sábado, 18 de agosto de 2012

Los que se fueron y ahora viven por otros lados


Lo encontré en un lugar donde todo el mundo se besaba. Más bien digamos que lo reencontré. Se parecía a alguien pero no tuve ni siquiera la intención de precisar a quién. Se lo dije a mi amigo cubano, a mi lado, pero no me interesó buscar en mi memoria a quién me recordaba. Solo me concentré en lograr besarlo. Parecía argelino, o algún otro tipo de árabe, de los que hay miles y miles en Montreal. Lindo, quizás demasiado. Peligrosamente lindo. Lo sabía. Masticaba chicle todo el tiempo demostrando la altanería propia del que es lindo y está en un lugar en el que ser lindo lo es todo. No tan alto, pelo rizado corto y un perfil de cara extremadamente fino que lo hacía peligrosamente hermoso. Peligrosamente conocido.

Él no me vio. O quizás sí, pero cuando me fijé en él y le hice el comentario a mi amigo, él intentaba - sorpresivamente sin éxito - besarse con un insignificante muchacho de mirada lánguida. Al ver que no me miraba y otros sí, le retiré mi atención y me besé con estos otros. Otros sin importancia. Irrelevantes para esta historia y para mi vida. Y luego busqué a otros nuevos para besarlos y olvidar con estos a los que había besado, en un proceso de sustitución y acumulación que conduce casi siempre a la plenitud, la cual el hombre confunde comúnmente con felicidad. Sobre todo un sábado en la noche.

Cuántas nacionalidades en esta ciudad. Tantas, que uno ni intenta ya adivinarlas. Uno se hace un aproximado en la cabeza y con eso basta. Europeos, africanos, latinos, asiáticos, norteños. Negros, rubios, árabes, indios. Pequeños, altos, de ojos rasgados, pelos rizados o bocas voluptuosas. La verdadera pluralidad. Y todos con un solo objetivo: besarse. Buscando en la variedad no el sabor más especial, sino la unión de muchos, y satisfacer así instintos aprendidos a reprimir desde pequeños. Diversos por fuera; por dentro, todos iguales.

Luego de algunas vueltas y algunos besos me lo encontré. Reencontré. No había nadie cerca, solo él y yo. Nuestros ojos se cruzaron por tan solo un segundo cuando caminábamos uno en dirección al otro y no lo volví a mirar. Hace mucho que aprendí que para conquistar a los altaneros hay que hacerles ver que no te importan. Pero él insistió. En vez de seguir de largo se paró a mi lado y me miró fijo. Con esa indecencia propia de los que se saben deseables. Yo también me detuve y miré al infinito como buscando algo que no existía pero distinguiendo perfectamente su cara, justo al lado mío y apuntando directamente hacia mí. Sin desvíos.

Después de dos segundos, lo miré directamente. Con mi cara de malo que siempre funciona. Él me miró con su cara de puto que no tiene nada que perder con un rechazo, la cual seguro también siempre le funciona. Sonrisa y chicle en plena acción. Me gustó. Hacía mucho me gustaba, de todas formas. Pero él no tenía que saberlo. Entonces, ya sabiéndose ganador, alargó aún más su sonrisa y me dio la espalda, empezando a caminar. Dos metros después, una mirada hacia atrás para garantizar que lo siguieran. Lo hice. Cuatro metros de persecución a corta distancia, una curva y lo perdí de vista por unos instantes hasta que la doblé yo también y tuve que pararme en seco para no tropezar con él, justo a mi izquierda, recostado provocadoramente a la pared.

Besar. Qué hermosa tarea que la vida nos ha asignado. Rocé su boca ligeramente con la mía para poderlo hacer sentir mi aliento y sentir el de él. Limpio. El chicle. Puse una mano en su cara y lo toqué. Como si fuera mío. Era mío. Con esa posesión momentánea, pero real, que tienen los encuentros ocasionales. La otra mano levantó su pullover sin que se diera cuenta y tocó directamente su cintura. Cuando la sintió abrió la boca ligeramente, como sorprendido y excitado al mismo tiempo, en el mismo momento en que la mano en su cara pasó a su cuello y lo apretó indicando claramente la posesión. Lo miré a sus ojos oscuros. Me miró de vuelta. Y entonces lo hice. Abrí mi boca, él la suya, y cuando ambas se unieron y los alientos se mezclaron provocando un vapor excitante, una lengua buscó a la otra hasta encontrarla y comenzar un juego de movimientos alternos y simétricos. La mano de la cintura subió por un costado de su torso para ir a encontrar, ella sola, una mano de él que, como si estuviese sorprendida, estaba pegada a una pared en posición rígida. Y así quedamos, con las bocas unidas, las manos entrecruzadas y una rodilla presionando levemente un entrepierna. Besar. Qué hermosa tarea que la vida nos ha asignado.

En medio de nuestro beso algo pasó. O mejor dicho: alguien pasó. Alguien que nunca vi, pero que oí a la perfección hablar en un francés claramente quebequense. “Los cubanos siempre son ardientes” dijo, repitiendo un estereotipo para nada cierto pero que las personas del mundo, incluidos los propios cubanos, se esfuerzan en creer y repetir para poder pensar aliviados que en alguna parte del mundo hay una isla llena de hombres ardientes y apasionados. Casi no le presté atención. Besar era lo único que me importaba. Había logrado lo que quería, no iba a interesarme ahora en nada más.

Mas entonces, mis cinco sentidos, que rara vez me abandonan, me hicieron salirme por un segundo del beso. Nadie sabía ahí que yo era cubano. ¿Se lo había dicho a alguien en medio de los besos? ¿A alguien que regresaba ahora a correr la voz? No. Siempre calculo muy bien cuándo decir que soy cubano. Justo luego de que vean que no soy como los que ellos creen que es un cubano. Para molestar. A todos. A los cubanos y a los no cubanos. Para que vean que no todos somos iguales y no somos menos cubanos por ello. Pero entonces asumí que mi amigo, en medio de sus besos, había dicho su nacionalidad y los otros habían asumido que era también la mía al vernos hablar en español entre nosotros. Sí, debía ser eso.

Satisfecho con mi propia teoría regresé a besarlo. Regresé en mi cabeza, porque en la realidad no había dejado de hacerlo. Después de sus labios, besé su mentón, su cuello, una mano que llevé hasta mi boca. Mientras besaba su mano lo miré a los ojos. Él vio que lo miraba y comenzó a masticar su olvidado chicle. Entonces me di cuenta que estaba nervioso. El chicle era su arma de defensa, no de ataque. Lo ayudaba a sentirse menos fuera de lugar, para creerse él mismo que el besarse con todos era algo fácil. Adorable. Pero entonces, ante su vulnerabilidad momentánea y fugaz, me di cuenta.

No sé por qué, solo me vino a la cabeza. Quizás fueron las palabras del desconocido, la sensación que tenía desde que lo vi, o su mirada nerviosa que duró un segundo pero que me enseñó otra cara de él. Quizás fue la mezcla de todo, o de algo más que ahora ni siquiera puedo recordar, pero en un solo segundo me di cuenta de algo que ni remotamente me había pasado por la cabeza antes. Las verdaderas iluminaciones no tienen explicación. Sorprendido ante mi propia teoría, pero casi convencido de esta, solo había una manera de corroborarla.

“El cubano eres tú”, dije, en pleno español de Cuba, sorprendido pero no preguntando. Afirmando. “¿Qué?” dijo él al reconocer por un instante lo que le pareció el idioma del lugar donde nació. “¿Eres cubano?” repetí, no solo preguntando esta vez, sino haciéndolo más despacio en una variante de español que no es la mía, pero que uso desde que descubrí que nadie me entendía. Respondió afirmativamente con la cabeza. Miró hacia el lado y siguió con su chicle como si fuese una estrella de cine que se incomoda cuando alguien la identifica en un lugar en el que quería pasar desapercibida. Pura arrogancia. La arrogancia que viene de venir de un país que los otros consideran exótico.

Lo miré y me deleité en la pequeña venganza que estaba a punto de infligirle. “Yo también”, dije, de nuevo en un español que no es el mío. Lo dije como quien ni siquiera lo cree. Como quien lo dice para imitar. Parte del juego de la venganza. Me miró con un gesto de incredulidad e hizo una mueca con la cara expresando que la broma no tenía sentido, olvidando el acento que había escuchado unos segundos atrás en mi pregunta primera. Siempre me pasa. Nadie me cree que soy cubano. Ni los mismos cubanos. Arma a favor.

“Por eso tu cara me era conocida”, le dije, mientras le daba un beso en la boca. “Creo que te equivocas”, dijo algo alterado, “yo no te conozco”. “Pues yo a ti sí”. Otro beso. Todos de mí hacia él y no a la inversa. “No sé de dónde (beso) pero te conozco. Quizás de la Cujae (beso), de Coppelia (beso), de caminar por 23 (beso más largo y aún más frío de su parte)”. Al despegar su boca de la mía, lo miré. Tenía cara de sorpresa. Los referentes locales habían funcionado. Aproveché mi ventaja para seguir besándolo. Me encantaba saber que le quitaba la arrogancia poco a poco, pero más disfrutaba saber que era cubano. Cuando lo vi y me recordó a alguien, no me pude ni imaginar remotamente que era ese. Tan lejos de Cuba. En un lugar tan lejos de todo aparentemente. Ahora solo tenía que acordarme de quién era.

Pero para eso había tiempo. Sabiendo como sé que en lugares como ese las conversaciones importantes hay que mezclarlas con mucho morbo o se pierde la presa, levanté su pullover, me agaché y besé su abdomen mientras sujetaba su cintura entre mis manos. Luego, metiendo mi cabeza dentro del pullover poco a poco besé el costado de su cintura y lo sentí erizarse. Fui subiendo poco a poco por su torso rozando mi nariz hasta llegar al pecho. Y ahí, justo cuando llegué, en medio de la oscuridad que provocaba el estar dentro de su pullover, que se sumaba a la oscuridad que había en aquel lugar ya de por sí, justo cuando no veía su cara, pero podía claramente sentir el calor de su pecho, me acordé.

Yo era joven. Muy joven. Hay una línea divisoria en nuestras vidas y antes de ella somos jóvenes y después de ella somos los verdaderos nosotros. Pues cuando lo encontré era antes de esa línea. Mucho antes. Antes de ser el verdadero yo. Cuando era inexperto, ingenuo y no tenía la malicia que solo dan los años. Ni siquiera sé si sabía besar como sé ahora. Probablemente sí, pero no lo sabía y de poco sirve saber algo si no sabes que lo sabes. Pues ahí fue cuando lo encontré por primera vez. Cuando verdaderamente lo encontré. Muchos años antes del chicle y de Montreal.

¿Cómo pude olvidarme de él? ¿Cómo pude ver a alguien parecido y no acordarme inmediatamente? ¿Cómo? ¿Cómo es que uno puede olvidarse de todo?

No sé cuándo fue la primera vez que lo vi, pero sé que siempre me gustó. Yo tendría 18 años y el ser gay era tan nuevo que ni siquiera lo había hecho. No pensaba en otra cosa desde hacía años pero no había movido un dedo para materializar mis deseos. Él no. Él sí había hecho. Tenía un novio. Uno lindo y macho, que con el tiempo se volvió viejo y ordinario. Pero a mí me gustaba él. Tenía cara de puta. Una puta mucho más inocente que la de ahora, pero puta. Miraba de arriba a abajo sin vergüenza, como buscando en uno condiciones capaces de satisfacerlo sexualmente. Miradas a las que cuando uno es muy joven, no sabe muy bien cómo responder.

Lo vi mucho. Por mucho tiempo. En los cines, en los parques, en las calles comunes. No debía vivir muy lejos porque hubo una época en que no paraba de verlo. Solo, con el novio, con el novio y alguna amiga, con varios amigos. Los demás no sabían que ellos eran novios, pero yo sí. Pero nadie me notaba. Yo no era nadie. No tenía personalidad. O sí la tenía, pero la escondía, lo cual es lo mismo. A veces sí me miraba de arriba a abajo pero imagino que hiciera lo mismo con todos. El novio nunca ni siquiera me notó.

En mi casa pensaba en lo que haría la próxima vez que lo viera. En qué le diría, en cómo caminaría para que me notara, en cómo lo miraría. Imaginaba escenarios en mi mente en los que la lluvia nos hacía quedarnos juntos en el mismo espacio atrapados, en los que teníamos amigos comunes que nos presentaban, en que un día, sin razón, nos besábamos detrás de un árbol sin siquiera haber intercambiado una palabra antes. Todo bien planeado. Tenía todo el tiempo del mundo para desarrollar mi plan y lograr finalmente, no solo estar con un hombre, sino estar con él, cuya mirada nunca dejó de fascinarme.

Y un día no lo vi más. Nunca más. Y lo que más me molesta es que nunca me di cuenta que lo había dejado de ver. Eso es lo que más me duele y ni siquiera sé si puedo explicar por qué. Tuvo que pasar mucho tiempo, tuve que cruzar la línea divisoria de mi vida, conocer a muchos más hombres, más y menos importantes, tuve que tener miles de aventuras, declararme harto de todo y viajar al norte para en una noche oscura darme cuenta de que lo había dejado de ver.

Entonces me dio lástima. Lástima conmigo mismo cuando tenía 18 años. Tan solo, tan desamparado. Me vi sentado imaginando planes para conquistarlo mientras él cogía un avión y se iba. Me vi buscándolo por las calles mientras él, que ni siquiera me había mirado nunca, comenzaba su vida en otro lado. Me vi emocionado mientras él pensaba con añoranza en su novio lindo y macho que había dejado detrás. Y para colmo ni siquiera me di cuenta nunca. Un día no lo vi y pensé que quizás al día siguiente lo vería. Y así hasta que cuando me vine a dar cuenta lo tenía delante de mí más de 10 años después y me puse a pensar en cuándo fue que se fue y en cómo nunca me di cuenta. 

Me dolió. Ni siquiera sé todavía por qué me dolió tanto. Debajo de su pullover, tan cerca de él, me di cuenta por primera vez de lo lejos que se había ido de mí. No es justo. Los cubanos crecemos con patrones que nos dejan, con gente que no existe más. Con gente que se va y ahora vive por otros lados. Y lo peor es que a veces ni siquiera los extrañamos. Ni siquiera nos damos cuenta que se han ido. O mejor aún: sí los extrañamos pero no lo sabemos hasta que un día alguien, quizás ellos mismos, nos recuerda su ausencia y nos damos cuenta de que somos huérfanos. Los cubanos somos huérfanos. Y ni cuenta nos damos.

Salí de abajo de su pullover y lo miré. Lo miré fijo. Cansado, decepcionado y derrotado como si hubiese descubierto su traición cuando estaba allá abajo. “Estudiabas medicina”, le dije serio. Su cara no reflejó nada. “Tenías un novio y andabas siempre con él”. “Vivías en el Vedado”. “Tenías cara de puta”, agregué, casi para mí mismo. Él no dijo nada. Solo me miró fijo. Serio. Ni sombra del chicle por ningún lado. “¿Y tú quién eras?”, se limitó a decirme, como si con esa sola pregunta admitiera todo.

Yo miré al infinito, como buscando algo que no existía, y le dije: “Yo era yo mismo, pero no lo sabía”. “Y después, cuando ya lo sabía, tú no estabas”. “Y nunca me di cuenta”.

“¿Dónde te fuiste?”, pregunté, algo más pragmático, como quien sabe que tanta pasión no debe ser mostrada a desconocidos. Desconocidos que al final no tienen la culpa de haberse ido y que se asustan al ver tanta emoción. “Miami”, dijo. Lógico. “¿Y tú?”, agregó. “A ninguna parte”, dije. “No estás en el Vedado”, agregó. Entonces pensé en si alguien algún día notaría al reencontrarme que llevaba años sin verme y que me había extrañado sin saberlo. En si dejaría también huérfanos detrás de mí. Por toda respuesta, me encogí de hombros.

Como no había nada más que hacer ni que decir, lo besé. Pero no como antes. Sin lujuria. Como por primera vez. Lo besé y me imaginé que tenía 18 años y lograba lo que siempre quise. Al terminar acomodé mi cabeza en su pecho y ahí me quedé. Con los ojos abiertos. No sé si le pareció raro, pero me lo debía. En todo caso, no hizo ni dijo nada.

Después de un tiempo prudencial - las emociones tienen un tiempo prudencial y no debemos excederlo - me despegué y lo dejé ir. Ya no sentía nada, de todas formas. Él sonrió y se fue, dándome una palmada en el hombro antes de irse. Seguro nunca supo qué fue lo que pasó. Mejor así.

Me quedé recostado a la pared. Alguien pasó y me preguntó en inglés: “¿Quieres besarte?”. “No, gracias”, respondí mientras sonreía amablemente. Saqué mi celular y vi un mensaje de mi amigo cubano: “Me fui. Me cansé”. Justo mis pensamientos. Uno se cansa de sus propias emociones intensas. De su propio pasado.

Así que me paré y después de varias curvas, llegué a la puerta. Ahí me lo encontré. Reencontré. Podría decirse que era otra persona. No había un trazo de arrogancia en él. Era diferente. Mucho más joven. Mucho más lindo. También estaba cansado. Para que no fuera todo aún más raro, fingí que no me iba y caminé para el otro lado. A modo de despedida, lo miré, me llevé los dedos a la frente y dije: “Pioneros por el comunismo…”. Él me miró como aún sin saber qué era lo que había pasado, pero me sonrió justo antes de salir.

Me senté al lado de un fortachón y esperé un tiempo lógico para no tener que volverlo a ver en la calle. Ya nos habíamos reencontrado lo suficiente. Me pregunté si algún día lo volvería a ver. No lo creo, pero tampoco creo que importe. Él no fue el problema. El problema fue…Ni siquiera sé cuál fue. Mi encuentro conmigo mismo cuando era joven, la sensación de orfandad atrasada, no lo sé. Pero sé que cuando lo vi salir por la puerta algo se arregló. Fue como darle un final a algo que ni siquiera sabía que tenía que darle un final. Añorar. Qué extraña tarea que la vida nos ha asignado.

Mientras pensaba en todo esto, un muchacho vino y se sentó a mi lado. Se puso a hablar con el fortachón en un mal francés. Cuántas nacionalidades. Tantas, que ya uno ni intenta adivinarlas. Hasta que te golpean directo en la cara. El muchacho le preguntó al fortachón de dónde venía y este, de tantas nacionalidades que podía decir, dijo que venía de Cuba.

Yo me eché a reír sin mirarlos. Una risa natural y espontánea, que no necesito explicar porque todos ustedes compartirán conmigo. Ellos me miraron asombrados. Entonces el fortachón, usando su supuesto encanto de nacido en un país exótico me dijo en su mal francés: “¿Qué? ¿Nunca has conocido a un cubano?” mientras sonreía seductoramente.

Yo dejé de reír, me levanté y me paré frente a él, lo miré a los ojos, y en el claro español de nuestra infancia común que tanto sorprende y emociona a aquellos que se fueron y ahora viven por otros lados cuando lo escuchan, le dije: “Sí. Unos cuantos”.


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