viernes, 6 de enero de 2012

Lulú y el orden de las cosas


Lulú era una mujer fría y distante. Algunos dirían incluso que insensible en lo que a amores se refiere. Los hombres le habían interesado en el pasado, pero solo porque estaba en el guión establecido para cada ser humano, aún antes de nacer. Ahora, a sus 30 años, solo los usaba como ejemplos, por lo general negativos, para cultivar su verdadera pasión: la literatura. ¿Cómo habría de escribir sobre el amor y las relaciones sin haberlos experimentado antes? De ahí que los hombres para Lulú no fueran mucho más que ratas de laboratorio. Cuando caminaba por las calles, jamás miraba al piso o hacia los lados. Solo contemplaba hacia el frente, sin fijarse en nadie, como si tuviera la mirada perdida en algún pensamiento. Al caminar por las calles, y por la vida, de esta forma, los hombres, que siempre se han caracterizado por su baja autoestima, se sentían extremadamente atraídos por ella. Visto de este modo, Lulú era perfecta. 

Hasta el día en que conoció a Damián y su pelo rojo la confundió. Este, apasionado por la obra literaria de Lulú, se había acercado a ella y se lo había hecho saber. Su ligereza, su candidez, su cierta ingenuidad, la pasión con la que hablaba sobre las cosas, la llevaron a cuestionarse su propio mundo cínico y glacial. A pesar de su propia sorpresa, una hora de amena conversación más tarde, ya estaba convencida de lo interesada que estaba en Damián. No quería solamente llevárselo a la cama, eso habría sido ponerlo en la misma lista que al resto de los de su especie, sino que quería quedarse a su lado, conversar con él, amanecer juntos e ir a desayunar abrazados. Sensaciones sobre las que había escrito alguna vez, pero que no experimentaba desde hacía mucho. Quizás desde nunca, si se tomaba en cuenta que sus amores de adolescencia y de temprana juventud no habían sido más que una farsa.

Pero la pasión de Damián era solo por su literatura y, luego de conocerla, por su personalidad, no por sus encantos como mujer. Hablaba todo el tiempo de otras mujeres, como invitando a Lulú a hacer lo mismo sobre otros hombres, lo cual secretamente la enfurecía. Sin embargo, había algo muy ambiguo en todo aquello. A veces se quedaba callado ante algún comentario que hacía ella sobre los hombres, o la descripción de la mujer ideal que daba era una demasiado parecida a la de Lulú. Así dejó ella de salir con otros hombres, de escribir y de ser como era. Era como si comenzara a descongelarse. No se lo contó a nadie, no tenía a quien contar estos sentimientos tan íntimos, pero varios de los que la conocían empezaron a notar cuán llena de entusiasmo estaba.

Sin embargo, nada pasaba, y cada vez Damián hablaba más de otras mujeres y ella ya no sabía qué hacer o qué decir. Sentía que los días se repetían: ella llegaba, pensando que ese día sí pasaría algo, luego tenían una buena conversación presagiando un final feliz, hasta que él, cuando ella menos lo veía venir, comenzaba a hablar de otra mujer o a preguntarle si había conocido a algún hombre interesante últimamente hasta que ella terminaba volviendo a casa sin haber logrado nada y sintiéndose casi invisible. Pero entonces él la llamaba y le decía, como al azar, algo acerca de cómo su amistad lo emocionaba y le hacía cuestionarse cosas, y ella volvía a comenzar con sus sueños. A menudo, cuando conversaban y él miraba hacia otro lado, ella lo miraba fijo y se imaginaba que eran amantes. Ahí, justo a su lado, se imaginaba que lo besaba y que él le pasaba la lengua por el cuello.

Hasta que decidió actuar. Decidió utilizar todo lo que sabía de la vida para finalmente llevarse a Damián. Era aquella noche de discoteca en la que todo se decidiría. Parte de su personalidad calculadora de antes había aparecido de nuevo, luego de sentirse tan frustrada por el paso de los días sin progreso.

Se hizo un peinado hacia arriba, como si fuese una estrella de los años 60 y se puso un vestido y unos zapatos rojos. Se pintó los ojos de negro y los labios de rojo. Y así se fue, sabiéndose inmortal. Las miradas en la calle se lo confirmaron. Al llegar, Damián la miró como nunca lo había hecho y ella supo que ese era definitivamente el momento. Sonrió, bailó con todos los amigos de ambos, y se sintió con los artilugios de la mujer fría de antes, pero ahora llena de pasión por dentro. Damián la miraba magnetizado, como si nunca la hubiera visto tan de cerca, e incluso llegó a decirle lo impactante que era ella para él. Y ella sonrió.

Y de pronto, cuando regresaba del bar con dos tragos en la mano, vio a Damián besándose con una muchacha de pelos tan rojos como los de él. Frente a todos. Lulú sintió que todo pasaba en cámara lenta. Ella avanzaba con los tragos en la mano, mientras ellos dos se besaban, los tres envueltos por una multitud que bailaba. En medio de su sopor, se horrorizó. Para cuando llegó a la mesa, ya nadie podía reconocer a la alguna vez fría y distante Lulú. Estaba agitada y confundía las cosas. Damián se acercó y les dijo a todos, pero más que a nadie a ella, su amiga, lo mucho que le encantaba esta muchacha.

Lulú pensó por un segundo recobrar su sanidad mental, pero fue en vano. Se dijo a sí misma que no había ningún problema real, se recordó lo fría que solía ser y lo efectivo que resultaba ser eso, pero nada. Hay sentimientos que ni siquiera por intentar analizarlos fríamente pueden cambiar en poco tiempo. Solo podía pensar en Damián, que para ese entonces había desaparecido de la discoteca. Ante la imposibilidad de hacer algo, hizo lo único que estaba en sus manos: tomar hasta ya no pensar en nada. Un rato después, completamente trastornada, se movía entre la gente que bailaba, sintiéndose liviana y profunda al mismo tiempo.

Pero nadie le hizo caso. Solo la vieron como a una borracha. Su poder siempre había radicado en su personalidad, y esta estaba ahora trastornada. Había renunciado a ella por un hombre, y el resto de los de su especie podía olerlo, así que se alejaban de ella para seguir buscando a otra que los despreciara. Ella, aún en su estado, se daba cuenta de su ausencia de poder sobre los hombres, lo cual la debilitaba y la enfurecía aún más.

Cuando salió de la discoteca, Damián se besaba con la muchacha contra un muro. Al ver a Lulú, su rostro pasó súbitamente de la lujuria a la alegría y se acercó a ella sonriendo. Y ahí se dio cuenta por primera vez de los sentimientos de Lulú. Se dio cuenta cuando esta, sin aparente razón, lo miró a los ojos con un odio que no le conocía. Ojos de bestia herida. Damián la miró estupefacto. Pero entonces, luego de un segundo de temor, la decepción se reflejó en su mirada. No había nada ambiguo ahí esta vez. Y con este juego de miradas, Lulú comprendió que nunca había habido nada ahí para ella. Que todo había estado en su mente, no en la de él. Inconscientemente cambió su mirada. Todavía era la de una bestia herida, pero una que se da cuenta que el culpable de su estado no es el cazador que tiene enfrente. O que quizás sí sea él, pero no tiene el derecho de pedirle explicaciones.

Dos horas después amaneció. Lulú estaba sentada en un parque mirando al infinito. Su pelo hacia arriba hacía grandes esfuerzos por desmoronarse, su rímel negro se había solidificado en sus mejillas y su cara cansada reflejaba lo que hasta hacía un rato había sido su estado de ánimo. Lulú había perdido. Su vestido rojo se veía extremadamente anacrónico a esa hora. Al golpearla la luz del sol y ver a las primeras personas caminar por la calle, se paró, y así, casi como una autómata, regresó a su casa. Al llegar se contempló en un espejo por 12 minutos. Agotada, como si la única causa por la cual seguía mirando en ese espejo fuera porque estaba demasiado cansada como para cambiar de posición, se miró a sí misma derrotada. Finalmente, se quitó el vestido, se soltó el pelo y se acostó en su cama.

Al despertar, ya no sentía nada. Su humillación anterior había desparecido. Sentía como si estuviese anestesiada. Recordaba todo, pero no le dolía. Ni siquiera la parte en que Damián realmente parecía interesado en aquella muchacha. Llamó a Damián y le preguntó cómo estaba. Él, sabiamente, no hizo ninguna alusión a la noche anterior. Ella, sabiamente, tampoco. Luego de colgar, se sentó en su máquina, y escribió un poco. Hacía mucho no lo hacía. Desde que se había olvidado de ser ella misma.

Unos días después, Damián la invitó a almorzar con él y su nueva novia a un restaurante. A pesar de que hubiera preferido no ir, en nombre de su relación de amistad y para enmendar situaciones anteriores, aceptó. Para su sorpresa, la muchacha le cayó bien. La encontró simpática. No a su altura, por supuesto, pero simpática. Se fijó en Damián y se sorprendió al comprobar que no sentía nada por él. Más aún, se sorprendió de que hubiese podido sentir algo por él en algún momento. Los pelirrojos debían estar juntos, pensó. Y sonrió internamente.

Al salir del restaurante, Lulú caminó a casa y concluyó que lo mejor que podía haber sacado de todo aquello era algo sobre lo cual escribir. Luego pensó en muchas cosas, en tantas que no notó que ya no pensaba en Damián, ni tampoco en ningún hombre. Tampoco notó que las cosas estaban finalmente en su lugar de siempre, y que aunque a veces cambian temporalmente, al final siempre vuelven a su orden natural. Mientras caminaba con su mirada perdida en el futuro, sin mirar abajo ni a los lados, muchos hombres no pudieron evitar mirarla y sentirse, como siempre, inferiores, lo cual les pareció inmensamente atractivo. Ella no les dedicó ni una mirada ni un pensamiento. Era fría e insensible de nuevo. Perfecta. Con esa perfección que solo tienen los que no aman a nadie.

11 comentarios:

Alex dijo...

Cuando hagas la compilacion de tus cuentos, este tiene que estar. Esperare por tus libros y los premios que mereceran.

Anónimo dijo...

Me gustaría saber hasta qué punto esta historia se reparte ente ti y el mundo que te rodea. Y saber si has caminado con los dos tragos en la mano o has estado en el muro besando. Lo siento, soy curioso por naturaleza, y creo que no es descabellado pensar que cada entrada de tu blog es parte tuya como creación y también como vivencia.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Gracias, Alex!!! Te dedicaré una copia, sé que siempre lees mis posts :-) Un abrazo.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Para nada descabellado. De hecho, casi siempre estoy hablando de mí mismo. En cuanto a cuál personaje me tocó representar, lo dejaré a tu imaginación :-)

Janet dijo...

Quiero ser Lulú!!! La admiro!!!! Love u :)

Anónimo dijo...

mmm pues me siento un poco mal por Lulú. Si triste es que no te amen, más triste debe ser no saber amar.

Anónimo dijo...

...amar siempre supone cambio, destrucción y creación, dolor y placer...; pero su grandeza radica precisamente en que a pesar de todo y más..., siempre vale la pena.
Un besote, Raul.
Manuel

Anónimo dijo...

Bien dicho Manuel! :)

Mylène dijo...

En el fondo me digo: ´´bien por Lulú´´; amar puede traerte muchos problemas. En el fondo.

Lore dijo...

Merveilleux!!!...Welcome (to my) back!!

Unknown dijo...

Imponente Lulu, implacable soledad...


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