lunes, 23 de mayo de 2011

La triste historia del amigo que cambió


¿En qué momento cambia la gente? ¿Se van a la cama una noche y cuando se despiertan al día siguiente ya son otros? Y si cambian de un día para otro, ¿por qué nunca nadie cambia para bien? Quizás siempre hayan sido así y era uno que no se daba cuenta. ¿He cambiado yo y hay alguien escribiendo un post en estos momentos sobre mí y mi cambio radical? No lo sé. Ya no sé nada. Pero empecemos esto por el inicio.


No recuerdo exactamente el momento justo en que nos conocimos Alberto y yo, pero sí recuerdo que fue en los lejanos días de inicio de universidad, cuando nos parecía que quedaban siglos de estudio por delante. Como éramos de facultades diferentes, siempre nos veíamos en el legendario Machado (comedor universitario, para los que no saben nada de mi vida), en donde nos pasábamos el tiempo hablando bien de los buenos profesores y los buenos compañeros de clase y hablando mal de los malos profesores y los malos compañeros de clase. Ya saben cómo son esas edades. Como en aquellos días el monto total de nuestros bolsillos no llegaba a los 14 pesos cubanos, era normal que fuéramos todos los días al Machado, así que coordinábamos las horas para vernos ahí. A veces no íbamos a clases en la tarde y cuando salíamos del Machado nos íbamos a la facultad de alguno de los dos a conectarnos a Internet con la cuenta de alguien que había olvidado cerrarla (ya que las nuestras se gastaban a los tres días de haber empezado el mes). Así nos pasamos innumerables tardes metiéndonos en ilegales páginas y, mientras esperábamos horas para que se bajara una foto, nos hacíamos los cuentos de la buena pipa. Hasta que nos botaban a eso de las 7 porque era la hora de cerrar el laboratorio, y decidíamos ir al cine. Como a Alberto en realidad no le gustaba mucho el cine, en más de una ocasión, solo entrábamos y cuando apagaban las luces nos íbamos y nos sentábamos en el portal del Chaplin a ver el tiempo pasar y a la gente correr. Ya saben, tonterías de los que tienen toda la vida por delante. Pero no éramos malos. Para nada.

Después fuimos de la clase de amigos que se quedan en el sofá de la casa del otro y se cuentan hasta el color del calzoncillos que llevan puesto. Nos contábamos quién nos gustaba y quién nos gustaba aún más. Nos hacíamos planes de cómo íbamos a atacar a nuestras víctimas en el Machado un día, porque creíamos que el que es franco y directo, siempre triunfa en el amor. Todavía lo creo. No sé Alberto. Pero en esa época lo creíamos los dos, de eso estoy seguro. Y apoyándonos el uno al otro, hacíamos cada papelazo, del cual nos pasábamos la tarde avergonzándonos y riéndonos por turnos.

Alberto siempre tuvo problemas en su casa, pero no los contaba porque era de los que pensaba que si el problema se ignora, no existe. Como yo soy idéntico, no hablábamos de eso. Pero a veces no iba a dormir a su casa y uno podía darse cuenta al día siguiente porque estaba vestido igual que el día anterior. Yo, quien soy (o era, no sé ni me interesa) de ponerme la misma ropa de lunes a viernes, cual uniforme, fingía que éramos ambos unos descuidados, y así todo parecía normal. Después íbamos a mi casa y yo fingía que ya era muy tarde, así que era mejor que se quedara en el sofá. Y así, como no se hablaba de los problemas, no existían.

Hay un día en la vida de todo cubano en la que un amigo viene y le dice que “se va”. Y el cubano sabe inmediatamente de qué se trata. Después van juntos a buscar la baja de la facultad, un último almuerzo en el Machado, una última caminata por la calle, una última media en la parada. Todos los cubanos estamos acostumbrados a que esto nos pase, en mayor o menor medida, así que Alberto y yo nos ahorramos lágrimas y pajarerías, porque en la vida la gente tiene que progresar. O por lo menos intentarlo. Yo tenía otros amigos (incluso mucho más cercanos que Alberto) por lo cual pude fingir conmigo mismo que su partida no me había afectado tanto. Pero recuerdo un día en que hice uno de mis papelazos amorosos, y descubrí que no era tan divertido como cuando Alberto estaba al lado mío.

Y el tiempo pasó. Y aparecieron los primeros síntomas. Los iniciales y numerosos correos de Alberto contándome cómo era el primer mundo, lo grande y limpio que era, y cómo había de todo, fueron sustituidos por grandes períodos de tiempo sin saber nada uno del otro. Pero eso es normal; me dije a mí mismo que el primer mundo es complicado, que la gente vive una vida muy de prisa, y que a veces, por falta de tiempo, no de interés, la gente no hace contacto. Y, siendo honestos, yo tampoco escribía mucho. Y pasó el tiempo, hasta que un día descubrí que hacía más de un año que no sabía de Alberto. Le escribí algo como “¿Hay alguien ahí?” y él respondió al día siguiente algo como “Coño, flaco, qué bueno saber de ti. Sigue escribiendo”. Y después de dos correos kilométricos de cada uno contándonos todo lo que habíamos hecho el año anterior, volvimos a caer en el mismo letargo epistolar. Pero eso es normal; el cubano sabe que esas cosas son así, y no protesta.

Así siguió pasando el tiempo, y ya casi me graduaba, cuando un día, sin querer, de camino a mi casa me encontré a Ronald (quien no es importante en esta historia) pero quien me dijo que hacía dos semanas había visto en una discoteca cara al amiguito que siempre andaba conmigo años atrás. No entendí. Pero siempre pensé que era una equivocación, el pobre de Ronald siempre había sido un poco lento. Curioso (nervioso, más bien) llamé a su problemática casa, donde la madre me confirmó que, en efecto, Alberto había estado 15 días en Cuba. Y ahí entendí aún menos. La madre me dijo que no tuvo tiempo de visitar a nadie porque andaba todo el tiempo con “un amigo que trajo de allá”. Bueno, si lo traes de allá, bien podrías presentarle a tus amigos de “acá”, ¿no? Pero después de una psicoterapia de emergencia proporcionada por mi amigo Ray (quien es importante en todas mis historias), llegamos juntos a la conclusión de que el primer mundo es complicado, que la gente vive una vida de prisa, y que a veces, por falta de tiempo, no de interés, la gente no hace contacto. Después descubrí que no solo no me visitó a mí, sino que no visitó ni siquiera a su amiga de toda la vida, así que me convencí de que no era nada particular en mi contra y decidí esperar que en algún momento, y de alguna forma, me contactara.

¡Y Alberto me contactó! Un día, gracias a las maravillas del juguete nuevo del mundo por esos días: Facebook. Y volvimos a ser amigos, esta vez virtuales. Y yo ignoré cuando me dijo que no entendía por qué las conexiones estaban tan malas. ¿De veras no se acordaba de las horas y horas en los laboratorios de nuestras facultades para bajar un documento? También me hice el chivo con tontera cuando me preguntó si en Coppelia todavía daban más hielo que helado y que si la misma gente tonta se seguía reuniendo en el Chaplin. Me costó un poco más de trabajo ignorar cuando me preguntó por qué yo seguía leyéndome todos esos libros de lugares a los que nunca iría. Después me preguntó que por qué me había quedado de profesor en la facultad, en vez de irme para el turismo. Me pareció distinto, como más relajado, casual, una versión “cool” de Alberto. Alberto nunca fue “cool”; se sumergía en diatribas filosóficas que solo él conocía y en dilemas morales y éticos que lo torturaban. Pero no me importó, porque Alberto, de alguna forma, estaba de nuevo en mi vida. Aunque fuera este Alberto tan “feliz”.

Después vi todos sus comentarios en Facebook hablando de cómo quería a Cuba y de cuánto desearía poder caminar de nuevo por G con sus amigos. Que extrañaba a sus vecinos y hasta la libreta de abastecimiento. Que lamentaba haber dejado atrás a su familia y que como La Habana no había ninguna ciudad en el mundo. Cuando vino no llamó a sus amigos y anduvo todo el tiempo con uno que trajo de allá, pero parece que el Muro de Facebook aguanta lo que sea. De todas formas, no pensé mucho en el asunto, no era nada grave ni mucho menos.

La cosa fue menos linda cuando su amiga de la infancia le pidió que le recargara la tarjeta de teléfono “desde allá” para que “aquí” le pusieran el doble de dinero y él le mandó un singular correo en el que no solo decía que no tenía los 20 dólares requeridos porque se había tomado algunos cursillos de verano, sino que agregó la lapidaria frase de “en Cuba un celular no hace tanta falta”. ¿? A él sí le hace falta, porque aunque desempleado, vive en un mundo moderno y desarrollado; a su amiga, quien es ingeniera en el tercer mundo, claro que no le hace falta, porque es tan subdesarrollada, la pobre, que ¿a quién va a llamar? Nosotros, por supuesto, consolamos a la llorosa amiguita de la infancia con la frase de que el primer mundo es complicado, que la gente vive una vida muy de prisa, y que a veces, por falta de tiempo, no de interés, la gente olvida el hambre que pasó. Pero secreta e individualmente todos nos sentimos mal con Alberto.

Después fueron los comentarios en Facebook criticando todo lo que yo hacía. ¿Por qué yo hablaba de películas con todos los cambios económicos por venir? ¿Por qué los cubanos se interesan en la Copa Mundial de Fútbol si no hay, ni nunca habrá, un equipo nuestro? ¿Por qué tanta fiesta de Halloween con el hambre que estamos pasando? Me empingué. Se lo hice saber en un mensaje privado, pero lo borré a última hora. Me dio cosa. Me dije a mí mismo que la gente tiende a ver las cosas desde afuera de manera distinta. Yo mismo creo que si conozco a un haitiano espero que hable de terremotos y cólera, no de arte. Supongo que todos somos iguales en el fondo: tenemos un subdesarrollo que nos come por una pata y nos ha llegado al cerebro. Pero por lo menos yo nunca he ido a Haití; él vivió aquí.  Lo cierto es que empecé a ver sus comentarios y sus posts con desagrado. Cada vez que revisaba mi Facebook y él aparecía por la pantalla diciendo que había ido a no sé dónde y que qué linda era la nieve, con las respuestas de sus amigos “de allá” a continuación, me daban ganas de matarlos a todos. Porque claro, él sí podía ir a esos lugares y ver la puta nieve; nosotros no, a nosotros nos toca hablar de lineamientos todo el día.

Y un día Alberto me llamó. No de afuera, por supuesto; me llamó de aquí. Oí su voz y no lo conocí, pero al tercer “¿De verdad tú no sabes quién te habla?” me di cuenta que era él y me emocioné. Olvidé todos los comentarios idiotas, la visita anterior, el incidente del celular; lo olvidé todo. Simplemente me emocioné. Me salió algo como: “Cojone, es Alberto”. Y él se rió. Me dijo que estaba aquí y que se iba rápido pero que quería verme. Concertamos un encuentro al día siguiente en 23 y G a las 6 de la tarde. Como en los viejos tiempos. Me emocioné y le conté a mi amigo Ray, y entre ambos decidimos que era mejor no hacer alusión en la cita a todas las cosas malas; simplemente un buen abrazo, unas cervezas y algo de plática nostálgica de aquellos años en que éramos tan amigos.

Y no fue. Así mismo: no fue. Estuve dos horas en aquel lugar, pensando que me había equivocado de banco o de calle, o incluso de ciudad. Pensando en si podía haberle pasado algo, aunque por dentro sabía que no había pasado nada. Ni una llamada, ni un mensaje, ni nada. Una semana después vi su álbum de fotos en Facebook: “Mi Cuba del alma”. Justo cuando empezaba con mi retahíla de que el primer mundo es complicado, la gente vive una vida muy de prisa y todo ese reguero de justificaciones, me di cuenta que la culpa no era del capitalismo, ni de la distancia, ni del dinero: mi amigo Alberto es un imbécil. Un cretino, un anormal, un idiota que olvidó que dormía en la calle, que olvidó que en la vida la gente tiene problemas espirituales al margen de la sociedad en la que vive, que olvidó a sus amigos y los sustituyó por otros. Y me dolió. Me dolió en la parte del corazón destinada a los amigos imbéciles. A esos que pudieron ser amigos toda la vida, pero que se diluyeron, cambiaron, “evolucionaron”.

Quizás Alberto siempre fue imbécil. Pero no, él tenía muchas cosas interesantes que decir, era inteligente, sensible y carismático; no era un imbécil. Quizás sea yo que estoy exagerando, pero me parece que si yo viniera a Cuba después de tanto tiempo, iría corriendo a ver a Alberto. Y eso me convenció. Si yo soy capaz de hacerlo, ¿por qué debo pedir menos para conmigo? Ahora ya no sé cuándo la gente cambia. Me gusta pensar en esta tonta teoría: siempre tuvo el gen del imbécil pero no lo desarrolló hasta que estuvo en el primer mundo porque allí hay fertilizantes más caros que permiten que los defectos se desarrollen más fácilmente. Pero sería injusto con el resto de mis amigos que están fuera y no han cambiado si digo que es culpa de la distancia. No: es culpa de él, que es un imbécil.

Confieso haber pensado no publicar esto. No le veía sentido. Pero hoy es domingo (y ya saben cómo son) y me asalta la idea de que quizás alguno de los que lea esto por error sea como Alberto y le dé por reflexionar y, quizás, cambiar. Quiero creer que el cambio para bien también es posible. Así esta triste y larga historia tendría un sentido. Yo, por mi parte, nunca más seré amigo de Alberto. ¿A quién engaño? Hace años no soy amigo de Alberto, solo teníamos una relación de mentirita por Facebook. Pero ahora sí ya la oficialicé al quitarlo de mi lista de amigos. Me duele, pero viviré. Me limitaré a recordar al Alberto de aquellos primeros días de universidad, cuando entre los dos teníamos 14 pesos cubanos y hacíamos papelazos. Al que dormía en mi sofá y me contaba quién le gustaba aún más. Al del Machado, con el que hablaba bien de los buenos y mal de los malos. Al que quise. Ignoraré al que es ahora, al imbécil, y así, al ignorar el problema, este no existirá más.


PD: Dedico este post a mi amigo Alberto (quien, por supuesto, no se llama así). Pero no al Alberto imbécil, sino al otro que vi por última vez montándose en una guagua para ir a su casa hace ya muchos años. Al Alberto que me dijo una vez (y lo creí y todavía lo creo) que los verdaderos amigos son aquellos que pueden estar muchos años sin verse y el día en que se reencuentran hablan y se comportan como si no hubiese pasado un solo día.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Quo Vadis, Cubano?



Los antiguos Romanos eran un pueblo conocido, entre otras cosas, por su temperamento trágico y paranoico. Al mismo tiempo, su amor  por los mitos, heredado de los Griegos, era tal, que no podemos imaginarnos a los Romanos sin pensar en la mitología. Gracias a ella explicaban fenómenos naturales, teorizaban diferencias raciales y justificaban guerras de conquista. Esta mezcla particular de mitos, supersticiones, tragedias y paranoia llevó a la formación de un pueblo, al que se le podrá acusar de muchas cosas, menos de aburrido. Las complicadas personalidades de hombres como Julio César, Nerón o Calígula no fueron producto de la casualidad, sino de una paranoia cultivada a nivel social, la cual unida a una mitología y superstición intensas, llegaron a ser incluso una de las causas de la caída del poderosísimo Imperio Romano.

Pues bien, en términos de mitos y paranoias, de miedos y leyendas, los herederos modernos de los antiguos Romanos no son precisamente, como podría pensarse en un inicio, los italianos; sino otro pueblo latino, igual de mistificador, supersticioso y paranoide: el cubano.

El cubano es de sangre caliente, de miedos infundados, ególatra por excelencia y amante nato de regar noticias sin fundamento. Que no se vea en estas letras una crítica; simplemente nos limitamos a definir la mística del cubano con la misma neutralidad con que se evalúa desde la perspectiva moderna a hombres como Nerón. Pura antropología.

El cubano está lleno de mitos y miedos que la vida se encarga de contradecir, pero que él sigue repitiendo sin dudar: “Si la cabeza de la culebrilla se une con la cola, ahí mismo caes muerto”. No te da tiempo ni a llegar al policlínico más cercano, ahí mismo caes muerto. “Y a la vuelta no sé más cual a la ceiba, te sale el güije”. Imagínense el trabajo que tienen los pobres güijes en este pueblo brujero y amante de las ceibas. Nada escapa al mito del cubano, quien, cual oráculo, insiste una y otra vez que en el chequeo médico del Servicio Militar, a los varones les hacen cosas innombrables para comprobar su virilidad. El cubano sabe también adaptar sus mitos y paranoias a las nuevas tecnologías y a los tiempos que corren: “Si te cortan el teléfono 3 veces, te lo cortan por 6 meses, y si te lo vuelven a cortar una vez después de eso, es para siempre”. “Si le pones una línea sin desbloquear al celular, el aparato se rompe para siempre y hasta puede que explote”. El cubano está en la primera línea mundial en lo que a mitos se refiere.

El cubano no tiene ninguna pena en gritar  a los cuatro vientos las cosas que alguien le dijo, quitándose parte de la responsabilidad al comenzar sus frases con “dicen que”. “Dicen que van a quitar la libreta”, “Dicen que Beyoncé se puso blanca igual que Michael Jackson”, “Dicen que ya podemos viajar”. “Dicen que, dicen que, dicen que…” Siempre me he preguntado quién es el que “dice” originalmente, pero eso no parece preocupar al cubano, quien encuentra un alter ego perfecto en esta persona imaginaria. Virgilio hubiese encontrado esto fascinante.

La paranoia del cubano es fácilmente apreciable en una guagua que, cual Coliseo, refleja a la perfección nuestros miedos y pánicos. La primera persona de la cola nunca se sienta en los bancos de la parada; se ve en la necesidad de estar de pie todo el tiempo, indicándole al resto de los mortales su jerarquía. Al distinguir la guagua en la distancia, no importa que haya mil personas en la parada o tres, un pavor se apodera del cubano, quien, cual Espartaco, desarrolla toda una cadena de acciones bélicas con el objetivo de montarse a la carroza. En caso de que esta, al contemplar la legión que lo espera, no pare, el cubano emite alaridos similares a los escuchados durante la quema de Roma. Si traumático resulta el subirse a una guagua, el bajarse no lo es menos. Desde seis paradas antes, el cubano empieza a avisar a toda la guagua que él se queda en la parada de la Ceguera, con un tono, no solo informativo, sino además amenazante. Cuando el momento del descenso se va aproximando, el cubano, cada vez más desesperado, comienza un cántico ritual de “¿Usted se queda?” y “Yo me quedo” que Júpiter consideraría halagador. Si al bajarse de la guagua, uno de los pasajeros se detiene por tan solo un segundo, producto de un pie virado o una cartera trabada, la plebeya muchedumbre que lo sigue comienza a gritar desaforada, provocando la mayoría de las veces escenas de histeria solo descritas anteriormente en la Eneida.

El cubano no habla por teléfono acerca de temas peliagudos ni aunque le vaya la vida en ello. Porque sabe que lo están escuchando. A él precisamente. Si tiene un teléfono inalámbrico es aún peor, porque los vecinos pueden sintonizar su conversación a través de la radio. Ahí, justo en ese pequeño espacio entre Radio Reloj y Radio Rebelde: la vida privada del vecino del apartamento 36. El cubano sabe que la CIA tiene un expediente de él y que es vigilado. Lucas y ciertos videos de actividades delictivas en el Malecón lo ayudan a confirmar su teoría conspirativa, émula de los senadores que hicieron asesinar a Julio César en aquella legendaria escalinata.

Al igual que los Romanos importaron la mitad de sus mitos de Grecia, los cubanos trajimos la mitad de los nuestros de África. El cubano es incapaz de abrir una botella de ron sin dejar caer un poco al piso. “Pa’ los santos.” No hacen lo mismo con la cerveza, pues parece que nuestras deidades no son fanáticas de la Bucanero. Tenemos nuestros propios Neptunos y Vulcanos, y nos cuidamos de hacer cosas que podrían molestarlos.

El cubano sabe que todo lo que pasa en el mundo gira en torno a él. No solo descubrimos la vacuna contra la fiebre amarilla, sino que todo en este mundo tiene algo que ver con nosotros. No lo sorprende que la mujer que acusó al director de Wikileaks de escándalo sexual sea cubana y sabe secretamente, lo que no lo dice, que el 11 de septiembre tiene algo que ver con él. Sabe que Osama vivió un tiempo en Ciego de Ávila y que Obama es fanático de los Van Van. Sabe que el Papa no se para en su balcón sin pensar en nosotros y que el mejor chocolate es el cubano, al igual que el helado y el tabaco. Asegura que Björk fue vista en Obispo (con su vestido de cisne) y se siente orgulloso de que Madonna, Sarita Montiel y Ricky Martin hayan tenido esposos cubanos. La egolatría de Calígula no era nada comparada al lado de la del cubano.

Una amiga, cual noble patricia, me decía el otro día que no se bañaría en el primer aguacero de mayo porque la radioactividad de Japón podría causarle algún daño. Esto lo decía mientras prendía un cigarro, pero los efectos de la nicotina en sus pulmones no parecían preocuparla tanto como lo que pasaba al otro lado del mundo. Así es el cubano, amante de sus mitos. Quizás todos los caminos sí conduzcan a Roma, después de todo. Y es que la sociedad cubana es tan compleja y difícil de explicar a los que no la conocen, que el cubano, cual Romano antiguo, ha tenido que armarse de mitos, leyendas y miedos para arrojar un poco de luz sobre la civilización en la que vive y, a su manera, ser feliz. Coronas de laureles entonces para el cubano: ese ser que, a fuerza de originalidad, es desde ya él también, cual poderosa hidra o luchador excepcional, un ser mitológico.


viernes, 13 de mayo de 2011

La maldita circunstancia del ex por todas partes


El sábado era uno de esos días en que no tienes absolutamente nada más que ponerte porque tu ropa está sucia, y te decides, después de haberlo alargado muchísimo, a lavar. A mitad de labor descubrí que el detergente no alcanzaba para las toneladas de ropa sucia que me faltaban, así que decidí bajar a comprar. Como todo estaba sucio, me puse lo primero que vi: un pullovito todo estrujado, un short de cuadros (que no pega con nada) y una gorra para cubrir el enajenado pelo de sábado matutino. Era una mezcla entre Jean Paul Sartre y refugiado político. O sea: cabrón. Pero no importa; es mi barrio, y la gente me quiere y no nota esas pequeñeces. Como no había detergente en la esquina, caminé un par de cuadras más, disfrutando de esa hermosa laboriosidad que tienen los barrios los sábados en la mañana. Y justo cuando me sentía con una comodidad cercana a la felicidad, al doblar una esquina, allí estaba, de frente a mí y caminando en mi dirección: la inconfundible figura de mi ex.

No es raro que estas cosas me pasen. Se estima que en mi vida ocurre un accidente emocional cada 1,5 días como promedio así que no es de sorprender. Si a eso se le suma que lucía como emigrante libio era aún más lógico que pasara. Pero así y todo me cogió de sorpresa. Ante la imposibilidad de dar la vuelta (porque en caso de que me hubiera visto, ¿qué habría pensado? ¿que yo le huyo?: ni muerto), decidí que lo mejor era dar la cara y fingir que no me daba cuenta que parecía recién salido de un contenedor. ¿Qué estaba pensando? Esa no es una opción. No con esa gorra. Raúl, víctima del tsunami.

Desesperado, me dio por meterme en el portal que estaba justo al lado mío. No era una mala idea, después de todo. Esperaría de espaldas a que pasara mientras fingía que tocaba en la puerta de la casa. Pero, por supuesto, eso hubiera sido demasiado fácil. Justo cuando fingía que tocaba a la puerta, esta se abrió, para ponernos a la dueña de la casa, una mulata cuarentona, y yo, frente a frente. Supongo que podría haber dicho alguna mentira como que estaba buscando alguna dirección, pero la rapidez de todo me turbó, así que fui claro y conciso: “Mi ex viene caminando por esta cuadra y no me siento en condiciones de que me vea”. Ella, después de un rápido pero fulminante vistazo a mi ropa, abrió la puerta y sin decir una palabra, me dejó entrar, mirando a los dos lados una vez que entré.

Quizás pueda sorprenderlos lo poco que necesitó Catalina (ese es el nombre de mi nueva salvadora/amiga), para dejarme entrar a su casa, pero es que el asunto del ex por todas partes está mucho más expandido de lo que puede parecer en un inicio. No son solo Jennifer, Brad y Angelina, es también la causa de que una mulata cuarentona y yo hayamos simulado una escena de Clandestinos. Catalina también tiene un ex que la dejó por la secretaria. Ahora solo se ven en las reuniones de padre.

Y es que el ex se aparece donde sea: en el cine, en el Malecón, en la cola para comprar el tabloide de los lineamientos. Espera a que te descuides y ¡zas!: ahí está, luciendo bien y con su nuevo novio al lado. Grrrrj! (interjección de odio y molestia).

Hay una regla de oro una vez concluida una relación: tráncate en tu casa y desconecta el teléfono. Si puedes viajar, mejor. Pero nosotros los cubanos no podemos darnos tales lujos. Así que nos toca jugar a las escondidas con los ex por toda la ciudad (quien nunca fue tan chiquita). Hay quien no tiene ningún problema con eso: son amigos,  se presentan a los nuevos novios y son amigos todos, incluso hasta le presentan nuevos novios al ex. Los admiro. Yo, por mi parte, me declaro Neandertal en el asunto: si no funcionamos, pues regresa a tu cueva y quédate ahí. Si te mudas, o incluso si te vas del país, será visto como un acto de buen gusto.

Al inicio, tienes a tus amigos para que te hablen mal del ex. Si un amigo tuyo en esta fase crítica dice algo bueno de tu ex, es un mal amigo; puedes botarlo ahí mismo a él también. Pero tus amigos no están siempre: ellos tienen una vida propia y no pueden estarte sirviendo de apoyo todo el tiempo. Así que a veces estás solito caminando por las calles con el miedo y la zozobra. La ciudad se vuelve hostil, esperas verlo en cada esquina, en cada cafetería. No vas a conciertos, cines, teatros, porque sabes que te lo puedes tropezar. No sales a ciertas horas del día porque sabes que es la hora en que va o viene del trabajo. No contestas el teléfono sin ver en el identificador quién es. No haces nada sin el puto ex en la cabeza. Pero él sabe camuflarse.

Hasta que te confías. Empiezas a respirar de nuevo sin necesidad de aerosoles, te vas sintiendo mejor, ves que la vida no es tan mala y que el sol vuelve a salir. Así que te pones tu mejor ropa, te vas a una discoteca con tus amigos, te tomas una cerveza…y aparece. Justo en el momento en que casi ibas a sonreír por primera vez en mucho tiempo, justo en el lugar que menos te imaginaste (¡él nunca iba ahí!), justo cuando estabas a punto de olvidarlo, se aparece. Tu cara de mierda en ese momento es solo superada por la cara de mierda de tus amigos. Pero se recuperan enseguida: te empiezan a decir que que mal se ve, que el pelo le sienta fatal. Y tú te ríes, y les dices que no se preocupen, que todo está bien. ¿A quién engañamos? Dos minutos después pedirás permiso para ir al baño, a donde irás a llorar.

Si tu ex fue un buen novio sabrá que tú estás en el baño llorando por él. Y si es una buena persona, te irá a buscar y te levantará del piso. Incluso te besará, recordando ambos lo bien que se besaban. Uno debe evitar estas debilidades, son contraproducentes. Tus amigos te recogerán y te sacarán de la discoteca, apelando a que la música estaba mala y la cerveza muy cara.

Y ese es el inicio de algo que no se detendrá en buen tiempo: el ex por todas partes. En Coppelia, en la terminal de trenes, en la bodega, en el camino a comprar detergente. Nos esforzamos por cambiar algo para la próxima vez que nos vea: nos dejamos la barba, nos afeitamos, bajamos de peso, hacemos ejercicios… ¿qué sería de las peluquerías si todos fuésemos felices? Como yo soy Neandertal, finjo que no veo a nadie, miro a un punto fijo en el infinito y dejo que me pasen por el lado. Oigo que dicen: “Ah, ¿porque no te va a saludar?”. Porque el ex también tiene amigos. Amigos a los que odias, por supuesto.

Contrario a lo que pueden pensar, el mal sabor de un ex no se quita con un novio nuevo. Se quita con otro ex. No podemos darnos el lujo de andar en esta tragedia con dos o más personas. Tu ex seguirá siendo tu horrible ex hasta que tu novio actual te deje, y sea entonces él quien pase a ocupar ese papel. Entonces, si el novio pasa a ser el ex, el ex pasa a ser el ex-ex (si alguien repite eso por ahí, por lo menos diga que fue idea mía nombrarlo así). Y uno no odia al ex-ex. El ex-ex es entonces como un viejo amigo, uno al que una vez odiaste, pero ya no. Tampoco es que lo quieras, pero ciertamente ya no es la persona por la que llorabas en las esquinas.

Fíjense que solo he tratado aquí el tema del ex por todas partes. Hay muchos otros aspectos del ex sobre el que regresaremos (¿qué siente uno por un ex?, el nuevo novio del ex… Grrrrj). Es un tema que me interesa, que me atrae, que me corroe. Ya tengo a mis amigos hastiados del tema, ustedes serán mis próximas víctimas.

Catalina abre la puerta, mira a ambos lados y me dice: “Todo despejado”. Yo, cual Isabel Santos, salgo callado y serio, pero antes de irme, la rozo levemente con mi mano en su hombro. Gracias, Catalina, por darme asilo. Las víctimas de los ex debemos estar unidas. Espero que cuando vayas a la próxima reunión de padres te veas más despampanante que nunca. Yo, por mi parte, iré a comprar detergente para lavar mi ropa, afeitarme y lavarme la cabeza para lucir bien la próxima vez que me encuentre frente a frente con mi ex.


PD: Dedicado a F., a quien nunca más vi desde aquella noche en que decidimos dejar de ser novios.

domingo, 8 de mayo de 2011

El arte de saber renunciar


En la vida hay que saber luchar por las cosas. Nada nos llegará si no empleamos parte de nuestro tiempo, voluntad y habilidades en trazarnos metas e intentar cumplirlas. Eso lo aprendemos, de una forma u otra, desde pequeños. Sin embargo, no siempre es tan valorada en su real medida la importancia de saber renunciar a las cosas.

Si luchar por algo es difícil, saber renunciar a ello es aún peor. Tiene mucho de crimen. Es difícil renunciar a algo, por muchas cosas malas que tenga, porque siempre hay otras buenas que a lo mejor nunca más tendremos. En otros casos, nos cuesta admitir que estamos invirtiendo nuestro esfuerzo en algo que no funcionará, así que lo seguimos intentando, hasta que volvemos a fracasar, una y otra vez.

¿Cuántos de nosotros no hemos estado en malas relaciones a las que sabemos que debemos ponerle un fin? Sin embargo, nos cuesta. Nos cuesta porque recordamos cuando nos conocimos y lo bonito que era todo. Nos cuesta porque todavía los queremos en alguna medida y sabemos que en el mundo no hay muchos como ellos. Pero lo cierto es que la cosa no funciona. Y ya no somos los mismos de cuando nos conocimos y, lamentablemente, nunca más lo seremos. Es hora de ponerle un fin. Pero no lo hacemos.

Si nos dejan por otras personas, nos queremos morir. Sin embargo, al ser tan humillante, nuestra capacidad de renuncia se activa sola y nuestra dignidad nos obliga, más tarde o más temprano, a dejarlo ir. Pero si nadie te deja por nadie, entonces, lo más probable es que rompas, luego regreses cuando te sientas solo, después te vuelvas a pelear al primer grito, regreses de nuevo el  13 de febrero, y así hasta que ya no quede nada: ni amor, ni respeto, ni nada. Es porque no sabemos renunciar a las cosas.

Otras veces intentamos conseguir algo de la vida a como dé lugar. Una beca, por ejemplo. Decimos “esto está para nosotros”, “nadie nos lo va a quitar”, y ese tipo de mantras positivos que nos repetimos a la hora de enfrentar algo, y que sin embargo pocas veces mantenemos cuando los problemas empiezan a aparecer. Resulta después que tienes que vender tu casa para poder pagar la mitad de la beca (y eso que es una beca). Pero tú te dices que hay que sacrificarse en la vida para llegar lejos. Luego te dicen que vivirás en una choza cuando llegues allá, que el curso que solicitas no es precisamente el de tu perfil profesional, y que en realidad la beca no es en la ciudad que creías, sino en un pueblo cercano. Sin embargo, no cejamos y nos decimos que probablemente sea una señal del destino para probar nuestra entereza ante las cosas.

Y así, cuando un día nuestra pareja nos hace algo verdaderamente irreparable, o nos informan que para la beca tenemos que llevar además el original de la certificación de nacimiento de la madre de la tía del abuelo de nuestra hermana, que está en Manzanillo, uno siente que la hiel se le acumula en la garganta y quiere morirse. La molestia se agrava hasta un punto en el que ya es casi imposible que nuestros amigos nos reconozcan por las calles, porque caminamos molestos, tristes y desencantados. Y descubres que antes estabas solo y sin beca, pero no estabas desencantado. Por lo menos tenías la esperanza.

Hay que saber renunciar a las cosas aunque no sea fácil. Tenemos que armarnos de valor; cogerlo todo, lo bueno y lo malo, meterlo en un saco y tirarlo al río más cercano. Las cosas buenas que metiste en el saco te dará dolor tirarlas,  pero tienes que hacerlo. No puedes tener unas sin las otras, y ya no puedes más con novios insoportables o becas fascistas. Hay que ser grandecitos: tirarlo todo, dar la espalda y caminar de regreso, aunque sientas que de camino a casa algo te sube a la garganta y que se te oprime el pecho. Al llegar a casa nos invadirá una paz rara: la paz de saber que aunque te sientas mal, a la larga, es lo mejor para ti.

Hay que ver el renunciar, no como una derrota, sino como un acto de valentía. La vida se encargará de demostrarnos en poco tiempo que hicimos lo correcto, y aparecerá otro amor y otra beca. O quizás no aparezcan, pero caminaremos por las calles con la esperanza de que lo harán, y la esperanza es siempre mejor que el desencanto.

viernes, 6 de mayo de 2011

El profesor maléfico


Hoy tuve clases con un profesor que me detesta. No se preocupen, es recíproco. En realidad nuestra historia se remonta a muchos años atrás, cuando nos odiábamos por deporte. Luego dejó de darme clases, se fue de la facultad (no muy lejos) y me olvidé un tanto de él. Cierto, cada vez que alguien lo mencionaba, mi cara, siempre expresiva, no podía evitar hacer una mueca de disgusto (imagino que él hiciera lo mismo). Pero luego, con los años de ausencia, me fui olvidando de nuestra antipatía y en algún punto consideré que lo nuestro fue más bien producto de un choque de intereses en un momento dado y quizás, algo de inmadurez de mi parte. Por eso, cuando me dijeron ayer que sería nuestro profesor, a partir de hoy, en sustitución de nuestra querida profesora habitual, no me molesté. Pero hoy, al entrar a su clase y recibir el primer ataque tan solo 8 minutos después, descubrí, no solo que su odio por mí está tan vivo como siempre, sino que además tenía el tema de mi post de hoy: el profesor maléfico.

Fíjense que digo “maléfico” y no “malo”. El profesor maléfico (lo llamaremos Snape a partir de ahora) no es precisamente un mal profesor. Lo que pasa es que ha decidido usar el mal en sus clases y no precisamente como método de enseñanza. Hay algunos, por supuesto, que son malos y maléficos a la vez; pero no es el caso de Snape, él no es malo.

El profesor maléfico se parece a los demás y a las hembras del aula que no saben nada del mal que habita en el mundo, les cae bien. Pero el alumno inteligente y brillante, con un futuro por delante (lo nombraremos Hermione por modestia) huele la verdadera esencia de Snape desde el inicio. De todas formas, él se encarga desde muy pronto de confirmarle su pensamiento inicial. Y al ser el profesor, la tiene fácil. Si Hermione levanta la mano, no la manda, y si no la levanta, le dice que no participa en clases. Si pregunta si creen que Osama está muerto o no y Hermione responde que sí, le dice que es ingenua; si responde que no, le dice que es incrédula. Si algún otro profesor dice que Hermione es muy buena en francés, Snape hace un mohín de indiferencia y hace alusiones a alumnos del pasado que eran mejores que ella (supongo que Voldemort). Si los demás compañeros aplauden a Hermione tras una exposición, Snape les pide que, por favor, no aplaudan, que casi no hay tiempo para terminar la clase.

El profesor maléfico usa las numerosas entradas de su pasaporte para hacer sentir a sus alumnos que es más inteligente que ellos y que es un hombre de mundo. El pasaporte de Hermione está vacío, así que no puede decir nada y si surge una conversación acerca del mundo, él siempre gana con aquello de: “Cuando fui a Francia el año pasado…”. Hermione, quien nunca ha salido del Vedado, no puede argumentar, a pesar de que sabe que el que más viaja no es necesariamente el más inteligente, sino el que mejor sabe moverse para subirse en las escobas voladoras.

No se sabe de dónde viene el odio de Snape. Quizás es amor, después de todo. O quizás odia el hecho de que Hermione, perteneciente a una generación mucho más joven, tenga oportunidades que él en su momento no tuvo (como salir del closet, por ejemplo). Pero ese soy yo suponiendo. Lo cierto es que no hay causa establecida. Pero lo que sí hay es guerra.

Aunque Snape odia a todos sus alumnos, no duda en darle la razón a cualquiera de ellos, si esto quiere decir quitársela a Hermione. Los demás saben del odio recíproco de ambos, así que le dicen bajito a Hermione que no diga nada, que no se explote, que ella tiene todas las de perder. Pero algún día alguien tiene que decirle a Snape que es un desgraciado. Pero bueno, no Hermione. Ella no puede ponerse en eso. Es una buena chica, inteligente, carismática y tiene un blog que escribir.

Snape nunca mira a los ojos de Hermione. Sabe que Hermione tiene un carácter execrable y que lo mira de frente. Pero lo de Snape no es el ataque directo, prefiere la ironía y el sarcasmo. Aunque no siempre: en aquella ocasión en que Hermione fue escogida para representar a la escuela en un torneo importante en detrimento del alumno que había seleccionado él, se puso histérico, sacó su varita y le gritó a todos (hasta a Dumbledore). Cuando finalmente vio que no podía hacer nada, se viró hacia la pobre Hermione, y la miró con desprecio. De esta forma, un martes en la tarde, un profesor miró con puro odio y desprecio a uno de sus alumnos en el medio de un pasillo y en frente de todos. Imperdonable.

Por supuesto, él no es tan malo todo el tiempo. A veces tiene problemas en su casa y no dice ironías porque se siente mal. Y Hermione se compadece de él. Pero al día siguiente viene y le dice alguna barbaridad, y todo recomienza. En otra ocasión, Snape necesitó que Hermione le tradujera algo del inglés (lengua que él no domina) y Hermione lo hizo de buena voluntad, a lo que él respondió con genuino agradecimiento, logrando que Hermione pensara que la guerra quizás no era tan dura. Ilusa. Una semana después le daba 3 en un reporte de 700 palabras por el mal uso de una sola preposición.

Pero Hermione es inteligente y sabe que le debe mucho de su formación a Snape. Siendo el odio un motor importante, se ha hecho perfecta solo para molestarlo. Por supuesto, él dice que no es perfecta, y nunca lo será, pero ella sabe que no es así. Sabe que él la odia cada día más y si lo hace, es porque sabe que Hermione tiene un futuro impresionante en el mundo de la magia. Además, Hermione, devenida con el tiempo ella también profesora, intenta no ser con sus alumnos como Snape fue con ella. Por supuesto, a veces saca su carácter execrable y le dice barbaridades a alguno, pero nunca al punto de mirar a ninguno con desprecio en el pasillo un martes en la tarde, y en frente de todos. Eso es imperdonable.

Snape odiará siempre a Hermione, pero no importa. Quizás eso es lo que lo mantiene vivo después de todo. ¿Qué sería de él sin ese odio que seguro ha trasmitido a todos los que son como Hermione desde tiempos inmemoriales? Así que no nos compadezcamos de él: su odio corrosivo lo hace feliz. No nos preocupemos por su salud: al ser malvado, se garantiza a sí mismo el vivir muchos años. No intentemos cambiarlo: moriría de tristeza. Aceptémoslo como es, y admitamos que su función en el mundo es importante para ayudar a las Hermiones de todas partes a superarse. Merci, Monsieur.


Instagram