lunes, 3 de septiembre de 2012

Tres días en Toronto


¿Dos días y un día son tres días?

Siempre me ha llamado la atención Toronto. Y mucho más desde que vivo en Montreal. Me parece que es algo así como “la gran ciudad”. Un lugar al que se debe ir cuando se vive en Canadá. Conozco mucha gente que nació o que vive ahí y por ellos uno se va haciendo una idea de cómo es la ciudad y te entran ganas de ir. Además hay que sumarle el hecho de que Toronto fue el lugar donde puse el primer pie luego que rompí la maldición, pero solo conocí en esa ocasión el aeropuerto, no la ciudad - que ni siquiera está cerca - así que el conocerla era como una cita pendiente con mi propia historia.

Hace cuatro días me compré un pasaje de autobús para Toronto. Sin pensarlo ni planearlo. Dos amigos cubanos se iban para allá y me dijeron que podía quedarme con ellos en el hotel así que me dije que por qué no. Quizás el momento de conocer Toronto había llegado. 24 horas después estaba montado a medianoche en una guagua en un viaje de seis horas hacia “la gran ciudad” sintiéndome feliz como niño pequeño.

El viaje en autobús no fue precisamente idílico (mi anterior viaje en carretera por Canadá hace dos meses para ir de Québec a Montréal había sido extremadamente bueno). La wifi era mala, no había tomacorrientes, los asientos eran incómodos, estaba lleno de gente a pesar de la hora y no te dejaban bajar en ninguna parte. Además estaba yo solo porque mis amigos tenían pasaje en tren. Pero bueno, el cubano fue entrenado bien para estas cosas. Solo que en mi cabeza lo había comparado con el otro viaje y tampoco se puede decir que haya sido precisamente barato como para estar pasando tanto trabajo.

Pero bueno, esas son nimiedades. Cuando llegué a Toronto todavía era de noche y para cuando me di cuenta estaba llegando a la terminal - que está en el medio de la ciudad - sin haberla visto mucho por las ventanillas. Así que lo primero que vi de Toronto fue un latón de basura, dos mendigos y un Starbucks poco antes del amanecer. No era precisamente lo que esperaba, pero a veces a las cosas hay que darle un tiempo para que mejoren. Como todavía faltaban cinco horas para que mis amigos llegaran, entré al Starbucks por un rato, al menos hasta que amaneciera y se fuera el frío de la noche.

Esa mañana decidí ir a la Torre CN - uno de los símbolos de Toronto- la tercera más alta del mundo y por 30 años la más alta, hasta que los asiáticos, en su intento por apoderarse del mundo, la sobrepasaron hace dos años. Pasé cerca y tiré fotos pero no subí, pensando que era mejor esperar por mis amigos. Ya para entonces tenía un sueño que me quería morir. No había dormido nada en la guagua ni en la mañana así que llevaba como 24 horas despierto. En estas condiciones, como era de suponer, Toronto me parecía un tanto hostil.

Había edificios inmensos por todas partes, pero no me gustaban. Me parecían fríos, faltos de vida. Lo mismo con la gente. Todo el mundo simple, mundano. Pero como sabía que se debía en gran medida a mi cansancio, no le presté atención. Seguí dando vueltas por parques y cosas tirando fotos hasta que al fin llegaron mis amigos.

En vez de irme a dormir al hotel nos fuimos a dar vueltas. Pero, a pesar del cansancio, la pasé bien. No fuimos a la torre (lo dejamos para la noche) pero tomamos un ferry y nos fuimos al lago Ontario y, cosa curiosa, me bañé. Que me coja yo bañándome en una playa cubana. Pero aquí lo hice. El agua estaba fría, pero linda y ausente de carencias. Me gustó. Además de la vista de la ciudad desde el barco. Los rascacielos siempre llaman la atención. Especialmente cuando hay decenas y decenas juntos.

Ya en la noche, después de dormir un poco nos fuimos a conocer a los gays locales (demasiado tarde ya para la torre). El barrio gay de Toronto es una mierda. A pesar de que puede que yo haya ido en mal momento, dudo que pueda mejorar mucho. Al lado de Montreal es una mierda completa. Tres discotecas, dos saunas, cuatro pájaras borrachas – y feas – dos travestis y se acabó. Extremadamente rural. El barrio gay de Colón, Matanzas, no tiene nada que envidiarle (en el improbable caso de que hubiese un barrio gay en Colón, Matanzas). Hay que decir que los hombres en general en Toronto no son ni la mitad de lindos e impresionantes que en Montreal, donde uno no puede montarse en el metro sin que aparezcan 80 rubios vestidos de traje. Decepcionante. Además, cuando van a Montreal todos son divertidos porque están de vacaciones, pero en su casa son unas viejitas.

Por supuesto que tuve sexo. Varias veces y con la calidad necesaria. Hasta con cubanos, que están en todas partes. Por mucho hombre mundano que haya, para ser feliz solo se necesita uno (o cuatro) que no lo sea. Eso me salvó la visita al barrio gay, el cual, insisto, es una porquería.

Al día siguiente, después de poquitísimas horas de sueño, nos fuimos al Niágara. Los mejores 150 dólares gastados en la historia. Qué manera de pasarla bien. No pretendo convertir este blog en una guía turística, pero les recomiendo que si algún día pueden ir, no lo duden (los que están Cuba ahora leyendo esto y digan algo como “sí, claro, como si fuera tan fácil”, les recomiendo además que cambien esa modalidad de pensamiento o nunca llegarán ni a la esquina).

Volviendo al capitalismo, las cataratas del Niágara valen toda su fama. Son grandes, impresionantes, lindas y activas. Uno se siente insignificante y feliz a la vez. Están a unos 150 kilómetros de Toronto, pero en la misma provincia de Ontario. Una vez allí, luego de un interesante viaje en carretera con un guía y gente de todas partes en el ómnibus, te montan en un barco, te ponen una capa azul que a los flacos les queda horrorosa, y a tirarse contra las cataratas se ha dicho. Hay un arcoíris frente a cada una de las dos (son tres pero ni idea de dónde estaba la otra) que uno podría jurar que les pagaron para que estuvieran ahí. Una catarata es americana y la otra canadiense y las aguas son internacionales. En un momento, ya pegado a la catarata, empiezas a mojarte todo y a soplar el aire como si estuvieras en un ciclón y todo el mundo grita y se divierte. Como soy un héroe logré sacar la cámara a pesar de todo aquello y tirar fotos.

Luego un buffet en el Sheraton (oh, sí) del que no tiré fotos porque ahí sí estaría siendo cruel con los que están en Cuba. Es mejor que no sepan (todavía) que cosas como esas existen en el mundo. Para colmo, mientras estábamos comiendo, un señor de 62 años cruzó de una torre de más de 300 metros de altura a otra por una cuerda floja…sin protección. Lo hace todos los días en verano. Y de gratis, además. Yo no daba crédito a lo que estaba viendo. Tengo fotos.

Una de las grandes protagonistas del día fue la frontera americana. Esto no es México y Canadá tiene una situación financiera superior a la de los Estados Unidos, pero así y todo para un cubano (y para muchos otros también) saber que estás a 100 metros de los Estados Unidos siempre te impresiona y te acuerdas de Pocahontas, de la mafia de Miami, de Sarah Jessica, de las 90 millas que por aquí son unos metros, del texano del que me enamoré el mes pasado y de todo lo que hace al  yuma el yuma. Está tan cerca que uno se dice que no puede ser. Hay un puente que para cruzarlo tienes que tener pasaporte, en cuya entrada nos tiramos 200 000 fotos haciendo monerías y fingiendo que “desertábamos”. Podrán verlas en Facebook (mírenme de nuevo atacando a los que viven en Cuba).

Por la noche prenden las luces de las cataratas de muchos colores para que uno siga gritando “¡Qué lindo!” y tirando fotos, a pesar de que a esa hora ya todo el mundo tiene la cámara llena o las baterías descargadas porque se ha pasado el día como turista japonesa tirándole fotos a todo lo que se mueve. Lo dicho: que se queden con los 150 dólares; los gasté con gusto.

Regresamos hechos leña, pero felices. Después de casi dos horas de viaje dormido en la guagua al llegar a la ciudad, Toronto me regaló su imagen más bonita. La guagua del día anterior obviamente no había entrado por ahí, si no me hubiese quedado maravillado. Todos los rascacielos son de cristal y se ven todas las oficinas. Son miles de oficinas, quizás millones. Todas alrededor de uno. Algunas cerca, otras más lejos, para dar la impresión de que es una inmensa ciudad de cristal a la que uno está entrando. Desde detrás del cristal de mi autobús, no pude menos que erguirme en el asiento y mirar maravillado.

Pero mi noche estaba lejos de acabar. Era mi última noche en la ciudad (este post se llamaría originalmente “Dos días en Toronto” pero ya verán qué pasó) y tenía cita con dos muchachos. No es que yo sea promiscuo (bueno, lo soy) o que no pueda parar de tener sexo. Para nada. El problema es que al día siguiente ya me iba y a ambos los conocía de antes y no quería irme sin verlos. Uno es un chico de Toronto que conozco de Montreal y el otro un cubano extremadamente lindo y caliente (no porque sea cubano, sino porque es escorpión) con el que me arrestaron en Cuba una vez (ya se imaginarán por qué) y con quien nunca había podido concretar nada.

Ah, miren que yo me divierto en esta vida. Me metí en barrios que ni conocía a horas extremas de la noche y la pasé extremadamente bien (con mayúsculas) tanto en el turno de la una como en el de las dos. Al terminar, todo satisfecho, y coger un taxi para ir a buscar a uno de mis amigos que estaba en el barrio gay “haciendo algunas cosas” para irnos para el hotel (o a seguir divirtiéndonos, nunca se sabe) me puse a ver a Toronto desde el auto y a pensar un poco más en ella.

Es simple. Me sigue pareciendo muy simple. Todo es muy técnico. Es una ciudad donde la gente va a trabajar. Los rascacielos ocultan a la clase obrera. No hay lugares para ser bohemio, para tomarse un trago, para ser feliz. No hay colores, no hay vida en “la gran ciudad”. Quizás me equivoque pero al menos esa fue mi impresión. ¿Linda? Puede ser. Aburrida también.

Y justo cuando tenía estos y otros pensamientos en la cabeza, llegó la tragedia. La que dividiría en dos mi visita a Toronto, este post, y - aunque hago grandes esfuerzos para que no pase - quizás también mi vida. La tragedia, de la mano esta vez de un lindo muchacho de 28 años de cabellos claros que te para en la calle justo cuando te bajas del taxi y te dice que eres sexy. La tragedia que, como casi siempre, se disfraza de felicidad para que uno caiga. Porque si uno no cae, entonces no funciona.

No daré detalles particulares como otras veces. No puedo. Sería muy complejo de explicar todo, sería extremadamente siniestro, sería extremadamente cruel. Yo soy fuerte, pero ustedes no tanto. Hay secretos que no me pertenecen y otros que sí y que nunca diría de todas formas. Hay cosas que escritas suenan mucho peor que cuando pasan a tu lado o cuando alguien te las cuenta en el calor del momento. Sería injusto. Habría entonces que cambiar tanto los detalles que ya estaría contando otra historia. Los detalles reales en su totalidad probablemente nunca podré contárselos a nadie.

Hay gente que está jodida. Los jodió su familia, los jodieron las drogas, los jodió la soledad, los jodieron otras gentes jodidas, los jodió su inteligencia, se jodieron ellos mismos y su carácter autodestructivo. Los “fucked up”. Y yo, como reloj, siempre caigo por ellos. Quizás mi horror a la gente simple me hace caer ante estos extremistas o - lo cual es lo más probable - yo también soy un “fucked up” y me deslumbro cuando siento a uno de los míos cerca. Sea como sea, me detesto profundamente.

Hay que decir que si bien yo soy medio anormal, no caigo por cualquiera. Él hizo bien su trabajo. No fue solo su línea inicial, sino también todas las que vinieron después y para cuando me di cuenta ni busqué a mi amigo y me fui con él. Me fui a ser feliz por unas horas. Como debe ser. Sin pensar ni en mañanas ni en ayeres. De esa parte, no me arrepiento. Creo que, en sentido general, no me arrepiento de nada. Yo soy así.

No voy a hacerme la víctima y decir que nunca supe que estaba jodido. Por supuesto que no, lo supe en cuanto lo conocí. En cuanto sentí mi corazón latir más rápido lo supe. Cuando conocí más detalles me aterré un poco más (si alguien piensa que sabe de lo que estoy hablando le aconsejo que olvide su teoría: son cosas tan sórdidas como inesperadas y para las cuales los seres humanos comunes no estamos preparados) pero no hice mucho más que erizarme un poco. Oscuro que soy yo también. Me gustaba él. Todavía me gusta, pero confío en que deje de hacerlo. Los detalles más sórdidos, más siniestros, no fueron los que causaron la tragedia.

Así fue como al día siguiente, después de una noche en la que me sentí vivo y real, fui al hotel a ver a mis amigos y les dije que no regresaba ese día a Montreal. Tonto que soy. Ahí estuvo el error, del que sin embargo, tampoco me arrepiento. Pero cuando uno es feliz, tiene que irse y dejar a la felicidad ahí. Para luego extrañarla. No intentar prolongarla, lo cual nunca funciona. Y yo sé eso, pero pensé que sería diferente. No, mentira, nunca pensé que sería diferente, solo lo hice porque yo también soy decadente y me atraen demasiado los que son como yo. Me detesto profundamente.

Y ahí todo cambió. Todo empezó a salir mal. En el camino al hotel. Para él y para mí. Todo comenzó con la noticia sin muchas explicaciones que recibió en su teléfono de que no podría mudarse al día siguiente al apartamento del que llevaba horas hablándome. Luego vinieron pasajes que no se podían cambiar, tarjetas de banco que no se podían usar, molestias por cargar los bultos de un lado a otro. Y ese fue el inicio de la tragedia.

Yo dije en un momento que era mejor que me fuera a Montreal pero él insistió en que me quedara. Me dijo que todo estaría bien, que él lo arreglaría. Y yo me quedé. Fuimos al mismo lugar oscuro de la noche anterior – que en la noche anterior había sido, más que oscuro, mágico – ya que era lo único que podíamos pagar. Entramos a las 4 de la tarde, luego de visitas a bancos a intentar salvar tarjetas, a terminales para intentar cambiar pasajes, al centro de asistencia social donde trabaja como voluntario para intentar buscar una computadora y escribirle a la mujer que sin razones le decía que no podía mudarse y a una cafetería donde me compró un sándwich gigante con el dinero que había logrado recuperar. Entramos a las 4 de la tarde a aquel lugar oscuro, estuvimos 16 horas allí y nunca más lo vería de la forma en que lo conocí y de la cual me deslumbré.

Vi a otro. Otro que todavía se preocupaba por mí pero que no era igual. Otro al que me parecía que no conocía. Su carácter nunca volvió a cambiar desde ese momento, la droga que tomó después no ayudó nada (yo no, que conste; tampoco soy tan decadente) y todo se vino abajo. Hubo invitados inesperados en mi habitación, modificaciones violentas en su carácter cuando teníamos sexo, miradas perdidas a un punto de la habitación mientras yo lo zarandeaba para que me hiciera caso. Y yo lo seguí en todo. No rechacé a los invitados, fingí que el carácter violento me excitaba aún más, cuando vi que las miradas perdidas no regresaban, puse mi cabeza en su pecho y no intenté más que se moviera. Quisiera decirles que lo hice por decadente que soy yo también, pero no, lo hice porque me gustaba mucho. Tampoco soy una víctima, que conste.

Para colmo, aunque hubiese querido, no podía salir de allí, comprarme un pasaje e irme de Toronto, ya que en un mismo casillero de la terminal habíamos dejado nuestras dos mochilas cuando no sabíamos a dónde caminar, y él no estaba ahora en condiciones de ir a buscar nada. Como habrán de suponer, no podía coger mi mochila, irme y dejar la suya ahí para siempre. Así que era como estar literalmente prisionero en un lugar oscuro.

Hubo un momento en que pensé irme, llevar su mochila de regreso, hablar con alguien para que la entrara al lugar oscuro y luego irme de veras. Pero no lo hice. No porque yo sea un “fucked up” (lo soy), sino porque soy un sentimental. Me negué a mí mismo a verlo así por última vez (siempre supe que no lo vería más). Había sido tan encantador el primer día. Dañado, pero encantador. Ahora era solo frío. Como un monstruo. Uno que me gustaba demasiado.

Después se puso más alegre, pero fue peor. No paraba de hablar con todo el mundo, caminaba por el pasillo sin cesar gritándole a la gente que era sexy - ¿les suena conocida esa frase? – y le pagaba tragos a  la gente con el dinero que había recuperado. A mí me compraba comida y me insistía en que durmiera, lo cual me daba la impresión de que era para deshacerse de mí. En un momento me desaparecí. Me escondí en una habitación que no era la mía con un hombre agradable que entendió que yo solo quería esconderme allí, y lo escuché preguntar por mí en los pasillos mientras le ponía un dedo en la boca al hombre para que no dijera nada.

Media hora después cuando lo encontré, sonrió y no me preguntó dónde estaba. Ahí lo odié más. No sé si él hacía otras cosas y no me importa. Claro que sí me importa, pero déjenme engañarme. Manipulador inteligente que es, me preguntó si estaba bravo con él. Yo, en realidad, si estaba (estoy) bravo con alguien era conmigo mismo, pero le dije cínicamente que sí, que era con él, pero que no se preocupara, que jamás iba a volver a saber de mí cuando saliera de ese lugar. Me dijo que entendiera que estaba en un día malo. Yo, conociendo a los decadentes, no le hice caso. Solo seguí protestando en silencio por el resto de la noche. De todas formas, a veces lo abrazaba por la espalda mientras lo escuchaba conversar de política con los demás y él, al ver que lo abrazaba, sin dejar de hablar me cogía y me lanzaba hacia adelante para abrazarme él por mi espalda. Y ahí era feliz yo. Dormimos juntos y abrazados. Quizás no solos en algún momento, pero al final los abrazos fueron solo nuestros. Victorias pírricas a las que uno tiene que aferrarse.

La mañana no fue mucho mejor. Y ahí sí me molesté. Cuando me di cuenta que no lo vería nunca más como yo había creído que era (porque él en realidad era como yo lo estaba viendo y no como yo había pensado antes) y que cada minuto mío en Toronto estaba de más. Nos quedamos dormidos más de lo que debíamos, lo traté mal, no me hablaba, le disparó a un rubio lindo recepcionista mientras salíamos, y yo salí del lugar gritando “¡estoy allá abajo y si quieres te apuras que estoy loco por irme de esta ciudad de mierda!” mientras daba portazos. La pobre Toronto pagó por algo que no era su culpa.

En el camino a abrir el casillero que marcaba oficialmente nuestra separación de por vida, nadie dijo una palabra. Bajo el grosero sol de la mañana y en las ajetreadas calles de Toronto nadie dijo nada. Yo estaba molesto. Muy molesto. Conmigo. Me odiaba profundamente.

Él no decía nada. Y yo no quería que nada saliera de su manipuladora y ya no drogada boca. Llegamos, abrimos el puto casillero y compramos el pasaje (él me lo pagó como había prometido un día antes cuando todavía nos queríamos pero le di la mitad del dinero porque resultó ser el doble de lo que esperábamos y él ya había gastado demasiado). Le dije que podía irse pero me dijo que necesitaba cargar el teléfono. Sí, claro.

Faltaba media hora para que saliera la guagua y nadie decía nada. Ni yo que miraba al infinito ni él que revisaba su celular. “Si quieres te doy mi número”, me dijo cuando anunciaron el abordo, todavía mirando al celular. “No”, dije yo, todavía mirando al infinito. “No tiene sentido”. Aclaración importante: nunca le di ningún dato mío e incluso él me llamaba Jorge todo el tiempo, lo cual me enfurecía (aunque en un momento me presentó a otro cretino como “Raúl” así que sí se lo sabía). “No me importa dártelo”, me dijo, aún sin mirarme. “Por supuesto que no te importa, se lo das a todo el mundo”, dije sin mirar.

Yo ya tenía su número. Me lo había dado en una tarjeta roja un segundo después que me conoció en plena calle. Pero no se acordaba. “Ya tengo tu número, de todas formas”, le dije y lo miré. “Pues mándame un mensaje cuando llegues, así sé que no pasó nada en el camino”, dijo, y me miró al notar que yo lo miraba. “Nada pasará”. “Mándalo”. No sé por qué lo dijo. Si para tener mi celular, para no quedarse callado…no sé.

Entonces me paré y me fui. Nos dimos un abrazo intrascendente, casi sin mirarnos, yo dije un diplomático “gracias por todo” a la carrera y nos separamos. Casualmente su celular ya no necesitaba cargarse en ese momento así que él también se fue al mismo tiempo. Al salir al andén lo vi por última vez. Un pedazo de su pantalón. Ah, esos horribles momentos en que preguntas dónde está el ómnibus para Montreal ya que no ves el número del andén porque hay agua en tus ojos. Nadie me vio. Al menos no él.

En ese momento lo odiaba, aún más que a mí. Por ni siquiera poder fingir por un solo día que era como no era. Un día en que yo me había quedado en Toronto con el único objetivo de estar con él. Por supuesto que yo le gustaba un poco más que los demás (yo también sé ganarme mis cosas) pero no lo suficiente como para impedir el dejarse llevar y tener su decadente vida frente a mis ojos y haciéndome partícipe. Pero la lágrima - una - no salió por mi odio hacía él. Salió por el día en que lo conocí en la calle y me di cuenta que el corazón me latía más rápido.

Cuando subí a la guagua me di cuenta que ahora tendría que estar seis horas incómodo en ese lugar cuando lo único que yo quería hacer era llorar. Y con mi iPod, celular y computadora completamente descargados como consecuencia de mis días perdidos.

Pero Dios sabe lo que hace. Resulta que el único en esta guagua, quizás como consecuencia de subir de último, que no tiene a nadie al lado, soy yo, así que me tiré en los dos asientos, me eché un abrigo en la cara y gimoteé un poco. Luego me encontré un tomacorriente así que pude cargarlo todo. La wifi sigue siendo una mierda, pero al menos me dio para chatear con Yesey y contarle un poco más que a ustedes en el calor del momento. Los amigos son necesarios y Dios también te los manda justo cuando piensas que no tienes nada. El día anterior, por cierto, en medio de aquel lugar oscuro había visto un mensaje de Teresita que decía en Facebook: “Raúl Reyes Mancebo lleva 24 horas sin publicar, ¿dónde estás, querido?” Entonces, en medio de ese lugar oscuro, mis días de Niágara y barrio gay me parecieron tan lejanos y remotos.

Y luego supe algo que no debía saber. O quizás sí. Mi curiosidad, la tarjeta roja y Google se unieron para encontrarlo. Aunque recé para que nada apareciera, algo apareció. Y no estaba preparado para lo que vi. No solo era su extraordinario blog que ni yo sabía que tenía, en el cual era (es) un ser fascinante, sino eran además sus fotos, su sinceridad, su brillantez. Me gusta mucho ese hombre. Me fascina. Peligrosamente, pero fascinación al fin.

Pero a pesar de eso, logré mantenerme incólume. Hasta que algo me paró en seco. Un post en Facebook del mismo día en que me había conocido, algunas horas antes. Decía: “Acabo de firmar un contrato de casa por dos años. Finalmente las cosas comienzan a enderezarse.”

No estaba preparado para eso. No lo estoy. Siempre pensé que la noticia de lo de la casa era una justificación cualquiera para lanzarse a la decadencia. Podía ser eso o cualquier otra cosa. Pero en realidad el enterarse que no podía mudarse fue una noticia mayor para él. Ese post en Facebook me lo corroboraba. Y en vez de mandarme para Montreal como hubiera hecho otro, se comportó como un hombre real y me dijo que me quedara, que quería que yo estuviera a su lado y que él se ocuparía de todo de alguna forma. Me compró comida, me buscó un lugar donde dormir y se preocupó todo el tiempo por mí.

Pero le dolió y no pudo evitar caer en su decadencia. Y yo, en vez de darme cuenta que le dolía, en vez de valorar que había querido que me quedara a su lado cuando era más fácil dejarme ir, solo pensé en “cómo yo me había quedado en Toronto por él”. Lo acusé por hacer cosas que yo siempre supe que él hacía y que él nunca me había ocultado, en vez de darme cuenta de que estaba pasando por un mal momento y que esa era su reacción natural. Entonces sucedió lo imposible: logré detestarme aún más.

Como yo también soy un hombre real, hice lo único que podía hacer. Le escribí. De un correo falso para que no pueda encontrarme. Le escribí un correo de dos hojas que me dividió el alma en dos. Un correo en el que fui más sincero que nunca antes en mi vida. En el que me despojé de absolutamente todo. Un correo de un “fucked up kid” a otro. Al terminar y mandárselo temblaba. Ahora también.

Al principio me dije que no iba a escribir sobre esto. Que no iba “a inmortalizarlo ni una pinga apelando a la literatura”. Pero lo hice. Creo que las condiciones en la guagua se prestaron para eso. Intenté hacerlo con la menor cantidad de datos posibles, pero al final me salieron más de los que pretendía. Así y todo hubo mucho que no dije. Hubiera podido hacer que ustedes se enamoraran de él, que luego lo odiaran y que luego me odiaran a mí y lo amaran a él. Hubiera podido, quitando los secretos que no me pertenecen, hacerles la historia completa y ustedes estarían ahora donde estoy yo. Podría contarles cómo me empujó contra una vidriera cuando me besó por primera vez, como me dijo en la cafetería que en la vida lo importante no son los problemas que nos tocan sino la manera en que nos enfrentamos a ellos, cómo me excitaba de solo mirarlo y le decía en los lugares públicos que quería acostarme con él, cómo me dijo que nunca regresara a Montreal y me quedara con él. A él no le sobran atributos ni a mí capacidad narrativa. Pero no lo haré. Quiero que su paso por este blog sea lo más mundano, rápido y precipitado posible. No quiero embellecerlo ni inmortalizarlo porque tengo miedo que un día me duela tanto que no pueda recuperarme nunca. Prefiero unos párrafos apresurados para que ustedes sean fríos y no se involucren. Para que me digan “aléjate de tipos así”, como deber ser. Este estúpido escribir ha de ser, ante todo, estúpido.

Ahora tengo resaca moral, por supuesto, y me dan asco los hombres y todas esas cosas clásicas. Pero ya se me pasará. No voy a casarme con una mujer ni recurrir a la religión para encontrar asilo de mi depresión. Eso es ya demasiada pajarería. Recojo los pedazos de mí mismo y ya los armaré de regreso a Montreal. Ya se me pasará. Seré más viejo, pero se me pasará.

Al salir de Toronto, en la distancia, vi la torre CN. Nunca subí. Me dejé llevar por la mundanidad. Pero bueno, así tengo motivos para regresar alguna otra vez y darle una segunda oportunidad a Toronto. En alguna medida creo que fui algo injusto con “la gran ciudad”. Pero pasará mucho tiempo antes de eso. Por el momento, cada metro en esta guagua que me acerca más a Montreal me hace sentirme mejor. Cada minuto que me alejo de estos tres días (o quizás de uno solo de esos días) en Toronto me hace sentirme mejor. Más vacío y con el corazón latiéndome más lento, pero mejor.


7 comentarios:

Alex dijo...

Ya esta historia se parece mucho a otras y si lo que la hace unica fue lo que ocultaste entonces lo que contaste no merece la pena, para libros de viajes insipidos ya con la Loynaz cumplimos nuestra cuota.

Anónimo dijo...

... definitivamente hay más "fucked up" de los que uno podría calcular, estos son incanto

El cazador de burbujas dijo...

...cuando uno es feliz, tiene que irse y dejar a la felicidad ahí!

Anónimo dijo...

las personas cuando tienen una autoestima mayor que la de unoy lo perciben sulen suceder cosas asi!!!

Unknown dijo...

Imagino como debe sentirte, esas emociones ahi frustradas intentando ordenarlas mientras escribes, pero se que te funciona como lo dijiste un par de veces antes, escribir lo que te pasa ayuda como solo los que escribimos lo sabemos! Se que ya ahorita estas bien porque todo pasa! lo bueno y lo malo de los momentos,,, todo pasa!

Santiago Torres Destéffanis dijo...

"Hay gente que está jodida. Los jodió su familia, los jodieron las drogas, los jodió la soledad, los jodieron otras gentes jodidas, los jodió su inteligencia, se jodieron ellos mismos y su carácter autodestructivo. Los “fucked up”. Y yo, como reloj, siempre caigo por ellos. Quizás mi horror a la gente simple me hace caer ante estos extremistas o - lo cual es lo más probable - yo también soy un “fucked up” y me deslumbro cuando siento a uno de los míos cerca." ¡Siento que hablaras de mí!

En cuanto a lo demás, tus cavilaciones morales y tu constante ejercicio de auto-juzgarte forman parte de aquello que te hace ser tan singular en un océano de seres autocomplacientes, autoindulgentes, siempre dispuestos a victimizarse. No es tu caso (¡por fortuna!).

Unknown dijo...

Los mejores 30 minutos de mi día laboral fueron los que gasté leyendo esta publicación. Y la encontré buscando "que ver en Toronto en 3 días".

Ahora quiero leer mas, hoy será un día poco productivo en la oficina.

Saludos de unn Puertorriqueño en desde Wisconsin


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