viernes, 11 de enero de 2013

El escritor sin metas (a.k.a El estúpido que quería escribir)


Esta es la historia de un joven y atractivo mancebo que decidió un día dejarlo todo para consagrarse al noble arte de escribir. Que negó una vida con salarios y aprobaciones sociales para hacer lo que consideró como la tarea para la que estaba destinado: crear. Que se alejó de su pasado y su presente mundanos para irse a una esquina del mundo y poder trabajar sin interrupciones, sin complicaciones, sin personas que lo apartaran - aún con buenas intenciones - de su destino. Que comenzó a cambiar, gradualmente pero con voz cada vez más segura, su “profesor” o “traductor” inicial por un honesto y redondo “escritor” al preguntársele su oficio o profesión. Que, cerca de una ventana donde se veía caer la nieve y a la cual observaba de vez en vez como buscando una inspiración que de todas formas tenía, escribió día y noche sin parar, sin tomar casi consciencia del paso de los días, sin descansar salvo para dormir, alejándose así cada vez más de la realidad e introduciéndose en su propio mundo de personajes sórdidos, sensibles, carismáticos y abigarrados. Que un día, finalmente, se acostó en su cama, ya entrada la mañana que sucedía a una noche entera frente a sus letras, con una sonrisa satisfecha y un gusto a trascendencia en la boca, indicadores ambos de la realización de su primera novela. Y este, lejos de ser el final de la historia, no fue más que el inicio de la misma…

Ah, qué linda historia. Cuán vivificante. Justificadora, incluso. Triunfante, redonda, feliz. Pero, a pesar de todos sus valores, hay un pequeño detalle acerca de ella que no debemos ignorar:…no es cierta. Sí, amigos, así como lo oyen: es todo ilusión. Si bien, obviamente, presenta elementos más que verdaderos, hay otros, especialmente en la segunda parte, que, aunque están dadas todas las condiciones para que pudieran ser perfectamente reales, no dejan de ser pura ficción. Sobre todo en lo que respecta a escribir. No escribo nada. Ni en mi blog, ni mis novelas, ni un cuento corto. Nada. Tanto escribir en el último año y medio, cuando no me consideraba a mí mismo como “escritor”, para ahora que lo digo y lo asumo abiertamente, pues no escribir.

Una anécdota: hace unos meses, un cretino me puso en un comentario en la página de Facebook de mi blog que este debería llamarse mejor “el estúpido que quería escribir”. Estoy convencido de que nunca supo que era yo, Raúl, quien se escondía tras tal seudónimo, porque nos conocemos en la vida real y sé que no se tiraría conmigo de esa manera (además tal comentario refleja que jamás se lo ha leído). Solo vio el nombre y decidió hacer un fácil juego de palabras. Luego de sonreír fríamente frente a la computadora e indicarle que censurara las ideas que le venían a la cabeza ya que la libertad de expresión es algo que solo le permito a mis amigos (a hablar mal de mí donde yo no pueda oírlo y eso va con absolutamente todo el mundo) di el asunto por olvidado. Pues bien, resulta que después de todo, el cretino - por razones diferentes a las que indicó, obviamente - tenía de todas formas la razón: yo no soy más que un estúpido que quiere escribir.

Pues no sé qué pasa (claro que sí lo sé, pero vayamos por partes), pero por alguna razón no me siento a escribir. No es ni ausencia de ideas ni miedo a la página en blanco ni bloqueo mental, ni ningunas de esas razones que mis “colegas” apelan para justificar sus períodos de ausencia frente al teclado. Yo tengo miles y miles de cosas sobre las que quiero escribir (cada día más) y solo basta que me siente frente a una “temida” página en blanco para llenarla en doce minutos. Aparentemente mis causas son muchísimo más banales y tontas: tengo mucho sexo, pierdo mucho el tiempo pensando que pierdo el tiempo y me pasó el día en Facebook. Ya: lo dije. Pero lo que más me molesta (empinga) es que podría perfectamente tener la misma cantidad de sexo, perder el mismo tiempo pensando que lo pierdo y seguir en Facebook y así y todo escribir (reducir algo estas cosas no vendría mal, pero en serio no son la causa de mi ausencia de escritura). Entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué no escribo? Pues las causas reales son algo más profundas.

Los invito a todos a dejar su vida tal como la conocen y cambiarla de ahora para luego. No es solo cambiar de Cuba para Canadá (ya con eso solo es bastante para desestabilizar a un toro) sino además cumplir 30 años (aunque luzco menor, que conste) y el hecho de asumirme como artista y no tener ganas de tener un trabajo tradicional (no tengo ganas y no lo haré, no insistan más). Pero yo siempre fui lo contrario: estudié sin que nadie me obligara, trabajé muchísimo en Cuba (no me refiero a los trabajos legales) y me tracé casi siempre objetivos bien claros en relación a mi futuro. Nunca estuve “sin hacer nada”. Pues ahora todo cambió. Y de cierta manera es bueno que todas estas cosas hayan pasado juntas, ya que así unas se atenúan con las otras. Además, el “no hacer nada” (que nunca es tal porque siempre hay que hacer pequeñas cosas para poder comer) es fácilmente sustituible por “el escribir”. Visto globalmente, todo encaja: algún día leerán en la parte de atrás de uno de mis libros: “a los 30 años (aunque lucía más joven), decide asumirse como escritor, se muda a Canadá y escribe su primera novela”. Pero es mucho más fácil verlo desde el futuro; en el presente sigo lo suficientemente desestabilizado como para no sentarme jamás a escribir y seguir dejándolo todo “para después”.

Y digo “todo” porque hay más. Desde que “maduré”, mucho antes de los días presentes, he venido dejando de hacer cosas que por muchísimo tiempo fueron intrínsecas a mi persona. Para empezar, hace más de 10 años que no me leo un libro. Ya: lo dije. Busco en mi memoria cuándo fue la última vez y nada: ni siquiera me acuerdo. Bueno, me leí los primeros cuatro Harry Potter, pero como no me he leído los otros no puedo ni decir que “lo único que me leí en 10 años fue Harry Potter”. Perfecto: soy el estúpido que quería leer. Hace un año que no veo una película. Ya: lo dije. Olviden, por supuesto, los museos, los teatros y las galerías cuando ni siquiera me puedo leer un libro y ver una película como el más simple de los mortales. ¿Qué clase de artista soy yo que no tiene contacto con otras manifestaciones del arte? Si bien estas marcaron absolutamente los primeros 20 años de mi vida al punto de seguir considerándome como un cinéfilo y lector como pocos, lo cierto es que no me haría ningún daño el actualizarme algo. Sobre todo ahora que me asumí como artista. Pero no: mi vida real sigue siendo mi única fuente de inspiración. Aunque aquí debemos hacer un paréntesis.

Que nadie dude que, si bien no escribo ni hago estas cosas que podrían considerarse como vitales para mi superación artística, mi bagaje emocional está más inquieto que nunca. Mi vida es cada día más trepidante que el anterior. No sé si es la ley de la atracción o mi aptitud para buscarme problemas que me hagan sentir vivo, pero lo cierto es que conozco cada día a personas con sentimientos, fobias, historias y pasiones de las que solo había oído hablar en las propias películas y libros que hace años no toco. Con anécdotas fascinantes, atemorizantes, hermosas, horribles, que no dudan en compartir conmigo o que protagonizan a mi lado. Río, lloro, extraño, me asusto, soy feliz o infeliz sin importarme mucho la diferencia, me dejo llevar, vivo.

Corro en la nieve en medio de la fría madrugada por un bosque al verdadero norte del mundo para llegar a un auto que se ve en la distancia como un punto lejano, cuyo dueño rubio no me conoce pero me espera, y sentirme así el adolescente que nunca fui, miro a alguien muy joven dormir en mi cama sin saber mucho de la vida y pienso que me gustaría conservarlo para siempre pero sé que hay que dejarlos ir y en la mañana lo hago sin decir una palabra, voy a lugares sórdidos y oscuros donde se oyen los gritos de hombres y se huele – sí, con la nariz – el olor del pecado, de lo prohibido, de lo que nos enseñaron a reprimir. Y muchas otras historias que no involucran a hombres ni a nadie más, solo a mí. Pequeños dramas producidos por la soledad, la lejanía, la libertad, el tiempo recuperado. Perfecto para un escritor. Pero hay que sentarse y escribir. Hay que aprovechar esas atmósferas y esos estados de ánimo. Lo que se escriba hoy nunca será igual a lo que se escriba mañana, aun cuando se trate de la misma historia, y si bien el distanciamiento será mejor en ocasiones, en otras la inmediatez de los sentimientos será la mejor guía de un texto literario. Pero no lo hago. Lo dejo para después y voy acumulando historias que corren el riesgo de ser contadas todas igual si las hago el mismo día.

Un querido amigo (y amante) cubano me dijo hace unos meses por correo que me hacía falta una meta. Por supuesto que tiene toda la razón. Pero ¿cómo encontrarla cuando todo ha cambiado en tu vida radicalmente? ¿Cuánto tiempo hace falta para que todo se calme y puedas pensar en lo que quieres y establecer una estrategia lógica para lograrlo? Me aferro a llamarme a mí mismo “escritor”, lo que prueba que no he perdido el espíritu de querer decir que “soy alguien”, así que hay esperanza. Algo de metas hay por algún lado. Pero, ¿qué voy a hacer? ¿Coger un post-it, poner “escribir” en él y pegarlo en la pared para ver todos los días mi camino a seguir? Supongo que podría hacerlo pero si al final no lo interiorizo emocionalmente no tiene sentido. A veces creo que soy escritor solo para no asumir que soy un vago. Sí, ya sé: pensamientos como esos me hacen realmente un estúpido que quiere escribir. Pero a veces los tengo.

Hace poco, otra amiga (y lectora) de 16 años que acaba de llegar al primer mundo, con mucha pasión por las cosas que de veras importan, me dijo que había logrado ahorrar para comprarse un libro con la poesía completa de Edgar Allan Poe. Luego me preguntó qué cosas que había querido hacer toda la vida había hecho al llegar a Canadá y me avergoncé al no tener nada que responder. ¿Cuántas veces no me desperté a las 6 de la mañana cuando era más joven para buscar el ganador de un Oscar de los años 30 en una Internet inexistente, prohibida, fugaz; a cuántas bibliotecas no fui para buscar los resultados deportivos de épocas  pasadas y anotarlos en una libreta de hojas amarillas; a cuántas salas de video en ruinas “para mayores de 16 años” no intenté entrar cuando todavía tenía 13; cuántas canciones en inglés no repetí una y otra vez hasta trabar la cinta del cassette para poder descifrar su letra? Yo solo, sin que nadie me recomendara nada nunca ni me ayudara a obtenerlo. Asustando a mis conocidos por mis gustos tan serios no propios de un adolescente. Y ahora, que tengo todo al alcance de la mano, que puedo ver lo que quiera, saber lo que quiera, hacer lo que quiera…no hago absolutamente nada. Vergonzoso. Triste.

Pero, no hace mucho, toqué fondo. Después de una tenebrosa discusión en Facebook en el muro de una amiga con un millón de gente que yo no conocía por causa de Brad Pitt (no me tengo permitido revelar absolutamente nada de lo que pasó por respeto a mi amiga pero les garantizo que este párrafo era muy ácidamente divertido e incluso el post se llamaba originalmente “El escritor sin metas y el club de amiguitos de Brad Pitt”) me cuestioné hasta la última esencia de mi ser. No por la pelea como tal, ni por mi amiga, ni por sus amigos que me odian, ni siquiera por Brad Pitt: me sentí mal conmigo, con mi empleo del tiempo y mi ausencia de ambiciones. Mi pérdida de neuronas en cosas que no tienen sentido. Imagino que luego de la discusión todo el mundo se fue a hacer algo más productivo…salvo yo. No tuve nada más productivo a lo cual regresar después de mi improductiva discusión acerca de Brad Pitt en la que usé mi prosa coherente y mis recursos literarios solo para ganar algo que no valía la pena ser ganado. Me sentí como un niño chiquito, uno inteligente pero comemierda. Era oficialmente el estúpido que quería…el estúpido que ni siquiera sabía lo que quería.

Me deprimí sustancialmente. Entonces, radical que soy, decidí que tenía que tomar medidas extremas justo en ese momento. Se acabó la vida sin objetivos: a escribir se ha dicho. Pero nada: la molestia solo me dejaba escribir cosas odiosas. Cerré Facebook y apagué el teléfono para evitar distracciones, pero no hubo mucho cambio. Esa misma noche tenía una orgía a la que me había costado un mundo ser invitado y en la que estaba loco por participar ya que sabía que iría un austro-húngaro (sí: como el imperio) que está muy bueno y que nunca se ha fijado en mí. Pues lo vi como una prueba: si sacrificaba la orgía (que en mi vida sin metas representa mucho) podría luego cambiar mi vida de la manera que deseara. Así que, cual monje, me quedé en mi cuarto y esperé estoicamente que pasara la hora de la orgía.

Las horas pasaban pero no lo suficientemente rápido. Cada minuto era más agónico que el anterior. Caminaba por mi cuarto de un lado a otro pensando en todo lo que estarían haciendo y en cómo me lo estaba perdiendo. Intenté escribir acerca de la capacidad de sacrificio, pero no salió nada coherente. Puse música escandalosa y seguí dando vueltas. Oficialmente síndrome de abstinencia. A las cinco de la mañana, cuando consideré (digamos más bien que me forcé a considerar) que la orgía ya habría terminado, yacía tirado en el piso de mi cuarto con la mirada perdida en el techo como si me hubiesen disparado y me desangrara lentamente. Pero lo había logrado: me había apartado - aunque fuera a la fuerza - de las distracciones. Ahora a cambiar todo lo que consideraba que estaba mal.

Luego de los frustrados intentos de esa noche decidí que no intentaría escribir hasta tener mis objetivos más definidos y mi vida algo más organizada. Así, al día siguiente intenté hacerlo todo diferente, solo para descubrir horrorizado que si quiero hacer algo distinto de estar en Internet y fornicar pues no sé ni qué hacer ni a dónde ir. Me fui a un cine. No entré. Segunda vez que me pasa. Pensé en ir a patinar bajo techo pero habían cerrado ya a esa hora. Fui a un Burger King para ordenar mis ideas, ya que la comida chatarra siempre me hace relajarme y pensar con más claridad, pero por alguna razón entré y con la misma salí. Me fui a un bar de heterosexuales y pedí una cerveza. Nada: odiaba aquel lugar. ¿Cuál es el objetivo de ir a un bar si no vas a intentar ligarte a nadie? Oficialmente un adicto. ¿Y dónde están tus amigos cuando más los necesitas? Trancados en Cuba o dando vueltas en otras partes del mundo. Los odio.

Al ver que nada me satisfacía, comencé a desesperarme. Salí del bar y decidí caminar para canalizar mi rabia. El iPod se descargó. Nevaba. Las luces de los edificios y las publicidades gigantes me agotaban. El frío empezó a llegarme al alma cada vez más. Me dije que tenía que regresar y coger el metro, pero al darme la vuelta mis botas se dejaron llevar por la escarcha y patiné como un metro sin llegar a caerme ya que logré equilibrarme con los brazos. Cuando terminé de resbalar me quedé parado, con ese trepidar en el corazón propio del que acaba de pasar un susto y se siente vulnerable todavía. “No puedo hacer esto”, me dije. “Se acabó”. Saqué el teléfono y llamé: “¿Puedo pasar por tu casa?” El adicto recaía.

André y yo nos besábamos y yo no sentía nada. O más bien sí sentía algo: exasperación. Todo en él me molestaba. Su olor a vino, su espíritu ligero provocado por este, su necesidad de morderme el cuello. Lo odiaba. Quería estrangularlo. Aparté su boca de mi cuello por tercera vez. Me besó y puse cara de asco al sentir el olor a alcohol dulce. Entonces regresó al cuello, me mordió y le largué un piñazo en el pecho con todo lo que tenía. “Vaya, eso me dolió”, dijo asombrado y tocándose el pecho. Toda su ligereza se desvaneció inmediatamente. No dije nada. Solo lo miré con cara de “no me arrepiento”. “¿Pasa algo?”, dijo.  Lo miré a los ojos sin decir nada por unos segundos, lo cogí por el cuello, lo volteé y puse mi mentón en su hombro. Tranquilo, despacio. El piñazo me había relajado mucho. Entonces dije las palabras mágicas: “No tengo ganas de tener sexo”. Las palabras que confirmaban que no soy un adicto sino que estoy aburrido, desestabilizado y carente de metas.

Me vestí y me fui a la sala. El autobús no pasaba hasta 20 minutos después y no quería esperar afuera por el frío. Me senté en el sofá yo solo. Las dos perritas de André, chiquiticas, gorditas y peludas, una blanca y negra, la otra naranja, me miraban desde detrás de la cerquita que parece de juguete que las controla para que no anden por todo el estudio. Me paré, crucé la cerquita que no llegaba ni a mi rodilla y me acosté en el piso. Karla y Kiki se lanzaron sobre mí. Me pasaban la lengua por la cara, me olían, me mordían el cordón del abrigo. André salió medio vestido y al verme en el piso con las perritas se sentó en el sofá en el que estaba yo hasta hacía un minuto. Luego de un tiempo sin decir nada, me dijo: “¿Cuál es el verdadero problema?” “No tengo metas en mi vida”, dije inmediatamente, mientras cargaba a cada perrita con cada mano y las alejaba y acercaba de mi cara como si hiciera pesas. “Pensé que eras escritor”,  me dijo. “Soy un estúpido que quiere escribir”, dije, mientras volvía a poner a las perritas en el piso y estas volvían a subirse enseguida a mi pecho. André no dijo nada. Se levantó, cruzó la cerquita y se acostó a mi lado, para el deleite de Karla y Kiki quienes se abalanzaron sobre él inmediatamente. Me miró a los ojos mientras las perritas le pasaban la lengua por la cara y me puso su mano en la mía. “No lo eres”, dijo.

Al llegar a casa y entrar a mi cuarto estaba más que agotado. Física y espiritualmente. Como si llegara de la guerra. No encendí la luz, me tiré sobre la cama con la ropa puesta y me dormí sin darme cuenta.

Me desperté temprano. Apenas si entraba luz por debajo de la cortina. Mi cuarto lucía bien. Ni estaba oscuro ni iluminado. Había mucha calma. No se oían ruidos extraños. Todo era agradable, hermoso. Me incorporé y me senté en la cama con la espalda en la pared. No pensaba en nada. Tabula rasa.

Entonces me levanté y lo hice. Encendí la computadora, fui directo a la página en blanco de Word y escribí palabras que hasta un segundo antes no habían pasado nunca por mi cabeza. “Ennis era una niña triste. Su madre se dio cuenta desde bien temprano, al notar que la pequeña lloraba menos que el resto de los niños.” No supe qué poner después, pero me fascinaba el inicio. Observé la línea escrita y pensé que nadie es más sabio que un niño triste. Así que Ennis sería una niña sabia. Pero triste. De las que hubiese preferido ser alegre y no tan sabia. Como el resto. “¿Cómo sigue esta historia?” “¿Cuál es la historia como tal?” “No lo sé, pero necesito a alguien que sea la contraparte de Ennis. Las contrapartes ayudan mucho”. Fue así como surgió el hombre que corría en la dirección contraria. “¿Por qué corres en la dirección contraria?, dijo Ennis. “Así puedo ver las caras del resto de los corredores cuando nos cruzamos sin tener que correr más rápido que ellos” dijo el hombre que corría en la dirección contraria. “Pero así nunca ganarás la carrera”, dijo Ennis. “Para mí ganar la carrera es encontrarme de frente las caras de los demás”, dijo él.”

Luego la madre de Ennis, Karla, se negó a aceptar la amistad de su hija con un hombre adulto y los corredores elevaron una propuesta para impedir que el hombre que corría en la dirección contraria corriera en la dirección contraria, pero justo entonces Kiki, la rubia esposa del alcalde, intervino en esta historia trayendo al Sr. Pitt y…y entonces me di cuenta de que llevaba escribiendo más de tres horas. No había desayunado, no me  había quitado la ropa del día anterior, no había entrado a Facebook, no había pensado en hombres. Y recordé cuánto me gusta escribir. Cuánto me entretiene, me apasiona, me ayuda. Cómo todo tiene sentido de nuevo cuando me siento frente a la hoja en blanco y escribo sobre mis pasiones, mis miedos, mis sueños, mis descubrimientos de la vida, ya sea con mi nombre, con el de Ennis o con el del eterno optimista del hombre que corría en la dirección contraria.

Ese día escribí todo el tiempo. En la noche estaba cansado pero satisfecho. Sentía que había ido a trabajar. Pero a un trabajo que me gustaba y me satisfacía. Luego de más de doce horas frente a la computadora me bañé y me fui a dormir. Pero antes, arranqué un post-it, puse “escribir” con un plumón y lo pegué en la pared donde pueda verlo todos los días. Esa es la meta de un escritor: escribir. Aunque suene redundante. Y así nada más, había encontrado ese algo que le daba un sentido a todo lo demás. Y nunca un estúpido que quería escribir se sintió tan bien consigo mismo.

Una vez recuperado mi centro, el resto de las cosas no tardaron en alinearse. Unos días después, mi compañera de piso me obligó a leer el libro que acababa de terminar ya que le recordaba a mí. Así de la nada. Y comencé a leer a Tremblay (también empecé el quinto de Harry Potter días después). Y aunque oxidado, volví a  ser el fabuloso lector que siempre fui. El que va sonriendo mientras sigue apresurado las líneas con los ojos, el que tapa los párrafos de abajo cuando sabe que algo grande va a pasar y no quiere arruinárselo él mismo, el que al terminar cada capítulo no corre hacia el otro, sino que mira al vacío y se queda pensando en lo que acaba de leer. Así, gracias a la extraordinaria pluma de Tremblay (que sí: me hizo pensar mucho en mí) me ericé en el autobús, reí en las taquillas del gimnasio y lloré a la salida del metro, en la que me había parado tan solo porque no podía esperar a llegar a mi casa para terminar de leer ese capítulo.

Días después encontré un pequeño restaurante no tan caro ni tan lejos, con un ambiente fabuloso de café francés, en el que sirven desayunos gigantes a cualquier hora del día y en el que todo el mundo parece estar feliz y de buen humor. Y así, yo solito, me encontré un lugar diferente al que ir y leer mis cosas. Así que allí estaba, con mi café en la mano y mi Tremblay en la otra, cerca del cristal que da a la calle en una iluminada mañana, perdiéndome entre monjas que, presas de su psiquis, se echaban a volar un día en frente de sus alumnos, cuando alguien interrumpió mi lectura. “Disculpa”. Lo miré como si me sacaran de un hueco oscuro en el que llevaba mucho rato y ahora veía la luz.

Ahí estaba él: el austro-húngaro (sí, como el imperio) que nunca se fijaba en mí. Lo miré como bobo. “¿No eres tú el que se suponía que fuera el sábado a casa de Jean?”, dijo. Yo, luego de unos segundos necesarios para procesar la respuesta, asentí con la cabeza. Como bobo. “¿Y por qué no fuiste?”, dijo. Yo me encogí de hombros. Como bobo. Él sonrió. “Bueno, para la próxima quizás”, prosiguió. Yo asentí. Como…sí: como bobo. Él me volvió a mirar como esperando que dijera algo, pero no dije nada. Entonces se fue, pero me guiñó un ojo cuando ya estaba en la acera. Y ahí me quedé. Claro que pude correr y pedirle su teléfono. O al menos decir algo. Pero era jueves a las 11 de la mañana y a esa hora, las personas con metas y objetivos en esta vida tenemos que trabajar. Así que un segundo después no pensaba en otra cosa que en mis monjas voladoras de nuevo. De todas formas, al llegar a casa decidí que el padrastro de Ennis, un fabuloso y hermoso austro-húngaro (sí, como el imperio) conocería al hombre que corría en la dirección contraria y decidiría que no era mala compañía para su hijastra.

Así que replanteemos la historia del joven y atractivo mancebo que decidió un día dejarlo todo para consagrarse al noble arte de escribir. El que estuvo descontrolado por un tiempo, debido a su vida intensa y llena de cambios, pero que logró superarlo todo, estabilizarse y dedicarse por completo a la tarea para la que consideró que estaba destinado: escribir.  El que logró volver triunfantemente a sus libros, a sus películas y a sus escritos de niñas tristes pero sabias y hombres que corrían en la dirección contraria, para encontrar así la meta de su vida. Y este, lejos de ser el final de la historia, no fue más que el inicio de la misma…


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