en los 60 con vallas fue desastrosa porque en las semifinales el que corría a mi lado se cayó, y se las agenció para tumbarnos a mí y al del otro lado. Cosas que pasan. De todas formas, no creo que hubiese llegado a la final.

Yunior, por su parte, se las arregló para ser segundo en los 100 y tercero en los 200, y ser así uno de los mejores de Ciudad Habana, y el único de Marianao en obtener medallas individuales. Y a las cinco de la tarde, nos unimos por segunda vez en nuestras vidas, Yunior, Andrés, Yan y un servidor, para correr el relevo. Y ahí, gracias a una serie de sucesos fortuitos que incluyeron desde la descalificación del Ciudad Habana 1 por problemas con la tarjeta de menor hasta la misteriosa desaparición del poderosísimo elenco de Santiago de Cuba, además de, hay que decirlo, una extraordinaria carrera por nuestra parte, llegamos de nuevo en el segundo lugar y cogimos la medalla de plata, esta vez a nivel nacional. Ese fue el día en que fuimos campeones olímpicos. Por lo menos Andrés, Yan y yo, porque Yunior ganó muchas más cosas en su vida. Pero nosotros no; nosotros fuimos campeones olímpicos esa tarde.

Como era una época difícil para todo, no hubo medallas. Pero nos dieron un diploma colectivo: “Categoría 11-12 años: Ciudad Habana 2 – Medalla de Plata” y nuestro profesor Lázaro Murillo (a quien le mando un saludo, en el improbable caso de que lea esto, porque siempre me trató muy bien y nunca me hizo sentir mal por no ser tan “viril”), quien fungía como uno de los jueces, emocionado con la plata del equipo de su natal  Marianao (alias “el Ciudad Habana 2”) se las agenció para robarse galleticas de chocolate y refresco de piñita (¿se acuerdan de eso, Dios mío?) que nosotros consideramos como medallas olímpicas y que compartimos con las hembras del Ciudad Habana 3 (también marianenses) mientras esperábamos la guagua de retorno. En la guagua, Yunior y yo vinimos sentados al lado y hablamos de su escuela y de la mía, de sus marcas en el atletismo y de sus dolores en el pie. Al bajarnos en el Obelisco, antes de despedirnos, gritamos todos que al año siguiente ganaríamos el oro. Eso: los campeones olímpicos del Ciudad Habana 2.

Pero al año siguiente no regresé al atletismo. En un año extremadamente duro para mí por razones familiares que prefiero no revelar en este post para no deprimir a nadie, apenas si tuve tiempo de ir a la escuela. Recuerdo un día que pasé por el área de entrenamiento y el profesor Murillo casi se echa a llorar. Saludé a Andrés y a Yan, pero Yunior estaba en una competencia y no lo vi. Quizás pude haber regresado al final del curso, pero ya no valía la pena, porque al año siguiente comenzaba la secundaria y en el mundo deportivo esa es una etapa determinante ya que tienes que decidir si consagrarte al deporte o no.

En esta ínsula intolerante y racista, el deporte no es ni para niños blancos ni “pajaritos”. Ojalá algún día lo sea, pero en mi época, al menos, no era así. Quizás este sea un buen momento para decir que yo era el único blanquito del Ciudad Habana 2. Así que cuando empiezas la secundaria, te mandan o para una escuela de deporte o para una escuela “normal”. Y yo me fui para una “normal”. Era la decisión correcta. Yo nunca hubiese sido un buen deportista, y además el camino de la intelectualidad siempre fue lo mío. Mi profesora de matemáticas se hubiese ahorcado si yo me hubiese ido a una escuela de deportes.

El resto del Ciudad Habana 2 sí se fue a la Echevarría (la escuela de deportes de Ciudad Libertad) aunque Yunior fue el único que siguió en atletismo. Andrés se cambió para voleibol y Yan para baloncesto, poco antes de que su papá lo reclamara y se lo llevara para los Estados Unidos. Yo me fui a ser quien soy hoy.

Pero ahí, justo en esa etapa, comencé a interesarme por el deporte desde el plano de espectador. Impulsado por las Olimpiadas de Atlanta, me decidí a conocer más sobre el apasionante mundo del deporte. Así fue como me fui a la biblioteca de 100 y 51, yo solito, a hurgar en amarillentos periódicos Granma de años anteriores. Cuando un niño quiere ir a una biblioteca a hacer algo que no es de la escuela o que no incluya libros de niños, encuentra miles de dificultades (no sé si alguno de ustedes lo intentó alguna vez; yo sí). Me pidieron explicaciones de por qué quería ver periódicos viejos, de parte de quién venía y cuál era mi objetivo con esa búsqueda. Eso es una estupidez. Lo digo ahora aquí, por primera vez: si un niño quiere leer, pues déjenlo, pinga, no le pongan tantas trabas.

Pero yo siempre he sido muy inteligente. Así que al día siguiente fui para allá con el papel de un “mayor” (que no era otro que yo mismo, por supuesto) lleno de palabras profundas que aquellas estúpidas bibliotecarias no entendían, así que no tuvieron más opción que dejarme revisar los periódicos. Y así fui, con mi libretica de Elpidio Valdés, a copiar los medallistas de Olimpiadas y Mundiales anteriores.

Estuve cuatro años en eso. Con otra mentira logré incluso ir a la Biblioteca Nacional (si ustedes piensan que ir a sacar un libro de adultos con menos de 16 años es algo fácil, es que nunca lo intentaron) donde aprendí aún más. Mi padre se desesperaba porque yo no salía de la biblioteca y él quería que me acabara de echar una novia. Si yo hubiese sido el hombre que soy hoy, lo hubiese sentado y le habría dicho que me dejara tranquilo, que yo hacía con mi vida lo que me daba la gana y copiaba en mis libretas de Elpidio Valdés lo que yo quería. Pero por supuesto que no lo hice.

Pero así, casi clandestinamente, aprendí miles de cosas que solo se pueden aprender gracias a la maravillosa historia del deporte. Me sumergí en un mundo de hombres y mujeres que han llevado su cuerpo hasta niveles extraordinarios, dejando en el camino pasados duros y pagando en ocasiones el precio por hacerlo. En libros viejos leí cientos de anécdotas que se esconden tras una fría marca o algún resultado. Descubrí cosas que no cuento porque me parece que si las dejo tranquilitas en mi memoria, siempre seré ese niño que se maravillaba al leerlas. También comencé a ver todo evento deportivo que pusieran en la televisión y mis primeras sesiones de búsqueda en Internet, a finales de los 90, las dediqué a buscar datos y estadísticas que no aparecían en los libros de nuestras limitadas bibliotecas.

Inspirado por este espíritu heroico, y siempre sabiendo que estaba determinado a ser alguien en la vida, regresé al deporte en 1999, cuando una semana después de cumplir 17 años corrí el Marabana. Allá fui, yo solito, sin nadie que me fuera a ver ni a recoger, me puse mi número en mi camiseta y corrí 35 de los 42 kilómetros de la maratón. Toda el agua que me tiré arriba y que entró a mis zapatos me provocó unas ampollas que no me dejaron seguir corriendo. Cuando llegué a mi casa ya casi no podía dar un paso. Pero me sentí orgulloso de mí mismo.

Y al año siguiente regresé. Después de algún entrenamiento en el Manolito marianense y en el Martí vedadense (ya en esa época comenzaba a vivir en ambos lados) me inscribí en la media maratón del año 2000. Y esa vez, una semana después de cumplir los 18, mantuve mi paso agresivo, alejé el agua de los zapatos que me había comprado mi tía solo para correr y llegué a la meta.

No fue un buen tiempo, pero tampoco fue malo. Nadie me fue a ver, pero una muchacha que trabajaba conmigo en ese momento cuando yo hacía las prácticas de Contabilidad en el ITM me vio casualmente cuando yo corría por Carlos Tercero, ya no tan lejos del final, y empezó a gritarme: “¡Dale, Rauli, campeón!”. Me dieron una medalla y un pullover por haber llegado a la meta y me senté en las escaleras del Capitolio sintiéndome Abebe Bikila.

Y ahí me encontré a Yunior. Había ido a ver a sus compañeros del equipo Cuba que ganaron el Marabana, como siempre. Enseguida lo reconocí, a pesar de que había cambiado muchísimo por las pesas y por los 7 años que hacía que no lo veía. No lo saludé, consciente de que no me iba a reconocer (Yunior era el mimado del centro de deportes¬; a mí nadie me conocía), pero cuando me pasó por el lado y me vio sentado en las escaleras, me dijo: “Ciudad Habana 2, hace años que no te veía”.

Yo me emocioné como si el propio Michael Johnson me hubiese saludado. Hablamos de muchas cosas: de mí y mis estudios, de él y sus lesiones y dolores en el pie y de cómo tenía esperanzas de que el área de velocidad en este país finalmente avanzara. Nos despedimos y nos deseamos suerte en nuestros respectivos futuros. Ese fue un hermoso día. Volví, de cierta manera, a sentirme campeón olímpico.

Ese fue el final de mi “carrera” deportiva. Guardé mi medalla después de que mi padre se la enseñara a todo el mundo y que mi tía llorara de emoción, entré a la universidad y me volví oficialmente homosexual. De eso hablaremos en otra ocasión.

Pero al deporte nunca lo olvidé ni lo abandoné. Al grande, al de verdad. He visto íntegramente todos los eventos que ponen por la televisión (menos la pelota, por supuesto, de la cual solo veo los play-offs) y aunque no he hurgado tanto en el pasado como antes, me dedico ahora a las glorias de los atletas modernos. A los que hacen historia justo cuando yo los estoy mirando frente a mi televisor.

Pero ser gay y que te guste el deporte es algo incomprensible para la mayoría de los cubanos. Por un lado, los heterosexuales te miran con cara de “¿Tú no eras pájaro?” cuando tú osas decir que esperas la semifinal de la Champions y tus opiniones nunca son tomadas en cuenta. Por el otro, si dejas la discoteca gay para irte a ver deporte a las 3 de la mañana eres tomado por subnormal por los otros homosexuales.

He logrado que mis novios se interesen por el deporte y hasta se sienten a veces a verlo conmigo. Por supuesto, cuando nos dejamos y tenemos que odiarnos por plantilla, inevitablemente me lanzan siempre un “tú y tu deporte” como si yo fuese un pederasta o un borracho. Pero hay una realidad tan grande como un templo: los hombres van y vienen y el deporte sigue ahí, entreteniendo mi vida.

Un caso perdido es Ray. Mira que intento hacerle saber cosas de deporte, pero él como si con él no fuera. Pero él si no me critica y sabe que yo dejo la fiesta por ir a ver el atletismo y ya no se queja. Le dice al resto de los pájaros que “Raúl tiene sus gustos” y así vamos. Yo lo llamo y le digo quién ganó y quién perdió y de cómo me alegro que descalifiquen al mono excéntrico y él ni caso me hace, pero por lo menos me escucha y no dice cosas como “tú y tu deporte”.

Y es que el deporte me lleva a lugares que solo él puede. En mis momentos más aburridos, más tristes, más estresantes, siempre ha habido un Mundial de Atletismo, uno de Fútbol, una Olimpiada (oh, las Olimpiadas) para hacerme olvidar todo mientras estoy frente al televisor. No he dudado en cambiar mis horarios radicalmente para despertarme a las 8 de la noche y ver deporte hasta las 9 de la mañana porque hay algún evento al otro lado del mundo. Me he quedado en vela durante 15 días seguidos, durmiendo muy poco, y decepcionado por ver a los cubanos perder todo lo que podían ganar, y no me arrepiento. He faltado a la escuela porque un set se pasó de tiempo y lo volvería a hacer todas las veces que haga falta.

Ahora, por suerte, tengo más acceso a Internet y busco todo lo que se ha hecho en materia de deporte. Ya no tengo que dar explicaciones a bibliotecarias incultas ni copiar con un lápiz sin punta en mis libretas de Elpidio Valdés las cifras del periódico Granma. Pero no reniego de esa etapa, porque de tanto copiarlos y recopiarlos, me los aprendí de memoria y los viví más intensamente.

Y es que el deporte es único. He conocido la historia de un hombre que no quiso correr en una Olimpiada a pesar de ser el favorito por ser domingo y él ser judío; de otro que se dio un golpe en la cabeza con un trampolín en plena competencia y así y todo la ganó; de otra que se quemó todo el cuerpo y a los dos años era campeona del mundo; de otro que le cortaron las piernas cuando era niño y ahora corre entre los hombres más rápidos; de otro que se desplomó a mitad de carrera por una enfermedad de la niñez y su padre, burlando la vigilancia del estadio, se abalanzó al medio de la pista para ayudarlo a pararse y llegar al final de la meta; de otro que no dudó en hacerse expulsar el último día de una carrera sin paralelo (y nada más y nada menos que en una final Mundial) por darle un cabezazo a un italiano cretino para demostrarle que con su madre no se juega. Eso, señores, solo se ve en el deporte.

He gritado gol a toda voz en horas en que todos duermen. Les he gritado a atletas rusas que solo yo y sus padres conocen. Me he molestado con los comentaristas y he visto la televisión sin audio porque siempre hablan mal de los americanos y bien de los brasileños. Me he entusiasmado cuando una de mis alumnas (y amigas) me contó que había sido del equipo Cuba de tiro con arco y me contaba sus peripecias deportivas. Me doy cuenta inmediatamente sin necesidad de ver la cámara lenta cuando alguien le da un golpe al del carril de al lado y grito que hay que descalificarlo porque las reglas se hacen para cumplirlas y que las medallas con trampas, intencionales o no, yo no las quiero. He criticado el nacionalismo barato y me he empingado cada vez que alguien que no sabe nada de deporte, ni le ha dedicado un pedazo de su vida, hace algún comentario estúpido porque se lo oyó decir a otro aún más estúpido que él. He llorado cuando los deportistas han llorado. Me he emocionado cuando se han retirado. He gritado “¡Mira a Fulano!” cada vez que ponen a algún deportista famoso de épocas pasadas que está de espectador en el público. He ido vestido de naranja a un cine a gritar con cuatro gatos (cuatro gatos más decentes que los 5000 vestidos de rojo) y no me quité la bandera de la cara cuando perdieron. He soñado en secreto con ir a alguna Olimpiada y siempre me digo: “En la próxima, en la próxima, ya verás”.

Me molesta cuando alguien se dopa, hace trampas o tumba al de al lado, porque no solo acaban con sus propios sueños, sino con los de los demás. Respeto inmensamente a los deportistas porque son personas que se levantan a las cinco de la mañana, se acuestan a las nueve de la noche, no ven nunca a sus familias, casi no tienen sexo y una vez que concluye su vida activa en el deporte se dan cuenta de que no sirven para nada más. Y así y todo lo hacen.

Mi amigo Yunior (casi no nos conocimos, pero me permito llamarlo así) tuvo que abandonar su carrera deportiva por un problema genético en el talón de Aquiles. Nunca fue famoso y apenas viajó. Me lo encontré en la calle un día que fui a Marianao y conversamos sobre él y sobre mí. Me dijo que hubiera preferido no haber cogido una escuela de deporte y haber intentado ser otra cosa; así quizás ahora  fuera algo más que profesor de Educación Física en una primaria. Probablemente tenga razón. Pero mi frase final para él, casi al montarme en la guagua, fue diferente: “Si sirve de algo, yo y todos los demás niños siempre te admiramos mucho”. Y él sonrió agradecido. Espero que alguno de sus alumnos llegue a ser campeón olímpico algún día.

En cuanto a mí, grito, salto, me molesto y dedico horas de conversación al deporte. Si bien nunca fui un buen deportista me gusta pensar que en la categoría “fanático del deporte” llego a la final en cualquier competencia, y cuidado si no gano alguna medalla y hasta quizás, el oro. Y es que el deporte ha sido, es, y será siempre, uno de los mejores amigos de este servidor.


PD: Dedico este atlético post al Licenciado en Cultura Física Yunior Caballero, al Técnico Medio en Contabilidad Andrés Valdés y al 6to grado Yan Bermoy, quienes junto al Licenciado en Lengua Francesa Raúl Reyes, muchos años antes de ser licenciados y técnicos, muchos años antes de ser homosexuales o irse del país para siempre, en una alegre tarde de Período Especial, conformaron el mítico equipo Ciudad Habana 2 que obtuvo una honrosa medalla de plata en el Estadio Panamericano y por la cual fueron recompensados con un diploma colectivo, galleticas de chocolate, refresco de piñita y el recuerdo por el resto de sus vidas.

jueves, 11 de agosto de 2011

Oda a la chica a la que intentaron llevar a rehabilitación pero que dijo que no tres veces


Oh, Amy, supongo que no pudo ser diferente. Tenía que ser así.

Confieso que nunca pensé escribir nada de ti, porque, entre otras cosas, no me considero nadie para hacerlo. Ni siquiera puedo decir que haya sido tu mayor fan, ni mucho menos. Por eso ni lo había valorado. Pero ahora en esta cafetería han puesto una versión acústica de Rehab que nunca había oído y me he emocionado al darme cuenta que nunca más podremos oír algo nuevo de ti.

Cuando supe que habías muerto, me puse bravo. Y no era que no lo esperara. De hecho, no creo que nadie se haya sorprendido verdaderamente. Pero así y todo me puse bravo. Y bravo contigo. Pero a medida que el día fue avanzando se me fue pasando la bravura para dar paso a un genuino pesar. Después, cuando vi las imágenes de tu muerte, tus fotos del pasado, tu entierro, tu papá, me fui deprimiendo en serio.

Recuerdo cuando te conocí, hace unos cuatro años, gracias a aquella noche de Grammys en la que no te dejaron entrar a los Estados Unidos. Qué estúpidos los americanos. Como si ellos no tuvieran malos ejemplos también en su sociedad. Pero bueno, te dieron los Grammys y pudimos verte, borracha y perdida, como siempre, cantando aquella increíble Rehab con aquellos tres negros y tu peinado característico.

Después me puse (como todo el mundo) a oír tus discos. Y a maravillarme. Era la época en que todos queríamos tener tu peinado y salir a cantar “Tears dry on their own” en el medio del soho londinense, entre travestis y gente rara. Y a cantar Valerie y Rehab. Y a esperar lo nuevo que traerías.

Pero te desapareciste. Tus fanes tuvimos que irnos con otras, porque tus promesas de nuevos discos se diluían una y otra vez. Y entonces ya solo aparecías  para lucir cada día más borracha, más aislada, más acabada.

Y entonces me molesté y no te seguí más. Me dije que para personas decadentes estaba yo; que había otras, con tanto talento como tú, que no aparecían borrachas en todas partes. Y así dejé de oírte (lo confieso) pero cada vez que ponían alguna canción tuya en alguna parte, siempre me dejaba llevar. ¿Cómo no hacerlo? Pero no te escuché más, a pesar de que me sabía tus canciones de memoria, y guardé mi moño imaginario en un closet. Después te vi tirando micrófonos en Serbia y te juzgué. Yo, que no soy nadie, te juzgué.

Y así pasó el tiempo hasta ese viernes en que me desperté y me enteré. Y me molesté. Me molesté contigo.

Pero por estos días no me siento tan bien que digamos y he conocido a gente que sufre de adicciones al igual que tú, y veo que es mucho más fácil caer en eso de lo que se piensa, así que se me ha quitado el criticón. Por eso al oír ese Rehab acústico y sensibilizarme me di cuenta que ha llegado al momento de reconciliarme contigo y pedirte disculpas.

Porque, hablando claro, tú nunca nos mentiste. Siempre fuiste así y nosotros lo sabíamos, así que no teníamos que hacernos los ofendidos, los inconformes, los molestos, los decepcionados. Tú misma nos dijiste que tú no eras buena. ¿Qué te dimos nosotros a ti, después de todo? Pues nada. ¿Qué nos diste tú a nosotros? Pues tu estilo, tu voz, tu peinado. Nos diste a Valerie. Nos enseñaste que las lágrimas se secan solas, que el amor es un juego en el que siempre se pierde y que en la vida hay personas que están destinadas a regresar al negro. Nos diste Rehab y Cupido. Así que, ¿quién soy yo para ponerme bravo contigo?

Renuncio en este momento a todo lo malo que dije o pensé de ti. Te pido disculpas. Mis más sinceras disculpas, Amy Winehouse. Supongo que estaba molesto porque esperaba más de ti, como si fueras una de mis alumnas aventajadas que no hace nada con su talento. Pero así y todo, disculpa.

Quede este post como prueba de mi arrepentimiento y de mi profunda pena por tu partida. Quizás nunca hubieras hecho nada más, pero por lo menos uno podía pensar que estarías bien, de alguna manera. Como Rimbaud. Pero quizás estés bien por allá arriba. Ahora estás con Janis, con Freddy, con Jimmy, con Elvis, con Kurt, con otros que se han ido temprano por tener también una vida de excesos, pero que eso no quiere decir que no los recordemos. Al contrario.

Así que saco mi moño imaginario del closet y camino de nuevo por las calles pensando que estoy en el soho londinense entre los travestis y la gente rara cantando “Tears dry on their own”. Vuelvo a ser tu fan, Amy. Y no es porque te hayas muerto. Es porque ahora soy menos comemierda y te he entendido. Vuelvo a oír tu música y a ver tus fotos. Vuelvo a rendirme ante tu talento, estilo y voz. Esta vez para siempre. No te preocupes, nunca olvidaremos a la chica de la casa de vinos, a la que intentaron llevar a rehabilitación, pero que dijo que no tres veces, porque no tenía tiempo de ir, y además, su papá le dijo que estaba bien. Bye, Amy.


domingo, 7 de agosto de 2011

El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (II)



Primera parte: Los días de lujuria 

Segunda parte: El Sr. Inaccesible


Afuera llovía. Eran las cinco de la tarde de un lunes lluvioso. Laurent y yo estábamos exhaustos. Pero con ese cansancio de quien no tiene nada que hacer después y por lo tanto puede seguir haciendo cosas. Ya saben, ese estado natural de “ya he llegado hasta aquí, veamos hasta dónde doy”. Fuimos a buscar su bicicleta para ir a su casa. No tenía ni idea de dónde la había dejado. He notado que eso pasa mucho aquí, ni recuerdan dónde dejan parqueadas las bicicletas. Supongo que es normal cuando no se vive con el miedo de que te la roben. Caminamos hacia un lado y después hacia el otro, pasando por el mismo frente de la sauna. Yo, casi sin darme cuenta, caminaba por primera vez en mi vida con un hombre de la mano por la calle. Ya saben de dónde vengo.

Hasta que al fin encontramos su bicicleta roja. Entonces decidimos caminar hasta su apartamento,  a unos 20 minutos de allí. La lluvia nos caía encima. Pero estábamos tan cansados que era como una ducha ligera. Justo cuando doblábamos para dejar el Village, me preguntó si yo había probado los dulces del “1000 gramos”, por el frente del cual estábamos pasando. Le dije que no. Me dijo que cómo era posible. Quise responderle que yo venía de casa del carajo, que era pobre hasta decir basta y que tenía otras prioridades con mi tiempo y mi dinero. Pero él no lo hubiera entendido. Así que me limité a encogerme de hombros, como admitiendo: “Culpable”. Me preguntó: “¿Quieres que te lleve?” Yo no quise decirle que yo iría a donde él me llevara, así que me limité a responder que sí con la cabeza.

Los postres se veían deliciosos. Pero deliciosos en verdad. Yo le dije: “quiero este, este, este, este, este, y estos dos” mientras señalaba a todas partes. Él se rió. El camarero nos dijo que nos sentáramos, que él iba a la mesa. Nos sentamos al lado de la ventana, frente a un muchacho con audífonos inmensos.

Laurent era tan lindo de día como en la oscuridad. Era un hombre real. Masculino. De los que se permite ser encantador y hacer poses y bromas, sin parecer ni siquiera homosexual. Finge ser muy serio con las cosas cuando en realidad está bromeando. Un verdadero francés. Quizás sea un buen momento para decir que tiene 32 años, pero es de esa clase de personas que no tienen edad. No podría decir que es más joven porque esa seducción que él expide no la tienen los más jóvenes y no podría decir que es más viejo porque Laurent parece un muchacho. Es una de esas personas, simplemente, de las que uno no piensa en su edad porque piensa en otras cosas cuando lo ve o se acuerda de él.

Vino el camarero. Él ordenó un postre de limón y yo uno de chocolate. El muchacho de los audífonos nos miró y sonrió mientras bajaba la cabeza. No puedo describir los postres. Sin palabras. Aquello sabía a gloria, se los juro. Era gloria pura. Los dos hicimos la misma expresión de satisfacción  al probarlos y nos reímos de lo tontos que debimos haber parecido. El muchacho de los audífonos se rió también.

Cada cual le dio de su postre al otro. Directo en la boca, por supuesto. Todo muy romántico. Como si nos hubiésemos conocido en el cine. El muchacho de los audífonos no paraba de mirar. A mí se me salió el cubano: “¿Y este qué tiene?” Laurent sonrió calmado y me dijo: “Nos encuentra atractivos. ¿Alguien podría no hacerlo?” Buena respuesta. Me reí.

“Entonces debemos hacer algo para complacerlo, ¿no?”, dije. Él entendió inmediatamente. Se inclinó hacia adelante un poco y yo otro y nos besamos. Justo enfrente de nuestro muchacho con audífonos. Este se rió con complicidad, sabiendo que era un beso que quería decir “ya que no podemos impedir que mires, pues abre bien los ojos”.

Terminamos el postre. Es increíble, parecía chiquitico, pero hay un momento en el que ya no puedes comer más. Pagamos y nos fuimos. Cogimos la bicicleta y comenzamos lo que sería, tanto climatológica como sentimentalmente, un duro camino a casa.

No sé cómo (sinceramente no lo recuerdo) pero él entendió que yo quería ser su pareja. No fue por nada que yo dije ni por nada que yo indiqué, sino por un error en su comprensión (creo que en un momento en que yo hablaba de las parejas, en general). Dijo que él no podía tener una pareja porque tenía la necesidad constante de cambiar de hombre. Que era tanto su miedo a que lo hirieran que eso lo hacía atacar y herir antes. Que si tenía pareja, era cuestión de días hasta que este lo encontrara con otro hombre en la cama.

Eso me sorprendió. No lo que dijo, eso ya lo sabía yo sin que él lo dijera; he conocido a varios Sres. Inaccesibles y todos son iguales. Lo que me sorprendió es que lo dijera. Así, clarito. Justo lo que yo me pasé todo el tiempo en la sauna pensando en secreto. Justo lo que me pasé años para deducir de los hombres inaccesibles de mi pasado. ¿Los Sres. Inaccesibles estaban evolucionando y ya por lo menos comprendían la necesidad de asumir el problema como primer paso para poder solucionarlo? También me pareció simpático (por poner alguna palabra) que eso fue exactamente lo mismo que hice yo cuando me di cuenta que me estaba conectando con Laurent: salir del cuarto y acostarme con otros.

Yo le respondí muy francamente que nunca intenté hacerle parecer que quería ser pareja de él y que todo lo que me estaba diciendo ya yo lo sabía. Que él era el Sr. Inaccesible (con esas palabras se lo dije) y que era por eso, aunque le pareciera raro, que me atraía tanto. Pero que no se preocupara, que yo era un adulto y que no iba a empezar a llorar ni a acosarlo. Sí, dije todo eso. Todo. En un segundo caminando por la calle. Parece que yo también estaba evolucionando en mi forma de tratar a los hombres inaccesibles.

Me dijo que cuando pequeño su madre trabajaba mucho fuera de la casa y él desarrolló un síndrome raro en el que se sentía abandonado. Sus numerosos psicólogos lo habían determinado. Bueno, esto sí es nuevo. El Sr. Inaccesible va al psicólogo. Los que conocí antes culpaban a sus parejas anteriores, este lo veía como un trastorno psíquico. Definitivamente progreso.

Hay que decir que Laurent no sólo había consumido la droga de las tres letras. Consumió otra (cuyo nombre sí recuerdo pero no diré) que, según él, lo tiene tres días feliz y trabajando mucho y una semana tirado en una cama, llorando, aterrándose de la luz y pidiendo que lo repatrien a Francia. Yo lo miré con la misma cara con la que él me miró cuando le dije que me iba del cuarto a mitad de nuestro primer intento de sexo. ¿Qué? ¿Sabes eso y así y todo la consumes? Hasta ahí la droga fue linda.

Se lo dije. ¿Y por qué lo haces? No me dio una razón. No creo que ningún drogadicto pueda; era una pregunta injusta. Solo me dijo que hacía un mes no lo hacía, que la última vez se había puesto muy mal. Pero que ese día lo había hecho. ¡Ah, genial! Mejor, así me olvido más rápido de él. O no.

Por el momento se veía muy normal. No debíamos esperar las consecuencias negativas hasta dentro de dos días cuando ya no quisiera levantarse de la cama. ¿Por qué me iba con él? ¿No era este un buen momento para dejarlo ir, sabiendo todo esto, y aprovechando que pasábamos justo por frente a la casa en la que vivo yo en el Village? Pero seguí caminando con él.

Y ahí empezó a llover de verdad. De pronto. Intensa, dura, como atacando. Hubo que correr. Nos refugiamos bajo un techo de algún edificio junto a una pareja de señores mayores. Y ahí, tampoco me acuerdo de cómo empezó, hablamos de mí. Y por un comentario, que tampoco recuerdo, me preguntó si yo me llevaba bien con mis padres, que ese comportamiento mío no era normal. ¿Yo? ¿De veras? Pero por alguna razón mágica, no pude contestarle. Y digo mágica porque fue como si me hubiesen hechizado con una varita, se los juro. Fui a contestarle, completamente seguro de mi agresiva respuesta y lo que me salió fue una lágrima del ojo. No sé cómo fue, lo juro. Solo salió. Justo enfrente de Laurent.

Quizás fue toda la conversación anterior que en ese momento fue que me llegó. O alguna otra cosa. Lo cierto es que no respondí nada y una lágrima salió de mi ojo. Y ahí me bajaron las defensas completamente. Me perdí completo. El viento me cogió y me hizo sentir un frío increíble. Se lo dije. Fue lo único que respondí con palabras a su cuestionamiento de si yo era normal: “Tengo frío”.

Y me abrazó por la espalda. Ahí, como si fuera mi papá. Me abrazó y más lágrimas vinieron a mí. Él las notó pero no dijo nada. Yo vi que las notó pero no dije nada. Solo miré la lluvia, y él miró la lluvia mientras me abrazaba por detrás. La pareja de señores mayores nos miraba con ternura. Si fuera en Cuba hubiesen puesto cara de horror. O quizás no.

La lluvia paró. Y con la lluvia pararon mis pasivas lágrimas. Fíjense que no digo que lloré. No creo que lo haya hecho. Solo había agua en mis ojos. Venían solas como cuando uno bosteza. Pero no era un bostezo. Tampoco era llanto. Era…no tengo ni idea de lo que era. Solo pasó. Pero pararon junto con la lluvia. Quizás eran un reflejo de esta.

Seguimos caminando después de decir adiós a los tiernos señores mayores. Y justo antes de llegar al hermoso parque de La Fontaine, la lluvia nos cogió de nuevo y nos metimos en una parada de autobús (toda cerrada en plástico transparente para los tiempos de nieve). Y por un error comenzamos a hablar de la sauna. Él se preocupó cuando yo le dije que había fumado de una pipa. Me dijo que no podía ser. Después de decir que era una pipa de madera y no una de cristal, se relajó más. Pensó que había fumado lo mismo que él y se asustó.

Por otro error le hablé del rubito. Y él me habló del mexicano. Y yo lo odié. Y algo, no lo garantizo, me hace pensar que él a mí también. Nos estábamos atacando pasivamente. Al fingir que nada podía interesarnos menos que el hecho de que nos hubiésemos acostado con toda la sauna, lo cierto es que yo y, no lo garantizo, él también, nos estábamos atacando. Y de pronto se delató. Fue un pequeño detalle insignificante, pero lo noté claramente. Dijo de pronto: “No, si a mí no me molesta, solo pregunto por curiosidad”. Nadie había hablado de eso. Habíamos pensado que nos molestaba pero no lo habíamos hablado en alta voz. No tenía que haber dicho: “si a mí no me molesta”. Laurent estaba tan molesto como yo. Pero como uno cela hasta lo que no quiere, decidí intentar ignorarlo.

Llegamos a su casa. Era un apartamento en el tranquilo y hermoso barrio del Plateau Mont Royal. El apartamento estaba regado, por supuesto (recuerden como tenía el cuarto de la sauna). Pero era agradable. Tenía buen feng shui. Me sentí bien solo de entrar. La única ventana daba a un patio interior donde coincidían las ventanas de todos los demás apartamentos y que estaba lleno de árboles húmedos. Era muy pacífico. Y ahí, no sé cómo, apareció su teléfono. No lo había visto hasta ese momento, de esto estoy seguro, pero a partir de ahí se convertiría en otro protagonista de esta historia.

Tenía 28 llamadas perdidas en todo el tiempo que estuvo drogado y teniendo sexo en la sauna. Se puso a analizarlas detenidamente mientras yo me secaba. Hizo un par de llamadas y en la segunda salió al pasillo a hablar. Me gustó que saliera. Supongo que estuviera hablando con un cliente. Y me gustó que no tuviera la desfachatez de hacerlo frente a mí. Él no era nada mío y me había contado lo que hacía; podía perfectamente haber hablado frente a mí. Hubiese sido feo, pero pasa mucho. Sin embargo no lo hizo. Eso me gustó.

Cuando entró, nervioso y sin saber qué hacer, no pregunté nada. Y él mismo, después de estar un tiempo sin saber qué decir, dijo: “Mira, gasté mucho esta noche y ayer tuve que pagarle 150 dólares a la casera y mañana tengo que dar 150 más y no los tengo. Quizás si pueda ver a un cliente hoy ya tenga para eso.” Laurent estaba dándome explicaciones. Le dije que yo entendía. Y lo cierto es que lo hacía: ese es su trabajo.

Me dijo que iba a buscar en todas las partes de la casa donde pudiera haber dinero y si le llegaba a 150 dólares, pues no iba a ninguna parte. Eso, se los confieso, fue una de las cosas que más me gustó de Laurent en todo el tiempo que lo conocí. Era como un niño esperanzado en encontrar el dinero para no tener que vender su alma y poder jugar con su hermanito. Me conmovió, sinceramente. Sonreí. Y no me importó si estaba con el cliente o no; el Sr. Inaccesible necesitaba que le diera la razón. No necesitaba, al menos no en ese momento, un: “Oye, tú haces con tu vida lo que tú quieras” despechado. Necesitaba que le diera la razón. Y lo hice. “Pues busca, quizás te alcance”. Y él sonrió. Necesitaba que lo “perdonara”. Yo no tenía nada que perdonar, pero lo hice porque él lo pedía sin pedir y si alguien pide sin pedir y uno se da cuenta, uno tiene que dar sin que se lo pidan. Y no pude evitar recordar a cuántos novios les he pedido sin pedir y no dieron nada porque “yo no pedía”.

Me quedé dormido mientras él buscaba el dinero y hacía más llamadas telefónicas, tanto dentro como fuera del apartamento. Y cuando me desperté, ya de noche, Laurent estaba a mi lado durmiendo sin ropa. Pensé que se había ido, o que estaría vestido para irse, o no sé qué, pero no estaba preparado para despertarme al lado de un Laurent que me abrazaba. Hay algo especial en dormir con la gente. Y ahí estábamos haciéndolo. Y yo, en vez de saberlo, estaba rendido. Para dormir con alguien y disfrutarlo hay que estar despierto.

Dos minutos después se me subió encima y se durmió ahí. Diez minutos después ya no podía con su peso y lo lancé. Durante esos diez minutos sí que estuve bien despierto mientras él dormía. Como debe ser. Después que lo lancé, se despertó. Sorpresivamente, estábamos increíblemente descansados. Y digo sorpresivamente porque debemos haber dormido solo unas tres horas (ya serían las 10 de la noche). Obviamente no había habido cliente ¿O sí? No hice ninguna alusión al respecto.

Me dijo que fuéramos al Second Cup más cercano a usar la Internet porque la suya no se la ponían hasta al día siguiente (Laurent se había mudado allí recientemente), que después le contestaban si tenía cita esa noche o no. Me dijo que si la tenía pues que yo lo esperara una o dos horas en el Second Cup y ya. Laurent tenía la necesidad de sentirse apoyado en aquello. Cuando alguien ha vivido tanto como he vivido yo, no se pone a exigir. Le dije: “Perfecto.”

De pronto, por un problema de traducción con la palabra “melón”, me di cuenta que Laurent se interesaba por mi presencia allí. Al enseñarme un melón para mostrarme cuál era la palabra que yo no entendía, le dije: “Ah, ¿es eso lo que querías decir?” casi con desgano. Y me sentó, me tomó por la cara y me dijo: “¿Por qué pones ese tono de desgano?” Y le di la razón. Laurent no tenía ningún motivo que no fuera el querer que yo estuviera allí para invitarme a su apartamento. Tenía una vida complicada, y estaba haciendo malabares para poder singarse a los hombres, pagarle a la casera y estar contento conmigo. No necesitaba ningún tonito de desgano.

Me convenció y me paré, hecho otra persona. Le dije: “Vamos, nos vamos al Second Cup, esperamos que te confirmen; si lo hacen, espero dos o tres horas allí y si no, venimos para acá”. Y él agregó: “Y tenemos sexo a la luz de las velas”. Formábamos un buen equipo. El puto y su gigoló profesor universitario.

Pero me dolía. No quiero mentir. Quería decirle: “No lo hagas, no te singues a nadie, quítate esa puta adicción, búscate un trabajo decente, oblígame a quedarme aquí, y más que nada, déjate querer, cojones, porque no hay hombre como tú, no hay nadie que me lea el pensamiento, que diga lo que yo pienso antes que lo piense ni nadie que hurgue en mis traumas como tú, y eso que solo te conozco hace diez horas.” Pero cuando uno ha vivido tanto como lo he hecho yo sabe que no sirve de nada hablar. Ni sirve de nada esperar. Hay cosas que no cambiarán. Eso es lo que te hace una persona vieja (no madura: vieja): el saber que nada de lo que digas hará cambiar el curso de las cosas.

Se vistió y yo me di una necesaria ducha. Cuando salí se había puesto un sombrerito que lo hacía aún más francés y que le quedaba como pintado. Se puso un abriguito hermoso. A mí me dio uno con el cual parecía un refugiado político. Creo que lo hizo adrede. Me veía horrible. Y él no. No entendí. Pero bueno, tenía frío, así que me lo tuve que poner.

Y llegamos al Second Cup. Y allí, después de que él flirteara con las camareras y se comiera la mitad de mi sándwich, después de no haber ordenado nada porque “no tenía hambre”, recibió su confirmación.

Pero yo ya tenía una cita. Así mismo, una cita. Me la busqué de una manera más que inesperada sentado en la Internet en ese mismo Second Cup con alguien que imaginé que estuviera lejos y que resultó estar a cinco cuadras. Con alguien que ya conocía que se llamaba igual que él. Él me dijo que fuera y que lo llamara una hora y media antes del momento en que quisiera regresar al apartamento. Imagino que para poder calcular el tiempo y poder…déjenme no pensar tanto. Le dije que estaba bien. Mi cita estaba tan cerca que quiso ir a buscarme al Second Cup. Le dije que no, que en la esquina. Y así quedó ajustado el horario.

Y de pronto: un ataque. A Laurent. Le dio un ataque aunque no se notara a primera vista. Cuando ya yo estaba parado para irme, me dijo, como quien da un consejo de carpintería: “Si quieres tener sexo hoy, quizás la sauna no es lo mejor porque es martes y no hay mucha gente”. Tienen que haber visto mi cara. Mi cita era para tomar cerveza, él lo sabía. Además sabía que yo nunca había ido a una sauna antes. ¿Qué fue eso? Le dije: No tengo ganas de tener sexo, no sé de qué hablas. Y me dijo, como a quien no le importa lo que dice, mirando su computadora: “Ah, es que quieres tener sexo con ese muchacho en particular, ah, ya entiendo, ya entiendo. Solo lo dije por si ibas a la sauna no perdieras tu dinero”. Laurent estaba celoso.

Dijo eso pero en realidad lo que quiso decir fue (y esto es pura especulación, pero casi lo puedo jurar): “No te vayas a tomar ninguna cerveza, ni a tener sexo. Quédate y oblígame a quererte, enséñame que una sola persona puede darme todo porque ya yo aprendí que muchas personas no me dan nada. Quédate a mi lado cuando la droga mierdera me deprima y bota mi celular por la ventana para que no me llamen esos viejos asquerosos.” Quizás no fue eso lo que pensó, pero casi puedo jurar que sí. Pero no lo dijo porque Laurent, aún más que yo, es viejo. No maduro: viejo. Y sabe que por decir las cosas, estas no cambian.

Yo no respondí a su ataque. No podía. Solo le dije: “Me voy”. “Ok, ya sabes cómo hacemos”, respondió sin levantar los ojos de su computadora.

Y salí y tuve mi cita. No puedo hablar de mi cita ahora porque es algo mucho más complicado que se merece un post para él solo. Quizás hasta más de uno. Yo se los digo, señores, mis días son largos, extremadamente largos. Por eso cada vez que alguien me dice que no duerma y que disfrute cada momento, me río. Si supieran que yo vivo 28 horas al día en esta ciudad.

Lo llamé a las 2:30 de la mañana y me dijo que a las 3:30 ya fuera. No sé si estaba en la casa o en otra parte y no sé si estaba con el tipo. Me dio por pensar en qué posición estarían en el momento en que entró mi llamada pero yo mismo acallé mis pensamientos. Por cosas de la vida, y de mi cita, no fui a las 3:30, sino a las cinco de la mañana. Y estaba dormido. No me abrió. Toqué el timbre del que con tanto ahínco se había esforzado en explicarme su funcionamiento solo para ahora no escucharlo. Caminé tres cuadras hasta pleno parque de La Fontaine para buscar un teléfono y llamarlo. Una extremadamente alegre (y ofensiva, dada las circunstancias) voz de operadora automática fue la que contestó después de diez timbrazos. Le dejé un recado de: “Por favor, abre; por favor, despiértate”.

Regresé a su edificio y seguí tocando. Nada. Y de pronto me dije: “Este es el momento. Vete. Aprovecha.” Pero seguí tocando el timbre.

Y funcionó. De pronto se oyó el inconfundible ruido indicador de que podías abrir la puerta del edificio. Lo hice como si me fuera la vida en ello. Corrí hacia su apartamento. Me abrió sin ropa, dormido y sonriendo. ¿Cómo alguien puede estar dormido y sonriendo? Él es así.

Me acosté. Yo no podía más, tenía que dormir. Él no sabía que yo llevaba media ahora afuera, así que me abrazó como si nada. Yo lo empujé. No estaba bravo con él, sino conmigo mismo, pero no quería que me abrazara. Mi desafecto lo despertó. Y no dijo nada. Miró a ambos lados como quien no sabe qué hacer y así, sin ropa alguna, se levantó.

Se levantó y prendió una vela. Y prendió otra y dos más. Y las puso en cada esquina de la cama mientras yo lo miraba paralizado. Fue a la computadora y puso la canción. La canción de la película. Nuestra canción. Se paró frente a la cama, y la imagen de Laurent desnudo a la luz de las velas con la canción de fondo es indescriptible para mí. Quizás otro pueda describirla; yo no. Francés de pinga.

No tuvimos sexo. Solo retozamos como si fuéramos niños. Sin ropa, pero sin sexo. Romántico, pero sin sexo. Sublime, quizás.

No recuerdo cuándo terminamos de retozar. Cuando me desperté ya era de día y Laurent hablaba sin ropa por teléfono parado en la ventana. Ese fue un buen momento para apreciar calmadamente las nalgas de Laurent. No daré detalles.

Laurent se esforzaba en decirle a alguien que su masaje era no erótico. Alguien que, obviamente, no entendía e insistía en que se lo metieran. Cuando Laurent llevaba más de 10 minutos dando explicaciones, me puse a pensar en el hecho de que cuando el hombre decide regenerarse, la vida le pone en el camino obstáculos que nunca le puso cuando hacía el mal. Para probar si está decidido a luchar por su decisión, supongo. He de recordarles que Laurent había puesto el anuncio de masaje no erótico por el cual le pagan la mitad y trabaja el doble que cuando es escort. Esa sola explicación nos permite apreciar su intento de regenerarse. Aunque sea intentarlo.

Cuando colgó me miró, y en vez de saludo mañanero, me dijo: “Cuando uno decide regenerarse, Dios te pone en el camino miles de obstáculos para probar tu decisión”. Yo me reí. A carcajadas. Me dijo que qué me daba tanta gracia. Y yo resumí toda mi atracción por él y su capacidad de leer mi mente con un “Te odio tanto”. Me dijo: “¿Sí? No lo creo”. Y me besó. Me dijo: “levántate que hay trabajar”. No sé qué quiso decir. Quizás tenía un cliente. Me dijo que ya eran las cinco de la tarde. Corrí hacia el baño y me di una ducha.

Cuando salí eran las 12:30 del mediodía. Me había engañado (de nuevo). Lo llamé “cretino”. Se rió. Fuimos a buscar un mueble al apartamento de la casera, lo que me permitió ver a Laurent tratar a las personas “comunes”. Encantador, como era lógico. Después nos fuimos al Second Cup a revisar nuestros correos mañaneros.

Y ahí, de pronto, por una tontería, nos hicimos las preguntas más serias de toda nuestra relación. Ahí, sin mirarnos a la cara, sentados uno al lado del otro, con la computadora de cada uno en las piernas y lanzándonos las preguntas y las respuestas cada dos o tres minutos como si fuera algo casual, como si fuera alguna pregunta que de pronto te venía a la mente, nos preguntamos todo lo que siempre quisimos saber uno del otro pero la hipocresía de la promiscuidad no nos dejaba. ¡Sí, hay hipocresía y burocracia y estupideces que nos impiden ser verdaderamente sinceros hasta en el mundo de la promiscuidad!

No diré cuáles fueron las preguntas (ni sus respuestas). No es el momento. Solo diré la última. De mí hacia él. La pregunta que siempre quise hacer a algún Sr. Inaccesible. La pregunta cuya respuesta era, quizás, la causa por la cual los Sres. Inaccesibles eran inaccesibles: “¿Qué esperas de la vida?”

Me respondió que comprarse un buen condominio, conocer a un buen y pacífico hombre y luchar por la paz mundial. Bromeaba. Me di cuenta en cuanto dijo condominio. Me reí con su respuesta. Y entonces, cuando ya yo había renunciado a oír la respuesta, lo dijo: “Llegar a saber quién soy realmente y poder vivir en paz con eso. No tener que buscar fuera de mí la calma, la paz, la seguridad, porque la tendré dentro de mí. Y esa es la que cuenta”.

Sin palabras. No hay palabras para describir la respuesta de Laurent. No hay palabras para describir la emoción que me causó. No hay palabras. El Sr. Inaccesible confesaba lo que yo siempre había sabido de los hombres inaccesibles, pero el verlo haciéndolo fue…no hay palabras.

Estuvimos ahí unas dos horas más. No nos hablamos más, nos concentramos en seguir frente a nuestras computadoras. De pronto se paró y me dijo que se iba a casa a comer. Yo lo vi como la despedida. Me paré para darle un rápido abrazo para hacer de aquello la cosa más casual del mundo. Las curitas hay que quitárselas rápido para que duelan menos. Pero él me dijo: “¿Vienes o no conmigo?” Eso: más cosas sin sentido. Bien por nosotros y nuestra codependiente relación.

Caminamos hacia su casa. Llamada de un cliente en el camino. Me dijo con voz autoritaria, cuando descubrió que no era un cliente de masaje no erótico: “Camina alante”. Parecía mi papá, se los juro. Yo, para parecer aún menor, cogí una ramita del piso y empecé a tocar con ella todo a lo que le pasaba por el lado. El niño delante jugando con la ramita y el papá detrás concertando una cita con su cliente.

Llegamos al apartamento e intentó hablar mal del cliente para liberar tensiones. Yo no dije nada. Mientras comíamos me dijo: “Tengo una cita en media hora en un hotel”. Le dije: “Perfecto, así me voy a mi casa” Finalmente una justificación para separarnos porque si era por nosotros seguiríamos en esa relación/amistad/¿qué rayos teníamos? para siempre.

Se puso una camisa al azar. Se veía muy bien. Y yo, sentimiento extremadamente raro pero real, me sentí bien por su cliente. Tendría un hombre muy lindo esta tarde. Pero por el momento estaba conmigo. Hay que decir que en este segundo día, quitando el intercambio de preguntas y respuestas del Second Cup, el elemento esencial fue el ignorarnos (en términos de cosas importantes, por supuesto). Éramos respetuosos, corteses, lo entendíamos todo, no nos poníamos bravos, nada. Nos pasábamos por al lado como si fuéramos hermanos viviendo en la misma casa. No hay necesidad de estarse pegando. De hecho, eso es lo que éramos ese segundo día: “compañeros de cuarto por un día que no se dan afecto ni hablan de sentimientos”.

Pero en ese momento, justo cuando yo iba a fregar un plato y él a ponerse un zapato, nos pasamos por el lado. Nadie empezó antes que el otro. Se los juro; lo hicimos al mismo tiempo. Nos abrazamos. Nos abrazamos por dos minutos. Dos minutos puede ser mucho tiempo. Yo miré la pared trasera todo el tiempo como mirando al infinito. Y entendí que ese era el momento para escapar del Sr. Inaccesible. Justo cuando te das cuenta que puedes hacerlo. Justo cuando no sientes nada negativo ni cuando te quedas con sentimientos por resolver. No podía ser antes, no podía ser cuando sentía tantas cosas por él, cuando me salían lágrimas bajo la lluvia, cuando me dejó media hora tocando el timbre. No podía. Por otro lado, no podría ser cuando dos días después yo llegara y estuviera con otro hombre, o cuando estuviese llorando en la cama por tres días por culpa de la estúpida droga. No, ese era el momento. En ese pequeño momento en que te sientes bien y tranquilo. Ese es el momento de escapar del Sr. Inaccesible.

Cuando nos separamos y nos miramos las caras, todavía aguantándonos por las cinturas, nos miramos a los ojos y en el mismo momento hicimos un mohín en alta voz. Ese sonido que hacemos cuando pasamos algo intenso pero nos tenemos que convencer de dejarlo ir. Ese sonido que quiere decir: “Bueno, ya lloramos. Ahora a seguir echando”. Al mismo tiempo exacto. Como un reloj. Nos reímos. Y él dijo: “No quiero ir”. Con esa voz y esa cara que ponen los hombre adultos cuando salen al trabajo en la mañana y sus esposas les arreglan las camisas y ellos intentan imitar a un niño chiquito y ponen cara de llanto mientras dicen: “No quiero ir”. Ya saben.

Su “No quiero ir” en realidad quería decir “Ojalá yo fuera diferente”. Yo sonreí, le alisé la camisa con la mano y le dije: “Hay que trabajar”. Mi “Hay que trabajar” quería decir “No te preocupes por nada”. Y así, imitando a hombres y mujeres adultos que imitan a niños y a sus mamás, demostramos oficialmente que éramos viejos. No maduros: viejos. De los que saben que no hay nada que decir porque no se cambian las cosas solo por decirlas.

Bajamos y él cogió su bicicleta roja. Me dijo, casi al azar: “Me llamas”. Y se montó en la bicicleta. Pero antes, un recuerdo: me traqueó un dedo de la mano. Era oficialmente la despedida. Así como nos conocimos tantas y tantas intensas horas atrás.

Yo comencé a caminar para un lado y él a montar para el otro y nos miramos las caras en plena marcha por un segundo. Y justo cuando lo hacíamos y sonreíamos, yo le sonreí por última vez, viré la cara y no miré más. Era: “Vete, no te retengo más”. Y también era: “Vete, no me retengo más”. Yo no puedo gastar mi talento, tiempo, energía y neuronas en hombres como ese. Quizás por otro, pero no por ese. Es demasiado complicado. Demasiado inaccesible. Y así nada más, había superado al hombre inaccesible.

Cincuenta metros después de no verlo más, comencé a llorar. No fue como el día anterior, fue llanto real. Del que sale del pecho y no puedes (ni quieres) controlar. Lloré como un niño chiquito por media cuadra. Lloré por media cuadra como si lo único que yo hubiera tenido en mi vida hubiese sido Laurent. No sé por qué lloraba. Por él, por mí, por el hecho de saber que no hay hombres como él, por el hecho de saber que yo no tengo tiempo que perder en hombres, por el hecho de que a pesar de que sé que no tengo tiempo que perder por los hombres quiero hacerlo. No lo sé. Quizás es por eso que uno llora: porque ya no sabe qué pensar. Es el llanto que viene con el arte de saber renunciar. Un llanto necesario, vital.

Una señora con dos niños me miró preocupada. Yo la miré y mi consciente lógico hizo que mi llanto parara. Me quité las gafas, me sequé los ojos, la miré y me sonreí. Los niños me miraron serios. Quizás alguno cuente cuando sea grande aquel día en que vio en el Plateau Mont Royal a un cubano llorando durante media cuadra por el Sr. Inaccesible.

Llegué al Second Cup, al mismo de Laurent y yo, e, intentando escribir un post sobre otra cosa, me di cuenta que no podía pensar en nada más. Por eso, a pesar de miedos e incertidumbres que ya no tengo, comencé a escribir la primera parte de este post. Casi para mí mismo. Me alegro de haberlo hecho. El escribir, aunque sea estúpido, ayuda.

Hoy, tres días después de publicada la primera parte de este post y justo un segundo después de escribir el párrafo anterior, llamé a Laurent. Me dijo que lo hiciera y además pensé que ya por estos días estaría en una mala etapa de los efectos de la droga, así que no quise ser un hijo de puta y preocuparme por él. En estos tres días leí en Internet que las personas bajo el efecto de esta droga sufren, entre otros síntomas, de “brillantez mental”. Quizás es por eso que Laurent fuera tan sexy; quizás normalmente no lo sea. Quizás es por eso que leía mis pensamientos. Quizás. Supongo que nunca lo sabré.

Me saludó sobriamente. Le dije la causa de mi llamada y me dijo que estaba bien, que estaba tranquilo y que dormía mucho. Pero que estaba mejor que otras veces. Entonces le dije que se cuidara, que había sido un placer conocerlo. Él me dijo lo mismo y que tuviera una buena vida, fuera donde fuera esta. Que algún día, de alguna forma, nos volveríamos a ver. No sé si lo hagamos, ni él tampoco, pero fue lindo que lo dijera. Estábamos, como siempre estuvimos, en la misma cuerda. Quizás yo un poco más conectado que él, pero en la misma cuerda.

Las despedidas nunca nos dejan indiferentes. Pero a veces son necesarias. Por eso hay un momento en que ya que sabes que lo vas a hacer, en que lo mejor que puedes hacer es dedicarte a disfrutar lo último que le dirás a esa persona. Así que me llené de energía y levantando mi cabeza, que había estado mirando al piso toda la conversación hasta ahí, le dije decidido: “Laurent, cuídate mucho, no hay hombres como tú. Simplemente no los hay. Me gustó mucho conocerte y (en francés) je t’a… Y justo cuando salía de mi boca un “je t’aime”, lo cambié ya en el último momento por un más sobrio y apropiado “je t’apprécie beaucoup”. Él sonrió, comprendiendo mi racional cambio de verbo. ¿Qué importan las palabras que utilizas con Laurent? Él siempre sabe lo que uno piensa, de todas formas.

Me dijo: “Adiós, cubanito, cuídate mucho, a mí también me gustó mucho conocerte”. Y ahí, justo un segundo antes de su “Adiós” final, un último consejo de él para mí: “Aléjate de las drogas. No quiero que seas como yo”.

Y ahí empecé a llorar. No por mí, sino por él. Él nunca lo supo porque cuando dije “Adiós” un segundo después del de él, ya había colgado. Pero lloré, y ahora, diez minutos después, escribiendo esto, lloro de nuevo. Todo el mundo en el Second Cup me mira, pero no me importa. Tengo ganas de llorar y lo haré. Les garantizo que no son lágrimas de tristeza, resentimiento o frustración. Son, lo juro, lágrimas de alegría por haber conocido a alguien como Laurent. Porque no hay hombres como ese.


PD: Dedico este complicado post en dos partes a Laurent, alias el Sr. Inaccesible. Porque él no se engaña ni intenta engañar a los demás. Porque me demostró que hay hombres que pueden leer mi mente y que no tengo que conformarme con uno que no lo haga. Porque me ayudó a aprender a superar a los hombres inaccesibles. Porque será puto, drogadicto, traumatizado, inaccesible y todo lo que quieran, pero tiene virtudes que muchos hombres “buenos” nunca tendrán. Espero que le vaya bien y que encuentre la calma que necesita dentro de él para que pueda dejar de buscarla fuera. Porque, a pesar de que he conocido a otros hombres inaccesibles, nunca he conocido a nadie como Laurent.


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