viernes, 27 de enero de 2012

La historia de Bill y Sally (y un extraño llamado Raúl)


Bill nació en Nueva York, pero se mudó a Montreal junto a su familia cuando tenía 12 años al ser promovido su padre a director de la sucursal canadiense de su empresa. Allí creció sin preocuparse mucho por aprender el francés, o de hecho por aprender cualquier cosa. Cuando cumplió los 16 años ya había desarrollado un problema de abuso de sustancias, que lo llevó a un internado de rehabilitación para adolescentes en cuanto su padre se enteró del problema.

Sally nació en Montreal, en el seno de una familia anglófona, aunque hay que decir que su francés es perfecto. Siempre una de las mejores de su clase, fue declarada clínicamente obesa desde los 10 años, lo que la llevó a la consulta de numerosos dietistas y psicólogos desde pequeña. Radical de izquierda, Sally organizó varias manifestaciones para impulsar propuestas de reformas, aún antes de cumplir los 18 años.

Ambos estudiaron en la misma época en la universidad de Concordia, cuando él ya era completamente drogadicto y ella extremadamente radical y gorda. Se conocieron en un evento organizado por ella para extender la duración de los turnos de clases, al que Bill asistió pensando que era para acortarlos, pero durante el cual se quedó dormido en su silla por haber tenido una noche intensa. Sally lo despertó cuando ya todos se habían ido y se fueron a por un café juntos. Ella le contó cómo pretendía presentar una propuesta de ley de reconstrucción de las aulas y él le confesó cómo pretendía drogarse tanto hasta que ya no pudiera pensar en absolutamente nada.

Tiempo después, Sally llamó a Bill a su casa ya que este no contestaba el celular, pero el que respondió fue su padre quien le dijo que, a raíz de un desmayo prolongado, Bill había sido admitido nuevamente en rehabilitación. Ella preguntó si podía hacer algo, pero el padre le contestó que no, que su hijo, desdichadamente, era su responsabilidad. Dos meses después, cuando Bill salió de la clínica, la única que lo esperaba a la salida era Sally, quien llevaba un pullover hecho expresamente para la ocasión en el que se leía “Drogas, aléjense, que extraño a mi amigo Bill”. Él se rió, la abrazó y se fueron a tomar un café juntos.

Unas semanas más tarde, Bill encontró a Sally sentada sola en medio del campus, sollozando. Su novio la había dejado, no olvidando decirle en su discurso final vocativos como “gorda”, “perra radical” y “frígida”. Bill fue hasta el aula del novio y le lanzó una silla por la cabeza, causa por la cual fue expulsado de la universidad. Desde ese día, Bill y Sally fueron amigos para siempre.

Actualmente, luego de varios años de amistad, de idas y venidas de Bill con la droga y de numerosas dietas y abandono de las mismas por parte de Sally, su amistad sigue siendo la misma. Por estos días, Sally trabaja en una empresa de proyectos de ayuda social vinculada a la comunidad, mientras Bill es asistente de contabilidad en la empresa del padre. Se ven unas dos veces por semana, por lo general en algún café, en el cual se hacen resúmenes de lo sucedido en los días en los que no se han visto.

Un día, en una fiesta de algunos conocidos, se les acercó un muchacho, evidentemente extranjero, quien les propuso venderles una caja de tabacos cubanos. Ambos, al no fumar (y al no conocer al muchacho) rechazaron amablemente la oferta. Pero entonces, el vendedor procedió a sentarse a su lado, alegando que estaba cansado y que de todas formas ya esa noche no vendería nada. A ellos les cayó simpático su desenfado, así que, aprovechando que estaban en una fiesta de amigos, decidieron conversar y conocer algo sobre él.

Raúl había llegado a Montreal tres semanas atrás para participar en un evento sobre la lengua francesa. A mitad de evento, se dio cuenta que el primer mundo le gustaba demasiado como para quedarse solamente once días, así que se gastó todo lo que le había quedado luego de comprarse una laptop en cambiar la fecha de retorno de su pasaje para dos meses más tarde. Dos días después de haber terminado el fórum, descubrió que, si bien tenía donde quedarse gracias a unos queridos amigos, no tenía un centavo. Luego de un humillante momento en el que su tarjeta de metro expiró antes de tiempo y los únicos dos dólares y veinte centavos que tenía en el mundo no le alcanzaban para cogerlo (el metro cuesta tres) decidió que tenía que tener dinero si quería disfrutar del primer mundo.

Así, olvidando que era profesor universitario en su país, comenzó a hacer lo que fuera para conseguir dinero. Cogió los 2.20 y se pagó un chocolate frío para poder sentarse en un cibercafé y tener acceso a la Internet. Primero revendió cosas online, lo que lo sacó de la crisis primera. Pero para revender cosas primero había que comprarlas y él seguía sin un centavo. Para efectuar su primera “compra” tuvo que dejar su pasaporte, su cámara fotográfica y su laptop como garantía de que regresaría. Pero el hambre es un motor impulsor de primer orden, así que todo salió bien y el mismo día de la escena del metro, había logrado ganar sus primeros 90 dólares. Pero si bien este negocio era efectivo, era inconstante y pasaban días enteros sin que apareciera nada.

Raúl había traído de su país natal algunas cajas de tabaco (algunas más de las que debía), así que las puso en craigslist (lista de compra y venta de los países de América del Norte) pero nadie respondía a los anuncios, así que decidió llevarlas consigo a donde fuera ya que vista hace fe, mientras esperaba otros prometidos trabajos en joyerías o limpiando oficinas.

Así, al conocer la historia de Raúl, este les cayó bien inmediatamente. Y esa misma noche, Bill, Sally y un extraño llamado Raúl, se fueron a por un café los tres y conversaron del pasado, del presente y del futuro de ellos tres, de Canadá, de Cuba, del mundo y de la amistad. En los días siguientes fueron a cines, festivales de jazz, festivales de la risa y otras animadas actividades, a las que ellos amablemente invitaron a Raúl. Si bien este notó los problemas de droga de Bill, se dijo que él no era nadie para juzgar a los demás y mucho menos cuando este no había sido otra cosa que amable con él. Lo mismo podía decirse de Sally.

Un día, luego que Raúl regresara de otra fallida sesión de venta de tabacos, le regalaron, en el café de siempre, un libro del que ya le habían hablado, envuelto en papel de regalo y todo. Al llegar a casa y hojear el libro, descubrió que dentro había 250 dólares canadienses. Aterrado, se preguntó cómo habrían podido dejar esa cantidad de dinero ahí y los llamó, pero ambos negaron ser los dueños de este. Raúl intentó protestar al darse cuenta que ese era exactamente el precio de una caja de tabaco, pero le dijeron que si el dinero estaba dentro del libro, y ellos le habían regalado el libro, pues el dinero era de él. Ante la imposibilidad de hacer nada, Raúl tomó el dinero, no sin antes cuestionárselo varias veces.

Por esos días, el contador de la empresa del padre de Bill alertó a este último que su hijo se había quedado sospechosamente dormido en su oficina. Dos días después, Bill pasó del hospital directamente a rehabilitación por tercera vez en su vida. Raúl fue a ver rápidamente a Sally, quien lloriqueaba diciendo cosas como “que no sabía qué hacer para ayudar a Bill”. Raúl no dijo absolutamente nada, solo se quedó con ella y le preparó un té hasta que estuvo más calmada. Después ella misma dijo algo como “la gente es como es y hay que aceptarlos así, que aquí nadie es perfecto”. Raúl no pudo estar más de acuerdo.

Un día, un neurocirujano acabado de llegar de Orlando, en la Florida, al que Raúl se aproximó para ofrecerle tabacos, luego de rechazarlos, le hizo una oferta de trabajo a Raúl. Su recién comprado apartamento (por el hermoso precio de un millón de dólares) estaba completamente inhabitable y le hacía falta alguien que lo ayudara a arreglarlo por un salario mucho más que ventajoso. Raúl le dijo que él no sabía mucho de reparaciones, le contó cuál era su verdadera profesión y que nunca había sido muy hábil arreglando cosas, pero que estaba dispuesto a hacerlo y que si no funcionaba, pues que se lo dijera y ya. Raúl estuvo trabajando en el apartamento del millón de dólares tres veces por semana hasta que se fue de Montreal.

Sally había creado una propuesta para que el gobierno ayudara de manera psicológica a los niños con problemas de peso en las escuelas primarias. El estado le pedía al menos 100 firmas, y una manifestación de al menos 75 personas para considerar la moción como válida y pasarla a la segunda fase, donde evidentemente harían falta ya más ciudadanos involucrados. Raúl, en sustitución de Bill, le dijo que le parecía una excelente propuesta y le dio todo su apoyo moral.

Un mes después, Sally llamó para decir que Bill salía dentro de dos días de rehabilitación y que su padre se había negado a ir a buscarlo. Que ella pretendía ir sola, pero que si quería podía ir él también. Raúl se sintió halagado y aceptó inmediatamente.

Dos días después, Raúl y Sally esperaban a Bill en las afueras de la clínica de rehabilitación luciendo pulloveres hechos expresamente para la ocasión en los que se leía “Mi amigo Bill es el mejor” y “Preséntanos a Lindsay Lohan”. Bill salió con el pelo cortado y algo de tristeza en la mirada, pero sonrió al verlos. Se abrazó a Sally y alguien soltó alguna que otra lágrima. Raúl los miró en silencio y pensó en cómo está bien que en el mundo haya personas que se acompañen las unas a las otras.

Después, Bill lo saludó afectuosamente y le preguntó si ya había vendido los tabacos o encontrado al dueño de los 250 dólares. Raúl sonrió y le dijo que no a ninguna de las dos cosas, pero que ya tenía un trabajo fijo. Luego se fueron por un café, y terminaron tirados boca arriba en el césped del Viejo Puerto de Montreal, dejando que el aire fresco les diera en la cara y sin necesidad de decir ni una palabra.

Unos días después, el neurocirujano partió a solucionar algunos negocios en la Florida y dejó a Raúl con las llaves de la casa, habiéndole pagado el salario de una semana de antemano y con algunos encargos previamente otorgados. Pero justo en ese momento, Raúl tuvo un encuentro inesperado con un Sr. Inaccesible y alguna que otra droga, que lo debilitó y lo dejó en muy malas condiciones, tanto emocionales como físicas. Cuando solo quedaba un día para el retorno de su empleador, y sin haber hecho absolutamente nada, fue a trabajar, solo para darse cuenta no solo que se sentía muy deprimido, sino que además su mano derecha temblaba todo el tiempo y no podía arriesgarse a poner clavos de esa forma o podría causar algún daño a las paredes. Así, llamó a Bill, experto en drogas, para que le diera algún consejo.

Dos horas después, Bill y Sally, cual película de espionaje, hacían su entrada al lujoso edificio por el garaje mientras Raúl les abría la puerta mirando a todos lados y apartando a Bill de los Lambourguinis del 2012. Ya en el apartamento, Bill preparó cafés, tés y algunos compuestos para la resaca que solo él conocía, mientras Sally ponía clavos y cortinas por todas partes y Raúl estaba tirado en el medio de la sala, acostado en el sofá, sin mover un dedo.

Al terminar los trabajos, se quedaron los tres tumbados en el balcón en poltronas increíblemente cómodas, mirando los rascacielos a un lado y al Mont Royal del otro, mientras conversaban sobre los novios y las novias. Entre los tres llegaron a la conclusión colectiva (y sabia) de que personas como ellos no necesitan a nadie si estos no van a aportar nada positivo. Al regresar el neurocirujano al día siguiente, felicitó a Raúl por su trabajo y le dio un dinero extra. También le dijo que sus padres lo habían criado de una forma muy decente. Raúl estuvo de acuerdo con esa frase, y en su mente agregó que también tenía suerte de haber conocido a más de una persona correcta en el momento correcto.

Tres días después, Bill llamó a Raúl preocupado porque Sally estaba en la Corte de Aprobación de Leyes haciendo la manifestación, cuando tan solo 43 personas habían firmado la propuesta. Y así fue como Raúl, quien pesa 124 libras (118 antes de irse al primer mundo) y Bill, quien no tiene muchas más, se sumaron a una manifestación a favor de los derechos de los gordos y gritaron con fervor cosas como “Gordos, pero con derechos”, junto a Sally y el resto de los participantes. La moción no fue aprobada, pero Sally prometió no cejar y repetirla lo antes posible. Al final, cuando ya se iban y recogían los carteles, los miró y les dijo, con una lágrima a punto de salírsele de los ojos: “Gracias, chicos”. Bill y Raúl le dijeron que no sabían de qué hablaba.

Una semana después, Raúl se fue de Montreal. El día antes se reunió con ambos en el café de siempre y les agradeció por todo. Ellos, fieles al guión, dijeron que no habían hecho nada. Raúl les dijo que quería regalarles algo, y sacó una caja de tabaco. Ellos se echaron a reír. Él les dijo que no le importaba si se los fumaban o no, que incluso podían regalarlos, pero que quería que al día siguiente, a eso de las 4 de la tarde, cuando él estuviera ya montado en el avión, se fumaran uno cada uno en su honor. Ellos estuvieron de acuerdo. Al final, Raúl abrazó a Bill y le dijo en secreto que cuidara a Sally. Luego abrazó a Sally y le dijo en secreto que cuidara a Bill.

Al día siguiente, al abrir la caja a la hora acordada, Bill y Sally se encontraron dentro un sobre con 250 dólares canadienses y una nota que decía: “Gracias”. Ellos sonrieron, y se fumaron el tabaco en su honor, mientras hablaron de las personas que se encuentra uno en esta vida. En ese mismo momento, Raúl, en el avión que lo llevaba de vuelta a casa, pensaba en silencio en cómo sería este mundo si hubiese muchos más Bills y muchas más Sallys.


PD: Dedico este post a mi amigo Bill, quien lleva 181 días sin consumir droga y a mi amiga Sally, quien lleva 29 años siendo fabulosa. También se lo dedico a Filber, Mariela, Leo, Stéphane, Duglas, Marco, Harold, Sarah, Pascal y todos aquellos que, sin esperar nada a cambio, hicieron que Raúl disfrutara a plenitud su estancia en el primer mundo.

viernes, 20 de enero de 2012

Do the right thing


“Haz lo correcto”. Y de esta forma, con solo estas tres palabras, se nos encomienda desde pequeños la misión fundamental de nuestras vidas. Lo correcto es lo único que tenemos que hacer para lograr una vida plena, rica en resultados positivos y estados de ánimo satisfechos, no solo para nosotros, sino además para los que nos rodean. Pero en realidad, como descubrimos también bien temprano, esto es mucho más fácil de decir que hacer. ¿Qué es, después de todo, hacer lo correcto? ¿Cómo sabemos que lo estamos haciendo? ¿Vale la pena? Preguntas que nos han llevado a cuestionarnos, en más de una ocasión, si hacer lo correcto es, en realidad, lo correcto.

Antes de decidirnos si hacer o no lo correcto y buscar la manera de implementarlo, primero tenemos que figurar qué es hacer lo correcto. No hay un manual de instrucciones que diga qué quiere decir esta erudita frase. Tenemos que dejarnos llevar - aparentemente - por nuestro conocimiento básico del mundo y por nuestro instinto. Pero los seres humanos no sabemos nada del mundo y, al contrario del resto de los animales, renunciamos desde pequeños a dejarnos llevar por nuestro instinto en detrimento de la “lógica” o de la “inteligencia”. Así que volvemos al punto de partida.

Entonces, ¿cómo saberlo? ¿Es quedarse en casa viendo televisión todo el día lo correcto? ¿Estudiar una carrera universitaria? ¿Decirles a los fuertes que maltratan a los más débiles que no lo hagan? ¿Decir lo que uno piensa? ¿Callarse lo que uno piensa? ¿Cruzarles la calle a los ciegos? Si bien en algunos casos la respuesta es más obvia, en otros no lo es tanto, y lo “correcto” depende, en más de una ocasión, del punto de vista con el que se analice.

¿Es hacer lo correcto siempre lo opuesto a los que nuestras ganas nos indican? ¿Quizás lo correcto sea darnos cuenta de que en realidad esto no es tan así y de que a veces hacer lo correcto es precisamente hacer lo que queremos? ¿Es hacer lo correcto escuchar a los demás, aunque estos no hayan llegado a ninguna parte tampoco? Cuántas preguntas sin respuesta. O por lo menos, sin la respuesta “correcta”.

Luego, aún sin haber logrado descifrar muy bien qué es lo correcto, debemos proceder a su realización. Cómo si fuera tan fácil. ¿Trabajar y trabajar como esclavos, supuestamente por nuestro futuro, cuando no vemos ningún resultado? ¿Estudiar cosas que nunca utilizamos? ¿Decirles a las personas cosas “por su propio bien” cuando nunca nos lo agradecen e incluso se molestan con nosotros? ¿Renunciar a los placeres de la carne por otros más espirituales, cuando estos últimos resultan ser aún más inestables que los primeros? Cuánto sacrificio sin aparente ganancia.

Hay un momento en que todo esto nos cansa y nos hartamos de nuestra misión. Abandonamos la causa. Nos decimos que no vamos a hacer más “lo que tenemos que hacer” y nos tiramos al abandono. Pero luego descubrimos que hacer lo incorrecto es tan difícil como hacer lo correcto y, para colmo, sin las supuestas ganancias de este último. Ante todo esto, nos desesperamos y nos preguntamos, al margen de lo correcto o lo incorrecto, ¿qué es lo que tenemos que hacer?

Cuando hice la prueba de matemáticas para el ingreso a la universidad, el problema a resolver estaba mal planteado. No había que ser muy inteligente para darse cuenta: aquello no tenía ningún sentido. Era un reguero de números por todas partes y uno no entendía qué era exactamente lo que querían decir, ni tampoco lo qué se pedía de ellos. Pero ante la imposibilidad de poder protestar o lo que fuera, no tuve más remedio que ponerle manos a la obra. Dos horas después, luego de casi volverme loco y de poner aquellos números en todas las posiciones más de mil veces, todo cuajó. Fue casi accidental, pero en cuanto los números cayeron en el lugar que debían, me di cuenta de inmediato. Sí que estaba mal planteado, pero así y todo lo resolví. Y lo mejor de todo fue que una vez que lo hice, me di cuenta enseguida que lo había hecho.

Salí de la prueba sintiendo una sensación de acople con el mundo. Todo el mundo protestaba, pero yo me quedé callado. No quise decir nada porque si alguien me hubiese preguntado cómo estaba tan seguro de haberlo respondido cuando ni siquiera se sabía cuál era la pregunta, no hubiera podido responder algo tan hippie como que mi cuerpo me lo decía secretamente. Pero lo sabía. Y tenía la razón.

Y es que así es hacer lo correcto. Nadie dijo que era fácil. Nadie te guiará, nadie te ayudará, nadie te lo agradecerá. Gran parte del proceso no sabrás ni siquiera qué es lo que estás haciendo. Aún cuando lo hayas hecho, los demás quizás no lo entenderán. Pero tú sabrás que lo has hecho. Cuando los números caigan todos en su correcta posición, te darás cuenta sin que nadie te lo diga que hiciste bien en dejar tu trabajo, en escuchar a unos, en no escuchar a otros, en irte mientras podías, en quedarte en casa todo ese viernes viendo televisión, en no volver atrás, en haber renunciado a aquello que te hacía daño, en escribir estas palabras.

Después de todo, la vida no es mucho más que un problema mal planteado. Pero que esté mal planteado no quiere decir que no tenga una solución. Solo hay que descubrirla y tener el valor para llevarla a cabo. No cejar, no rendirse, no detenerse. Después de todo, es la misión de nuestras vidas. Y cuando sintamos esa sensación de acople con el mundo, esa sensación de deber cumplido y satisfacción personal, sabremos que, finalmente, hemos hecho lo correcto. Y que sí: fue lo correcto.

viernes, 13 de enero de 2012

¿Y si hiciéramos lo que nos diera la gana?


¿Qué tal si un día nos despertáramos e hiciéramos lo que nos diera la gana? Así, casi sin proponérnoslo; como para probar qué se siente. Levantarnos y hacer solo lo que tengamos ganas de hacer. Sin pensar en las consecuencias, en el futuro, en la vergüenza, en lo que podrían decir de nosotros. Simplemente hacer lo que nos venga en gana ese día.

Podríamos quedarnos gran parte de la mañana en la cama pensando en las satisfacciones que nos ha dado la vida, jugando con la gata o viendo televisión. Iríamos al trabajo a eso de las 11 solo para decirles a todos que desde ese día ya no trabajamos más ahí. Darle un buen abrazo de despedida a los compañeros de trabajo que nos caen bien y ni siquiera mirar a los que detestamos. Darles un último consejo a los estudiantes de que intenten llegar lejos en sus vidas, tanto profesional como espiritualmente, y pedirles que se acuerden de nosotros alguna que otra vez.

Luego pudiéramos ir y visitar todos los lugares donde la pasamos bien alguna vez y a los que nunca hemos regresado. Mirarlos desde fuera y recordar a aquellas personas que ya no están en nuestras vidas, pero que lo estuvieron alguna vez y fueron importantes. Todo esto mientras nos tomamos un helado de chocolate al ron con pasas.

Nos compraríamos todo lo que nos guste y nos daríamos un masaje. Cogeríamos nuestros patines y rodaríamos por toda la calle como si fuéramos adolescentes mientras oímos canciones que nos suben la moral en el iPod. Al primer claxon de carro que sintiéramos, meteríamos la cabeza por la ventanilla y le diríamos agradablemente al chofer que no pite tanto, que en este país no hay a dónde ir tan de prisa, mientras le damos un beso en la frente.

Llamaríamos a los que secretamente amamos y les diríamos lo muertos que estamos con ellos, y que no importa si no somos correspondidos, solo queríamos decírselo. Llamar a nuestros amigos y decirles que aunque nunca los llamamos, los queremos. Llamar a otros e informarles que desde ese momento ya no están en nuestra lista de contactos.

Comenzaríamos finalmente a escribir nuestra novela sin preocuparnos por el hecho de que nunca hemos escrito una. Luego iríamos a algún ministerio y nos colaríamos con miles de mentiras para usar su Internet y pasarnos la tarde chateando con nuestros amigos de Facebook.

Podríamos ver fotos de los lugares a los que hemos ido y los reviviríamos en nuestras cabezas. Luego recordaríamos cuánto nos gusta tirar fotos y saldríamos a la calle con nuestra cámara. Casi al caer la tarde, iríamos a la playa abandonada más cercana, y miraríamos al infinito mientras pensamos en hombres que no existen pero que a lo mejor algún día nos tocan a la puerta.

De regreso, nos desviaríamos para ir a la casa del amante más fogoso que tengamos y sin decir una palabra tendríamos sexo hasta que ya no pudiéramos pensar en nada más. Cuando él quisiera decir algo, solo le daríamos un beso en la boca para callarlo, mientras nos vamos alegremente. Luego, ya de noche, invitar a todos nuestros amigos a un buen y caro restaurante donde nos gastaríamos hasta el último centavo que nos quedó después de las compras de la tarde. Ahí comeríamos hasta que ya no pudiéramos respirar mientras habláramos de cuando nos conocimos y de cómo nos caíamos mal. Al salir, iríamos a la primera fiesta escandalosa que oyéramos, y ahí, mientras todos oyeran salsa o reggaetón, nosotros bailaríamos como Riverdance hasta que nos botaran.
 
En el camino de regreso, cuando ya estuviéramos solos, pararíamos en esa casa en la que antes casi vivíamos y a la cual hace tantos años que no entramos, tocaríamos a la puerta y al salir esa persona a la que hace tanto no le dirigimos la palabra, dedicarle una sonrisa y decirle que ojalá todo hubiese acabado de otra forma.

Al llegar a casa podríamos ver alguna película en la que nos riéramos y lloráramos a la misma vez, leeríamos algo de Harry Potter, tomaríamos una copa de vino y, ya acostados, abriríamos nuestro libro de “Astronomía para todos” para ver cómo se llaman las estrellas que vemos por la ventana. Y así, con el libro en el pecho y nuestra música favorita de fondo, pensando en todo lo que hemos hecho en el día, nos quedaríamos suavemente dormidos.

Ah, si pudiésemos tener un día así. Un día sin preocupaciones, sin complejos, sin resignaciones, sin limitaciones. Un día real. Por supuesto que nos criticarían, que nos quedaríamos sin dinero, que quizás hasta nos dieran un golpe. Pero, después de todo, ¿no nos critican siempre?, ¿no se nos acaba el dinero de todas formas?, ¿no descubrimos que muchas veces las consecuencias de nuestras acciones no son tan malas como pensábamos? Además, ese día nos la pasaríamos tan bien…

Pero ese soy yo suponiendo. Ejemplos hipotéticos en todos los casos. Como para probar qué se siente al escribir de cosas así. Si mañana se enteran que yo, o alguno de ustedes mismos, tuvo un día como ese, no sería más que pura coincidencia… ¿o quizás no?

viernes, 6 de enero de 2012

Lulú y el orden de las cosas


Lulú era una mujer fría y distante. Algunos dirían incluso que insensible en lo que a amores se refiere. Los hombres le habían interesado en el pasado, pero solo porque estaba en el guión establecido para cada ser humano, aún antes de nacer. Ahora, a sus 30 años, solo los usaba como ejemplos, por lo general negativos, para cultivar su verdadera pasión: la literatura. ¿Cómo habría de escribir sobre el amor y las relaciones sin haberlos experimentado antes? De ahí que los hombres para Lulú no fueran mucho más que ratas de laboratorio. Cuando caminaba por las calles, jamás miraba al piso o hacia los lados. Solo contemplaba hacia el frente, sin fijarse en nadie, como si tuviera la mirada perdida en algún pensamiento. Al caminar por las calles, y por la vida, de esta forma, los hombres, que siempre se han caracterizado por su baja autoestima, se sentían extremadamente atraídos por ella. Visto de este modo, Lulú era perfecta. 

Hasta el día en que conoció a Damián y su pelo rojo la confundió. Este, apasionado por la obra literaria de Lulú, se había acercado a ella y se lo había hecho saber. Su ligereza, su candidez, su cierta ingenuidad, la pasión con la que hablaba sobre las cosas, la llevaron a cuestionarse su propio mundo cínico y glacial. A pesar de su propia sorpresa, una hora de amena conversación más tarde, ya estaba convencida de lo interesada que estaba en Damián. No quería solamente llevárselo a la cama, eso habría sido ponerlo en la misma lista que al resto de los de su especie, sino que quería quedarse a su lado, conversar con él, amanecer juntos e ir a desayunar abrazados. Sensaciones sobre las que había escrito alguna vez, pero que no experimentaba desde hacía mucho. Quizás desde nunca, si se tomaba en cuenta que sus amores de adolescencia y de temprana juventud no habían sido más que una farsa.

Pero la pasión de Damián era solo por su literatura y, luego de conocerla, por su personalidad, no por sus encantos como mujer. Hablaba todo el tiempo de otras mujeres, como invitando a Lulú a hacer lo mismo sobre otros hombres, lo cual secretamente la enfurecía. Sin embargo, había algo muy ambiguo en todo aquello. A veces se quedaba callado ante algún comentario que hacía ella sobre los hombres, o la descripción de la mujer ideal que daba era una demasiado parecida a la de Lulú. Así dejó ella de salir con otros hombres, de escribir y de ser como era. Era como si comenzara a descongelarse. No se lo contó a nadie, no tenía a quien contar estos sentimientos tan íntimos, pero varios de los que la conocían empezaron a notar cuán llena de entusiasmo estaba.

Sin embargo, nada pasaba, y cada vez Damián hablaba más de otras mujeres y ella ya no sabía qué hacer o qué decir. Sentía que los días se repetían: ella llegaba, pensando que ese día sí pasaría algo, luego tenían una buena conversación presagiando un final feliz, hasta que él, cuando ella menos lo veía venir, comenzaba a hablar de otra mujer o a preguntarle si había conocido a algún hombre interesante últimamente hasta que ella terminaba volviendo a casa sin haber logrado nada y sintiéndose casi invisible. Pero entonces él la llamaba y le decía, como al azar, algo acerca de cómo su amistad lo emocionaba y le hacía cuestionarse cosas, y ella volvía a comenzar con sus sueños. A menudo, cuando conversaban y él miraba hacia otro lado, ella lo miraba fijo y se imaginaba que eran amantes. Ahí, justo a su lado, se imaginaba que lo besaba y que él le pasaba la lengua por el cuello.

Hasta que decidió actuar. Decidió utilizar todo lo que sabía de la vida para finalmente llevarse a Damián. Era aquella noche de discoteca en la que todo se decidiría. Parte de su personalidad calculadora de antes había aparecido de nuevo, luego de sentirse tan frustrada por el paso de los días sin progreso.

Se hizo un peinado hacia arriba, como si fuese una estrella de los años 60 y se puso un vestido y unos zapatos rojos. Se pintó los ojos de negro y los labios de rojo. Y así se fue, sabiéndose inmortal. Las miradas en la calle se lo confirmaron. Al llegar, Damián la miró como nunca lo había hecho y ella supo que ese era definitivamente el momento. Sonrió, bailó con todos los amigos de ambos, y se sintió con los artilugios de la mujer fría de antes, pero ahora llena de pasión por dentro. Damián la miraba magnetizado, como si nunca la hubiera visto tan de cerca, e incluso llegó a decirle lo impactante que era ella para él. Y ella sonrió.

Y de pronto, cuando regresaba del bar con dos tragos en la mano, vio a Damián besándose con una muchacha de pelos tan rojos como los de él. Frente a todos. Lulú sintió que todo pasaba en cámara lenta. Ella avanzaba con los tragos en la mano, mientras ellos dos se besaban, los tres envueltos por una multitud que bailaba. En medio de su sopor, se horrorizó. Para cuando llegó a la mesa, ya nadie podía reconocer a la alguna vez fría y distante Lulú. Estaba agitada y confundía las cosas. Damián se acercó y les dijo a todos, pero más que a nadie a ella, su amiga, lo mucho que le encantaba esta muchacha.

Lulú pensó por un segundo recobrar su sanidad mental, pero fue en vano. Se dijo a sí misma que no había ningún problema real, se recordó lo fría que solía ser y lo efectivo que resultaba ser eso, pero nada. Hay sentimientos que ni siquiera por intentar analizarlos fríamente pueden cambiar en poco tiempo. Solo podía pensar en Damián, que para ese entonces había desaparecido de la discoteca. Ante la imposibilidad de hacer algo, hizo lo único que estaba en sus manos: tomar hasta ya no pensar en nada. Un rato después, completamente trastornada, se movía entre la gente que bailaba, sintiéndose liviana y profunda al mismo tiempo.

Pero nadie le hizo caso. Solo la vieron como a una borracha. Su poder siempre había radicado en su personalidad, y esta estaba ahora trastornada. Había renunciado a ella por un hombre, y el resto de los de su especie podía olerlo, así que se alejaban de ella para seguir buscando a otra que los despreciara. Ella, aún en su estado, se daba cuenta de su ausencia de poder sobre los hombres, lo cual la debilitaba y la enfurecía aún más.

Cuando salió de la discoteca, Damián se besaba con la muchacha contra un muro. Al ver a Lulú, su rostro pasó súbitamente de la lujuria a la alegría y se acercó a ella sonriendo. Y ahí se dio cuenta por primera vez de los sentimientos de Lulú. Se dio cuenta cuando esta, sin aparente razón, lo miró a los ojos con un odio que no le conocía. Ojos de bestia herida. Damián la miró estupefacto. Pero entonces, luego de un segundo de temor, la decepción se reflejó en su mirada. No había nada ambiguo ahí esta vez. Y con este juego de miradas, Lulú comprendió que nunca había habido nada ahí para ella. Que todo había estado en su mente, no en la de él. Inconscientemente cambió su mirada. Todavía era la de una bestia herida, pero una que se da cuenta que el culpable de su estado no es el cazador que tiene enfrente. O que quizás sí sea él, pero no tiene el derecho de pedirle explicaciones.

Dos horas después amaneció. Lulú estaba sentada en un parque mirando al infinito. Su pelo hacia arriba hacía grandes esfuerzos por desmoronarse, su rímel negro se había solidificado en sus mejillas y su cara cansada reflejaba lo que hasta hacía un rato había sido su estado de ánimo. Lulú había perdido. Su vestido rojo se veía extremadamente anacrónico a esa hora. Al golpearla la luz del sol y ver a las primeras personas caminar por la calle, se paró, y así, casi como una autómata, regresó a su casa. Al llegar se contempló en un espejo por 12 minutos. Agotada, como si la única causa por la cual seguía mirando en ese espejo fuera porque estaba demasiado cansada como para cambiar de posición, se miró a sí misma derrotada. Finalmente, se quitó el vestido, se soltó el pelo y se acostó en su cama.

Al despertar, ya no sentía nada. Su humillación anterior había desparecido. Sentía como si estuviese anestesiada. Recordaba todo, pero no le dolía. Ni siquiera la parte en que Damián realmente parecía interesado en aquella muchacha. Llamó a Damián y le preguntó cómo estaba. Él, sabiamente, no hizo ninguna alusión a la noche anterior. Ella, sabiamente, tampoco. Luego de colgar, se sentó en su máquina, y escribió un poco. Hacía mucho no lo hacía. Desde que se había olvidado de ser ella misma.

Unos días después, Damián la invitó a almorzar con él y su nueva novia a un restaurante. A pesar de que hubiera preferido no ir, en nombre de su relación de amistad y para enmendar situaciones anteriores, aceptó. Para su sorpresa, la muchacha le cayó bien. La encontró simpática. No a su altura, por supuesto, pero simpática. Se fijó en Damián y se sorprendió al comprobar que no sentía nada por él. Más aún, se sorprendió de que hubiese podido sentir algo por él en algún momento. Los pelirrojos debían estar juntos, pensó. Y sonrió internamente.

Al salir del restaurante, Lulú caminó a casa y concluyó que lo mejor que podía haber sacado de todo aquello era algo sobre lo cual escribir. Luego pensó en muchas cosas, en tantas que no notó que ya no pensaba en Damián, ni tampoco en ningún hombre. Tampoco notó que las cosas estaban finalmente en su lugar de siempre, y que aunque a veces cambian temporalmente, al final siempre vuelven a su orden natural. Mientras caminaba con su mirada perdida en el futuro, sin mirar abajo ni a los lados, muchos hombres no pudieron evitar mirarla y sentirse, como siempre, inferiores, lo cual les pareció inmensamente atractivo. Ella no les dedicó ni una mirada ni un pensamiento. Era fría e insensible de nuevo. Perfecta. Con esa perfección que solo tienen los que no aman a nadie.


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