lunes, 20 de junio de 2011

La maldición


A todos los que han estado malditos

Prólogo

Yo siempre he sido un hombre de mundo. En mi cabeza he estado muchas veces en París, algunas en Londres, y no todas las que hubiese querido en Nueva York, pero las suficientes como para sentirme un local. He conocido las pirámides, las cataratas del Niágara, el Amazonas y la Ciudad Prohibida. He visto tanto tribus salvajes como civilizaciones avanzadas y he disfrutado de ambas por igual. He vivido inviernos enteros en el Ártico y calores espantosos en el Sahara. He subido a las montañas más altas y he descendido a las cuevas más profundas…No sé si alguien notó que puse “en mi cabeza” al inicio. En la vida real, lo más cercano que he estado de París fue cuando tenía 13 años y fui a Manzanillo. Nunca he ido a ninguna parte. No he pisado nunca un continente o visto la nieve. No he navegado por los canales de Venecia o visto la Muralla China. Ni siquiera he estado en algún modesto pueblo de algún país sin muchas riquezas naturales o arquitectónicas que ofrecer. Pero sé perfectamente de quién es la culpa: de la maldición.

Quiero aclarar que en este post se tratará solamente sobre el deseo altruista, honesto y sincero de este bloguero de conocer mundo. El mundo que ha estudiado desde pequeño, el mundo que le ha contado su hermano, el mundo que ha visto en miles de películas y leído en numerosos libros. En ningún caso se trata de un deseo de demeritar a su isla, de rechazar sus tierras o de hablar mal de su gente. Eso sería desconocer al bloguero. Una vez aclarado este pequeño, pero vital asunto, demos paso a la descripción de la maldición y de sus poderosos efectos sobre este redactor.

Capítulo 1
La maldición se instala en la familia de los Mancebo

La primera evidencia clara de la maldición en mi familia materna (la paterna es otra historia) data del lejano año 1994 cuando a mi tía (todos los que me conocen saben de la importancia vital, intrínseca, única, de mi tía en mi vida) se le concedió una visa para viajar a los Estados Unidos a ver a su familia, la cual había hecho las maletas muy calmadamente en 1959 para no regresar jamás. Mi tía, una mujer de gustos simples y concretos, dejándose llevar por la pasión furiosa de la novela brasileña de la época, decidió esperar que esta terminara para efectuar el viaje de reencuentro. Imagino que haya pensado que si la familia había esperado 35 años para verla, podían esperar dos meses más. Así se venció su pasaporte, y al ir a renovarlo y poner la visa en este, el mismo americano que le dio la visa la primera vez la consideró no apta para ir a ninguna parte. Ella intentó explicar que no estaba ahí para solicitar una visa sino para que le pusieran en el nuevo pasaporte la que ya le habían concedido meses antes, pero el americano cabrón hizo oídos sordos. Todos pensamos que era un error que se arreglaría fácilmente. Ya hace 17 años y mi tía nunca se encontró con su familia.

Quizás un poco traumatizado por este hecho, y sin dudas influenciado por los miles de libros y películas que veía, un tenebroso sueño se apoderó de mí por alrededor de 5 o 6 años: un avión que nunca despegaba. Era horrible, a veces me despertaba en el momento en que me pedían el pasaje; otras lograba sentarme en el avión, pero me despertaba enseguida, y otras solo me quedaba ahí sentado y el avión no arrancaba nunca. Un día arrancó, y justo en el momento en que las ruedas se separaban de la tierra, me desperté, para sentirme más frustrado que nunca. Créanme cuando les digo que no le deseo ese sueño a nadie: es la impotencia en su estado más primario, más brutal.

Pero después se me fue quitando. Cuando entré a la universidad a los 19 años ya no tenía esas pesadillas, y si bien quería seguir conquistando el mundo, sabía que tenía que esperar unos añitos porque mis estudios reclamaban mi atención. Además, era como una preparación: estudiar para poder viajar luego de una forma decente y primermundista. Y así la maldición cayó en un letargo que me hizo llegar a pensar incluso que su existencia había sido un producto de mi imaginación. Hasta que regresó por sus fueros.

Capítulo 2
La maldición ataca

Durante mis años de universidad (y antes también) vi coger el avión a casi todo el mundo. De hecho, hubo una época en que pensé que todo el mundo se estaba yendo. Desde los más cultos hasta los más vulgares, desde los que querían ir a París para ver la Mona Lisa hasta los que querían ir para meterse en la discoteca gay más cercana. De todo. Amigos íntimos, enemigos horrorosos, compañeros de aula, vecinos. Pero a mí no me afectaba mucho. Es decir, a veces sí me decía: “¿Qué hace Fulano en tal parte? Con lo bruto que es”. No soy una persona perfecta, a veces soy despreciativo y discriminatorio y no pido disculpas. Pero tampoco era nada del otro mundo, yo me divertía hasta que algún día llegara “mi momento”.
Y me gradué. Al principio no me di cuenta cuál era la intranquilidad que me afectaba, el por qué me sentía un tanto descontrolado. Había olvidado mi deseo de conquistar el mundo y ahora tenía la necesidad de retomarlo. A inicios del 2010, al redescubrir mi pasión de antaño, me propuse, en esos planes que uno se hace el 1ro de enero, el salir al mundo exterior en ese año.

Y, persona afortunada que soy, 20 días después me encontré un plegable abandonado en mi facultad hablando de un curso en la lejana, hermosa y rica Suiza. Después de algunos correos hacia allá y algunas palabras por acá, logré que las prestigiosas universidades de Lausana y la Habana hicieran un acuerdo para enviar a un suizo hacia acá y un cubano (¿quién mejor que yo?) hacia allá. Todo el mundo feliz. Y el proyecto iba viento en popa: permisos de salida, extensión del período de estancia, aumento del nivel del curso, felicidad en general. Todo el mundo me felicitaba, me decían: “Tu momento, chamaco” y yo me deleitaba pensando en cómo Suiza era el país perfecto para iniciar mi periplo por el mundo…Pero la maldición estaba detrás de mí, acechando.

Mi primera visita a la embajada no fue muy exitosa. Me faltaba un papel que podía demorar un poco y quizás no llegara a tiempo para empezar el curso. Entré en pánico. El negro de la embajada suiza (lo siento muchísimo, cada vez que hago este cuento oralmente digo “el negro”, sería muy hipócrita de mi parte llamarlo ahora “el muchacho”, “el señor” o “el empleado”; espero que no lo vean como lo que no es: si fuese rubio, dijera “el rubio” con exactamente el mismo desprecio) no paraba de maltratarme y de ser irónico conmigo (a mí me encanta cuando alguien es irónico conmigo), pero no me lo tomé a título personal: seguro era así con todo el mundo. En realidad no era así con todo el mundo porque trataba de lo más bien a los suizos y a los negros que ya habían viajado, tuve la oportunidad de verlo sonreír con ellos. Todos conocemos a los cubanos que trabajan en las embajadas (aunque hay algunos que no son así, que conste).

Pero conseguí mi papel. Llegó a tiempo y en forma, y el negro aceptó mis planillas, puso cuños, cobró los 75 dólares (no tenía cambio, pero el bloguero corrió hacia la tienda más cercana) y me dijo que fuera al día siguiente a conocer el resultado. Y yo me relajé. Me vi en Suiza. Me dije: “vaya, qué susto con ese papel, pero al final, como dice mi vecina de abajo, yo soy un tipo con suerte”.

Día del resultado. Yo estaba sentado frente a la ventanilla de admisiones junto a tres jineteras (ellas mismas me dijeron que eran jineteras, yo incapaz de juzgar a nadie) a las que llamaremos Yumicusisleidys, Analeidys y Misisleidys porque son más fáciles que sus nombres reales, los cuales no puedo recordar. Las Leidys estaban histéricas: no era la primera vez que estaban ahí, sus “novios” las habían invitado una y otra vez, pero nada. Yo estaba calmado, por bien que me cayeran las Leidys sabía que pertenecíamos a clases diferentes y los siempre inteligentes suizos lo notarían. No es lo mismo un muchacho decente de su casa que va a estudiar a la Universidad de Lausana que estas simpáticas, pero no educadas, muchachitas.

Yumicusisleidys fue llamada de primera a la ventanilla. Se paró, nerviosa, se arregló la blusa y todos pudimos contemplar su espalda al conocer el resultado. ¡Yumicusisleidys se va a Suiza! Bravo por Yumi. Y bravo por su yuma. Me cayó bien. Analeidys fue de segunda. No son buenas noticias para Anita, la pobre. Baja la cabeza, se pasa una mano por la frente y se puede notar que la mano le tiembla un poco. Firma algo y se va a otro asiento a leer un papel que le dieron. Me inspiró mucha lástima. Me dije: “coño, ¿por qué la gente no estudia para poder ser algo en la vida y no pasar por estos momentos? Menos mal que yo voy a una universidad y no a ver a un novio.”

Y de pronto: Sr. Reyes Mancebo. Yo levanté la mano como si fuese el pase de lista. “¡Yo!” Me paré y corrí hacia la ventanilla. Me di cuenta en ese momento que sí estaba nervioso, pero bueno, es como cuando van a dar el Oscar, todos están nerviosos, los que ganan y los que no. El suizo saca unos papeles, veo mi foto por algún lado, sostengo la respiración y oigo su voz con mal acento español: “Su visado ha sido denegado”.

Nadie te prepara para esto. No te lo enseñan cuando eres niño ni te dicen que tengas cuidado con eso. Lo primero que pensé fue que después de un segundo me diría: “¡Inocente!” y nos echaríamos a reír los dos. No lo hizo. Entonces pensé que no era una broma, pero que sí era un error: seguro estaba viendo el pasaporte de otra persona. Pero no, era mi pasaporte. Entonces oí un ruido enorme detrás de mí. Pensé en virarme, pero sabía lo que era: el ruido que hacen tus planes, tus proyectos y tus sueños cuando se estrellan contra el piso. Firmé el papel donde demostraba mi “acuerdo” con la decisión y me dieron otro donde supuestamente estaba establecida la causa de mi rechazo.

Me senté con algo de curiosidad por ver qué podía decir, y justo allí, el acápite 9 (el único que estaba señalado) decía algo como que “no se puede demostrar que vaya a regresar una vez concluido su visado”. He de confesar que la primera vez que lo leí no lo entendí. Quizás era el momento y la confusión. Entonces decidí recurrir al negro, quien estaba en la otra ventanilla, contemplando muy tranquilo mi caída y la de Analeidys. 

Ese horrible hombrecito ni siquiera se inmutó cuando le hablé. Se quedó mirándome fríamente cuando le pedí que me explicara qué significaba el acápite 9. Después de un silencio claramente antinatural en el que aprovechó para mirarme con desprecio, me dijo dos palabras que me empezarían a perseguir a partir de ese momento: “posible emigrante”.

Y lo entendí inmediatamente. No puedo culparlos: 28 años, soltero, con educación; es lógico que me voy a comer al primer mundo cuando llegue. Quise decirle que yo lo que quería era ver el mundo que había estudiado desde chiquito, que el quedarme, la pacotilla, esas cosas, no eran el propósito de mi vida, pero de nada hubiese servido. Entonces, al haberlo perdido todo, recuperé mi personalidad, la cual nunca debí haber abandonado en mis trámites en esa oficina. Miré al negro a los ojos con exactamente el mismo desprecio con que él me miraba a mí. Yo soy una de las 50 personas más expresivas que hay en el mundo, así que el negro se dio cuenta perfectamente que lo estaba retando a que me siguiera mirando así. Y bajó la mirada. Púdrete, negro.

Misisleidys corrió la misma suerte que Analeidys y yo. Al despedirme de ella, quien comenzaba a leer su papel donde probablemente estuviera marcado el acápite 9, tomé consciencia, por primera vez, que no iría a Suiza. Y sentí que se me agolpaba la emoción en la garganta. Me paré frente a la puerta a esperar que el negro, desde su ventanilla, acabara de apretar el botón que la abría. No lo hizo. Yo sentía que estaba a punto de echarme a llorar y no quería hacerlo en la embajada: quería llorar en territorio nacional. Seguía sin abrir, hasta que, bastante descompuesto, grité: “¡Abran la puerta, por favor!” No hubo una persona que no me mirara. Bajé la cabeza, algo arrepentido y triste. Un segundo después se abrió la puerta, corrí hacia la cerca, el guardia me abrió rápidamente y salí. 

No lloré, pero me dio muchas ganas. Me sentía humillado, no me sentía con la capacidad de decirles a mis estudiantes que estudiaran, que eso los iba a llevar lejos en la vida. En mi caso se demostraba que eso no le importaba a nadie. Y entonces entendí más a aquellos que se quedan, a aquellos que hacían lo que fuera por irse, a los descontrolados. Pero yo no soy la persona que soy por gusto: al llegar a la esquina ya me había dicho a mí mismo que volvería por mis fueros y que recobraría la senda victoriosa que siempre me había caracterizado.

Seis meses después regresaba a otra embajada: Canadá. Mi proyecto era ahora mucho más modesto y mis posibilidades no eran tan buenas. Pero lo intenté, y me siento orgulloso de mí mismo por haberlo hecho. Nadie me trató mal ahí; al contrario, todo el mundo era muy amable. Pero el resultado fue el mismo. Y la explicación la misma. Cuando salí de la embajada me sentía mal, pero no era igual: me había acostumbrado. Estaba derrotado y ya lo sabía desde antes. Al llegar a la esquina me dije que volvería. Ya no sería ese año, el año que me había prometido a mí mismo viajar, pero volvería. Yo soy Raúl Reyes Mancebo y no me rindo nunca, porque si no, ¿qué sentido tiene seguir jugando?

Pero me traumaticé. Soy muy sincero en estos momentos, si alguien ha llegado a leer hasta aquí se merece mi sinceridad absoluta: me traumaticé y traumaticé a todos los que me quieren, porque se dieron cuenta al igual que yo de lo difícil que sería a partir de ahora cargar con todas esas visas negadas y todos los sueños de aviones que no despegaban. Mi pobre hermana me ayudó mucho pero hubo un día en que me miró y me dijo que por qué no me concentraba en la vida que tenía aquí. Mi hermana sabía que estaba maldito y que era mejor claudicar.

Yo le dije que no, que intentaría con países más modestos: Guatemala, Curaçao, Benin. Algo que no representara un reto. Pensé en irme a Ecuador, que no necesita visa. Y después me llamé a capítulo: “¿Qué vas a hacer tú en Ecuador?”. Para colmo, el mundo no ayudaba: Facebook llena de amigos que se iban todos los días, mi propio padre se fue para Suiza el mismo día que me negaron la visa y visitó siete países, otros que odio y desprecio cogían aviones mientras yo cogía guaguas. Y entonces el deseo de conocer mundo se hizo, por primera vez para mí, cuestionable. La maldición había hecho bien su trabajo.

Capítulo 3
Los últimos días de la maldición

Y llegó el 2011. Este año me propuse pasármelo bien, pasara lo que pasara. Yo no tengo una mala vida (para nada) así que me puse varios planes en la mente. Volver al teatro (no lo he hecho), mejorar la calidad de mis clases (para nada malas), entretenerme y tirarme fotos con las Kakis en todas partes. Y hacer un blog. En realidad, eso no me lo propuse, solo empecé a hacerlo y resulta que es una de las mejores cosas que me han pasado en mi vida.

Y justo el día en que estrené mi blog, cuando recibía un torrente de felicitaciones que me hicieron una persona plena y feliz, recibí un correo que me sorprendió. El bloguero, junto a otra muchacha, era escogido para representar a Cuba en un importante evento de la francofonía, para el cual solo habían escogido a 48 jóvenes de toda América y en el cual (eso es lo mejor de todo) me había anotado por un error un mes atrás. Me emocioné. Y mi tía se emocionó. Pero ambos nos miramos enseguida y nos acordamos de la maldición de la familia, así que fuimos muy prudentes en nuestros festejos. Tengo que ser honesto: si bien estaba inmensamente halagado por haber sido seleccionado, lo veía como otra oportunidad de perder 75 CUC y de ser humillado nuevamente. Pero tenía que intentarlo, si no no hubiese sido yo. Así que pagué mi dinero, llené mis planillas y solicité mi visa.

El día que la maldición empieza a desmoronarse comienza como un día normal. Te levantas, algo más temprano que de costumbre, te vas a por un jugo de tres pesos, te pones a hablar con Olivia por teléfono de becas y cosas, y de pronto recibes una llamada precipitada de la embajada pidiéndote que vayas y sales corriendo. En el taxi te dices que te tienes que controlar, que pase lo que pase seguirás siendo tú y que nada podrá humillarte, y que si es un no lo volverás a intentar de nuevo, hasta que mueras en el intento o triunfas. Pero había algo en el aire que era diferente. Lo juro: el aire era diferente. Entro a la embajada, paso el detector de metales, corro dentro, me llaman y me dan un sobre.

El hombre que sale de esa embajada es un hombre diferente. Sale con la sensación del deber cumplido, con la sensación de que finalmente puede sentirse satisfecho. Me doy golpes en el pecho y me digo a mí mismo bajito: “tú eres lo más grande, pinga”. Los demás ríen cuando paso. Me dicen: “vaya, caballo, disfruta”. Y yo les doy las gracias, aunque no los conozca. Espero que ellos también salgan bien. Y espero que las Leidys que no viajaron lo hagan algún día. Luego, en el taxi de retorno, le mando mensajes a mis amigos queridos, a los pocos que lo saben, porque hasta hoy he intentado no contárselo a nadie. Con la maldición hay que tener mucho cuidado.

Ya hace algunas semanas de eso y aunque otros papeles me hicieron sufrir un poco, los tengo hoy todos en la mano. Hay una visa con mi nombre y un permiso de salida también. Tengo un pasaje en la mano y estoy esperando que mis amigos me vengan a recoger para ir todos al aeropuerto. Todavía no he hecho la maleta pero quiero escribir esto antes de irme; la emoción no sería la misma después. Sé que el buen karma de mi blog es uno de los causantes de que la maldición de mi familia materna esté a solo horas de desmoronarse y quiero compartirlo con ustedes. No voy a revisarlo, solo me he puesto a escribir y lo voy a dejar así. Los que quieran criticar mi redacción que se den gusto. Para eso hice este blog, después de todo.

Escribo esto, además de para explicar mi temporal cambio de dirección a aquellos a quien pueda sorprender la noticia, para demostrarles a todos los que hemos sufrido una maldición, ya sea igual a la mía o de lo que sea, que si bien es cierto que las maldiciones sí existen, también lo es que un día se acaban. Logramos hacer bien lo que antes nos salía mal, logramos cambiar lo que siempre pensábamos que no podríamos, logramos finalmente salir a conocer el mundo. Lamento no habérselo dicho a casi nadie, incluso el resto de mi familia se enteró hace solo cuatro días, pero sé que sabrán perdonarme. Las maldiciones son fuertes, y hay veces que hay que actuar ocultos para derrotarlas.

Epílogo

Estoy escribiendo desde hace dos horas y ya son las cinco de la mañana. Tengo que hacer la maleta. Dentro de cuatro horas vendrán mis amigos y el taxi a recogerme. No escribiré una letra de este post en territorio extranjero. Pero como la maldición es complicada, hasta que mi amigo Ray no reciba un SMS diciéndole que ya puse un pie en alguna parte, él no lo publicará. Así que si usted está leyendo esto, eso quiere decir que los aviones despegaron, que la maldición se rompió finalmente, y que el bloguero es ahora, oficialmente, un hombre de mundo.

Fin

miércoles, 15 de junio de 2011

El olor de los momentos olvidados


El otro día caminaba por la pacífica calle 21 en dirección a la no tan pacífica calle 12 cuando de pronto sentí un olor que hizo que detuviera mi marcha. Era un olor que aunque me pagaran no podría describir; una especie de árbol, probablemente. No era ni un olor bueno ni uno malo, nada que hiciera que los demás se detuvieran. Pero a mí me paró en seco. Fue algo inmediato pero intenso, como un relámpago. Ahí estaba, no necesité más de un segundo para reconocerlo: el olor de mi infancia.

No lo había olido en más de 15 años, y por supuesto, lo había olvidado completamente. Mi escuela primaria Marcelo Salado, en Ciudad Libertad, estaba llena de árboles que expedían ese olor, y probablemente este que ahora me encontraba en 21 fuera de la misma especie.

¿Cómo se me pudo olvidar ese olor? Crecí con él. Me pasé miles de horas bajo esos árboles esperando que me fueran a buscar. Los matutinos eran bajo esos árboles. Las aulas estaban impregnadas de ese olor. El olor de la Marcelo Salado. Y entonces, activados mi cerebro y mi memoria por aquel momentáneo acercamiento a mi vida primera, me puse a pensar inconscientemente, de manera muy rápida pero con lujo de detalles, en miles de cosas que me han pasado en mi vida, las cuales, por no ser aparentemente trascendentes, uno deja en el olvido.

Y me acordé de cómo mi tía me iba a buscar cada día y en como reconocía su figura desde a 200 metros. Luego cuando me dejaron ir con Irene (Dios mío, cómo se pudo olvidar Irene), quien recogía niños para llevarlos a la escuela. Y me puse a pensar dónde estaría ella ahora y si todavía se acordaría de mí. Me acordé de Ronny, a quien odiaba con toda las fuerzas de mi corazón, y en como un día toda el aula se puso de acuerdo para darle golpes porque ya nadie lo soportaba. Y del túnel horrible por el que teníamos que pasar antes de entrar a Ciudad Libertad.

Pero no me detuve ahí. Recordé el día en que me caí de cabeza en mi cumpleaños número 10 y en como mi cuñada me ayudó. Y me pregunté cómo le iría ahora a mi cuñada. Y de cuando me besaba con Sandra en el pasillito de atrás de mi casa. Y de cómo mi nariz sangraba todo el tiempo cuando era chiquito (que se me haya olvidado eso es imperdonable: era la cosa más incómoda del mundo), y en el diario disco de queso quemado por un lado en el que consistió por muchos años mi merienda. Y de cuando había manzanas en el puesto de viandas. Y de cuando ya no había manzanas.

Y me senté a pensar, porque ya no pude seguir caminando de la emoción, y me acordé de algunos momentos malos y de otros buenos, y de cómo y por qué me convertí en el niño que fui y en el hombre que soy hoy. Me acordé de cuando estudiaba en el tecnológico de economía del Obelisco y de cómo me colaba por la ventana una y otra vez para no ir al soleado y criminal vespertino. Y de aquel muchacho de San Alejandro (justo enfrente), de quien nunca he podido olvidarme, y del que algún día tendré que hacer un post. Y de la escuela al campo y de cómo siempre me dejaban hasta el final en el surco porque no cumplía con la norma. Y de lo bien que se dormía en aquel surco.

De aquella tarde de domingo en la que Michel y yo limpiamos la moto del papá y me puse a pensar en cómo sería mi vida del futuro. Y el ciclón que me pasé con Mayleni y mi tía, y comimos de una raspadura por tres días y esta era tan dura que ni siquiera nos la pudimos comer entera a pesar del hambre increíble. Y aquellos viajes a Varadero en el tren de Hershey de finales de los 90 junto a Libia, Yaima y Chirino y de cómo me gustaban. Y aquel campismo en que dormimos 13 en una habitación de 4 y el miedo que pasamos cuando los vecinos le cayeron a pedradas a nuestra cabaña por la noche porque uno de los nuestros, cual Romeo, se había metido a una de los de ellos en una playita cercana.

Y el viaje a la Isla en el 97 en el que tanto me emocioné en el Presidio Modelo al ver en los circulares abandonados grafitis de los prisioneros de los años 30 en los que hablaban de sus madres, sus esposas y sus crímenes. Y el avión que cogí para ir y el barco que cogí para regresar (única vez en mi vida que he cogido ambos tipos de embarcaciones). Y el día que me di cuenta que nunca llegaría a ninguna parte siendo contador y en cómo ni siquiera fui a mi graduación. Y en cómo detestaba a otro Michel, quien con los años se convertiría en uno de mis mejores amigos antes de irse del país para siempre. Y en Abelardo, quien ya era travesti en el tecnológico.

Recordé el día en que tuve sexo por primera vez, y en aquel otro en el que realmente tuve sexo por primera vez. En el día en que conocí a Sany con 12 años y en el día en que conocí a Ray casi 10 años después y le pedí sus zapatos descaradamente para correr en el maratón de la escuela. Y en el día en que estrenamos “La importancia de llamarse Ernesto” y en cómo el aplauso que me dieron al final me llegó tanto al alma que nunca se me olvidará. Y en los festivales de aficionados de la FLEX. Y en el primer día que llegué a la FLEX a hacer la prueba de aptitud. Y en toda la gente de la FLEX que está ahora regada por el mundo.

Y en aquel día en que me vestí de naranja para ir a un cine lleno de personas vestidas de rojo. Y cuando hice de Lady Gaga en el Teatro Nacional. Y en aquel lunes en que fuimos a ver la tercera parte del Señor de los Anillos al Chaplin, y en cómo gritamos y aplaudimos como si fuésemos niños chiquitos emocionados ante la primera proyección del cinematógrafo. Y del Buendía. Y de mis clases de japonés. Y en Loyda y en como siempre se interesó por mí.

Y en miles de cosas más que me llevaron a no poder seguir caminando hacia mi destino. Y pensé en cuán ingrato es el ser humano al olvidar todo lo que ha vivido. Al recordar solo los momentos más malos y los más buenos, ignorando que la vida está compuesta de millones de instantes que al olvidarlos, renunciamos al conocimiento de nosotros mismos. Por suerte hay olores que, un día normal de paseo, nos hacen recordarlos.

Tuve que regresar a casa, pero antes me senté en el siempre pacífico Paseo para canalizar mi emoción. Un vecino pasó y me preguntó que qué me pasaba que me veía tan serio. Lo miré y le dije que no se preocupara, que todo estaba bien. Y lo estaba: en una fracción de segundo y gracias a un olor, había recuperado los 10461 días de mi vida. Y no hay momento como ese.

martes, 14 de junio de 2011

When a man loves a woman


No soy una persona que admire a todo el mundo. De hecho, es más bien lo contrario: soy selectivo y exigente con mis gustos. Pero como el mundo está tan lleno de talento, no son pocos los que llaman mi atención y se ganan mi respeto. Puede ser cualquiera: personas de todo tipo y especialidad logran seducirme con su arte, sus logros o sus personalidades. Una vez que soy fanático a alguien, es para siempre. Nada puede hacerme cambiar mi opinión sobre ellos, considero sus logros como míos y me rindo incondicionalmente ante todo lo que hacen.

Pero de entre tantas personas admiradas, hay una que ocupa un lugar especial para mí: Meryl Streep. De hecho, pocas veces digo su apellido; solo la llamo “Meryl” a secas cuando hablo de ella, como si hubiésemos estudiado en la misma secundaria o pasado los apagones de los noventa juntos.

Meryl es una actriz sin paralelo en la historia: 16 nominaciones a los Oscar y 25 a los Globos de Oro, ganando dos y siete, respectivamente. Casi 50 películas en una carrera que comprende más de 30 años. Pero Meryl es más que estadística: es pasión, es sensibilidad, es oficio. Y es que para mí, Meryl no solo es una fuente de admiración; es también una maestra. Y no solo de actuación, sino, y más que nada, de emoción. Meryl me ha enseñado que en el mundo hay más de tres emociones, que el drama y la comedia han de coexistir unidos y que en la vida el talento, el de verdad, no tiene fin.

Me encanta la Meryl joven. La madre trastornada de “Kramer contra Kramer”, la joven que espera de “El Cazador de Venados”, o la lesbiana anorgásmica de “Manhattan” son de mis favoritas. Una sobriedad y un estilo particular desde el principio, como quien no pide permiso para ser buena, quien no tiene necesidad de hacer diez películas para consagrarse. Así es Meryl.

Está la Meryl cómica, por supuesto. De hecho, no creo que nadie pueda ser más cómica que ella cuando se lo propone. No solo en aquella alocada “Preferidas por la muerte” en la que se revolcaba con Goldie Hawn y se viraban cabezas y abrían huecos en la barriga en el proceso, sino, y sobre todo, en “Postales desde el borde”, en la que interpreta a una actriz en rehabilitación. Si bien Meryl es generalmente profunda, cuando tiene que ser superficial, nadie le gana. ¿A quién no le gusta su actuación en “El Diablo se viste de Prada”? Por favor, que levante la mano. No hay manos levantadas, por supuesto.

Pero cuando Meryl decide matarnos con el drama, no hay resucitación artificial posible. Sofía. Sofía y su terrible decisión. ¿Qué fue eso? ¿La mejor actuación de todos los tiempos? Probablemente. Oh, Sofía. Escribo de ello y me erizo. “Los puentes de Madison” y esta mujer que pensaba que era feliz hasta que conoce a un hombre que le cambia la vida. Y la escena final cuando duda si salir corriendo del carro de su esposo para ir a la camioneta del otro. Nadie puede hacer eso como Meryl. “Las horas” y esa otra lesbiana, esa a la que la vida le pasó por el lado y no se dio cuenta. La que esperó a ser feliz en el futuro y no supo a tiempo que en la vida hay que ser feliz en el momento en que se es feliz.

El ser humano tiene la inútil necesidad de compararlo todo con todo. Por eso muchos la quieren comparar todo el tiempo con Glenn Close. Yo, que no me ando con esas tonterías limitativas, me limito a disfrutarlas por separado o, como en aquella memorable “Casa de los Espíritus”, juntas. Y cuando la expresiva Clara conoce a la reprimida Férula, Stanislavski se revuelve en su tumba y yo en mi asiento. Oh, Meryl. Oh, Glenn.

Una vez un idiota que se dice actor hablaba mal de Meryl en un banco en G. Él, que como mismo confesó, nunca la ha visto gritando que un dingo se robó a su bebé, sentada frente a un plato de comida sin poder comérselo por tener síndrome de abstinencia o vestida de monja y diciéndole a su cura superior que irá a denunciarlo aunque se le cierren todas las puertas detrás, hablaba de ella como si fuera una de las cretinas que estaban en su grupo de teatro. Él, quien nunca la vio interpretar a cuatro personajes en una misma miniserie, un rabino hombre y Ethel Rosemberg incluidos, quien nunca la vio debatiéndose entre su hijo o su hija, quien nunca la vio sentada en el porche de su casa junto a Cher, osaba poner su nombre en su boca. Mis amigos me tuvieron que sacar de allá a la fuerza, pero me dio tiempo a decirle hasta del mal que se iba a morir. Pensé en tirarle una piedra, pero mi puntería es fatal. Hablar mal de Meryl. Comemierda.

Como Meryl me satisface con una mirada, no necesito saber con qué ropa fue a Cannes o con quién se casó el fin de semana pasado en Honolulu. Yo me conformo con buscar en Google cuál es su próximo proyecto y me emociono al saber que Margaret Thatcher es su próxima víctima. Cierro los ojos y la veo. Pero es por gusto, ella me sorprenderá con algo que no me espero a mitad de película. Siempre hace lo mismo.

Me encanta cuando Meryl juega con la actuación. Como en aquellas aventuras de Lemony Snicket en la que interpreta a la tía miedosa y loca, llena de miedos y caritas o cuando hace la voz del hada en “Inteligencia Artificial”. O cuando con casi 60 años se puso a cantar y a bailar en “Mamma Mia”. Para ella es un juego, pero hasta jugando es la mejor.

¿Sabían que en Estados Unidos se instauró el 27 de mayo como “Día de Meryl Streep”? Yo no lo sabía. ¿Cómo he podido vivir sin saber eso? ¿Cómo he podido vivir sin tener un “Día de Meryl Streep”? ¿Mencioné que amo a Meryl Streep? No lo suficiente.

Meryl es la reina de los acentos y las pronunciaciones. Como yo estudié lenguas, me gusta pensar que estamos relacionados y quizás algún día ella tenga que hacer de alguna francesa y me pregunte cómo poner la boca para hacer la “e” francesa. Yo correré y le diré: “Ponga la boca como para decir “o” y diga “e”, su mercé”. Pero no me hago ilusiones: Meryl se sabe la “e” francesa mejor que yo y que cualquier francés. Y el italiano, y el sueco, y el swahili.

A Meryl la nominan todos los años al Oscar y yo me siento todos los años a esperar que gane. No gana desde el año en que yo nací, y yo me lo tomo como una señal. Pero sigue siendo una injusticia. Quiero que Meryl gane para emocionarme y llorar. Pero siempre viene alguna guaricandilla y le gana al final. Mas no importa, sé que al año siguiente ella estará ahí de nuevo, y sabe Dios dónde estará la guaricandilla, quien, por supuesto, tiene que mencionar a Meryl en su discurso por lo menos dos veces. Están obligadas.

Y es que Meryl se lo merece. Ya sea dudando, haciendo a África suya, robando orquídeas en los puentes de Madison, con un tallo de hierro o un violín en la mano, en un río salvaje luchando contra Kramer, contando las horas en la habitación de Marvin, gritando en la oscuridad vestida de Prada o siendo la amante del teniente francés en Manhattan, Meryl no deja de sorprender, de convencer, de conmover.

Qué bueno que hay un día de Meryl Streep. Y debía haber una bandera, un himno y un lema. Los niños debían estudiarla en las escuelas y las personas debían persignarse cuando oyeran su nombre. Pero no importa, yo sí lo hago y eso es suficiente para mí. Ahora que ya lo sé, el próximo 27 de mayo pondré un maratón de sus mejores películas, otro de sus peores, repetiré frente al televisor sus mejores frases, saltaré y brincaré con canciones de ABBA interpretadas por ella, deshojaré alguna flor preguntándome si me quiere o no y todas esas cosas que hace un hombre cuando ama a una mujer.



Instagram