viernes, 24 de febrero de 2012

El hombre que vivía en un closet (II)


Segunda parte: Una vida de closet y olas

Es increíble lo insoportablemente agónica que puede resultar la ciudad cuando uno está buscando a alguien que no aparece. Uno se levanta por las mañanas y confía en que ese día sí habrá progresos en la búsqueda, pero a medida que el día avanza todo va resultando igual que el día anterior, y ya para cuando cae la noche y uno está de camino a casa, se da cuenta, desilusionado, que fue otro día en que nada pasó. Así buscaba yo a Sergio, decidido a contarle mis sentimientos por él. Fui a la Cujae, busqué por el lejano municipio donde me había dicho que vivía, fui a conciertos y manifestaciones donde hubiera mucha gente… Hice de todo. Pero nada.

Hasta que unos tres meses después, cuando ya pensaba menos en ello (hasta las pasiones más intensas son atenuadas por el paso del tiempo), lo encontré. Bueno, en realidad fue él quien me encontró. Caminaba yo por una conocida calle cuando escuché un emocionado “¡Raúl!”. Un segundo después, el emocionado era yo cuando vi a Sergio caminar en mi dirección sonriendo. Con esa sonrisa que solo quería decir una cosa: él también me había estado buscando. Yo no supe muy bien qué decir, salvo reírme como cretino.

“Sabía que nos veríamos de nuevo”, dijo. Y yo me pregunté si hubiera estado bien decirle que yo lo había buscado hasta en los centros espirituales. Si hubiese sido hoy, se lo habría dicho. Pero en esa ocasión no dije nada. Tampoco dije nada sobre lo que había experimentado aquel día en que se fue de la playa, y que había sido mi misión fundamental en los pasados tres meses. “Es una ciudad pequeña”, dije yo. Qué frase tan idiota, con todo lo que podría haberle dicho. 

Después de una conversación en la que se alternaron los “ehhh” y los “ahhh”, indicadores de lo sorpresivo del encuentro para ambos, finalmente alguien dijo algo coherente. “Quisiera que nos viéramos de nuevo”, salió de su boca. “¡Ahhhhhhhhhhh!” salió de mi mente. “Esta vez sin olas”, dije. “Siempre hay olas”, dijo. No sé qué quiso decir, pero siempre la consideraré como una frase profética. Después que le di todos mis correos electrónicos, teléfonos, códigos postales y números de seguridad social, nos despedimos con esa cara de quien no tiene ningunas ganas de hacerlo, pero que lo hace emocionado porque sabe que de todas formas se volverán a ver muy pronto.

Cuando ya casi me iba, lo solté. “Aquel día en que te fuiste de la playa…”, dije. “¿Sí?”, preguntó él al ver que yo no seguía hablando. Y no pude seguir diciéndolo. Tuve miedo a cómo podría sonar. Decidí dejarlo para luego. “…casi me mata una ola”, mentí. “El que por su gusto muere…”, me dijo sonriente. Y yo sonreí también. Regresé a casa saltando en una sola pata, cantando canciones románticas en español (las que normalmente detesto) y sonriéndole a todo lo que se movía.

Y así nos volvimos a encontrar. Ahora sin nuestras familias cerca. Aunque también sin las olas. No le pusimos nombre a nuestra relación, hubiese sido incómodo e innecesario. Nos veíamos una vez a la semana, a veces hasta dos. En los mediodías, cuando terminábamos las sesiones matutinas de nuestras universidades. Y en aquel cuarto, él era él mismo. Nos reíamos mucho y siempre estábamos apretujados. Mi hermoso ucraniano y yo. 

En la calle no era tan así. A veces se ponía nervioso cuando me veía, e incluso un día me lo encontré con Marta y ambos nos quisimos morir. Para colmo, tuvimos que saludarnos, porque nos habíamos conocido todos en Varadero. Después de algo de conversación banal sobre universidades y cosas, nos dijimos adiós, y yo me quedé solo sentado en un parque pensando en las injusticias del mundo y de la sociedad.

De vuelta a la intimidad, me contó cómo Marta cada día le gustaba menos. Y yo quise decirle que la dejara y que asumiera lo que tenía que asumir. Quise decirle que salir del closet es difícil para todos, pero que hay que hacerlo si en realidad uno cree que es lo que tiene que hacer. Que aunque sea difícil, sigue siendo mejor que vivir una vida de mentiras. Pero no dije nada. Solo lo escuché.

Tampoco le dije que aquel día que se fue de la playa me di cuenta que era un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida. Algunos dicen “te quiero”; otros dicen “aquel día en que te fuiste de la playa, me di cuenta que eras un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida”. Pero nada salió de mi boca.

Sin embargo, empezó a cambiar. Cada vez se volvía más radical, detestaba más a Marta y empezaba a darse cuenta que había un mundo allá fuera. Un día se lo sugerí como quien no le da mucha importancia al asunto. “¿Por qué no lo haces y ya? Yo lo hice. Todos lo hacemos. Y al principio, también nos da mucho miedo.” Se puso nervioso y dijo que no, que sus padres se volverían locos, que su vida no estaba estructurada para eso, que Marta… Lo mismo que pensamos todos antes de salir, quizás un tanto peor en su caso, ya que era un chico con arraigados valores de familia. Con cenas familiares los domingos a las que yo nunca estuve invitado. Pero después de todo, ¿no era por esos valores que tanto me había gustado al inicio?

Y así estuvimos algunos meses. Él en su closet, su vida bígama, sus discotecas de heterosexuales, sus amigos, su Marta. Yo, por mi lado, había llegado al punto de no dejar de pensar en él. Nunca se lo dije, para no presionarlo aún más, pero lo sentía. Y de cierta forma, él también lo sabía. Un día en que estábamos abrazados, me dijo: “Si algún día todo fuera diferente, me gustaría que estuvieras al lado mío”.  Hay quien dice: “Te quiero”; hay quien dice: “Si algún día todo fuera diferente, me gustaría que estuvieras al lado mío”.

Como éramos, aún sin decirlo, algo parecido a novios, caímos en la lógica fase en la que yo me ponía (abiertamente) celoso de Marta y él de todo lo que se acercara a mí cuando él no estaba. Un día en que coincidimos en un cine y yo estaba con unos amigos, me siguió hasta el baño y me preguntó incómodo si alguno de ellos estaba conmigo. Él andaba con Marta, pero no hice alusión a ello. Le dije que no, que eran mis amigos. Me dijo, melancólico, que quería irse conmigo esa noche, que quería salir de ese cine conmigo. Yo lo miré serio. ¿Qué se puede decir en un momento como ese? O se dice “Sal conmigo y olvídate de todo lo demás” o no se dice nada. Una vez más, no dije nada.

Pero un día todo explotó. De la manera más accidental. Yo iba a encontrarme con él en uno de nuestros mediodías cuando, en la distancia, lo vi conversando con una conocida mía. Me quedé alejado, esperando que dejaran de conversar, hasta que finalmente se despidieron y ella comenzó a caminar en mi dirección. Al verme me saludó y, al preguntarle qué hacía por allí, me dijo: “Aquí, conversando con el esposo de una amiga mía”. Al molestarme su error de vocabulario, mi orgullo no pudo evitar corregirla: “¿Cuál? ¿Aquel? Ah, yo también los conocí en un viaje a Varadero, a él y a la novia. Pero no creo que estén casados.” “Ah, sí, están casados, yo misma fui a su boda”, me dijo ella muy tranquila, sin sospechar que la noticia que me estaba dando era peor que un golpe en el estómago.

Deseé tanto que fuera mentira. Que fuera un error. Me despedí de ella, fingiendo que todo estaba normal, pero cuando llegué frente a él, ya no podía fingir nada. “¿Estás casado?” fue lo primero que dije. Su sonrisa de recibimiento se trasformó inmediatamente en silencio. Un silencio que no podía ser otra cosa que una confirmación. Yo bajé la cabeza y lo único que atiné a decir fue:  “Tienes 21 años, ¿qué haces casado?”. Se me había olvidado que Sergio era el chico familiar. De los que se casan y tienen hijos para complacer a su familia perfecta.

“Todo es mentira”, me dijo triste. “¿Qué?”, pregunté agresivo. “Ella sabe que a mí me gustan los hombres”, me dijo. “¿Qué?”, dije, mucho menos agresivo y mucho más sorprendido. “Nunca me acuesto con ella”, agregó, como para hacer aquello aún más confuso. “Eso es mentira”, le dije, “como el nunca decirme que se habían casado”. “No lo es”, me dijo. Y le creí.
Era ese momento o nunca. Así que arremetí: “Déjala. Díselo a todo el mundo. Tu padre no se va a morir, los vecinos se acostumbrarán enseguida y si alguien te deja de hablar pues nunca fue amigo tuyo.” “¡Hazlo!”, seguí, lleno de furia. “A ti no te gustan las mujeres, tú lo sabes bien. Tú no eres bisexual ni nada de eso. ¡Te gustan los hombres!”. “Para”, dijo. “No, no paro”, le dije en el tono más alto que podía sin que nadie se diera cuenta que nos estábamos fajando. Pero paré. Me llamé a capítulo y algo más sereno – y triste - le dije: “Me voy”. Era para siempre. Él lo supo, pero se quedó callado. Solo se quedó recostado a aquella reja.

Me sentí mal. Molesto, triste, y deprimido. Me dije que no me fijaría más en ningún hombre con problemas de aceptación. Me buscaría uno como yo, que nunca salió del closet dando gritos para que todos lo oyeran, pero que lo hizo. Con algo de miedo al inicio, pero que lo hizo. Que no me importó que me pudieran criticar o juzgar. Pero me dio cosa con Sergio. Si tan solo hubiese sido diferente…

Y una mañana de sábado tocó a mi puerta. Nunca lo había hecho. Siempre nos habíamos visto en otra parte. Pero ahí estaba, con un pullover azul de cuello blanco en la puerta de mi casa. Tan lindo como siempre, con sus ojos verdes, su pelito lacio y su carita de ucraniano. Le sonreí. “¿Qué?”, le dije. Y movió la cabeza para el lado. Un movimiento que quería decir: “Estoy aquí. Haz lo que quieras, yo iré contigo”.

Ese fue el día en que Sergio salió del closet. Lo abracé y se lo presenté a mi tía, quien nos miró asombrada. Él sonrió como un muchacho modesto al que felicitan el día de su graduación. Caminamos por la calle. No hicimos nada del otro mundo, solo sentarnos en el césped de la calle G en pleno día. Salir del closet no es salir cantando y gritándole a todo el mundo que uno es gay. Salir del closet es sentarse en el césped de la calle G y conversar de la vida sin que te importe lo que piense el resto del mundo. Y así se hizo.

Me llevó a su casa. Solo estaba su mamá y sus dos hermanas. Ya nos conocíamos del viaje a Varadero. Ellas lo sabían, se les veía en la mirada. Yo fui más que agradable y la pasamos bien. Él se rió y se vio feliz, liberado, mientras yo hablaba con su familia. En su cuarto hacía planes del estilo de “iremos a tal parte” y “te presentaré a Fulano”. Y yo pensé, ese sábado, en lo esperanzados que estábamos, no solo él, sino yo, ante la idea de pasar muchos años uno al lado del otro.

Estuvimos tantas horas juntos ese día que me pareció que el día anterior había sido muchísimo tiempo atrás. En la noche fuimos a un cine. Al mismo del que quiso salir junto a mí aquella vez. En la entrada nos encontramos a un compañero de su escuela. Lo saludó nervioso, pero seguro. Y me presentó. Como a un amigo, por supuesto. Yo actué lo más neutral posible y el muchacho, quien nunca supe si se dio cuenta de algo, fue también muy natural.  

Cuando veíamos la película, puso, como tantas veces atrás, su cabeza en mi hombro. Pero esta vez no era igual. Estaba llorando. Silenciosamente. Me di cuenta en un momento que lo miré a ver si estaba dormido. Lo miré preocupado. “¿Hey?, ¡¿hey?!”, le dije, poniéndole la mano en la cara. “¿Qué pasa?”, pregunté, aunque algo me indicaba la respuesta. 

Salimos fuera. Y ahí, llorando como un muchacho, lo dijo: “No puedo”. No tenía que decir más; yo sabía lo que quería decir. “No puedo”, repitió. No pude decirle nada. No a mi ucraniano hermoso que lloraba como un niño. Me di cuenta que por mucho que quisiera, su miedo era mayor. Quizás algún día lo haría, pero no ese. Y así nada más, Sergio regresó a su closet. Lo miré, y asentí con la cabeza, como quien le da la razón a algo aun cuando sabe que no es lo correcto. No dije nada, solo asentí con la cabeza. Nos abrazamos y se fue. Se fue con su pullover azul con cuello blanco. Para siempre.

Cuando se fue me quedé sentado en las escaleras del cine. Desamparado. Los hombres que había conocido hasta ahí, los que conocería después, me parecieron demasiado poco interesantes. Mi hermoso ucraniano que no podía salir del closet era en lo único en lo que podía pensar. Y sentado allí, me di cuenta que nunca le dije que aquel último día de playa me había dado cuenta que él era un hombre con el que hubiese querido haber pasado muchos años. Se fue y nunca se lo dije.

Hay hombres que no pueden asumirse. Así de sencillo. Simplemente no pueden. Su miedo es mayor que cualquier cosa. Me he encontrado muchos después, pero nunca les he dedicado mucha parte de mi tiempo. Sergio se llevó esa parte con él.

Nos vimos algunas veces después en la calle. Nunca nos saludamos con algo más que un movimiento de cabeza. Nunca hablamos por teléfono ni tuvimos sexo de nuevo. Yo comencé una relación bastante seria no mucho después, y así se fue escondiendo en la memoria. Y un día no lo vi más. Por muchos años. Siempre pensé que se había ido del país, pero no conocía a nadie, salvo a aquella conocida, que pudiera decirme. Pero nunca la vi a ella tampoco. Nuestros mundos nunca estuvieron cerca, era lógico que no nos viéramos más.

Y hace tres meses, después de tantos años, lo vi en una guagua. En una guagua vacía en la que él estaba al final. Lo vi en cuanto entré. Tenía el pelo corto. Pero por lo demás, era igual. Con ese espíritu que lo hará parecer un muchacho para siempre. Al verlo, le sonreí francamente. Cuando pasan tantos años – tantos - uno quita lo malo y solo se acuerda de lo bueno. Hasta las pasiones más intensas son atenuadas por el paso del tiempo. Él sonrió también. De una esquina de la guagua a la otra. 

Me acerqué y le dije: “Que hombres como tú se corten el pelo debería ser ilegal”. Y él sonrió al darse cuenta que nuestros años de indiferencia habían terminado. Me dijo que se quedaba en una parada cercana a la mía, pero se bajó conmigo. Y decidimos “dar una vuelta”. En las calles del Vedado, a tan solo unas cuadras de las grandes avenidas, hay otras increíblemente pacíficas y tranquilas en las que un martes al mediodía uno puede dedicarse a recordar, sin rencores, el pasado. 

Me dijo que se había divorciado. Sonreí. Ahora tenía otra novia. O algo así. “¿Eres feliz?”, le dije. “¿Y yo qué sé?”, dijo mirando en la distancia. “Siempre me he acordado mucho de ti”, dijo. “Yo también de ti”, respondí. “Creo que nunca he dejado de pensar en ti, de una forma u otra”, agregué. “Me alegro. A veces, cuando nos veíamos y casi no nos saludábamos, pensaba que de tanto odiarme te habías olvidado de… de lo bien que la pasábamos antes. Yo siempre he pensado con mucho afecto en ti.” “Pues no tienes nada de qué preocuparte. Es recíproco”, dije francamente.

Y hablamos del pasado más antiguo. De aquellos días de olas en Varadero y, al recordar cada detalle tórrido, cada sentimiento, volvimos en nuestra cabeza al verano de 2004. Juro que casi pude sentir como una ola nos caía encima. Y ese fue el momento preciso para decirle lo que pensé el día en que se fue de la playa. Quisiera decirles a ustedes ahora que se lo dije, pero no lo hice. Preferí quedarme con eso. De todas formas, de una forma u otra, él siempre supo que fue especial para mí. Y su cara el día en que me encontró en la ciudad, me demostró que él había sentido lo mismo.

Nos despedimos con un abrazo. Uno real. Uno con el que nos reconciliamos para toda la vida, aunque pasen muchos más años sin vernos. Uno en el que yo olvidé el que no saliera del closet y solo vi aquellos tórridos días de playa, de ojos verdes y de romance en Kiev. “Adiós, Raúl, amante de las olas”, dijo. “Adiós, Sergio, quien nunca más verá una en su vida”, dije. Y entonces pensé en su indescifrable y profética frase del día de nuestro reencuentro: “Siempre hay olas”.

Siempre hay olas. Siempre las habrá. Pero hay que tirarse a su centro y dejar que te arrastren. Y luego de recibir la ola - o salir del closet -, luego del golpe inicial, de las consecuencias momentáneas, de la arena en los ojos y la crítica social, esa sensación de vida y libertad que experimentarás te hará darte cuenta que valió la pena. 


PD: “Sergio”, te dedico este post a ti, por haberme dado aquellos días de verano que tan intensamente he recordado al escribir esto. Aquel día en que estuviste fuera del closet por unas horas, con tu pullover azul de cuello blanco, en el que te veías tan feliz y emocionado, son de las horas más esperanzadoras que he pasado en mi vida. Eres bueno, y siempre lo has sido. Espero que tengas la valentía algún día de ser feliz y olvidarte de los demás. Pero si no lo haces, en serio espero que seas feliz también…Y hay algo más que quiero que sepas en caso de que algún día este post llegue a ti: aquel día en que te fuiste de la playa, al verte ir me di cuenta que eras un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida. Nunca había sentido eso antes. No lo he sentido muchas veces después. Algunos dicen “Te quise”; otros dicen cosas como estas. Un beso, mi hermoso ucraniano, las olas fueron mucho mejor en tu compañía.

viernes, 17 de febrero de 2012

El hombre que vivía en un closet


Primera parte: Una semana de olas y closet

Corría el verano de 2004 (así empieza “Bailando Suave”) cuando me fui con mi familia a Varadero. No muy amante ni de la playa ni de los viajes familiares, me decía yo para mis adentros, en el asiento trasero del carro, que hubiera preferido quedarme en la ciudad andando con Ray que alejarme de ella con mi familia. Los quiero mucho a todos, pero al no criarme con ellos su dinámica de vida no se ajusta mucho a la mía. Además, con tan solo 21 años, había temas que todavía no podía tratar con ellos, y que quizás hubiesen hecho más llevadero el viaje. Para colmo, dos días después, mi siempre divertido hermano se iba directamente de Varadero para Suiza, donde vive, y mi hermana, quien acababa de parir, estaba siempre ocupada con el niño a cuestas. Así que todo hacía presagiar que me aburriría de lo lindo en aquella semana. No contaba con conocer a Sergio.

Para mi sorpresa - y mi felicidad - Varadero no era por esos días lo que suele ser. El cielo estaba siempre gris, sin rastros de sol, y el oleaje era tal que muchas veces amanecía incluso con bandera roja. A mí me encanta el oleaje. Me parece que es la parte divertida. Estar sentado como un anormal cogiendo sol, en un país en el que hay sol todo el tiempo, o nadar de un lado a otro, sin ni siquiera la sombra de un tiburón del cual huir, me parece extremadamente aburrido. Pero las olas son diferentes. Es mucho más emocionante verlas aproximarse y sentir que se te para el corazón cuando las tienes frente a ti, inmensas y amenazantes, justo antes de que intentes evitarlas, en vano, lanzándote justo hacia su centro. Así que me pasaba el día yo solo (porque nadie me seguía la rima) en una playa desierta, tragando agua, dándome golpes contra el fondo marino y casi ahogándome en ocasiones. Aquello demostraba ser mucho más divertido de lo que parecía que sería en un inicio.

Pero por las noches lo único que podía hacer era conversar con mi hermano. Y a eso de las 10 ya todo el mundo estaba durmiendo, y yo tenía que pedir permiso (¿cuándo he tenido yo que pedir permiso para hacer lo que quiera con mi tiempo?) para que me dejaran salir a dar una vuelta por las calles solitarias y aburridas de un Varadero nocturno, mientras rezaba para que algún extraterrestre cayera en el pueblo para entretenerme de alguna forma. La mañana en la que regresábamos de dejar a mi hermano en el aeropuerto de Varadero, me dije que mis noches serían desde ese momento verdaderamente insoportables. Pero en realidad, mi verdadero viaje empezaba ahí.

Esa misma tarde, justo cuando una ola me había estrellado la cabeza contra el piso, echado arena en los ojos y hecho tragar agua como un animal, tuve que salir un momento para toser y darme un auto boca a boca. Así que estaba tirado en la arena bocarriba como un sobreviviente de Lost, cuando llegó él. Sergio. “Casi te matas”, me dijo. ¿De dónde había salido? No lo había visto hasta ese momento. Supongo que los hombres que le cambian la vida a uno, nunca se sabe de dónde salen. Cuando uno se vira, ahí están, y en ese momento uno empieza a preguntarse cómo ha podido vivir todo ese tiempo sin conocerlos.

Llevaba una trusa, en una época en la que yo todo el mundo se bañaba en shorts, así que eso dejaba ver algo de clasicismo de los años 80. Eso es sexy. Si no fuera cubano, bien podría decir que nació en Ucrania. Delgado, muy blanco, ojos verdes y con el pelo castaño oscuro muy lacio y un poco largo. Con ese espíritu que lo hará parecer un muchacho para siempre. Un muchacho nacido y criado en Kiev.
 
Yo sonreí. A él y al destino. Él sonrió. Después se sentó y me dijo que llevaba dos días en la playa y no se había animado a bañarse. Yo le hablé sobre cómo las olas eran lo único bueno de ese viaje para mí. Él sonrió de nuevo y después de hacerme prometerle que se divertiría, entramos al mar. Dos minutos más tarde, una ola que bien podría haberse considerado como un pequeño tsunami, nos lanzaba estrepitosamente fuera del agua. Yo no paraba de toser y por un momento pensé que Sergio estaba muerto. “¡No me meto más!”, gritó en cuanto pudo recobrar el habla. Yo empecé a reír mientras seguía tosiendo, casi ahogado. Era por mucho el encuentro más divertido que había tenido en mi vida.

¿Era gay? Pues no lo sabía. No lo parecía, pero algo dentro de mí rezaba porque lo fuera, porque estuviera solo, porque me dijera que yo era el hombre de su vida, y porque nos pasáramos lo que quedaba de semana tirándonos contra las olas y dándonos besos. Después de mis pensamientos futuristas, nos presentamos formalmente. “Raúl, amante de las olas”, “Sergio, quien nunca más verá una en su vida”. Era muy simpático. Habanero también. Cuando acabara el verano, empezaría su 2do año en la Cujae. 21 años igual que yo. Estaba con su familia en una villa cercana a la casa donde estaba la mía. Si alguno de ustedes está pensando que era justo lo que yo necesitaba en ese viaje, pues estaba leyendo mis pensamientos de ese momento.

De pronto llegó su familia, que daba una vuelta por la playa. Papá, mamá y tres hermanas, dos de ellas idénticas a él. Él me presentó y bromeó con que casi nos ahogamos. Ya para ese momento yo estaba a punto de pedirle matrimonio. Un chico de familia. Con valores tradicionales y rituales domésticos. Para alguien como yo, que solo come pizzas y se despierta a las doce del día, era el complemento perfecto. Ya me veía siendo invitado a las cenas familiares de los domingos. Poco antes de irse, una de las hermanas le dijo algo que no escuché y él asintió con la cabeza.
 
Cuando mis futuros suegros y cuñadas siguieron su paseo, le dije: “Viaje familiar igual que yo. Para darse un tiro.” “A mí me gustan”, dijo. No esperaba otra respuesta de él. “Qué familia tan grande”, dije tontamente para sacar conversación. “¿Y hay más hermanos? ¿O son solo ustedes cuatro?”, agregué. “Oh, no, solo dos son mis hermanas, la otra es mi novia”, dijo.
 
Ahí quise que me llevara una ola. O que se lo llevara a él. No, mejor que se la llevara a ella. Mi cara esbozó una sonrisa que tuve que sacar de lo más adentro de mí. Supongo que era lógico; todos los buenos son heterosexuales. Mientras yo maldecía mi suerte, nos metimos en alguna conversación banal de gente que no se conoce, pero que se cae bien. Yo juraría que había momentos en que me miraba raro, pero no podría asegurarlo. Después de un rato me dijo que se iba a alcanzar a su familia, que su novia le había dicho que no se demorara. Segunda vez que la mencionaba. Si lo hacía una tercera, yo mismo metería la cabeza en el agua hasta ahogarme. Justo antes de irse, me preguntó qué haría esa noche. “Llorar”, pensé. “Nada”, dije.

“Nosotros vamos a la discoteca de la villa donde estamos. Si quieres te puedo entrar”, propuso. “Sí, claro, y supongo que me tendré que acostar con una de tus hermanas después”, pensé. “Suena bien”, dije. De todas formas era mejor que mis noches habituales rezando por extraterrestres. Y ahora era peor sin mi hermano. Además, siempre podría mirarlo en secreto cuando no mirara. ¿Por qué los hombres buenos siempre tienen novia? ¡¿Por qué?! Pero bueno, no había nada que hacer.
 
En la noche me fui con ellos a aquel lugar. Era una de esas villas para cubanos con un aburrido espectáculo sucedido por un intento de discoteca. Por alguna razón, la novia siempre andaba con las hermanas de él, e incluso hubo un momento en que se fueron todas a su habitación. Así que él y yo andábamos todo el tiempo juntos. Ninguna alusión a que le gustaban las mujeres que pasaban, ni a ninguna de esas conversaciones de “machos”. Me preguntaba por mí y por mi vida, por mis cosas y mis gustos. Si no fuera porque Marta (sí: tenía nombre) andaba en el perímetro, todo indicaría que estábamos romanceando.
 
Y resulta que lo estábamos haciendo. Lo descubrí cuando, sin mirarme, sentado en la mesa en la que ya estábamos nosotros solos, puso su mano sobre la mía accidentalmente. Yo quité la mía, para que no pareciera raro, pero él, aún sin mirar, la volvió a poner encima de la mía y la apretó. Después de quedarme atónito unos segundos, lo miré asombrado. No me miraba, pero tenía las orejas más rojas del mundo.

El corazón estaba a punto de salírseme del pecho. Ese momento en que alguien que te gusta (mucho) te toca por primera vez es único. Después ya lo tocas y no sientes nada, pero esa primera vez… Finalmente me miró y yo lo confronté con la mirada. Era una cara de “Bueno, el de la novia eres tú, así que te toca hablar”. Él me miró serio con cara de “¿Podemos ignorar que tengo novia?”. “¿Quieres ir a mi apartamento?”, dije yo, haciendo caso a su pedido tácito. “Sí”, dijo él. “¿Nadie notará que te fuiste?”, pregunté. Ese nadie tenía nombre, por supuesto, pero no lo mencioné. “No importa”, me respondió.

Resulta que la casa donde me quedaba tenía dos habitaciones. Una arriba y una abajo. Una con aire acondicionado y ducha caliente y otra sin ninguna de las dos cosas. Una buena y una mala. Yo, por supuesto, estaba en la mala. Mi papá y su esposa, y al inicio, mi hermano, estaban en la buena, mientras mi hermana, su esposo, el niño y yo estábamos en la otra. Pero al irse mi hermano, mi hermana se fue con el niño para arriba, y el esposo consideró que donde cabían 4 cabían 5 y se fueron todos para el aire acondicionado. Sin saberlo, me habían hecho un favor enorme.

Mientras caminamos, en la paz contrastante de la calle, no supe mucho qué decir. “Me he pasado todo el día pensando si eras gay”, dije. “¿En realidad creo que soy bisexual”, dijo. Oh, no: un “bisexual”. Que conste que no tengo nada en contra de los bisexuales. Tengo algo en contra de los que se catalogan como tal. Si alguien dice: “Soy bisexual” es en la mayoría de los casos un sinónimo para “bígamo”, “descarado”, y “zorro”. Es como si diciendo las palabras mágicas “Soy bisexual”, se le permitiera hacer de todo. Pero no dije nada. Sus ojos verdes, su pelito lacio y su carita de ucraniano no me dejaron.

Al llegar a mi apartamento, ocurrió lo increíble. Mi cuñado, expulsado por mi hermana del otro cuarto por problemas de comodidad, estaba allí, rendido. Casi lo ahogo con una almohada. Salí y le sugerí a Sergio el suicidio colectivo. Él se rió. Entonces me dijo, a modo de propuesta: “¿La playa?” Si algo odio más que la playa es tener sexo en ella. La arena por todas partes, el miedo a los cangrejos, el riesgo de que siempre pueda llegar alguien… insoportable. Pero no había absolutamente nada que hacer. No me iba a separar de él.

No hicimos nada. Solo besarnos. El lugar era increíblemente incómodo y las olas sonaban de manera que parecía que nos iban a tragar. Pero estuvo bien. Además, nos dio la oportunidad de conversar. Me dijo que su Marta y él llevaban tres años y que era la única mujer con la que había estado. Pero que había estado con tres hombres en ese período. Yo puse mi mejor cara de comprensión, pero esas cosas siempre me han molestado. Quizás porque yo nunca las hice. Yo terminé con las mujeres y después comencé con los hombres. Pero bueno, los “bisexuales” no son así, a ellos se les permite todo.
 
Los restantes tres días fueron de los más morbosos que he vivido en mi vida. Nos pasábamos el día en la playa con las olas. Cuando estábamos en la arena, nos decíamos cosas eróticas todo el tiempo. Cuando estábamos dentro del agua, nos tocábamos con los pies. Unos adolescentes. En más de una ocasión, alguna ola nos cogió en algún momento intenso. En las noches, primero la discoteca, en la cual yo tenía una erección constante, y luego las huídas hacia la playa a besarnos y toquetearnos. Ya para esos momentos, yo estaba muerto con Sergio. Pero nunca dije nada. Ni él tampoco, en caso de que sintiera algo también. De lo único que se hablaba era de sexo.

Solo lo hicimos una vez. Una en que mi familia se fue a Cárdenas todo el día y yo fingí que mi amor por las olas me impedía apartarme de la playa. El sexo duró media hora; el estar tirados en la cama acurrucados, cinco horas. Él tenía que irse, pero no se fue. Yo tenía que darme cuenta que mi familia regresaría en cualquier momento, pero no lo hice. Solo estaba allí con mi ucraniano. Hablamos mucho. De todo lo que no habíamos hablado en días anteriores. Me confesó que no sabía si su novia podría gustarle tanto como un hombre. Y yo la compadecí, porque su novio nunca podría desearla tanto como a un hombre. Y la odié, porque ella, como ningún hombre, podría tenerlo y exhibirlo como su propiedad.

Esa noche, en la discoteca, yo olía a él. En realidad no, porque me había bañado, pero tenía esa sensación que tiene uno después que se ha pasado el día abrazado a escondidas con alguien. Esa sensación de que eres parte de él. Pura carnalidad. Esa noche no se habló de nada sexual; solo nos tomamos la mano por debajo de la mesa toda la noche. Ahí, con su familia al lado. Con Marta ahí. ¿Me sentí culpable? Sí. ¿Lo hiciera de nuevo? Escribiendo esto descubro que sí. Terminamos la noche en la playa, con la cabeza de uno en el hombro del otro.

Al día siguiente se fue. Estuvo conmigo en la playa hasta una hora antes de irse. Nos quedamos tirados y no nos dijimos mucho. Solo trivialidades. Cuando llegó la hora, me dijo que se iba. Yo le di la mano y él me guiñó un ojo. Nos dimos la mano por un minuto. Si alguien hubiese mirado en la distancia, lo habría considerado más sospechoso que si nos hubiésemos dado un beso en la boca. Yo sonreí. “No tengo teléfono”, me dijo, a modo de respuesta a una pregunta que nunca hice. Yo asentí con la cabeza, como diciendo: “Yo entiendo”. Y se fue.

Cuando su imagen se perdió en la distancia, me invadió una sensación de desamparo que no le deseo a nadie. Los hombres que había conocido hasta ahí, los que conocería después, me parecieron demasiado poco interesantes. Me dieron ganas de correr detrás de él, pero por supuesto que no lo hice. Me sentí…solo. Entonces, los primeros días de playa, aquellos en los que estaba con mi hermano y antes de Sergio, me parecieron tan, pero tan lejanos. Mi vida anterior me pareció tan lejana. Todo antes de Ucrania me parecía tan lejano, tan secundario.

Sentado en la arena, en aquel día aún más gris y sin rastros de sol, en aquella playa desierta, hice lo único que podía hacer: meterme al mar. Unos minutos después, luego de salir tosiendo y quitarme la arena del pelo y los ojos, de rodillas en la parte de la playa en la que la arena está mojada, aún con la respiración entrecortada, interioricé que el ver a Sergio partir me hizo darme cuenta que era un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida. Nunca había sentido eso antes y no lo sentiría muchas veces después. Y en ese momento decidí que, algún día y de alguna manera, lo volvería a ver para decírselo.

Segunda parte: Una vida de closet y olas 

viernes, 3 de febrero de 2012

El estudiante y el profesor


Tenía 19 años cuando llegué a la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de la Habana por primera vez. Después de haberme pasado, por problemas logísticos más que por verdadera vocación, tres años en un tecnológico en el que mi intelecto se dormía, este cambio representaba para mí el retorno a las Grandes Ligas. De hecho, uno de los momentos más emocionantes de mi vida sigue siendo aquel en el que leí mi nombre en aquella pequeña hoja que decía los seleccionados por concurso para acceder a la universidad.

Llegué a la FLEX una semana después de haber comenzado el curso por un asunto con la baja del Servicio Militar. Pero yo nunca he tenido muchos problemas para conocer a los demás, ni para darme a conocer, así que enseguida me integré. Y pronto me di cuenta que, o las universidades estaban sobrevaloradas o yo era demasiado inteligente. Aún hoy no estoy muy seguro de conocer la respuesta, aunque creo que es una mezcla de las dos. Lo cierto es que mi carrera siempre se me dio muy fácil.

Si bien el primer año me lo pasé de la casa para la escuela y viceversa, repasando en una todo lo que aprendía en la otra, no puede decirse lo mismo de los restantes. De hecho, ya para los cursos finales apenas si se me veía por la facultad. Pero de todas formas seguía sacando 5. Es que las carreras se diluyen mucho y uno va a estudiar una cosa y termina estudiando otra. Así que cuando consideraba que las asignaturas no me interesaban o los profesores sabían menos que yo, pues no iba. Así de sencillo. Pero no dejé de estudiar: los libros siempre han sido mis mejores aliados y, de todas formas, yo siempre me he considerado un autodidacta nato.

Así, mezcla de lo que me enseñaban en la escuela con lo que estudiaba yo solo, aprendí francés, mejoré mi inglés, me apasioné por el alemán, pasé un semestre de italiano y batallé duramente dos años con el japonés. Dividí mi cerebro en dos para poder transmitir en una lengua algo que alguien estaba diciendo en ese mismo momento en otra, me fasciné al constatar que la historia de algunos países tiene más de 3000 años y no solo 500, conocí el latín, traduje, y descubrí que, curiosamente, lo que más se parece en una carrera de humanidades a mis queridas matemáticas era precisamente la gramática española.

No fue lo único que hice. También subí y bajé millones de escaleras entre un turno y otro para ver a quien me gustaba y pasarle por el lado. Me bequé en el laboratorio de computación para tener finalmente acceso a Internet. Actué y me gané mis premios (de papel, pero premios), conduje los festivales de aficionados en frente de teatros repletos, fui a fiestas en la Colina e inauguraciones de los Caribe. Hice de todo.

Y un día, casi sin darme cuenta, accedí a ser alumno ayudante. Aunque me gustaran películas como “El Brigadista” o “Mentes Peligrosas”, nunca me imaginé a mí mismo frente a un aula. Cuando era niño no quería ser maestro, quería ser trapecista. Pero uno no sabe para quién trabaja. Del primer grupo ni me acuerdo bien, solo sé que me demostré a mí mismo que miedo escénico no tenía. Del segundo grupo sí que me acuerdo. Y ellos de mí. Aquellos niños estaban perdidos en francés (no por culpa de ellos, que conste), así que descubrí que los programas había que cambiarlos para darle al estudiante lo que en realidad le hacía falta recibir. No me arrepiento.

Entonces, cuando hubo que decidir qué quería ser uno cuando se graduara, decidí quedarme en la facultad. Lo justifiqué apelando que el tiempo libre que me daba el ser profesor lo podría utilizar en otras cosas, además de que podría superarme. Pero en realidad, creo que no estaba muy convencido todavía de querer irme de la escuela. Quizás sentía que debía pagar por la primera semana en la que llegué tarde.

Así, un día, le dije adiós a mis compañeros de año y les dije hola a los más jóvenes. Si alguien ve las fotos puede que no note en cuáles soy profesor y en cuáles estudiante. Y es que la diferencia fue apenas imperceptible para mí mismo.

Entonces empecé a cambiar los programas y las cosas porque me pareció entretenido eso de enseñar. Mucho 2 que he dado, lo sé, y en ocasiones he hecho llorar a mucha gente. He llegado tarde y he faltado lo que me ha dado la gana. Pero ni una vez, ni una sola, fue porque no tuviera ganas de enseñar, sino que yo soy así y nunca llego a tiempo a nada. Me demoré calificando (hasta dos meses) pero nunca se la puse fácil a nadie, y me siento orgulloso por eso. Considero que el aula tiene que ser más difícil que la vida real, para que esta luego sea como un juego.

Intenté enseñarles lo que sabía. No solo sobre la traducción, la interpretación, o la gramática, sino además los conocimientos que he aprendido en esta vida sobre las relaciones humanas y como hay que maniobrar para que no te afecten. Les enseñé a respetar su carrera y a considerar como inferiores a todos aquellos que la demeritaran. Les enseñé todo lo que nadie me enseñó a mí, y me parece que es lo mejor que le puede pasar a alguien que se ha pasado la vida aprendiendo.

No me importó nunca si me trataban de “tú” o de “usted”. Sé que me respetaban. Nos íbanos juntos al Malecón o al Coppelia y al día siguiente les daba 2 y a ninguno se le ocurrió nunca cuestionar su nota. Intenté ayudarlos tanto individual como a nivel de colectivo y los alenté a que se rebelaran cuando les ponían leyes injustas. Cuando tuve que escoger a tres para que se los llevara el MININT fue como la decisión de Sofía. Tuvimos que hacerlo al azar porque yo no podía distinguir entre unos y otros para una decisión de ese tipo.

El primer grupo después que me gradué fue mi mejor laboratorio. Tres años fui su profesor y  si algo me dolió de haber ido a Montreal es no haber estado ahí el día en que se graduaron. Ellos mismos me justificaron diciéndome que la única excusa para faltar a su graduación tenía que ser que estuviera fuera del país. Pues fue la única razón por la que no estuve ahí. Y es que, en cierta medida, por muchísimas razones, yo también me graduaba ese día por segunda vez. Esta vez de profesor.

Pero un día llega en el que uno ya no quiere ir a la escuela. Y uno sabe que no es una crisis pasajera, sino que el final ha llegado. Así que pedí la baja. No me la dieron hasta cinco meses después, pero  desde el 1ro de febrero ya no tengo nada que ver con la FLEX. El último semestre fue algo errático, pero es que en realidad ya no tenía ganas de estar más ahí. ¿Puede uno enseñar algo si se siente frustrado? Definitivamente, el primer mundo me ha hecho mucho daño.

Tengo buenas causas para irme. Después de todo, en la universidad nadie ha hecho nada por mí nunca. No ha habido viajes, maestrías, palabras de elogio, nada. Y es que yo fui estudiante, y luego profesor, pero nunca he sido “empleado”. No me importaron nunca las reuniones, los registros, las actas, las cosas oficiales. Me importó aprender y luego que mis estudiantes aprendieran. Lo demás nunca me importó. No me arrepiento.

Pero, inevitablemente, el irme me ha dado nostalgia. Después de todo, son 10 años de mi vida. Los mejores 10 años. Así que no pensaré en ninguna de las cosas mezquinas cuando me acuerde de mi Facultad de Lenguas Extranjeras. Pensaré en lo bien que me fue, en lo mucho que aprendí y me divertí. Me quedo con cosas por aprender y con cosas por enseñar, pero ya buscaré yo de dónde aprenderlas y a quién enseñárselas.

En cuanto al futuro, sé que me irá bien. Yo estoy hecho para ser grande o morir en el intento. Espero que lo primero. Pero siempre recordaré a la FLEX. Siempre. Se va el profesor y, aunque pocos lo noten, también se va el estudiante. Finalmente graduado. ¿Qué importa si en las fotos no se note cuando soy uno y cuando soy lo otro? Al final, siempre he sido los dos. Y siempre lo seré.


PD: Dedico este post de despedida a todos mis amigos de la FLEX y a todos los que estudiaron conmigo. A mis buenos profesores. A todos los que me saludaron y nunca supe muy bien quiénes eran. Pero más que nada, a mis estudiantes. A los que ya se graduaron, a los que se graduarán después y a los que, por una razón u otra, nunca se graduaron. A todos. Porque cuando uno se aprende algo para una prueba lo olvida a los dos días, cuando se aprende algo porque le gusta, si no lo usa corre el riesgo de olvidarlo eventualmente, pero si se lo aprende para enseñárselo a alguien, se lo aprende para toda la vida. Gracias por eso. No se olviden de mí y yo no me olvidaré de ustedes. Prometido.



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