viernes, 7 de octubre de 2011

A la búsqueda del hombre real


Comienza otra sesión del “Club de Corazones Rotos y Aburridos de lo Mismo”. Mariana prende el incienso y las velas mientras Frank cierra las cortinas para dejarnos a oscuras y yo acomodo los cojines en el piso. Mariana va primero: “Mi ex no acaba de llamar. Ya no sé qué voy a hacer. Intento distraerme todo el tiempo, pero lo único que hago es llorar y torturarme. A veces me levanto y me digo que hoy lo voy a superar y al mediodía ya estoy escribiéndole un mensaje para que vuelva, que yo misma me prohíbo mandarle al final. No sé hasta cuándo va a durar esto”. “¡Oh, no!” gritamos Frank y yo al mismo tiempo, moviendo nuestras cabezas de un lado a otro para reafirmar nuestra molestia con la situación.

Es el turno del bueno de Frankie: “Ernesto me llamó el sábado llorando y queriendo regresar. Le dije que no, que ya lo nuestro no tenía sentido. Cuando colgué me deprimí tanto que fui a acostarme con Lorenzo. Mientras teníamos sexo lloré todo el tiempo pero le dije a Lorenzo que era de emoción. Yo no estoy enamorado de Ernesto, pero nadie más me gusta tampoco. Y a Lorenzo no sé cómo decirle que lo único que quiero tener con él es sexo. ¿Por qué no aparece alguien que me saque de este círculo vicioso, Dios mío?”. “¡Oh, no!” gritamos Mariana y yo al mismo tiempo, cual estribillo. Me toca a mí. Me incorporo, aclaro mi voz y hablo: “Creo…que alguien me gusta mucho”.

Mis amigos me miran como si en vez de decirles que me atrae alguien les hubiera confesado que mi verdadero nombre es Klaus von Stauffenberg y soy un nazi que huyó a las Antillas para escapar a los juicios de Nuremberg. Esto es alta traición. Espero mi “¡Oh, no!” pero lo único que hay es silencio y caras de horror. He instaurado la inestabilidad en el Club y los miro con vergüenza. Lo mejor que puedo hacer es contarles lo que pasó como compensación.

Todo comenzó cinco días antes de la reunión del Club, una noche de martes en un parque del Vedado, cuando conversaba con mi nuevo mejor amigo favorito Jorge (Ray está en Las Tunas haciendo no sé qué y no acaba de regresar). Pero tengo a Jorge, quien ha demostrado ser, entre otras cosas, un interlocutor increíble. Pues cuando conversábamos llegó él. Lo llamaremos…Mario. No, “Mario” me recuerda a un alumno, me da cosa. Esto de no decir los nombres reales es insoportable. Manuel. Sí, Manuel me parece bien. Pues llegó Manuel y me entusiasmó como ningún cubano lo había hecho en un buen tiempo.

En realidad la culpable de todo esto es mi crisis postprimermundista, que no veo el momento de que se acabe. Me levanto por las mañanas y me visto para ir al  McDonalds de la esquina. Cuando me visto me doy cuenta que no hay McDonalds en Cuba. La gente grita en las calles, hay calor por todas partes y el servicio al consumidor no existe en la isla. Extraño el metro. Odio ir a la escuela y me ha dado por faltar. Me gasto toneladas de dinero y no lavo la ropa. Estuve casi un mes sin sacar las cosas de las maletas para que el olor a yuma no se les fuera. Y extraño a los hombres de Montreal. Así de fascista (recuerden que ahora soy medio nazi). No hay un día  en que no beba y  me paso el tiempo esperando que llegue la noche porque sé que estaré borracho y enajenado. Ray me tuvo que situar una vez en que me besé con tres tipos en una discoteca. Es una crisis en su máxima extensión. Lo único que hago sin problemas es escribir (quizás equivoqué mi profesión). No quiero que nadie se inquiete; ya saldré de esto, solo necesito tiempo. Y alguien que me aleje del alcohol.

Volvamos a Manuel. Al ser amigo/conocido de Jorge se unió a nosotros cuando nos vio. Ya en realidad a nosotros nos habían presentado antes, hacía más de un año, cuando él fue novio de un amigo mío por unos cinco días. Y desde entonces me gustaba. No se preocupen, mi amigo está bastante enamorado de su novio actual, así que no creo que le importe. Además, ¿cinco días? Y yo estoy en una crisis, puedo permitirme algunas cosas. Hicimos una breve alusión a que ya nos conocíamos, pero no insistimos en ello. Nuestro inicio era ahora.

No estoy muy seguro de que sea lindo, pero tiene algo de hombre interesante que lo hace verse extremadamente deseable. Como Humphrey Bogart a sus 25 años. De buenos modales, camisitas lindas y extremadamente blanco. Recién graduado de Medicina. Tuvimos una apasionada conversación los tres acerca de las cosas más románticas que nos habían pasado en nuestras vidas amorosas. Luego decidimos que deberíamos salir juntos todos y acordamos que el viernes iríamos a la nueva discoteca del momento, “Escaleras al Cielo”, que Jorge ya había visitado la semana anterior. Al final de la conversación, casi a las cuatro de la mañana, Manuel y yo cogimos la misma guagua para regresar a nuestras casas. Y ahí noté (no sé bien por qué) que quizás él estaba interesado. Me dijo: “Vamos a ir el viernes a ese lugar, ¿no es cierto?”. Yo le dije: “Claro, suena divertido”. Había que ir a “Escaleras al Cielo” antes de que los pájaros la arruinaran (Ya ni vayan: los pájaros ya pasaron por ahí y ahora le subieron el precio y además cierra por capacidad. Siempre es lo mismo).

Cuando me bajé, le dije adiós con la mano. Todo muy fraternal. Fue…lindo. Me gustó. ¿Un cubano? ¿De veras? Después de todo lo que me pasó en Montreal (hay más cosas que no les he contado….todavía) he decidido que por innumerables razones los cubanos no son lo mío. Me cansé de ellos ya. Mi único intento serio de llegar a algo en la isla después de mi viaje fue con un muchacho con el que mantuve un contacto por correo electrónico durante toda mi estancia en Canadá y a quien conocí el primer día de estar aquí. Aquello fue un fracaso de principio a fin, que terminó incluso con él ofendiendo a mi blog al decir que todos los blogs cubanos, incluido el mío, eran iguales. No lo mandé para la pinga porque me cogió bajándome del avión y todavía muy descompensado por verlo todo sucio y empercudido.

En Cuba hay una ausencia de hombres reales que es lamentable. Están escasos en el mundo heterosexual, pero en el homosexual son prácticamente inexistentes. ¿Qué es un hombre real? El concepto quizás pueda parecer algo vago, pero no lo es: un hombre real es un hombre de verdad. Uno de esos que, gracias a su personalidad, sus pensamientos y sus acciones, logra pasar por la vida “a su manera”. El hombre real puede tener muchas formas de presentarse, no hay un solo prototipo, pero en todos los casos sabemos que ahí hay un hombre. El hombre real no es un hombre perfecto ni mucho menos; puede tener miles de defectos. Pero estos nunca empañarán la imagen de que estamos en presencia de un hombre verdadero. Es alguien que uno siempre recuerda y separa en su cabeza de los demás. Ese que, muchos años después de haberlo conocido, vas un día en un taxi y te coges pensando en él con pensamientos como: “Fulano, ese sí es un hombre.” Ya sé que pido mucho, pero eso es un hombre real. Por supuesto, para cuando te los encuentras, el haber vivido tanto tiempo en un mundo como este en el que son minoría, ya los volvió a todos drogadictos, maniaco-depresivos o inaccesibles.

Y en Cuba es por gusto. Nuestros homosexuales han perdido tanto tiempo en sus vidas ocultando que son pájaros primero e intentando que la sociedad los acepte después, que no han tenido el tiempo de evolucionar hacia una relación madura. A veces me parecen que son todos niños jugando en el círculo infantil a ver quién se acuesta con más gente. No hay nadie adulto. No hay nadie…real. No sé si notan que no hablo en primera persona. Por supuesto, los hombres reales son raros de encontrar en todo el mundo. Pero proliferan mejor en el primer mundo al ser pueblos que no han tenido que pasar la mitad de sus vidas pensando en qué van a comer por la noche y en qué dirán los vecinos si los ven entrando a su edificio con otro hombre. Ojalá el subdesarrollo de los pueblos fuese solo económico. Pero no, llega hasta nuestras mentes. Este párrafo me ha deprimido; ha llegado la hora de ir por una cerveza.

La noche siguiente (miércoles), regresaba yo a las 3 de la mañana de despedir a Ray cuando me encontré a Manuel, justo en el mismo parque de la noche anterior, esperando su guagua. Nos alegramos mucho de vernos. Y si tenía alguna duda de que estaba puesto para mí, esa noche me la quité. Lo estaba. Lo único que le faltó fue decirlo. Ya saben: caritas, silencios, miradas, el acercarse como al azar y estar cada vez más cerca, poner la mano “por error” encima de la mía y dejarla ahí... Y me hice el chivo con tontera olímpicamente. Ni siquiera sé por qué. Finjo conmigo mismo que fue porque él había sido novio de mi amigo, porque yo estaba en crisis y esas cosas, pero en realidad, lo que quería era prolongar un poco el momento del flirteo. Ya saben, a veces ese es el mejor momento. Después lo ves sin ropa y ya no te gusta. Por eso ese momento hay que disfrutarlo. Además, estaba guardando mis mejores armas para “Escaleras al Cielo” y la fabulosa camisa que llevaría.

Manuel tiene las manos grandes y acogedoras, que contrastan con su cuerpo delgado, y habla con maneras de hombrecito educadito. Todo un caballerito. Además tiene temas de conversación interesantes y siempre propicios para la ocasión. El hombre real comienza a entrar a tu vida por estas primeras impresiones. Y él iba bien. No era más todavía que algo externo, una voz bonita y alguna que otra conversación entretenida, pero lograba suscitar en mí un embullo que hacía tiempo no experimentaba en territorio nacional. Decidido a seguir prolongando este momento, al menos hasta el día de la discoteca, le dije que me iba y así lo hice, después de una hora de conversación. Él puso cara de: “Si te tienes que ir…” Cuando nos separamos nos miramos en la distancia. Yo sonreí. En serio me gustaba Manuel.

El jueves conversaba con Jorge en el mismo parque cuando de pronto pasó Manuel de nuevo. Hicimos chistes de que debíamos formar un club en aquel parque y de que debíamos alquilarnos todos juntos para vivir como en las películas. Pero que no podíamos tener sexo entre nosotros para no arruinar la buena convivencia. Sí, claro, con lo loco que estaba yo por meterme a Manuel. Y él ahí nos mató con la noticia de que no iría a la noche siguiente a “Escaleras al Cielo”. Yo no dije nada, pero me cayó como una bomba. Dejé que Jorge lo intentara convencer pero fue inútil. Cuando se fue en su guagua y nos decía adiós con la mano, la otra bomba la lanzó Jorge: “Yo creo que Manuel está puesto para ti”. Yo me quedé callado un minuto mirando al piso y luego le conté lo del día anterior. Él me dijo que el interés era evidente y yo le confesé que yo estaba interesado también. Ambos concluimos en que teníamos que hacer algo.

En la tan esperada noche de viernes, Manuel no fue a “Escaleras al Cielo”. Siempre pensé que lo haría, a pesar de lo que había dicho, pero no lo hizo. En cambio, llamó a Jorge y le dijo que podíamos ir por su casa cuando saliéramos. Eso no tenía sentido aparentemente: ¿ir hasta Marianao después de las cinco de la mañana a visitarlo? ¿A hacer qué? Pero sí tenía un sentido, y ustedes saben cuál es: Manuel estaba interesado. Obviamente algo le impedía ir a la discoteca, pero eso no quería decir que él estuviera muy conforme con ello. Jorge le dijo que me diría acerca de su propuesta pero ambos decidimos no ir. No había que exagerar. Así que cuando Jorge, mi camisa espectacular estrenada por gusto y yo salimos de “Escaleras al Cielo” ya estaba tan borracho y desencantado que me puse a gritar “Manuel” en el medio de la calle a viva voz. También grité algo como “¡si lo tengo delante ahora le cojo la boca y se acabó!”

Al día siguiente (sábado) dormí hasta las cinco de la tarde. Cuando me desperté, me llamó Jorge (alias Cupido), quien me dijo que había hablado por teléfono con Manuel, el cual le había reiterado su invitación a ir hasta Marianao. Jorge me dijo: “Te vas para Marianao” Yo, no muy seguro todavía de qué era lo que quería Manuel al invitarnos a su casa, le pedí el número de este. Cuando me salió al teléfono y le dije que era yo, me esperaba que dijera algo como: “¿Qué Raúl?”, pero me sorprendió con un sereno “¿Cómo estás?” como si siempre hubiera sabido que yo lo llamaría.

Después de un corto resumen sobre la noche anterior, en el que yo convenientemente omití el detalle que yo gritaba su nombre por las calles y amenazaba con besarlo si me lo encontraba, me dijo: “¿Por qué no vienes por aquí?” Yo ignoré el “vienes” y fingí que había dicho “vienen”. Le dije: “Ah, deja ver qué quiere Jorge”. Yo ni sé por qué dije eso. Definitivamente quería prolongar el flirteo. Llamé a Jorge y lo primero que le grité fue: “¡Dijo “vienes”! Jorge, cual muletilla, me respondió: “Te vas para Marianao”. Pero Jorge no se sentía muy bien él tampoco (yo no soy el único en crisis) así que decidí que lo mejor era que nos viéramos todos en el Vedado y si pasaba algo, ya me iría yo para Marianao después. Tanto Jorge como Manuel estuvieron de acuerdo con la propuesta.

Esa noche tenía que ser. Ya se había prolongado demasiado. Manuel me gustaba mucho. Parecía alguien con el que se pudiera llegar a algo. Quizás hasta fuera un hombre real. Tenía todos los atributos, por lo menos para la fase inicial. El hombre real no llega y ya se está haciendo imprescindible. No, se te va colando en el cerebro y en el alma poco a poco. Y este iba por buen camino.

Manuel llegó increíblemente tarde, pero todos sabíamos que llegaría, así que no nos desesperamos. En realidad, el único que llegó temprano fue Jorge porque yo también me retrasé. Pero Manuel llegó después que yo. Nos saludamos todos muy afablemente, como si fuésemos parte de un grupo musical que se encuentran para ensayar. Yo decidí que tenía ganas de tomarme un helado, así que me lo fui a comprar. Ellos me esperaron a unos diez metros. En ese momento, mientras esperaba que me atendieran, me viré para contemplar a Manuel en la distancia y comprobar así lo mucho que me gustaba. Esa es una de las mejores maneras de convencerse de lo que siente uno por alguien: mirarlo en la distancia cuando él no te mira. Y él pasó esa prueba satisfactoriamente. Me encantaba. Él se viró en ese momento y me hizo un saludo con la cabeza. Uff, me erizo y todo cuando me acuerdo.

En ese mismo momento, mientras yo compraba mi helado, Jorge le decía que qué bueno estaba un tipo que estaba pasando frente a ellos. Manuel asintió, pero agregó: “Sí, aunque yo no sé si se note, pero el que a mí en realidad me gusta es tu amiguito Raúl.” Cupido, emocionado, le dijo: “Ah, pero tú a él también”. A lo que él respondió, algo disgustado: “Pero lo oculta bastante bien”. Y ahí se viró y me saludó con la cabeza. Yo no supe los detalles de esta conversación hasta el día siguiente.

Luego, cuando ya estábamos todos en el parque de siempre, Jorge aprovechó un momento en que unos conocidos insoportables pasaban por allí y conversaban con Manuel para decirme susurrando: “Me lo confirmó”. Yo no entendí muy bien qué quería decir, pero me reí nervioso, de todas formas. Supongo que me imaginaba a qué se refería. Debo hacer una pausa para decir que yo no soy para nada así. Pero cuando alguien realmente me gusta mucho parece que sí soy un tanto tímido y penoso. Tampoco tanto. Pero sí mucho más que en mis días de cacería normales. Y hay que decir que, real o no, Manuel me gustaba mucho. Poco después, ya en 23 y G, alguien se puso para Jorge, pero a este no le gustaba, así que yo hice un chiste: “Dile que estás puesto para mí”. Jorge, (alias El Hombre que Dice lo que Hay que Decir en el Momento en Que Hay que Decirlo) me dijo de sopetón: “No me va a creer porque todo el mundo se da cuenta que tú (me señaló) estás puesto para este (señaló a Manuel que estaba sentado justo al lado mío)”. Diciendo estas palabras, por las cuales será nominado a un Nobel algún día, se fue convenientemente, dejándonos solos.

Yo no miré a Manuel ni él a mí. No tengo ni idea de cuál fue su reacción con la frase de Jorge. Yo no moví ni un músculo de la cara y me quedé con la vista fija en el cartel que estaba frente a nosotros. Después de más de un minuto de silencio incómodo sin mirarnos, dije una de las frases más tontas de mi vida: “Qué original el que agregó esa “T” al inicio de la palabra Rampa en ese cartel”. Él me miró con odio. Su cara parecía decir: “¿Eso es lo que vas a decir? ¿De veras?” Yo, al ver su cara, dejé inmediatamente de ser la persona que había sido frente a él los últimos cuatro días y le dije, muy rápido y en un tono mucho más mío: “Está bien, no es eso lo que debí haber dicho. Pero es que no sé qué iba a decir. Creo que estoy nervioso”. Él me dijo, casi molesto: “Tú no eres tímido”. Yo le dije, como quien da explicaciones, pero se defiende: “A lo mejor para las cosas de verdad sí lo soy”. “¿En realidad hay que hablar?” agregué. Dije eso porque en realidad ese es el momento en que normalmente le estaría saltando para la boca, pero estábamos en 23 y G con 3000 personas al lado y no estaba para una pedrada a esa hora. Él me respondió: “No, en realidad no hay que hablar”. Y después de un silencio en el que miró para otro lado y todo, me soltó: “O sea, tú sabes que tú a mí me gustas, ¿no?” Era como diciendo: “No hay que hablar, pero dejemos eso claro porque llevo como cuatro días detrás de ti”. Yo sonreí y le dije: “Tú a mí también. Desde la primera vez que te vi.” Él sonrió.

Le propuse ir a una parada cercana a esperar a Jorge, quien debía regresar en cualquier momento. Había mucha gente ahí, nos limitaba. En la parada a la que fuimos no había nadie, pero en la acera de enfrente y en los alrededores había miles de gente (ya saben cómo es G un sábado). Pero por lo menos se podía conversar mejor. Nos sentamos y le dije: “Creo que si Jorge no…” y ahí mismo me lancé a besarlo, sin terminar mi propia frase. Él respondió cogiéndome por el cuello y besándome de vuelta, enfrente de todo el mundo. Si alguien nos vio, pues no lo sé, porque nadie gritó ni nada.

Qué bien besa Manuel. Hay que decirlo. Es de esa clase de personas que uno besa y le parece que hasta entonces ha estado respirando por una máquina, y que en ese momento es que finalmente conoce el oxígeno. Uff, qué beso más intenso. Supongo que no tengo que aclarar que el hombre real tiene que besar bien. Después del beso que ni sé cuánto duró, nos separamos y nos miramos a los ojos. Yo puse cara de “Vaya, qué beso”. Él puso una cara parecida. “Eso me…” comencé a decir, antes de volver a besarlo, dejando una vez más mi propia frase a la mitad. Nos besamos apasionadamente, nada de limitaciones de ningún tipo. Definitivamente lo más parecido a un hombre real en un buen tiempo.

Cuando logramos dejar de besarnos, le dije: “Debemos buscar a Jorge para irnos de aquí”. Me dijo: “¿Tienes algo importante que hacer mañana?” y yo le contesté: “No más importante que lo que tengo que hacer esta noche en Marianao”. Él se rió mientras me dijo, una fracción de segundo antes de besarme de nuevo: “Buena respuesta”. Luego de otro beso intenso, le insistí: “Busquemos a Jorge para despedirnos”. Pararme me costó trabajo porque algo entre mis piernas me lo impedía. Para él fue peor porque ni pararse pudo. Yo parado y él sentado, le dije: “Dale, vamos”. “Me hace falta un tiempo”, me dijo. Le contesté: “Sí, claro, de hecho…” y lo volví a besar cogiéndolo ahora yo por el cuello a él. Me hacía falta mi oxígeno, sé que me entenderán. Él me besaba siempre de vuelta como si no estuviéramos rodeados de personas. Cuando nos separamos me dijo: “Camina hacia allá y no regreses, si no nunca me podré parar de aquí”. No piensen que para mí era fácil tampoco.

Después que encontramos a Jorge, nos pasamos la noche enroscados mientras venía la guagua. Yo hacía chistes y hablaba todo el tiempo. Parecía un niño. Y Manuel igual. Jorge hablaba de sus problemas (fue una noche fatal para Jorge) y nosotros le dábamos consejos mientras nos mirábamos lascivamente. A veces, a mitad de consejo, empezábamos a besarnos. El pobre Jorge debe haber tenido ganas de matarnos. Aunque en un momento nos dijo que lo único bueno que le había pasado esa noche era el sentirse responsable por unirnos. Definitivamente, Manuel parecía un hombre real. Ocupaba todo mi pensamiento: para mí no había Montreal, no había McDonalds, no había subdesarrollo de mentes, no había nada. Solo aquel parque (el mismo de siempre) y aquella noche. Y una sensación de ser invencible que solo te la puede dar un hombre real.

Cuando cogimos la guagua que nos llevaría finalmente al anhelado Marianao salió a relucir, por un accidente, una situación que yo siempre supe que existía, pero no me había afectado hasta ese momento: Manuel ha estado con mucha gente. Pero adivinen quién es igual: pues yo. Me dije en ese momento que quizás el hombre real, para ser real, tiene que haber andado mucho para saber lo que de verdad vale la pena. Así que en esa misma guagua decidí que eso no me molestaría ni esa noche, ni en el futuro. En la guagua no había mucha gente pero tampoco estaba vacía. Me le acerqué y, mirando por la ventana, nunca a su cara, acerqué mi rodilla a su entrepierna. Él, mirando por la otra ventana, nunca a mi cara, me dijo, a tres centímetros su boca de la mía: “Te van a ver”. Yo le respondí, sintiendo su aliento y sin cambiar la vista del exterior: “¿Qué quiere decir eso? ¿Qué me quite?” Y él, sin tampoco mover su cara de posición, respondió como todo hombre real lo haría: “No, quédate ahí”.

Después de un largo camino de la parada a su casa, llegamos al alquiler donde vive. Un cuartico en una azotea bastante agradable. Entramos y no encendió la luz. De hecho, entraba bastante claridad por la ventana, la cual estaba al lado de la cama. Me recosté a la meseta de la cocina y me preguntó: “¿Quieres agua?” Respondí que sí. Él abrió el refrigerador y de pronto dijo, mirando hacia adentro y poniendo un dedo en el aire: “Un momento”. En fracción de un segundo, bajo el dedo, cerró el refrigerador, me miró, se abalanzó sobre mí, me subió a la meseta y tomó una vez más mi cuello entre sus manos, besándome en la boca. Ahí me di cuenta (mi amiga Olivia me lo confirmó ella sola cuando le hice la historia unos días después): estaba a punto de tener sexo conmigo mismo. Yo soy el que siempre hace esas cosas. Ahora alguien me lo hacía a mí y no podía ofrecer ninguna resistencia. Definitivamente, Manuel no paraba de asombrarme.

Sin jamás separar mi boca de la suya, me quité mi reloj y lo puse al lado como si me fuera la vida en ello. Así mismo me quité los zapatos, frotando uno contra el otro. Ya nos besábamos con cada vez más pasión. Él se quitó la camisa (no había necesidad de separar las bocas) y yo me tomé un segundo para quitarme el pullover y volver a besarlo a la carrera. Como la cosa se puso más intensa al sentir nuestros pechos uno contra el otro, hubo que quitarse los pantalones. Me lancé de aquella meseta y comencé a quitarme el mío. Mi pantalón es insoportable a la hora de quitarlo, y más cuando uno está apurado. Él aprovechó para quitarse el suyo, junto a sus zapatos, a la carrera. Unos cinco segundos después, al darme cuenta que no me acababa de quitar el pantalón y que me faltaba todavía, le dije con premura que me besara, lo cual hizo. No podía pasarme tanto tiempo sin mi oxígeno. Y ahí seguimos intentando quitarnos los pantalones besándonos, mientras hacíamos equilibrio y nos aguantábamos mutuamente para no caernos. Cuando finalmente sentí que el último pedazo de pantalón dejaba mi cuerpo, me quité las medias en tres centésimas de segundo y corrí hacia la cama. Él, cual espejo, hizo lo mismo a casi el mismo tiempo, llegando a la cama un segundo después que yo y tirándose encima de mí violentamente. Nos besamos y sentí sus fríos pies rozar los míos mientras yo lo aguantaba por la cintura. De pronto, en medio de todo aquello, interrumpí nuestro beso con un grito de dolor y sorpresa al mismo tiempo. Él me miró asustado. “¿Qué fue eso?”, me preguntó. “No lo sé, el muslo me quema”, respondí sin saber bien por qué había gritado.

Era una abeja. Obviamente estaba en la cama cuando nos tiramos, y yo por estar debajo pagué las consecuencias. Ni lo creíamos cuando Manuel encendió la luz. Nos miramos con cara de: “¿Ella no pudo esperar a otro momento?” Claramente disturbado, se levantó con cara de loco, se sentó en el borde de la cama, se arregló el pelo y me trajo un pomo de colonia. Aquello me ardió un mundo, pero no grité de nuevo. Ya con el otro grito había bastado para acabar con la intensidad del momento. Pobre abeja.

Mientras el dolor cedía lo fui mirando sin ropa. Y él a mí. No decíamos una sola palabra. De pronto lo miré a los ojos con cara de “Ya no me duele”. Un segundo después el pomo de colonia rodaba por los suelos y los calzoncillos volaban por los aires. Ya nada, ni personas ni abejas, se pondrían en nuestro camino de nuevo.

Manuel es una máquina sexual. El hombre real es así, obviamente. Es intenso, y sabe qué parte del cuerpo besar o tocar en el momento en que tiene que hacerlo. Y para colmo, bien dotado. No es que el hombre real tenga además que serlo (no hay que pedir tanto) pero siempre es un buen bono. Con razón le costaba tanto pararse en la parada de los besos. Definitivamente, muy parecido a mí. Así que nos divertimos bastante en aquella cama a la luz de la luna.

Pero a mitad de sesión hice algo que no me pasa mucho: me puse sensible. Me puse a pensar que quería hacer eso muchas veces. Eso es un error. Uno tiene que disfrutar el momento sin pensar en el mañana. Pero fue más fuerte que yo: la presencia de un hombre real me estaba llevando de nuevo a la adolescencia. Él se dio cuenta de mi estado ya no tan juguetón y morboso y me preguntó: “¿Estás bien?” Y a mí, por toda respuesta, me salió un movimiento explicativo con las manos mientras abría la boca y no salía nada, como si quisiera decir: “No sé cómo decirlo, pero tú no me gustas.” Es increíble: con lo buen comunicador que yo soy. Él me dijo: “Deja, no respondas”.  Yo, avergonzado por mi incapacidad para demostrar mis emociones, le pregunté si él estaba bien y me dijo, contento como un niño: “Claro, te tengo aquí”. Le dije: “Seguro eso se lo dices a todos los que caen en esta cama”. ¡Pausa! ¿Y esa frase, Dios mío? Se me salió sola. Tengo poco entrenamiento con hombres reales, parece. Él se puso bravo. Pero yo lo domestiqué con mis artes sexuales y volvimos a lo nuestro, aunque yo seguí con mi estado raro.

Una media hora después, justo cuando él hacía cosas increíbles, me puse a pensar mirando al techo que Manuel definitivamente era un hombre real y que tenía que ser mío a como fuera. De pronto, cuando mis labios y los de él estaban a dos centímetros, me dijo: “¿Por qué estás tan lejos, macho?”. Yo quise decirle que no estaba para nada lejos, y que lo que me pasaba es que me gustaba mucho, pero lo que salió de mi boca fue: “Yo soy muy desamorado. Y no estoy muy acostumbrado a que la gente me guste tanto. Así que prefiero ser frío”. Y ahí él dijo la frase que lo inmortalizará para siempre en mi memoria: “Ah, no, pero ese es tu problema, ya yo empecé y no voy a parar. Si te quieres retrasar, ese es tu problema: yo no voy a parar”. Y agregó en un tono déspota: “Y eso no se lo digo a todos los que caen en esta cama”.

Mis ojos se abrieron como platos mientras miraba al techo. Obviamente no estaba hablando de sexo. ¡Manuel era un hombre real! ¡Me había precisado! Como si yo fuese un niño. Dios mío, ¿desde cuándo nadie me precisaba? Desde nunca, si aquí no hay hombres reales. Él no vio mi cara porque justo cuando dijo su frase se fue para allá abajo a seguir con sus cosas increíbles.

Cuando terminamos, nos pusimos a conversar del tema favorito de dos personas que estuvieron mucho tiempo flirteando antes de llegar a la cama: el propio flirteo. “Y cuando tú me pusiste la mano encima de la mía, ¡qué descarado eres!” “Y cuando te invité a venir y vi que te hiciste el bobo, me dije: “Se acabó, no insisto más”. Es la versión romántica de Wikileaks: la desclasificación de sentimientos mantenidos hasta ese momento en estricto secreto.

Así nos quedamos dormidos. Dormimos abrazados y toqueteándonos toda la noche. Como debe ser. Al levantarnos me dijo que me acompañaba a la parada (él esperaba a su mamá ese domingo). Yo dije que no hacía falta, pero él insistió. Fue todo el viaje de nuevo pero me pareció mucho más largo a la luz del día. Además, estaba algo inquieto y molesto porque nadie hablaba de futuro. Pero a la hora de despedirnos, dijo: “Entonces, ¿cómo nos vemos de nuevo?” Eso me alegró inmediatamente y le di mi teléfono. Cuando nos separamos no miró hacia atrás. Me sorprendió (lo había hecho la noche del miércoles), pero no le di importancia; estaba más que emocionado.

Yo aproveché que estaba en Marianao para pasar a ver a Mariana y Frank, y tener la reunión del Club que describí a inicios de este post. Después de emocionarlos con mi cuento, y lograr mejorar en parte su día con mis experiencias, me gané sus perdones por haber traicionado al Club y regresé a casa sintiéndome feliz e ilusionado. Esa sensación solo la provoca un hombre real. Hablamos por teléfono esa tarde y se suponía que lo hiciéramos después, pero no llamó (él salía con su mamá a un cumpleaños y yo debía esperar su llamada). No me pareció antinatural. Jorge y yo salimos y me hizo repetirle 8000 veces la frase de “Ah, no, pero ese es tu problema...” con la que Manuel se había graduado como hombre real la noche anterior. Yo se la repetía con la entonación de Manuel y Jorge gritaba como si se la hubiesen dicho a él. Parecíamos dos muchachitas. Eso es lo que pasa cuando un hombre real se cuela en nuestras vidas: dos hombres cínicos y cansados de la vida parecen dos muchachitas vírgenes.

Al día siguiente (lunes) eran las tres de la tarde y no había llamado. Yo odio esperar una llamada telefónica. De pronto me llamaron de un número de Alamar. Me salió alguien y me dijo “Soy yo”. Odio que me digan “yo” cuando hablo por teléfono. ¿Quién rayos se supone que sea? Además estaba molesto porque esperaba que me llamaran de Marianao. ¿Quién coño era? Pero era él: Manuel. Me di cuenta un segundo después de haber amenazado con colgar si no me acababan de decir quién era. Me dijo que yo “estaba perdido”. No supe qué quería decir, era él quien debía llamar porque estaba para un cumpleaños en no sé dónde. Pero no dije nada. Después me dijo que me había llamado dos veces, pero nadie le salió. Yo tengo identificador de llamada y no había ninguna de Marianao (¡Me hubiera dado cuenta!) ¿Qué fue eso? ¿Una mentira? Pero seguí sin decir nada. De todas formas, todo eso pasó a un segundo plano cuando me dijo que qué me parecía si cuando regresara de Alamar en unas horas me llamaba para que fuera a su casa a dormir. Eso sonaba más como el hombre real. Le dije que sí, por supuesto. Jorge estuvo de acuerdo conmigo en que era mejor ignorar la mentira. Quizás el hombre real tuviera que solucionar algunos problemitas antes de empezar algo más serio.

Pero nunca llamó. Ni siquiera para decir que no fuera. Me quedé desde las tres de la tarde hasta las doce de la noche esperando que llamara. Nada. Cuando Jorge me llamó el martes y le dije que no me había llamado (el pobre de Jorge no me había llamado la noche anterior porque estaba consciente de que yo estaba en Marianao) el silencio que se dejó oír por el teléfono traducía perfectamente nuestro estado de ánimo. Jorge (alias Un Hombre Muy Maduro) me dijo: “Relájate, ¿vale? Espera que te llame, o llámalo tú, o lo que sea, pero no esperes mucho en esta fase. Relájate”. Jorge sabía lo que pasaba. Igual que yo. Los hombres reales no hacen cosas así. El hombre real te llama aunque le haya pasado un carro por encima.

Yo llamé a Manuel. Me dijo que el día anterior no había ido nunca para Marianao. Me dijo que ese día tenía invitados a estudiar toda la noche, que al día siguiente nos podíamos ver. Todo eso lo dijo él sin que yo preguntara o cuestionara nada. Estaba dando explicaciones. Yo quise decirle que él no tenía que darme explicaciones, pero decir eso siempre hace parecer que uno quiere explicaciones, así que no dije nada. Yo en realidad no quería explicaciones, quería ver a Manuel, así que dije que sí. Obviamente algo no andaba bien, pero no era el momento de claudicar. Todavía.

Al día siguiente (miércoles y último día de esta historia), Jorge y yo tuvimos una extraordinaria y divertida sesión de compra de ropa por toda la ciudad. Supuestamente era para Jorge la ropa, pero yo terminé comprando más que él. En medio de nuestras peripecias llamé a Manuel de un teléfono público. Sabía que diría que no podíamos vernos ese día. Estaba convencido, pero así y todo necesitaba escucharlo. Pero no: dijo que sí, que fuera a su casa. Se lo dije a Jorge, quien no lo dijo, pero estuvo tan sorprendido como yo. No sé si alguien lo notó, pero Jorge y yo pensamos exactamente igual y al mismo tiempo. Cuando terminamos la compra, nos cogió un aguacero enorme que retrasó mi llegada a casa. Al llegar había un mensaje en mi contestadora. Era de Manuel. Decía algo que no se entendía, pero lo que sí se comprendía es que esa noche “no podía”, que “nos llamábamos después”. Ni siquiera oí el mensaje de nuevo para intentar entender la parte confusa y que supuestamente era la causa de su cancelación. Ahí, en ese mismo momento, decidí recuperar mi personalidad y detener todo lo que pudiera haber sentido por él. Un día más hubiese estado mal. Jorge (alias Raúl 2) me dio toda la razón.

Algo pasó y nunca sabré lo que fue. O quizás sí lo sepa alguna vez, pero cuando ya no me importe. O a lo mejor no pasó nada. Quizás simplemente lo que sucedió era que no era un hombre real. Era otro niño, que aprendió a fingir que era adulto para diferenciarse del resto del círculo infantil, pero que al final seguía siendo igual a los demás y solo intentaba acostarse con todo el mundo. Lo fingía bastante bien, hay que admitirlo. Un par de historias acerca de él, que no contaré aquí, llegaron a mis oídos un poco después y me ayudaron a sacarlo aún más de mi cabeza (junto a muchísimas cervezas). Estuve unos días algo deprimido, pero ya se me pasa. Tres días después de su mensaje en la contestadora, en el parque de siempre, Jorge y yo nos lo encontramos. No parecía nervioso ni nada, pero algo no era normal porque no se quedó como siempre, sino que solo saludó y nos dijo algo como: “Ustedes no cambian, siempre aquí”. Yo no dije nada, cualquier cosa hubiese sido vista como ataque y despecho. Pero Jorge (alias mi amigo) le dijo, cínicamente: “Claro, Manuel, hace una semana que nos viste aquí, no más. ¿Por qué piensas que deberíamos haber cambiado algo en nuestras vidas? Nada nuevo ni bueno nos ha pasado.” Ya ven por qué ando con Jorge.

Quizás lo fingí todo yo. Quizás lo inventé todo por mi necesidad de conocer algún hombre real. Quise ver algún hombre real en un lugar, en un mundo, donde no los hay, y cada palabra, gesto y acción me la tomé como tal. Pero como me dijo Ray vía telefónica, quizás lo bueno de todo esto es que me demostró que yo todavía soy capaz de sentir algo por alguien. (¿Quién dijo que por estar lejos, la luz de Ray es menos fuerte?) Tiene razón, quizás Manuel no sea un hombre real, pero yo sí lo soy y no estoy tan carente de sentimientos como pensaba. Solo me hace falta encontrar a un hombre real y eso es todo. La búsqueda del hombre real empieza de nuevo.

Comienza otra sesión del Club. Mariana prende las velas y el incienso mientras Frank dispone los cojines y yo cierro las cortinas. Hoy tenemos un nuevo miembro: Jorge, quien ayuda con las velas. Mariana va primero y nos informa que está un tanto mejor pero que el ex sigue sin llamar, Frank nos relata cómo Lorenzo le dijo que no quería tener más sexo con él mientras que Ernesto sigue llamando, y Jorge hace su debut hablando de cómo los hombres que escoge parecen no tener la virtud de satisfacerlo.

Es mi turno. Me incorporo, aclaro mi voz y hablo: “Manuel nunca más pareció interesado desde el día en que tuvimos sexo. No sé si pasó algo, si fui yo o fue él. Solo sé que dejó de estar interesado a pesar de que parecía estarlo en serio antes de eso. Pero probablemente haya sido todo mi imaginación. Si les soy franco, no creo que fuera un hombre real. Así que ya no pienso casi en él, lo veo como un hombre normal que me dio una buena noche de sábado y dijo alguna que otra frasecita que uno necesitaba oír en ese momento. Pero nada más”.

Mis amigos me miran con cara de aprobación. Están orgullosos de que lo esté superando tan bien. Pero las tradiciones son las tradiciones y hay que respetarlas, así que se miran entre sí, luego a mí, antes de gritar un colectivo: “¡Oh, no!”

Les sonrío agradecido: estoy oficialmente admitido de vuelta en el “Club de Corazones Rotos y Aburridos de lo Mismo”.

15 comentarios:

Alex dijo...

En Canada las drogas, en Cuba el alcohol, algo no esta bien ahi.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Ya estoy mejorcito, Alex. Así y todo debes entrar a valorar que a lo mejor soy toxicómano, jeje. Saludos.

Anónimo dijo...

Aplausos..., a los besos..., en la calle...

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Aplausos recibidos. Este pueblo tiene que salir de su ignorancia ;-)

Anónimo dijo...

Más aplausos....en honor a los hombres que son de verdad...

Anónimo dijo...

pero seguimos siendo amigos, right? Criterios literarios aparte, creo que eres un chico muy mono...

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Vale, amigos (pero criterios literarios aparte) ;-)

Charly Morales dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Charly Morales dijo...

Una amiga me recomendó este blog, pues intuía que disfrutaría muchísimo su desenfado y el buen escribir: estaba clara...

Mylène dijo...

Sabes que me dejaron de llegar los avisos de post a mi correo no sé por qué, y entré para dejarte este mensajito: Por qué carajos dejaste de escribir??? Pero veo que me he perdido de mucho...
Me pongo al día. Este me encantó.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Q bueno q estás de vuelta, Mylène! Pues las notificaciones nos dejaron de llegar a todos (la causa sigue desconocida). Pero el blog no ha parado (como puedes ver). Leí todos tus mensajes y me gustaron todos (especialmente el de tu sueño de ser arqueóloga y el consejo del siempre sabio Dalai Lama). Muchos besotes.

Unknown dijo...

hola raúl déjame decirte que aunque no has encontrado al hombre real, tenés unos amigos que son maravillosos, que bn me cae jorge haha,y felicidades por superar esa experiencia con tanta clase. :D y me encantó el final de ¡oh, no! hahahaha y ánimo estoy seguro que encontrarás tu hombre real.

Santiago Torres Destéffanis dijo...

Me resulta imposible no devorar tus posts por tu envidiable capacidad de trasmitir las emociones más sutiles con precisión de cirujano y sin incurrir en expresiones empalagosas. Todo un logro. Fuerza y abrazo desde Uruguay.

Unknown dijo...

Eres un teólogo, un exegeta, un Papiso. Este cuento es un 10/10. Debes venir a Venezuela; como compartimos la identidad tercermundista, no te será difícil entender que aquí también necesitamos de un hombre o tal vez incluso de un escritor real :)

Unknown dijo...

Eres un teólogo, un exegeta, un Papiso. Este cuento es un 10/10. Debes venir a Venezuela; como compartimos la identidad tercermundista, no te será difícil entender que aquí también necesitamos de un hombre o tal vez incluso de un escritor real :)


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