viernes, 7 de septiembre de 2012

L'amour


Por extraño que pueda parecer, la lengua francesa y yo estuvimos 18 años sin hacernos mucho caso. No fue hasta un año antes de empezar la universidad que comencé a fijarme en ella seriamente. Por supuesto, como todo niño culto que sin saberlo se prepara para el futuro, algunas cosas relacionadas con la francofonía sí sabía. Pero no mucho más que la existencia de la Torre Eiffel y el hecho de que los franceses llevaban todos pullovitos de rayas blancas y azules, una gorrita cómica, un pan debajo del brazo y oían “La vida en rosa” todo el tiempo siendo románticos y petulantes.

Cuando hice las pruebas de ingreso para la universidad pedí Lengua Inglesa de primera opción (lengua que estudio desde niño, que amo y sobre la cual algún día haré un post también) pero la vida sabe lo que hace y me dio mi segunda opción: Lengua Francesa. Yo estaba tan contento que no paraba de saltar. No solo me quitaba un año de Servicio Militar, sino que terminar mi mediocre tecnológico para ir directamente a estudiar francés en la universidad me parecía muy chic. Todavía me lo parece. Así, en ese único año de Servicio, que coincidió curiosamente con el primer curso de francés en la televisión, me puse a conocer algo, aunque poco, sobre el francés, además de aprenderme alguna que otra palabrita y construcción gramatical.

Y así llegó el glorioso día en septiembre de 2002 cuando llegué a la Facultad de Lenguas Extranjeras feliz como una lombriz que sabe que va a ser políglota. Hay que aclarar que pocas personas sienten la pasión que siento yo por las lenguas extranjeras en sentido general (no hay mejor prueba de eso que el hecho de que aprendiera inglés yo solito viendo películas en la Televisión Cubana). Pero como yo llego tarde a todas partes, unas porque quiero y otras porque simplemente pasa, a causa de mi baja del Servicio llegué con una semana de atraso a mi tan anhelada cita con la sapiencia.

Así que cuando llegué, con mi sombrerito del momento, ya todo el mundo se había visto las caras y el nuevo era yo. Opté por un perfil bajo y me senté justo al lado de la puerta. La profesora, una señora increíblemente elegante que siempre resumirá para mí el concepto de “dama”, la Sra. Ivelyse Artaud (de origen francés, pero cubana) al terminar de pasar la lista y anotarme al final de esta, se paró y caminó en mi dirección decididamente. Yo me acomodé nervioso en el asiento al ver su imponente figura caminar en mi dirección.

“Bonjour, Monsieur”, me dijo. Entonces, para demostrar que aunque llegara de último, yo era un estudiante a ser tomado en cuenta, me estiré en mi asiento, aclaré mi garganta y un tanto nervioso dije algo como: “Bonyurmadan” que en un primer momento creí perfecto. Ella sonrió pacientemente y muy docta me dijo: “Bonjour, Madame”, como indicándome que era así y no de la onomatopéyica manera que había acabado de utilizar. Yo, siempre dispuesto ante los retos, aclaré aún más mi garganta, me estiré aún más en el asiento y dije, casi preguntando: “¿Bbbbbbbooyurmahan?” Ella, por toda respuesta, me miró seria. Insistí: “Booourmaaaan?”. Ella lo repitió de nuevo impecablemente con la cara de quien decide insistir a pesar de que se encuentra frente a un caso desesperado. Pero de poco sirvió. Siete veces lo repetí - cada una peor que la anterior - mientras el resto del aula miraba con pánico. La última repetición fue un sonido leve y tímido parecido a un “Bouraan”, que salía de un cuerpo jorobado en el pupitre en clara señal de derrota.

Como quien se da por vencida, sonrió y me dijo: “Ya lo aprenderá”. “Pero por el momento quítese el sombrerito”. Me hizo pasar por todo aquello solo para decirme eso. Yo no sé qué hice con el sombrerito. Como sé que estaba al lado de la puerta puedo decir que no lo tiré por la ventana, pero lo cierto es que nunca más en mi vida lo volví a ver. Curiosamente, casi 10 años después, me iría de la universidad, entre otras cosas, porque alguien protestó por mi gorrita, pero quien me dijo que me la quitara no fue Madame Ivelyse, si no otro gallo cantaría, porque lo cierto es que siempre he respetado - y respetaré - a esa señora.

A pesar de que mi inicio fue duro, lo cierto es que demostré desde bien temprano que yo estaba hecho para aquello. Pueden preguntarle a los que estudiaron conmigo. Pero no solo era talento natural, sino también tesón. Me pasaba la mañana en la escuela y la tarde estudiando. Fue en ese año que aprendí casi todo el francés que sé hoy. Cuando se trata del amor no hay nada como un inicio sólido para garantizar una relación duradera y estable.

Jamás saqué una nota que no fuera 4 (3 era suspenso en el Curso Preparatorio). Siempre, desde la primera prueba. No todos podían decir lo mismo. Pero yo quería 5, no 4. Insistía e insistía pero nada. Así, al final del primer semestre hice una prueba casi perfecta y saqué 4 por el mal uso de un verbo y una tilde para el lado que no era. 4 + pero 4. Algo molesto, fui con mi hoja a ver a Madame Ivelyse y le dije que no estaba satisfecho con mi nota. “Estudie más” me dijo sin inmutarse mucho. La miré con cara de horror. ¡Todos los demás sacaban 2 y 3 y me decía a mí que estudiara más! Pero, ¿qué iba a hacer? ¿Reclamar? Quizás a otro, pero Madame Ivelyse me paralizaba con la mirada. “Oui, Madame” dije, y regresé a mi asiento.

Y estudié más. Todo el tiempo. Me metí en detalles que nadie se metía, leí libros que nadie leía y no miré para ningún lado que no tuviera algo que ver con el francés. Y fue así como, en la siguiente prueba, la intrasemestral del segundo semestre, hice la prueba perfecta. Ni una tilde, ni un verbo, ni nada. Oí, comprendí, hablé y - por supuesto - escribí sin un solo error. La perfección. El día en que Madame Ivelyse dio los resultados, mientras repartía hojas en el medio del aula - “Fulanita 3, mire a ver usted qué hace”, “Menganito 4, felicidades, ha mejorado” - al pasar cerca de mí me miró directamente a los ojos y no dijo nada. Yo la miré intrigado y le dije la siguiente frase que si la pienso no la digo: “Saqué 5, ¿verdad?”.  Sonrió con su mirada severa y asintió con la cabeza. Ese fue el día en que Madame Ivelyse casi fue besada por un alumno. Me dio la hoja. Parecía que no la habían calificado. Ni una marca. Ni un error. Madame Ivelyse me había enseñado a ser perfecto.

Para la próxima y última prueba, Madame Ivelyse me convalidó. No me lo dijo ella porque estaba en el extranjero pero lo mandó a decir con un alumno ayudante. El temido Curso Preparatorio se había acabado para mí antes de tiempo. Llegué tarde y lo terminé temprano. Ya sé que soy un cretino autosuficiente la mayor parte del tiempo, pero tendrán que concederme que en ocasiones estoy justificado.

Se lo agradecí en cuanto la volví a ver. “Usted es muy buen estudiante, Raúl”, me dijo. “Me gustaría que ayudara más a sus compañeros, pero es un buen estudiante”. Yo sonreí. “Le prometo que lo intentaré”, le dije. “No lo intente: hágalo”. Asentí con la cabeza. “Merci pour tout, Madame”, agregué. Y ambos sonreímos.

Muchos años después, Madame Ivelyse, quien todavía está en la FLEX y quien para mi horror insiste en llamarme “colega” - ya que la poca gente a la que respeto me gusta mirarlos desde abajo - me enseñó una última cosa, en una horrible reunión de departamento cuando ya yo era profesor en la que todo el mundo fue bastante injusto conmigo (me ha pasado unas cuantas veces en mi vida como consecuencia del carácter absolutamente irreverente que he tenido siempre). Justo cuando terminó la reunión yo estaba increíblemente molesto porque - a pesar de merecerla plenamente - no me habían dado la máxima calificación en mi evaluación por un tecnicismo. Madame Ivelyse se me acercó en el pasillo y me dijo: “No se preocupe, Raúl. Yo, en 25 años de trabajo, tampoco he sacado nunca la máxima calificación. Hay requisitos que se piden que nosotros no tenemos”. “Pero lo importante es enseñarles a los alumnos lo que tienen que saber. Lo demás es secundario”. Díganme que no la aman. Madame Ivelyse me enseñó no solo a ser perfecto, sino también a ser imperfecto y preocuparme solo por lo fundamental. Si eso no es ser un buen profesor, nada lo será.

Tuve más profesores. Algunos buenos, otros olvidables. Mi carrera se diluyó un poco, pero mi interés por el francés jamás, así que decidí seguir estudiando y aprendiendo, en la mayoría de los casos, yo solo. Como el inglés. Mis compañeros de clase y yo olvidamos cualquier tipo de roce que hayamos podido tener en un inicio y para cuando nos dimos cuenta nos llevábamos a las mil maravillas. Actualmente, verlos o saber de ellos me produce un placer indescriptible. 
Y luego me hice alumno ayudante y después profesor y tuve que aprender más francés obligatoriamente. Tuve muy buenos alumnos que me exigieron en más de una ocasión que supiera más de lo que debía. Y les enseñé - y aprendí - fundamentos de traducción, técnicas de interpretación, leyes de la concordancia del participio pasado, y cómo subtitular películas. Y no solo eso. También – aunque no me tocara - sobre ciudades, historia, literatura, política, economía y todo lo que tuviera que ver con el francés. Porque la francofonía es más que Francia y los franceses, más que estereotipos falsos o verdaderos acerca de pullovitos azules y blancos, más que Marsellesas y “Vidas en rosa”. La francofonía es mucho más que eso. 

En esta época de profesor alguien me enseñó mucho, y creo que nunca lo supo. Otra profesora, la también dama Gisèle Bulwa, (francesa, pero aplatanada en Cuba) de cuya muerte no vine a enterarme hasta hace unos días, ya aquí en Montreal. No haré referencia al hecho de que Madame Gisèle haya muerto cuando hay tanta basura que respira para no deprimirme con las cosas de este mundo. Solo me referiré a lo bueno, como probablemente ella misma hubiera preferido.

Madame Gisèle, quien me coló en sus clases de la Alianza - y quien también insistía en llamarme “colega” ya que ambos éramos profesores de traducción - me enseñó la consagración del oficio de traductor. Apoyó mis incipientes teorías – algunas con el ejemplo – y siempre salí de sus clases aprendiendo algo nuevo. La oí decir cosas que yo también pensaba y que nunca había oído de nadie y la oí decir otras que nunca había pensado y que me parecieron extraordinarias.

La última vez que la vi me dijo que le escribiera. Y no lo hice. No porque se me haya olvidado ni porque no tuviera nada que decirle, sino por el temor a ser inoportuno. Cosas que tengo yo. Pero no pensaré en eso. Si algún día, cuando yo muera, alguien piensa en mí con la misma admiración con que yo pienso - y pensaré - siempre en Madame Gisèle, entonces mi paso por la vida no habrá sido en vano. Espero que esté bien donde quiera que esté ya que no hubo nunca una mejor profesional o una mejor persona.

Mi primera gran victoria internacional en el campo del francés fue ser seleccionado como participante en el III Fórum de Jóvenes Embajadores de la Francofonía de las Américas (aplauso, aplauso, aplauso) que se celebró en Montreal el año pasado. La gente piensa que fui escogido en Cuba, pero lo cierto es que Cuba nunca supo nada de esto (recuerden lo injustos que siempre han sido conmigo por lo irreverente de mi carácter). Fui seleccionado online y nunca sabré si por la calidad de mi curriculum o por el carisma de la foto, pero lo cierto es que decidí que si esos canadienses me habían seleccionado a mí (solo 50 de toda América), habían logrado que por primera vez me dieran una visa y me habían pagado todo, lo menos que podría hacer era ir a ese Fórum y demostrar que no se habían equivocado al escogerme.

Todos sabemos que yo soy un derroche de carisma. Pues en esos días fui un derroche de carisma en francés. Pregúntenle al resto de los embajadores, quienes tampoco me dejarán mentir. Y ellos también, que conste. Aquellos días de encuentros con jóvenes de toda América a los cuales la lengua francesa apasionaba al igual que a mí serán por siempre de mis mejores. Al final, en solemne acto, fui nombrado Embajador de la Francofonía de las Américas, con la misión de expandir el francés por mis predios, título simbólico, pero que me tomé como misión personal y para cuya puesta en marcha planeé decenas de proyectos. Mi amor por la lengua francesa y la Francofonía en general llegaba a su punto más alto.

Pero el regreso a Cuba fue demasiado duro.  Hay cosas que se nos van de las manos. Hay cambios y contrastes que uno no puede controlar. La vida real nos hace separarnos de nuestros amores. Así fue cómo comencé a alejarme del francés. Me fui de la universidad, como Embajador de la Francofonía lo único que logré fue inscribir a mis sobrinos en la Alianza, y dejé de lado todas mis ansias de seguir aprendiendo, de enseñar lo que yo había aprendido, de escribir un libro. Me hice oficialmente materialista. Y después me autodenominé escritor (en lengua española) relegando aún más el francés a planos secundarios.

Un día me entristecí. Un día que vi todos mis libros y mis libretas, mis diccionarios y mis programas y me dije: ¿para qué tengo esto yo? ¿Qué hago con esto? ¿Es que pretendo seguir aprendiendo? ¿Por qué no lo boto todo o se lo regalo a alguien? Mis tabloides de Universidad para Todos, mis primeras pruebas, guardadas celosamente, los libros de vocabulario que prometí aprenderme en su totalidad alguna vez. Me entristecí al darme cuenta que mi gran pasión era casi inexistente en mi vida actual. No me arrepiento de los cambios que hice - al contrario - pero tampoco me siento feliz de haber abandonado los estudios sobre el francés y el mundo de la Francofonía. Fue como renunciar al gran amor de la adolescencia por pragmatismos más actuales. Pocas sensaciones son más dolorosas.

Hace dos meses, tuve la dicha enorme de participar – a pesar de no tener ya una supuesta vinculación con el francés - en el I Fórum Mundial de la Lengua Francesa. Léanlo de nuevo: un fórum sobre la lengua francesa (mi gran pasión), a nivel mundial y nada más y nada menos que el primero. Yo: el alumno de Madame Ivelyse. A menos de 10 años de haber tenido que pronunciar siete veces “Bonjour, Madame”. Hay cosas de las cuales, poco modesto o no, siempre tendré que sentirme orgulloso. Y curiosamente, no sentí nada de orgullo o autosuficiencia: solo felicidad.

Los mismos que me invitaron al Fórum del año anterior (el Centro de la Francofonía de las Américas) escogieron a 40 de los Embajadores para representarlos en este primer Fórum Mundial, que se celebró la primera semana de julio en la ciudad de Québec, con más de 1500 participantes de cada rincón de este planeta. Cada uno de los 40 tuvo una misión: unos se ocupaban de la radio, otros de cubrir periodísticamente el evento, otros de fomentar la cooperación con otras instituciones. Yo fui designado como fotógrafo. No sé por qué. Yo que soy tan buen orador,  escritor y convenciendo gente. Pero fue la mejor decisión del mundo para mí, porque un fotógrafo puede verlo todo e ir a todas partes, y en un evento tan rápido e intenso como ese, es algo así como la mejor parte.

Así que con el lente de mi cámara vi al mundo preocuparse por la Francofonía. Por su lugar en el mundo actual, por el número de personas que lo hablan, por su hegemonía ante otras lenguas. Vi a árabes, asiáticos, latinoamericanos, inuits, africanos, europeos, hablar sobre el francés. Vi al resto de los Embajadores correr para entrevistar a alguien, estar en una esquina de una poblada conferencia tomando notas, e incluso participar como exponentes en alguna. Una tarde de miércoles tuvimos la oportunidad de presentar nuestro trabajo junto al Centro de la Francofonía de las Américas y ahí hablamos todos, incluido yo con mi cámara al cuello, y demostré para sorpresa de muchos que –no solo yo – en Cuba se habla francés y se hace bien. Entonces me sentí reconciliado con mi amor, al hablar de él en un contexto internacional frente a otros amantes de la lengua.

Al terminar el Fórum, como regalo (como si el invitarnos no fuera un regalo ya) nos llevaron a los Embajadores a hacer rafting a un río a una hora al norte de Québec. El rafting es toda una aventura en balsa por los rápidos y paisajes de la zona. No hubo algo más trepidante y divertido en este mundo. Pero a pesar de la fiesta, nuestro estado de ánimo nostálgico, propio del último día, ya se iba sintiendo. Al final, ya bañados y peinados, en mesas de madera frente a un río de calendario, hablamos de nuestro amor por lo que hacemos y de cómo no lo abandonaremos, seamos francófonos o no. Nos dimos un aplauso colectivo y nos tiramos por el piso (es el nuevo lema sumado a los tres aplausos ya característicos).

En el camino de regreso se instaló el lógico cansancio, sumado a algo de nostalgia por la partida hacia sus países de algunos que ni siquiera tomaron el autobús de regreso. En un momento estaban las luces apagadas y muchos dormían. Y ahí, en ese estado, mezcla de agotamiento con satisfacción cumplida, me sentí orgulloso de mí mismo. No con la inmodestia propia de mis años más jóvenes, sino con el verdadero orgullo del que tiene un amor y ha sabido llegar adelante con él.

Y es que el francés es gran parte de mi vida. Mi acceso a la universidad, mis horas de estudio, mi trabajo, mis amigos, mis amantes. Fue a lo que quise dedicarme, lo hice y lo hice bien. Llegué a lugares con él y logré que mucha gente cuando piense en mí, piense también en la lengua francesa y la francofonía.

Entonces, en ese oscuro y tranquilo autobús que nos conducía de regreso a Québec, me di cuenta que, a pesar de mis miedos y cuestionamientos anteriores, pase lo que pase, la lengua francesa y yo siempre estaremos juntos. Porque las condiciones pragmáticas y materialistas no pueden hacer nada ante el amor real. Y sonreí yo solo en mi asiento, sintiéndome feliz como una lombriz que sabe que ha encontrado el amor de su vida. Y aunque hace mucho aprendí que la francofonía es mucho más que eso, puedo jurar que en ese momento una gorrita cómica apareció de la nada en mi cabeza, mi pullover se llenó de rayas blancas y azules y una torre iluminada se dejó ver imponente en la oscuridad de la noche, mientras en la distancia un violín cantaba algo acerca de vidas y de rosas.


PD: En esta semana en la que se cumplen 10 años exactos de mi entrada oficial al mundo de la Francofonía, quiero dedicar este post a las damas Ivelyse Artaud y Gisèle Bulwa. A la primera por introducirme al mundo del francés magistralmente y por enseñarme lo importante de ser perfecto e imperfecto a la vez. A la segunda por mostrarme cómo un aula semivacía puede llenarse inmediatamente de vida gracias a la erudición y al dominio de nuestros oficios sin dejar nunca de lado la capacidad de ser buenas personas. También a mis compañeros de clase, a mis buenos profesores y a todos mis alumnos, por haber estado junto a mí cuando aprendía más sobre el francés. Y por supuesto, a los Jóvenes Embajadores de la Francofonía de las Américas (aplauso, aplauso, aplauso), quienes profesan como yo un amor indescriptible por la lengua francesa y quienes consagran su tiempo y su energía a su difusión. Je vous aime tous et nous serons toujours unis dans le rayonnement de la Francophonie.

9 comentarios:

Grisel dijo...

Rauliii, pero hasta la autosuficiencia, te queda divinaaaa ME HAS HECHO LLORARRRRRRR por dios porque haces eso conmigooo, excelente blog, vaya de los mejores, nada que las personas que reconocen su porfesión como el amor de su vida, llegarán lejos, peor muy lejos. Muaaaaaaaa te quierooooooo muchooo y gracias por llenarnos de tantas cosas lindad que escribes, yo

Osvaldo dijo...

Pues me sorprendiste!, y para bien. Cuando te pones sentimental, eres divino!
Abrazo!

Ivelyse Artaud dijo...

Sólo quiero transmitirle unas GRACIAS muy sentidas, pues me hizo llorar con tantas palabras especiales y sólo dedicadas a mí. Dedicarme a mí, uno de sus comentarios en su blog, me ha hecho sentir tan importante, tan felíz que hasta me ha dado por ser ''autosuficiente'' y reenviar este lindo y especial mensaje a toda mi familia y amigos, aquí y fuera de aquí. Me he sentido tan orgullosa de saber que me recuerdas con tan especial deferencia, y creo que ésta es más que especial, pues sin saberlo, sembré algo más que Francés. Gracias Raúl.

PD. Creo, que por algunas ''razones'', siempre nos entendimos, a pesar de tus inicios ''tenebrosos'' conmigo.

Mylene dijo...

Me encantó el post. Llega a mí en un momento en que mi gran pasión, también la Lengua Francesa, es casi inexistente en mi vida actual. Pasión que creció de la mano de Iveyse Artaud, y de otros grandes profesores de la Flex como Rafael, y tú.
PD: Molesta por que en este teclado no encuentro el acento grave para mi nombre.

Mar dijo...

J'aime le français aussi.
Y el post me pareció genial.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Merci, Mar ;-)

Anónimo dijo...

Aplauso, aplauso, aplauso.
tu siempre serás reonocido como Raúl, el profesor de francés.....

Giselle Silveira dijo...

Rauli me has conmovido con lo que has escrito, porque comparto contigo la pasion por la lengua francesa y la admiracion por Mdame Ivelise Artaud, a quien quiero y considero la mejor profe que he tenido en mi vida ademas de ser una persona unica, gracias por compartir tus pensamientos con todos de veras este blog me encanto asi que mil felicitaciones, me siento feliz de que hayas hecho algo asi, te quiero grandisimo

Anónimo dijo...

Si intentara hacer una descripción de lo genial que eres como escritor creo que "no llegaría ni a tus talones" eres sencíllamente "bestial".

PD: Creo que seria grandioso que te plantearas un dia, escribir un libro en franses.


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