viernes, 16 de marzo de 2012

El anciano


Siempre me ha gustado la Universidad de la Habana. La grande. Antes de entrar a ella recuerdo que fui un par de veces y me senté en su parque interior yo solito para sentir desde antes lo que sería el estudiar allí. Pero mi facultad, lamentablemente, está tan lejos de la Colina que a veces nos costaba sentirnos que pertenecíamos a ella. Eso nos creó un carácter (al cual no renuncio) bastante independiente en términos de apego a la UH. Pero de todas formas algunas clases sí que dimos por allá, sobre todo en los primeros años de carrera. Y siempre nos emocionaba. O por lo menos a mí. Recuerdo que incluso daba toda la vuelta para subir por la escalinata y sentirme así parte de la gran y vetusta universidad de más de tres siglos de antigüedad.

Hace unos días fui de nuevo, pero no ya a mis clases de Español de preparatoria ni a tirarme fotos el día de la graduación, sino a buscar mi baja definitiva de la magna institución. Al revisar mi expediente y ver la foto de cuando empecé, todo jovenzuelo e inexperto, con mirada irreverente, me dio algo de nostalgia. Luego vi mi salario y comprobé que hacía bien en irme. De pronto, una palabra en una esquina de la hoja de mi baja me llamó poderosamente la atención. Resulta que un por ciento de mi salario (una cifra ridícula) me lo pagaban por concepto de algo llamado…antigüedad. ¡¡¿Antigüedad?!! Si yo soy  un niño. Bueno, aparentemente no lo soy para la dirección de Recursos Humanos. Puse mi típica cara en estos casos, una mezcla de odio, sorpresa e injusticia, y me dije, una vez más repuesto, que menos mal que me había enterado de eso cuando ya me iba. Yo no puedo trabajar en un lugar donde piensen que soy un anciano.

Todavía con este geriátrico pensamiento en la cabeza salí del departamento de Recursos Humanos y justo cuando me decidía a irme por la parte de la Colina que sale a la calle J en vez de por la escalinata (parece que sí estoy algo viejo, después de todo) vi, sentado en un banco, a un simpático muchacho de pullover rojo y lápiz en mano que llamó poderosamente mi atención. Él también me miró y entonces me dije que si la universidad me había tenido allá 10 años, bien podía tenerme unos minutos más, así que decidí subirme la moral y flirtear con adolescentes.

Después de estar unos 15 minutos sentado cerca de él (cuando uno intenta enamorar a jovencitos tiene que estar dispuesto a perder olímpicamente el tiempo), me acerqué finalmente y dije alguna tontería acerca de cómo iba a suspender la carrera si seguía sentado en ese banco en vez de entrar a clases. Él sonrió tímidamente y dijo algo como que había cosas afuera que le interesaban más, lo cual quería decir que me sentara y dijera lo que tenía que decir. Yo, ni corto ni perezoso, procedí a sentarme a su lado y hacer las preguntas de rigor acerca de nombres y carreras, así como a formular halagos a pulloveres rojos y rostros de cejas espesas.

Entonces me acordé de mí mismo cuando iba a mis clases de Español y me sentaba bajo el tanque de guerra mientras me ponía a esperar en secreto que algún día llegara algún jovencito con mirada inocente para invitarnos mutuamente a Coppelia. Pues bien, parecía que el mundo se había tomado su tiempo, pero allí estaba. Se llama Arnaldo y estudia Derecho.

Al preguntarme qué hacía por allá y responderle que había ido a buscar mi renuncia, se sorprendió y me dijo: “Pensé que eras estudiante”. Punto a su favor. Pero entonces perdió el punto que había acabado de ganar al preguntarme la edad. Al decírsela me dijo: “¡Wow, me llevas 10 años!”. Otro punto menos. Era como si el mundo entero se pusiera de acuerdo para hacerme sentir Rip Van Winkle. La única más vieja que yo parecía ser la universidad. Sonreí. Con esa sonrisa que ponen los viejos comprensivos ante los jovenzuelos irreverentes. Las cosas que tiene que aguantar uno para llevarse a alguien a la cama.

Me preguntó cuáles eran mis gustos musicales y qué hacía en mi tiempo libre. ¿La gente todavía hace esas preguntas? Aparentemente sí cuando se tiene 19 años. ¿Qué era lo próximo? ¿Mi signo zodiacal? Odié la pregunta, pero, para no desentonar, respondí como autómata: “música country/ escribo un blog”. Luego de confesarme que no sabía nada de música country me preguntó sobre qué era mi blog. “Sobre mí mismo”, respondí. “¿Y tienes tanto que contar?”, preguntó de nuevo. “Bueno, parece que sí”, salió de mi madura/experta/anciana boca.

La emoción se le notaba a un kilómetro. Estaba feliz de estar teniendo aquella conversación. Hacía las preguntas formales y le encantaban las respuestas. Pero por alguna razón, el que no estaba muy emocionado era yo. Y era raro: era un muchacho encantador, lleno de juventud, seriecito, simpático, inteligente, educado y hacía las preguntas correctas. Las preguntas correctas para alguien de su edad.

Habló de “cuando estuviera en quinto año”, de su familia, del único novio que había tenido en su vida, de su interés en encontrar a un hombre interesante, inteligente y maduro (me miró en ese momento con cara de “¡eres tú!”) y de otras cosas de las cuales todo muchacho en primer año de la universidad no puede dejar de hablar. Con ese tono en la voz que implica la certitud de tener todo un futuro por delante. Luego me invitó a ir a los Juegos Caribe con él a ver algún partido. Yo dije que estaba algo cansado para ello. Entonces me preguntó que por qué estaba tan callado y serio.

Y entonces lo comprendí. A pesar de que me había negado a admitirlo en un inicio, aquella palabra en la esquina de mi baja tenía razón. Así que lo miré muy serio y le respondí con toda la honestidad de mi corazón: “estoy antiguo”. Lo estoy, queridos lectores, ya no tengo el espíritu de estar oyendo esas conversaciones por las que sin embargo hubiera dado un brazo por oír hace una década. ¿Cuándo pasó esto? ¿En qué momento me cayeron los años encima? Pues no lo sé. Pero pasó. Y de nada sirve el negarlo.

Él se rió y me dijo: “Si todavía eres joven”. Cuando uno es joven realmente no hay que usar el adverbio “todavía”. “Parece que ya no tanto”, le dije sonriendo. “Ah, eso no importa”, insistió, “mucha gente está con hombres mayores”. Yo no quise decirle mi teoría radical que en el mundo gay esas relaciones tan desproporcionadas (y comunes) son producto de una falta de autoestima, tanto por parte de los jóvenes como de los viejos. “Además, cuando yo tenga 35 y tú 45 nadie notará la diferencia”, agregó. Pensar en tener 45 años fue la gota que colmó el vaso.

“Me voy”, dije parándome. Él se puso algo lacónico. Entonces le tomé una mano y le dije que me disculpara. Que no era para nada su culpa, pero que me había sentido un poco…viejo. “No seas bobo”, dijo. Y yo sonreí mientras le daba un beso en la mano. Un beso en la mano, para lo que he quedado.

Pero antes de irme sentí que debía decirle algo todavía. Así que me senté de nuevo y mirándole a los ojos, le dije que un día, sentado bajo el tanque de guerra, habría un muchacho esperando sus clases de Español, muriéndose por encontrar a un muchacho de pullover rojo con lápiz en mano y proyectos de pasar los años de carrera juntos. Que lo invitara a Coppelia y no lo dejara escaparse.

Y con esa frase envejecí aún más. Pero por lo menos soy un viejo sabio. Uno que aprendió algo de la vida y quiso trasmitírselo a las nuevas generaciones.

Así que me puse mi iPod y me fui. Pero cuando ya casi llegaba a la calle J, me dije que hay que hacer bien las cosas hasta el final. Así que di la vuelta y me paré frente a la escalinata. Que esté viejo no quiere decir que no pueda hacer algo de ejercicio físico todavía.

Sorpresivamente, con cada escalón que bajaba, iba sintiéndome más joven. Quizás la vejez no tenga nada que ver con la edad, sino con el tiempo que estemos en un mismo lugar. Porque todos los ciclos nos llevan a sentirnos viejos en algún momento. Pero después se pasa a otro en el que uno es joven de nuevo. Y así para siempre. Solo se trata de saber cuándo salir del ciclo a tiempo. Pensando así quizás no dure mucho en ninguna parte, pero por lo menos no envejeceré nunca.

Al llegar abajo, me viré y miré, quizás por última vez, a la Universidad de la Habana. A la grande. Había quedado, tanto literal como simbólicamente, detrás de mí. Pero no pude evitar sonreír, en una mezcla de nostalgia con satisfacción. Siempre me gustó y siempre me gustará. Así que sonreí y le guiñé un ojo. De antiguo a antiguo.

De camino a casa varios hombres maduros me miraron. Como siempre, ni los miré de vuelta: yo soy un niño…todavía.

2 comentarios:

Alex dijo...

El final esta muy bien contado, pero... Que lo dejaste ahi sentado y no te lo llevaste? Ya te lo crei...

Santiago Torres Destéffanis dijo...

A ver... No me resulta sencillo comentar este post porque yo mismo empecé a sentirme viejo. Toda mi vida me he negado a dejar de ser joven (procurando no incurrir en ridiculeces) pero en los últimos 4 o 5 años empecé a darme cuenta, de la misma forma que tu, que en realidad soy un señor mayor (con una diferencia etaria abismal, huelga decirlo). Perdí el entusiasmo por hacer ciertas cosas "de joven" que antes hacía con fruición. De todos modos, trato de no perder el vínculo con las generaciones más jóvenes y no solamente para hacer "levantes" sino para "robarles" un poco de su juventud y no convertirme en un viejo que vive como viejo y piensa como viejo. En todo caso, irme convirtiendo en un viejo sabio (lo más que se pueda) que pueda, a cambio de esa juventud "robada", retribuir en perspectivas, puntos de vista, a los que sólo se puede llegar cuando uno ha vivido muchos años.

Me hiciste hablar de mí, algo que no me gusta mucho. Así que finalizo por acá no sin antes decirte que me hiciste reír con tu "flirteo adolescente" y es una lástima que no hayas aprovechado ese pullover rojo ;)


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