miércoles, 10 de julio de 2013

Tras los pasos del Sr. Inaccesible



¿Quién dijo que hacen falta años para que algo se convierta en un referente imprescindible en nuestras vidas? ¿Dónde está escrito que un suceso, un momento, una persona, no puede convertirse en el mejor exponente de algún sentimiento particular tan solo meses o semanas, incluso días u horas, después de haber pasado por nosotros? ¿Dónde dice que tiene que llover mucho, que tenemos que experimentar anécdotas posteriores, que hay que esperar a pensar con más claridad y menos pasión para que algo pueda ser considerado como un clásico, un punto de giro que dividirá nuestras vidas en un antes y un después?

El Sr. Inaccesible. Temporalmente hablando no puede decirse que haya sido hace mucho. Menos de dos años. La mayoría de mis clásicos se remontan a tiempos tan lejanos que incluso me cuesta relacionarlos con un presente en el que soy casi otra persona. Mi profesora de preescolar, el día en que corrí la media maratón, el dolor en el estómago la primera vez que constaté que las personas traicionan duro e inesperadamente… Sin embargo, mi affaire de dos días con Laurent sucedió cuando ya yo era como soy ahora (sea lo que sea que eso quiera decir). Pero - al igual que otros clásicos modernos como el día en que conocí el mundo exterior o aquel otro en que inauguré mi blog - su influencia demostró inmediatamente ser tan poderosa como la de cualquier otra de mis experiencias inmortalizadas con el paso del tiempo.

No es que me haya enamorado de él ni lo esté ahora de su recuerdo – no se trató nunca de eso – pero su fugaz paso por mi vida borró inmediatamente de mi memoria a todos los hombres que había conocido hasta ahí. Y eso es decir mucho. Fue como descubrir lo que hasta entonces solo se había visto en las películas: que en el mundo hay otros tipos de hombres. Hombres muchísimo más intensos, complejos y apasionantes. Hombres de los cuales quizás sea mejor apartarse pero que te enseñan que todo el tiempo que invertiste intentando que las cosas funcionaran con los anteriores - los simples, los que dicen lo obvio, los que quitan más de lo que dan, los imperecederos - fue un tiempo que estaba destinado de antemano a perderse ya que uno nunca fue de esa liga y solo jugaba en ella por desconocer la existencia de otras superiores.

Luego conocí a otros parecidos a él – quizás demasiados – e incluso desarrollé una cierta adicción por este tipo de relaciones rápidas e intensas como descargas eléctricas con hombres que viven al límite, las cuales lo dejan a uno siempre tembloroso y herido pero en las que no se puede evitar el sentir la adrenalina por todos lados. Al final – quiero creer - terminé cansándome de estas también, para encaminar entonces mi búsqueda hacia hombres con un mayor equilibrio entre intensidades que los desbordan y un control necesario para que tales pasiones no los hundan. Algo parecido a lo que me gusta pensar que soy yo.

Pero Laurent, por ser el primero – y quizás el mejor de todos estos “chicos malos” – siguió siendo considerado como algo positivo en mi historial de crecimiento personal y descubrimiento del mundo real. Además, el escribir su historia ayudó muchísimo también a la consolidación y la purificación de su mito. Muchísimas veces hube de dar datos adicionales a aquellos que leían el post y en más de una ocasión me sorprendí leyéndolo yo mismo y recordando con una nostalgia feliz su cuarto en el sauna, su apartamento de ventana inmensa, su bicicleta roja o mis dedos traqueados. Y muchos otros pequeños – mas vitales – detalles que me hacían revivir aquellos dos intensos días de lujuria.

Dos semanas después de estos hechos regresé a Cuba sin idea de volver alguna vez a Montreal, así que esta historia fue convenientemente archivada en mi memoria como recuerdo de un mundo fabuloso, peligroso y distante. Cierto: alguna vez me pregunté qué habría sido de él, o si se acordaría de mí de alguna forma, pero fuera de conjeturar no había mucho que hacer. Tampoco es que tuviera necesidad de hacer nada: era una historia con un final cerrado y más datos quizás la hubiesen arruinado.  Por más de una razón, es mejor dejar a los clásicos en el recuerdo… Sin embargo, como muchos habrán notado, un año después de todo esto regresé inesperadamente a la misma ciudad y ya llevo otro aquí, por lo cual la pregunta – tanto para ustedes como para mí – se volvió mucho más obvia e imposible de ignorar: ¿qué se hizo del Sr. Inaccesible?

Entrando a Montreal por el puente Jacques Cartier en julio del pasado año, una de las primeras cosas que me vinieron a la cabeza al mirar la ciudad desde la distancia fue si me encontraría de nuevo con Laurent. Por un lado, ninguna ciudad es lo suficientemente grande como para que dos personas que han tenido un pasado común - corto o largo - no se reencuentren, mucho menos dos personas con estilos de vida con ciertas características en común. Pero por otro lado no debemos olvidar que Laurent no es de Quebec, sino francés, y sus visas expiran al igual que las nuestras. Algunos trabajan aquí pero no creo que un permiso de trabajo para ser escort haya sido concedido alguna vez. De ahí que una opción real fuera que Laurent ya no estuviera en Montreal, sino drogándose en alguna sauna oscura de su natal Toulouse, o de París, o de cualquier otra región del mundo.

Al entrar unos días después al sauna estaba con el corazón en la boca. En cada espalda de hombre de pelo negro creía ver su espalda, en cada voz con acento de Francia que escuchaba en la distancia creía reconocer su voz, en cada hombre que me besaba el cuello por detrás creía que se trataba de su aliento y su desfachatez. Pero las espaldas se viraban para revelar otras caras de pelos negros, las voces se materializaban para enseñarme a otros franceses y al voltearme me encontraba con los alientos y la desfachatez de hombres completamente diferentes. No lo vi esa noche. Ni la segunda, ni la tercera…ni nunca. El sauna dejó de ser su sinónimo y mi corazón regresó a su posición normal.

No sé qué sentí – no lo recuerdo – cuando alrededor de un mes más tarde me convencí de que Laurent no estaba en Montreal. La ciudad no olía como a que pudiera encontrarme con él. Esas cosas las nota todo aquel que dedique un segundo a conocer el mundo que lo rodea. Y Montreal no olía al peligro de encontrarme con Laurent. Quizás me puse triste porque de cierta manera quería verlo y saber de él. Quizás nostálgico de constatar cómo me encontraba a muchos de los actores y lugares de ese día – el rubito de gorra y cara de malo, los 1000 gramos, el Second Cup – y no al verdadero protagonista. Quizás alivio al saber que no lo vería acostándose con todos o drogándose en cada esquina y ver así cómo mi mito se convertía en una triste persona real. No recuerdo qué sentí. Pero sí me convencí de que no lo vería nunca más.

Sin embargo, ya con esta certidumbre completamente establecida, tuve la oportunidad de agregar nuevos datos al expediente del Sr. Inaccesible gracias, precisamente, a otros de los actores secundarios de ese día. Mario, a quien nunca mencioné en el post original por razones de espacio, era uno de los hombres que conocí junto a Laurent aquella vez. Un hombre de casi 50 años - con un cuerpo espectacular evidencia de su pasado de playboy – y con el cual tuve una desavenencia esa noche ya que él consideró que yo tenía demasiado vello púbico y “sugirió” que me afeitara, a lo cual yo “sugerí” que los hombres con los miembros viriles de mi tamaño hacían lo que les daba la gana. Mi arrogancia obviamente lo molestó y “sugirió” entonces que habría algunos hombres allí con los cuales no podría acostarme por grande que fuera el miembro viril (haciendo alusión obviamente a él mismo), a lo que “sugerí” sonriendo que “eso no era precisamente una pérdida para mí”. Laurent decidió intervenir y me sacó de allí antes de que nuestras sugerencias se transformaran en una pelea mayor.

Un año después y ni un pelo de menos, era vacilado en las duchas del sauna por Mario. Primero lo ignoré olímpicamente pero luego recordé que un escorpión siempre tiene tiempo para una pequeña venganza. Después de que lo hice caerme atrás por todo el lugar acepté la invitación de ir a su cuarto. Tres horas después, en las que lo único que nos faltó fue jurarnos amor eterno, le recordé, como quien no quiere las cosas, nuestra historia de un año atrás. Justo en el momento preciso para demostrar que yo – más tarde o más temprano – siempre hago lo que me da la gana. Él rió de lo lindo y yo también, lo cual consolidó nuestra amistad sexual. Desde entonces, nos veíamos casi todos los sábados en el mismo lugar y nos dedicábamos algunas horas el uno al otro.

Entonces una noche, haciendo alusión a nuestro encuentro original, él mismo sacó el tema. “Claro que me acuerdo de todo aquello. Pero no recuerdo por qué estábamos en el mismo cuarto”. Yo hubiera podido decir que no me acordaba tampoco pero si la vida me daba la oportunidad de hablar de Laurent con alguien, quizás debía aprovecharla. “Yo estaba con un amigo mío que te conocía de antes…Un francés”. Mario buscó en su memoria con cara del que sabe que no encontrará lo que busca. Pero de pronto, inesperadamente, cayó. “Sí, sí, sí, ya me acuerdo. El bonito”. “Ese mismo”, dije yo, como si jamás me hubiese acordado de Laurent antes de ese momento. “Laurent”, dije. “¡Laurent!”, dijo. “El escort, ¿no es cierto?”, agregó, no solo para asegurarse de que se trataba de la misma persona, sino más que nada para ver si yo lo sabía. Asentí con la cabeza. “¿Lo has visto de nuevo?”, pregunté con el mismo interés de quien pregunta si mañana lloverá. Algo de curiosidad pero nunca demasiada.

“Ahora que lo pienso, no lo he visto en un tiempo”, dijo. “Seguro regresó a Francia”, dije yo, exponiendo mi largamente reflexionada teoría. “No, no: él anda por ahí”, replicó. “¿Cómo lo sabes?”. “Pues no sé, siempre anda por ahí.”. “Pues por eso mismo: yo llevo dos meses aquí y no lo he visto. Y la gente no cambia de un día para otro sus habitudes”. Por “la gente” quería decir “especialmente los drogadictos adictos al sexo” pero como Mario comparte algunas de estas características también no fui tan específico. Él pareció convencerse con esta idea y puso cara de “Sí, quizás: ¿por qué no?”

“Si lo vuelves a ver, ten cuidado con él: roba”, dijo de pronto. Bombazo. “¿Disculpa?”, dije yo, en un tono que traicionó en algo que el tema no me era tan indiferente como quería hacer ver. “Unos amigos míos lo invitaron a su casa y cuando se fue habían desaparecido los antidepresivos”. Bombazo. No sé qué me dolió más: si saber que robaba o que robaba antidepresivos. Era el colmo de la decadencia. El colmo del descontrol. El colmo de todo.

Me deprimí en un segundo. Cerré los ojos y lo vi en alguna parte de Europa acabando con su vida. En una espiral de decadencia sin retorno en la que siempre estuvo destinado a estar pero que yo preferí no ver y recordar solamente los días en que lo conocí. Este recordatorio de lo que podría pasarle a su vida de excesos fue demasiado para mí. Mi clásico, mi Sr. Inaccesible, mi Laurent…robando antidepresivos. Sentí la necesidad de saber de él, de verlo, de hacer algo, pero al mismo tiempo nunca me sentí más lejos de él.

“Quizás no fue él”, dije, con una voz tan triste que traicionó completamente mi estilo de indiferencia anterior. Como si fuese un niño al que le dicen que su hermano - quien siempre fue su héroe, - mata gente, y él no puede decir otra cosa que “quizás no fue él”. Mario me miró serio y se dio cuenta. Entonces dijo lo que todos los hombres grandes deben decirle a los niños en casos como estos: “Sí: quizás no fue él”. Esa noche dejé que sacara su máquina de afeitar e hiciera todo lo que quisiera conmigo.

Mi segunda conversación informativa sobre Laurent fue poco después y en el mismo lugar, pero en condiciones completamente diferentes. Acababa de regresar yo de mi fatídico primer viaje a Toronto y me encontraba en una crisis de proporciones épicas. El sauna y hombres como estos comenzaban a hacerme muchísimo daño pero sin embargo iba cada vez más a menudo. Me deprimía cada segundo más al verme en aquel decadente estado y, aunque nunca llegó a ser un problema serio, las drogas no ayudaban. En estas condiciones me encontré entonces con el mexicano. El mismo con el que también había estado aquella vez y con el cual había visto a Laurent viendo videos en su cuarto, lo cual había provocado mi molestia. El mismo del que me hizo un comentario luego para incomodarme cuando yo hablaba del rubito de cara de malo. El mexicano: mi enemigo.

Pues bien: otra venganza. Luego de una buena sesión en la que eliminé mediante el sexo todo trazo de rivalidad con él y con el pasado me lancé en la cama y le espeté sin ceremonias: “ya nosotros nos conocíamos”. Él me dijo: “Sí, tu cara me suena”. “Nosotros nos vimos hace un año. Un francés nos presentó. Laurent”. Yo estaba drogado, alterado y molesto por toda mi crisis del momento y no tenía ninguna intención de ser sutil. “Es escort, adicto al sexo, drogadicto, tiene problemas con el compromiso y roba antidepresivos” iba a agregar previendo un “no me acuerdo de quién hablas”, pero con la primera fase el mexicano cayó. “Claro que me acuerdo”, dijo. “Ustedes tenían algo. Recuerdo que él estaba preocupado porque pensaba que tú te habías molestado cuando nos viste”. Vaya, aún en mi enfado aquello me cayó bien: me gustó oír lo que decía de mí el Sr. Inaccesible cuando yo no estaba. “No teníamos nada: solo singábamos”, dije déspota. “Nada del otro mundo”.

“Lo vi hace un rato”, dijo de pronto. Bombazo. “¿Ah?”, dije yo, en lo que fue más un sonido gutural que una interjección. “Antes de entrar aquí. Justo allá afuera”. Yo me levanté de la cama en un segundo y lo miré fijo. “¿Está en Montreal?”, pregunté en un tono algo agresivo que parecía que pedía explicaciones en vez de preguntar normalmente. “Pues claro, lo acabo de ver.” “¿Estás seguro que hablamos de la misma persona?” “Sí: el francés bonito que era escort”. “¿Era?” “Bueno, creo que ya no lo es: se casó”. Bombazo. Bombazo grande. Ni siquiera pregunté con palabras, solo lo miré con cara de horror. ¿Qué? ¿Casado? ¿Con quién? ¿Cómo?

Obviamente mi rostro trasmitía todo eso a la perfección porque el mexicano dio respuesta a todas mis preguntas. “Se casó con un quebeco. Para obtener la residencia, imagino. Pero el muchacho no lo deja ni moverse. Por eso nunca viene al sauna”. Dios, eso explicaba tantas cosas. “Ahora mismo estaban juntos. Un muchacho muy lindo también.” Intenté ignorar ese comentario porque ya tenía bastante información como para volverme loco. “Yo a veces lo veo, pero siempre muy escondido. Seguimos cogiendo”. Otra información que decidí ignorar y sacar de mi sistema. “Ya no consume”, dijo. Las bombas seguían cayendo como en un ataque nuclear. ¿De quién hablaba este mexicano? ¿Me estaba tomando el pelo? Me parecía que estaba en un sueño en el que solo se decían cosas inconcebibles, cada una más rara y descabellada que la anterior.

“¿Disculpa?”, logré articular. “Pues sí”, me dijo con cara pensativa. “Yo le ofrezco y no consume. Dice que lleva ya varios meses limpio”. No había ninguna razón para que el mexicano me mintiera y muchas menos para que Laurent le mintiera al mexicano, así que tuve que sentarme y admitir que todo aquel sueño de incongruencias era real. “Entonces, ¿uno puede salirse de la droga?”, dije, mirando a la pared, como si hablara conmigo mismo. “Aparentemente sí”, dijo el mexicano mientras se llevaba su pipa de cristal a la boca.

Si esa noticia hubiese llegado a mí al inicio de mi retorno a Montreal, aunque me hubiese sorprendido enormemente, probablemente me la hubiese tomado como algo positivo. Pero en mi condición del momento aquello fue como una entrada a golpes. Ahí estaba yo: drogado perdido en lugares oscuros y singando como un demente mientras el Sr. Inaccesible – el cual se había sentido responsable por introducirme a la droga y quien me había dicho en su última frase “no quiero que seas como yo” - estaba limpio, ya no era escort y estaba casado con un muchacho lindo que lo había hecho residente canadiense. ¿Qué clase de mundo es este? ¡A él le tocaba estar robando antidepresivos! Este final feliz llegaba en muy mal momento para mí.

El camino a casa fue traumático. Eran las 7 de la mañana y no había un alma en las calles. Un hombre que tomé por un mendigo me tocó el hombro en la parada y me señaló un cartel que decía que en alguna parte de la ciudad era el maratón de Montreal por lo cual no había transporte, así que tuve que caminar. Me sentía como mierda y tenía frío de drogata. Pero iba con una idea fija en la cabeza. Al llegar me di un buen baño, me acosté y me desperté cuatro horas después. Todavía me sentía mal, creo que hasta peor, pero me había propuesto hacer algo bien temprano ese mismo domingo: arreglar mi vida. Y para eso me hacía falta hablar con alguien primero. Con alguien que me comprendería. Busqué en mi maleta el cartoncito con su número de teléfono. Nunca había pensado llamarlo de nuevo pero conservaba el cartoncito porque tenía su verdadero nombre escrito de su propia mano. Me lo había llevado al irme a Cuba y me lo traje de la misma forma cuando me vine a Canadá. Era mi único recuerdo tangible del Sr. Inaccesible. Pues bien, había llegado el momento de que cumpliera con una misión que iba más allá del recuerdo.

Tenía un discurso preparado en caso de que me saliera él, otro por si salía el esposo – nunca se sabe: el muchacho supuestamente era muy celoso – y también estaba preparado para que me dijeran que ese número no existía ya. Una vez más, la vida se las agenció para sorprenderme al responder una mujer automática diciendo algo que no entendí para nada y que terminaba exhortándome a que dejara un mensaje. ¿Qué era aquello? ¿Su mensajería vocal? ¿Por qué no era como las de los demás? ¿Este era su teléfono? ¿No se supone que los escorts lo cambien cuando se casan? ¿Había marcado bien? ¿Por qué nada podía ser normal con este hombre? Con todas estas preguntas corriendo por mi mente, sonó el pitico, el que de por sí siempre me pone algo nervioso. “Ah…eh…sí…hola…hola…Laurent…te habla Raúl…nosotros nos conocimos el año pasado cuando yo vivía en Montreal…yo soy cubano… (silencio aún más largo)…Escucha, si recibes este mensaje, llámame a este número. Estoy de vuelta en Montreal y me gustaría saludarte. Espero que estés bien. Un saludo.”

Si bien al final logré ser más coherente no pude evitar darme cuenta de lo poco que tenía que decirle al Sr. Inaccesible. No me sentía con el derecho de confesarle que él leía mi mente, que yo había escrito un post de 18 páginas sobre él o que lo llamaba “el Sr. Inaccesible”. Solo pude decir que era cubano a ver si me reconocía por ahí. Me sentí como el Sr. Invisible… Nunca llamó. Esperé casi todo ese día, entre dormido y despierto, con el teléfono al lado, pero nada. Supongo que era lógico. En caso de que fuera él y lo hubiese oído, mi mensaje sonaba idéntico al de un antiguo cliente. O quizás nunca lo oyó. O no quiso responder. Una vez más, conjeturar era lo único que podía hacer.

Pero el Sr. Invisible nunca ha sido tan dependiente como podría pensarse al leer los últimos párrafos. Así que al día siguiente comencé a enderezar mi vida yo solito. Me puse a contar cuántos días podía estar sin ir al sauna (más de un mes), no probé ni el más nimio de los estupefacientes en más de dos y me di sesiones de autopsicoterapia intensiva en mi closet varias veces al día. Y, por supuesto, todo mejoró. Un día me di cuenta que me sentía bien, que pensaba más en mis planes que en mis traumas, que antiguas imágenes o referencias no me desestabilizaban ya y que estaba listo para comerme al mundo de nuevo. Fase de recuperación: cumplida.

En medio de esta fase boté el cartoncito con su teléfono. Era el día de “Bota todo lo que te recuerde lo que no quieres llevarte a la próxima fase”. No lo rompí en mil pedazos mientras lloraba, cual mujer que rompe la foto de su ex-esposo que la dejó por la rubia secretaria. Para nada. Fue todo muy pacífico. Lo miré, le agradecí por haber sido mi recuerdo por un buen tiempo, le guiñé un ojo, lo rompí en dos y lo puse despacito en la caja del reciclaje. El Sr. Invisible le decía adiós al Sr. Inaccesible.

En un año, nunca más he sabido de él, ni directa ni indirectamente. No volví a preguntar por él – tampoco he visto más a nadie que pudiera conocerlo – ni me lo he encontrado nunca en la calle. Nunca confirmé si anda por Europa robando antidepresivos o está a cinco cuadras de mi casa viviendo una vida perfecta con su bello esposo. Pero dejó de importarme. Cuando pienso en él, casi siempre porque tengo que hablarle a alguien que haya leído el post original y me pregunta, lo hago con el corazón frío, como si se tratara de una obra de ficción lejana y distante. Sin pasión. También sin rencor; después de todo, es un clásico. Lo que más alejado ahora de mi vida presente. Ocupando su lugar entre los antiguos clásicos, junto a mi profesora de prescolar o el día en que corrí la media maratón.

Pero la vida siempre puede sorprenderte. No hace mucho caminaba de regreso a mi casa lleno de vegetales que había comprado en la calle Mont Royal ni sé con cual propósito porque yo no como eso, cuando decidí, aprovechando que ya estamos en verano y que el caminar por el barrio es todo un lujo, cambiar de cuadras para ver cosas nuevas. Y así, en medio de mi experimentación en pleno Plateau Mont Royal, mientras veía las casas y los árboles, me encontré frente a frente con su casa. Bombazo.

Por supuesto que siempre supe que su casa – y digo “su casa” pero sé que es el edificio donde vivía y solo eso – era cerca de la mía. Nunca me puse a pensar mucho en eso porque lo asociaba más con el sauna, pero si me hubieran preguntado, claro que sabía que era por ahí. Está a solo tres cuadras de mi piscina, de hecho. Al norte del parque y yo vivo al este. Pero nunca pensé que su casa podía significar algo para mí: estaba convencido de que, estuviera o no en Montreal, ya no vivía ahí. Pero al pararme frente a esta - la cual nunca hubiera pensado que reconocería y sin embargo lo hice en un segundo – me di cuenta que sí significaba algo para mí.

No supe qué pensar. No supe qué intentar pensar. ¿Qué se piensa cuando uno está lleno de vegetales y se encuentra de pronto con uno de los escenarios poderosos de su pasado? El día era hermoso, como hermoso era el día en que me fui de ahí por última vez. Pensé en seguir caminando pero luego me di cuenta que se erigía detenerme. Otra cosa hubiese sido un error. Entré a donde estaban los timbres, a una especie de recibidor interno bastante grande y recordé aquella noche en que tocaba y tocaba y nadie me abría. Dios, ahí estaba de nuevo. Ni idea de qué timbre tocar, pero no iba a tocar ningún timbre de todas formas. Me senté en un murito y los flashazos de aquella noche no paraban de venir a mi mente.

De pronto un hombre entró, me saludó con la cabeza, abrió la segunda puerta que ya daba al interior del edificio y la sostuvo con la mano para que yo entrara. Obviamente ese muchacho lleno de vegetales no era un ladrón. Yo pensé decir que no quería entrar, pero por miedo a que eso sonara más raro (¿qué haces sentado al lado de los timbres si no quieres entrar?), sonreí y corrí para entrar.

El hombre se desapareció y yo me quedé sin la menor idea de para dónde coger o qué hacer. Irme, supongo. Pero no soy esa clase de ser humano que renuncia a la adrenalina. Nunca lo seré. Eso sí: ni idea de dónde estaba su apartamento. ¿Para arriba? ¿Ahí mismo? Recuerdo que bajamos al sótano para ayudar a los vecinos a mover unos muebles pero no recuerdo mucho más. Caminé un poco a ver si algo me sonaba. Y la originalidad del edificio me ayudó. Ningún paso de escalera era igual ni la posición de los apartamentos tampoco, así que me dejé llevar por escaleras laterales, puertas raras y llegué a uno que en cuanto lo vi supe que era su apartamento. No muy lejos de la puerta de entrada. Todo encajaba. Regresé sobre mis pasos y recorrí todo de nuevo, eliminando todas las otras opciones. Oliendo la energía y desechando todo aquello que mi mente no reconocía. Y volví a caer frente al mismo apartamento. No había dudas: era ese.

No me podía creer que estaba ahí. Siempre me pregunté qué sentiría el personaje de “Los Pasos Perdidos” si alguna vez volvía a encontrar la triple incisión en V frente al Amazonas. Pues debía ser algo como esto y solo el propio Carpentier tiene derecho a definirlo. Pegué el oído a la puerta. No oía nada. Toqué. ¿Estaba loco? ¿Por qué tocaste? ¡Tenías que idear un plan antes! ¿Y si abría Laurent? ¿Y si abría el esposo? ¿Qué iba a decir? ¿Y si abría uno y el otro estaba detrás y se quedaba mirando a la puerta a ver quién era? ¿Podía yo aguantar ese par de miradas inquisidoras que todo dueño de casa pone a aquel que toca a su puerta? Le pedí a mi mente que no pensara en las opciones y que me diera la capacidad de reacción necesaria para responder a lo que fuera que me esperaba del otro lado.

La puerta se abrió y dejó ver a una muchacha rubia. Agréguenlo a la lista de cosas inesperadas. Ella puso cara amigable de “¿Eres un vecino que viene a preguntar algo?” que supongo que era mejor que la de “No compramos nada y ¿cómo pasaste la puerta de entrada al edificio, testigo de Jehová?”. Yo sonreí con todos mis dientes y aguanté mis dos jabas de vegetales para parecer la cosa menos peligrosa del mundo. “Oh, hola”, salió de mi boca de actor. “Disculpe que la moleste. Yo solía venir hace un par de años a este apartamento porque un amigo francés vivía aquí. Hace un mes regresé a Montreal y como no tengo el teléfono me dije hoy que pasé por aquí “¿Laurent todavía vivirá aquí?”. No iba a entrar pero un hombre abrió la puerta en ese momento y me dije: “Ah, deja ver si todavía vive ahí. No pierdo nada”. Pero bueno, parece que ya no vive aquí, jeje”. Bien: un buen cuento. Y si quitamos un par de mentirillas, era más o menos la historia real.

Cuando ella iba a contestar algo, una niñita que no tendría mucho más de un año pero que ya podía caminar, se paró al lado de la muchacha y empezó a reír con una risa adulta mientras se aguantaba una mano con la otra como una anciana a la que alguien le hubiese hecho un chiste muy bueno hacía unos días y ella ahora se reía sola del mismo. Risa de adulto. Adorable. Supongo que un hombre con bigote, sombrero y una jaba en cada mano era el equivalente de payaso. Además, los niños y yo tenemos una relación especial de la que hablaré en otro momento. No pude hacer otra cosa que reírme yo también. Y la muchacha igual. La cargó y yo le hice una monería a lo Jim Carrey, lo cual provocó que la niña riera aún más desesperadamente, ahora sí como una niñita chiquita. La muchacha me sonrió. Bien: si te ganas al niño de la casa, te ganas a todo el mundo en ella.

“Pues no sé”, me dijo ella. “Yo vivo aquí hace casi un año ya y francamente nunca pregunté quién vivía antes aquí”. “Sí, la gente se muda mucho y luego uno pierde los rastros”, dije con una sonrisa de oreja a oreja pero así y todo sonó triste. Sonó triste porque estaba triste. Era un payaso triste. Ella me miró sin saber qué decir. “¿Era un amigo muy íntimo?”, preguntó. Yo hice un gesto con los hombros que era mezcla de “sí” con “no” con “quizás” con “las cosas en la vida no hay que definirlas tanto”. Ella entendió. La niña también porque se quedó seria y me miró tranquilamente. “Bueno, pues muchas gracias y disculpe por haberla molestado”, dije. “Supongo que podemos preguntarle al casero, ¿no?”, dijo ella, ignorando mi despedida.

Yo no supe qué decir. Creo que quería irme ya para poder sentirme triste sin estar fingiendo. De todas formas, ya yo sabía lo que el casero me iba a decir. Pero hubiese parecido raro decir que no, así que acepté. Ella salió al pasillo con la niña cargada, cerró la puerta y me indicó que la siguiera. Subimos un piso, tocamos la puerta y la muchacha hizo todo el trabajo por mí. Yo puse mi mejor cara de turista noruego mientras ella le explicaba al casero y la niña intentaba coger mis gafas. El hombre se puso a pensar y me dijo directamente a mí: “Sí, sí, tuvimos un francés hace como dos años. No estuvo mucho. Unos meses. No tengo permitido decir a dónde se mudan, pero de todas formas él nunca me dijo. Un muchacho muy agradable”. Yo sonreí de oreja a oreja pero me estaba deprimiendo cada vez más. No porque me dijeran que no sabían de él, sino porque cada vez lo recordaba más y más. Le dimos las gracias, y bajé con la muchacha y la niña de nuevo hasta la puerta de su apartamento.

Mientras me despedía de nuevo la muchacha abrió la puerta, soltó a la niña, la cual fue corriendo como loca a traerme sus muñecas. Yo le hice monerías y la muchacha me preguntó si quería agua o algo de tomar. Yo la miré, visiblemente afectado, y  fui brutalmente honesto: “Tengo miedo de entrar ahí”. Ella me puso cara de “vamos, entra, puede ser útil”. La miré con cara de quien se deja convencer. Y entré.

Me quedé en el umbral, pero el apartamento era lo suficientemente pequeño como para que pudiera verlo todo desde ahí. Si bien había cosas cambiadas era, sin duda alguna, el mismo apartamento. El apartamento del Sr. Inaccesible. Quizás Laurent viva en otra parte, pero este apartamento es el del Sr. Inaccesible. Del mío. La ventana inmensa que daba al patio interior, la cocina, el guardarropa y el baño, casi justo a mi lado. Todo estaba ahí.

Todo vino a mi cabeza. Cuando entramos todo empapados, cuando se durmió encima de mí y tuve que tirarlo porque pesaba mucho, cuando me dio aquella ropa infame, cuando bromeó de que era una hora y era otra, cuando me abrió dormido y sonriendo a la misma vez, cuando puso las velas y la canción, cuando retozamos en la oscuridad hasta quedarnos dormidos, cuando nos dimos ese último abrazo en el que nos consolidamos como dos viejos – no adultos, sino viejos - que no se dicen nada porque saben que las cosas no cambian solo porque se digan. Y ahí estaba yo ahora, a un metro de donde nos dimos ese abrazo en el cual tanto he pensado después. No sé cómo pude identificarlo solo con el sauna, con las drogas y con el resto de los “chicos malos”. El Sr. Inaccesible siempre fue esto para mí. Fue por eso que se hizo un clásico.

“No recuerdo su cara”, dije. “De tanto pensar en él, he olvidado cómo es su cara. Solo distingo rasgos generales. Supongo que si algún día lo veo sé que será él. Pero actualmente no pudiera hacer un dibujo de él aunque supiera dibujar”. La muchacha asintió con la cabeza. La niña, como si entendiera todo, no solo las palabras sino además los sentimientos, me miró seria con su muñeca en la mano.

Me sentía bien. Visiblemente emocionado – no llorando – pero bien. Me sentía vivo. Como si la profesora de preescolar me reconociera y me dijera: “Pero claro que me acuerdo de ti, Raulín. ¿Qué ha sido de ti todos estos años?”. Cuán poderoso puede ser el reencuentro con los clásicos. Hay que vivirlo para entenderlo. Hay que ser Carpentier para definirlo. “Muchas gracias”, le dije a la muchacha. Ella sonrió y asintió con la cabeza. Le hice una monería a la niña y le dije adiós exageradamente, a lo cual ella respondió con la misma intensidad. Les sonreí y salí.

Una vez fuera, con mis vegetales en cada mano, creí ver la bicicleta roja pegada a la cerca, creí sentirme como me traqueaban los dedos, creí verlo irse montado con su linda camisa mientras yo miraba justo hacia el otro lado para poder dejarlo ir - ¿lo dejé ir alguna vez? -, caminé hacia el mismo lado en que lloré aquella vez por media cuadra y aunque no lloré ahora no me sentí menos vivo por eso. El día era hermoso, como hermoso era el día en que pasé por ahí por última vez. Allí estaba, casi literalmente tras los pasos del Sr. Inaccesible. Y fue como si el tiempo no hubiera pasado. Sí: recordar sí es volver a vivir.

Al llegar a la calle Mont Royal, justo en la dirección contraria a mi casa, entré al Second Cup, al cual nunca más había entrado, me senté en las butacas donde nos caímos a preguntas honestas sin mirarnos, saqué mi computadora de la mochila y, al igual que dos años atrás, comencé a escribir esta historia. Después de todo, ¿quién dijo que uno no puede volver sobre los pasos perdidos una y otra vez? ¿Dónde está escrito que la búsqueda de los clásicos no puede ser considerada ella también como un clásico? ¿Dónde dice que hay que esperar a pensar con más claridad y menos pasión para contar las historias que surgen y los sentimientos que se producen cuando uno se lanza tras los pasos del Sr. Inaccesible?

El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (1ra parte) 
El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (2da parte) 


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