lunes, 2 de julio de 2012

Travesía hacia el lugar en que se fue feliz


Se dice que uno no debe regresar jamás a donde ha sido feliz. Las probabilidades de no alcanzar la felicidad de nuevo en ese lugar son extremadamente altas, a causa de las expectativas, las comparaciones o las sensaciones ante lo ya conocido, experimentado e inevitablemente aumentado en nuestras cabezas con el tiempo.

Pero, en un mundo en el que todo parece decepcionarnos y en el que la felicidad parece ser algo improbable ¿en serio podemos controlarnos hasta tal punto como para renunciar a volver a intentar buscarla en ese lugar en el que ya sabemos que la encontramos una vez? ¿Somos en serio tan equilibrados?

Animado por estos pensamientos decido regresar al lugar en el que una vez fui feliz. Harto de mi vida  común e intrascendente, decido violar la regla primera de este post y encaminarme a aquel lugar cerca de Boyeros donde la felicidad, un día de verano muy similar a este, comenzó a gestarse.

Intento recrear los mismos pasos a la espera de encontrar las mismas viejas sensaciones, a la misma vez que trato de hacerlo de manera diferente para evitar comparaciones y quizás, por azar, encontrar una segunda variante de felicidad. Como si el mismo lugar pudiera darte no solo una felicidad, sino varias.

Todo parece igual en el camino, pero hay algo que inevitablemente no lo es: la experiencia del ya haberlo recorrido. Y esa experiencia es la causa probable de nuestro fracaso en la búsqueda de la felicidad recobrada en el mismo sitio. Pero no me importa; la realidad ya me cansa. La posibilidad de oler de nuevo la felicidad como lo hice aquella vez es mucho más importante, aún cuando no se llegue a los mismos niveles de intensidad.

Trato de no pensar en nada mientras miro al exterior del vehículo y finjo que la brisa me da en la cara. Ni en el pasado, ni en el presente, ni en el futuro. El no pensar puede ser la clave del éxito.

Entonces me asusto un poco. ¿Cuántas veces no hemos recordado como alguien maravilloso a alguien que conocimos una sola vez y luego, al frecuentarlo un poco más, ya lo vemos más normal o incluso lleno de defectos? ¿O esas otras cuando vamos a un lugar al que hace años no íbamos y del que llevamos años hablando bien y pensando con afecto solo para descubrir una vez allí que no son en realidad tan encantadores?

Pero esa clase de pensamientos son justamente los que debo evitar. El no pensar en lo que encontraré, el no imaginarme el futuro, el no compararlo con lo anterior habrán de conducirme por la vía victoriosa.

Estoy nervioso. Siempre uno se pone nervioso ante la posibilidad de la felicidad. La felicidad no te pone feliz, te pone nervioso. Pero ese nerviosismo de excitación es lo que lo hace felicidad.

Para cuando me doy cuenta, mucho más rápido de lo que pensaba, he llegado. No lo creo, pero aquí estoy. Ni siquiera sé si cuando me fui, pensé seriamente en regresar alguna vez. Pero lo cierto es que lo hice. Aquí estoy. No sé si se siente igual o no. No sé nada. Estoy obnubilado. Solo hago las cosas como autómata. Pero lo siento. Se siente. Está ahí, ese aroma de algo que viviste y te gustó. Quizás solo por sentir esa aroma unos minutos, haya valido la pena regresar. Se abren las puertas, y en vez de entrar, salgo.

Montreal. Estoy en Montreal. Y aunque acabo de llegar, el olor a felicidad recobrada nunca ha sido mayor.


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