miércoles, 7 de septiembre de 2011

Au revoir, Montréal (Merci, Montréal)


Algún lugar sobre los Estados Unidos, 16 de agosto de 2011

Montreal:

Mi querida Montreal, ha llegado el momento de partir. Ya sabes que si por mí fuera me quedara más tiempo (quizás toda la vida), pero este es el tiempo que nos ha tocado, así que seamos decentes y démosle un final como se merece. De todas formas no importa, tú y yo sabemos que el tiempo es una ilusión y que las cosas que cuentan en la vida no se miden por la cantidad de tiempo que le conferimos, sino por la intensidad de sus momentos. Y ambos sabemos que lo nuestro fue intenso.

Tú sí que eres linda. No tengo ninguna necesidad de ir a otra ciudad para saber que tú estás entre las mejores. Tus calles, tus casas, tus festivales, tu clima en el verano, tu comida, tu gente. Te confieso que jamás me pasó por la mente que tú serías mi primera. Pensé en cualquiera menos en ti. Y ahora me pregunto: ¿Estaba loco? Tú eres lo más grande. No creo que haya ciudad mejor para alguien como yo que tú.

Y es que en ningún momento me sentí fuera de lugar; nunca. Ni aquel día en que casi no pude entrar al metro porque literalmente no tenía un centavo ya que te encargaste de buscarme un trabajo (ilegal, por supuesto, pero ¿a quién le importa eso?). Y así fuiste conmigo todo el tiempo. Nunca pasé hambre, nunca pasé trabajo, nunca me desesperé, nunca nada malo, y eso que muchas veces ni sabía dónde iba a dormir. Pero esos días eran los mejores porque, gracias a la perfecta combinación de tu hospitalidad y mi desenfado, terminaba durmiendo en las casas de los hombres más lindos de Montreal. Y en sus camas.

Dile a tu gente que le agradezco mucho por todo. A los que ya conocía (especialmente a los anfitriones “maléficos”) y a los que conocí allí. A los cubanos, a los quebequenses, y a las personas de tantas y tantas nacionalidades que tuve la oportunidad de conocer. Cuídalos a todos; consíguele trabajos y residencias a mis amigos cubanos y novios a mis amigos canadienses. Dale un saludo especial al camarero que me devolvió la cámara y a los cuatro quebecos que corrieron detrás de mi mapa cuando el viento me lo llevó. A aquel otro camarero que me ayudó cuando me sentía “raro” y a todos los hippies de aquella fiesta que dio uno de mis anfitriones. A ese anfitrión.

Te extrañaré. Tu St. Catherine, tu Maisonneuve, tu Sherbrooke, tu Alexandre de Sèves y tu St. Marc (no olvidar estas dos últimas porque eran mis direcciones) y tus demás calles de ensueño. Tu puente Jacques Cartier. Tu Ronde y tus montañas rusas de escándalo. Tus conciertos en la Place des Arts. Tu Village gay y tus miles y miles de gays. Tus tiendas carísimas y tus tiendas baratísimas. Tu 14 por ciento de impuesto. Tus Second Cup, tus dépanneurs y tus saunas.

Tú también me extrañarás, no tienes que decírmelo. ¿Qué otro va a sentirse tan hijo tuyo tan pronto y tan fácil? ¿Qué otro va a decir cada dos minutos que te ama a todo el que quiera escucharlo? Ninguno.

Gracias por los embajadores de la Francofonía (alias mis amigos para toda la vida) y por todos los aplausos, fiestas y cariños que nos dimos unos a los otros en aquellos días finales de junio que ahora me parecen tan lejanos e inmortales.

Me limité a vivir día a día, de ahí que me parezca que hace tanto tiempo. ¿Quién dijo que un día es poco? Cuando se vive intensamente puede ser mucho tiempo. ¿Cómo olvidar aquel primer día en que finalmente rompí la maldición y llegué a ti, casi medio mareado de la emoción? ¿O esa misma noche en que me escapé y cogí el metro yo solito para ir a ver a Filber, Mariela y Leo, quienes no tenían ni idea de que yo iba, y así y todo, después de recuperarse de la sorpresa, no dudaron en vestirse y llevarme a conocer los alrededores y a ofrecerme su casa? ¿O aquel otro día en que Duglas y yo nos fuimos en bicicleta por toda la ciudad, cruzando puentes, edificios, casas y personas? ¿O el día en que Sarah y Pascal me llevaron al maratón de películas de horror y todos gritábamos y aplaudíamos como adolescentes y al final, a las tres de la mañana, me llevaron a su hogar en las afueras de Montreal y dormí en un cuarto y en una casa como los de las películas? ¿Es que podré olvidar alguna vez todo lo que corrí para encontrar a Amar? ¿O cuando me llevó a fumar aquella extraña y aromática pipa en aquel bar libanés? ¿O aquel día de lujuria y a aquel francés que leía mi mente? ¿Puedo olvidar la fiesta nudista, la noche entera en casa del pintor jugador de hockey aprovechando que su papá no estaba o la promesa que le hice a aquel futuro doctor? No, esos días y esas aventuras no se pueden olvidar. Y no lo haré.

Cuida a todos los que me ayudaron y a todos los que quise. Cuídalos, porque ellos, junto a ti, me dieron mucho más que el verano de mi vida. Me dieron la oportunidad de probarme que soy un hombre de mundo y que mis valores, hasta hace dos meses puestos en práctica solo a nivel provincial, son ahora valores probados (y comprobados) a nivel mundial. Gracias por eso.

Nunca te olvidaré; uno no olvida a su primera. Me voy ahora, pero regresaré, te lo prometo (y me lo prometo). Y dejo mis últimas palabras para ti (por el momento) en el idioma que te gusta que te hablen y que fue la causa primera de mi visita a ti, antes de saber que nos enamoraríamos perdidamente el uno del otro para siempre.

Je pars, Montréal. Je t’aime bien et je ne t’oublierai jamais. Tu es la plus belle. Au revoir, Montréal, et surtout, merci. Merci beaucoup.

Raúl Reyes Mancebo

Hijo adoptivo de la ciudad de Montreal


PD: Me tomó una hora escribir esto, pero tres semanas enviártelo. Supongo que quería seguir fingiendo conmigo mismo que nunca me fui.


2 comentarios:

Liana dijo...

Ya me distes ganas de visitar Canada :P

Santiago Torres Destéffanis dijo...

Está bueno darse cuenta que, sin perjuicio de las raíces en la aldea natal, uno también es un ciudadano del mundo.


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