martes, 26 de julio de 2011

Una larga y agitada jornada de sábado


Todo comenzó con un error. Y uno grave. Lo que parecía un (otro) típico encuentro gracias a la Internet, se convirtió de pronto, gracias a (o más bien por culpa de) unas palabras mal interpretadas en nuestro intercambio de correos, en una batalla campal y cuando nos dimos cuenta, aún antes de conocernos, comenzaron los insultos. Él me llamó “cretino patético” y yo le respondí con “anormal capitalista”. Claro, ambos insultos en sus versiones en inglés. ¿Cómo dos personas que nunca se han visto y no saben nada una de la otra pueden caerse a groserías de forma tan rápida? Magias de la Internet. Cuando cerraba mi laptop y comenzaba a vestirme para disfrutar de mi tarde montrealense, comencé a molestarme en serio. Y siguiendo mi propia regla de decir lo que se tiene atorado en la garganta, decidí hacer algo. Así que le escribí un correo largo y agresivo en el que le decía que él no podía juzgar a las personas sin conocer sus orígenes, que no todos habíamos sido criados entre iPads y comida ilimitada y que podía irse a la mierda con sus 21 años. Aligerado por haber soltado el peso, salí y me puse a caminar por el Village (el barrio gay de Montreal).

Mentiría si dijera que me olvidé de él. No lo hice, pero al menos se me quitó la molestia. En realidad es bastante atractivo discutir con gente inteligente (sus insultos parecían inteligentes). Pero eso no quiere decir que no les contestemos con insultos aún más brillantes. Pero bueno, a olvidarlo: Montreal está llena de gente linda. Tres horas más tarde, mientras revisaba las visitas de mi blog y constataba que cada día son más, a la vez que los comentarios son menos (siéntanse identificados y dejen comentarios) abrí  el correo para mandarle mi reporte diario a Ray. Y ahí estaban: cuatro correos de mi “enemigo”.

En el primero me decía que no sabía que yo venía de un país pobre y bloqueado y por eso malinterpretó toda la situación pensando que yo también venía de un mundo de consumo. Me decía que lo perdonara y me invitaba a un café. En el segundo me decía que lo sentía de nuevo y que todo lo que le había dicho se lo merecía, a pesar de que él tampoco venía de un medio rico. En el tercero me reiteraba lo de la invitación a un café ya que yo parecía alguien con quien se podía conversar. En el cuarto solo una frase: “¿Entonces, no me perdonas?”.

He de confesar que me encantan estas cosas. Ver a un hombre pidiendo disculpas es algo que no se ve todos los días (en Cuba jamás), así que respondí como debía responder todo hombre en mi posición: haciéndome el duro. Le contesté que me parecía muy bien su respuesta y la apreciaba, que lamentaba haberlo llamado todas esas cosas pero que un café después de lo que había pasado me parecía exagerado. Mandé el correo y esperé ansiosamente que me contestara con otro de “No, veámonos.” Él, fiel a la causa, lo hizo. Me preguntó cuál era mi plan del día y yo, muy chic, le contesté que ir a ver los fuegos artificiales de España a La Ronde. La Ronde es el parque de atracciones más grande de Québec  y cada año se celebra ahí el torneo más importante de fuegos artificiales del mundo. Claro que se ven en toda la ciudad, pero ahí es donde se disfrutan mejor. Ayer era el turno de los españoles de enseñar sus fuegos para aspirar al premio de un millón de dólares.

Él me dijo que como era nuevo en la ciudad no había ido a La Ronde, así que eso sería interesante. Él mismo se invitaba. Fresco y atrevido. No pude evitar amarlo por su audacia. Además, como mis amigos de Montreal han demostrado ser bastante cobardes en materia de montañas rusas, lo cierto es que siempre voy a La Ronde solo y no es igual. Así que acepté encontrarlo en el Starbucks (café cibernético) del Village. Y por otro error él terminó en un Starbucks y yo en otro. Dos correos más para aclarar nuestra posición geográfica y ya estaba yo en camino hacia el de él. Es una mejor estrategia ser el que va a buscar a alguien; así te preparas antes de llegar y lo haces con el mejor estilo. Si eres el que espera, nunca sabes cuándo van a llegar y cuando finalmente lo hacen, tienes cara de preocupado y estresado (aprendan que no soy eterno).

Y ahí estaba. Sentadito en una esquina del Starbucks, con sus gafitas de intelectual estudiando francés. Era alto, fuerte, pero no exagerado, sobre lo delgado, ojos muy lindos, pelo corto e indudablemente proveniente de algún país árabe. Vaya, su estrategia de estar sentado estudiando fue tan buena como la mía de entrar como macho latino de mal carácter por la puerta del Starbucks, que provocó las miradas del resto de la cafetería (recuerden que en el Village todo el mundo es gay).

Descubrió mi presencia cuando me dirigía hacia él y sonrió nervioso. Vaya, qué lindo. Yo, mala cara, me senté, puse mi mochila en la mesa de al lado, me quité las gafas y lo miré a las ojos. “Pídeme disculpas”, pensé. “Disculpa por todo lo que te dije”, salió de su boca, cual lector de mentes. “¡Bien!”, pensé, pero puse cara de “ok, no te preocupes” muy a la ligera. Hacerme el duro es mi pasatiempo favorito.

Cuando nos dimos cuenta, entre tanta pelea y confusión de Starbucks, ya era un poco tarde para ir a la Ronde. Me molesté, pero no dije nada. En realidad quería ver los fuegos artificiales. Pero no podía dejar a este tipo. En realidad no podía. Decidimos caminar hacia el puente y mirarlos desde ahí. Por alguna razón, cogimos para el otro lado y terminamos viendo un espectacular acto callejero (los espectáculos callejeros en Montreal en el verano son un verdadero arte). Estuvo bueno. Me gustó. Tiré fotos mientras él me cuidaba las cosas como si nos conociéramos de toda la vida.

Su nombre era Amar. Amar, ¿cómo se puede no amar a alguien con ese nombre? Él rió ante la broma, que ya alguien de origen hispano le había hecho. Amar es de origen libanés. Cuán exótico. Así y todo nació en Canadá, muy cerca de Edmonton, en un pequeño pueblito, y estudia desde hace dos meses en Montreal para ser diseñador de modas. ¡Cuán chic! Un diseñador de modas que no parece una pájara descarriada a lo Versace (con todo el respeto que se merece la maestra). 24 años, y no 21 como había dicho (yo había dicho 26 y tengo 28, así que ambos mentimos). La tensión entre nosotros no estaba muy resuelta todavía. Nos pedíamos permiso y disculpas cada dos frases. Parecíamos dos guajiros entre tanto pájaro del Village (una vez más dicho con mucho respeto a los habitantes de la zona).

En ese momento comenzaron los fuegos artificiales y todo el mundo empezó a gritar porque son realmente impresionantes. De donde estábamos se oían, pero no se veían mucho. Lo acusé personalmente y él sonrío. Yo también sonreí con cara de “en realidad no es tan grave”. Tenía hambre de lobo. Yo, él no. Decidimos buscar un lugar para saciar mi apetito. Nos sentamos en una pequeña terraza (Una terraza es como un restaurante pero en el medio de la acera; en Montreal hay una cada 10 metros). Si consideran que explico mucho me lo dicen y yo no explico más nada y se quedan con la duda. Uy, se me salió lo de profesor.

El mesero intentaba  metérsenos por los ojos. En otro momento lo hubiese logrado, pero no anoche. Anoche yo solo lo miraba a él y él solo me miraba a mí. Así y todo, teníamos este acuerdo tácito de que nuestra cita era solo para disculparnos y aclarar malentendidos, no para otras cosas. Yo mataba por otras cosas, pero bueno. Él me dijo que normalmente se demora para tener sexo con alguien y no lo hace desde el inicio. Yo quise decir lo mismo, pero no estaba para decir mentiras. Así que estábamos en caminos separados. Y no solo por eso, sino además por muchas otras cosas que no contaré aquí porque son irrelevantes para nuestra historia.

Así es que aquella cena era lo único que tendríamos, según la lógica. Yo le expliqué la magia de ser traductor y después de algunos ejemplos ya lo había fascinado y convencido de que era un arte, contrario a lo que habría podido imaginarse en un inicio. Luego hablamos de Amy y de cómo acabó ella misma con su vida, pero de todas formas siempre la recordaríamos por su increíble talento y personalidad especial. Después hablamos de él y de los pocos hombres que habían pasado por su vida. El camarero pasaba cada cinco minutos para preguntarnos si estábamos bien y para enseñarnos su sonrisa. Nosotros inamovibles. Y entonces vino la miradera de reloj porque el metro lo cierran a las 12. Él vive del otro lado de la ciudad y yo a tres cuadras del Village, así que no tenía derecho a opinar. Pedimos la cuenta, el camarero intentó besarnos, pero ya nosotros estábamos de camino al metro.

Y llegó un momento que odio en mis citas. El momento en que debemos despedirnos sabiendo que quizás no nos veamos más. No me pasa mucho, porque si la cita fue buena, sé que tendré su número de teléfono en mi bolsillo. Pero este no era el caso. Era tanto lo que nos separaba que haber intentado algo para obtener el número de teléfono hubiese sido emocionarnos ambos por gusto. Así que, chicos inteligentes, nos dijimos adiós de manera casual en la escalera del metro. Todo muy ligero, pero la procesión iba por dentro (por lo menos para mí). Cuando ya se perdía bajando las escaleras y yo saliendo del metro, en esos últimos segundos que tienen dos seres humanos en el campo visual del otro, se viró. Yo también me viré, por supuesto, así es como sé que él también lo hizo. Si un hombre se vira, señores, es que vale la pena. No importa si es tuyo o no lo es, no importa si lo verás de nuevo o no, si se vira, es un hombre que vale la pena. ¿Están tomando nota?

Regresé a casa con esa rara sensación, mezcla de felicidad por haber encontrado a alguien como Amar, y mezcla de tristeza por constatar que no era un hombre destinado para mí. No es la primera vez que me pasa. En el Village todos reían y comían. Yo, sorpresivamente, tenía sueño. Y digo sorpresivamente porque a la una de la mañana yo estoy empezando el día. Pero ayer tenía sueño. Seguro era algo relacionado con la nostalgia y la melancolía. Pajarerías. Pero cuando llegué a la casa donde habito por unos días me encontré una alegre y sorpresiva fiesta hippie. Mi anfitrión, un hombre increíble, daba una “soirée” por todo lo alto. No tuve opción que integrarme (entre otras cosas porque la sala donde se celebraba la fiesta es mi cuarto). Y estaba bien, porque así podría olvidar la nostalgia que me provocaba el haber conocido a mi “enemigo” Amar.

La fiesta hippie tenía todos los ingredientes propios: conversaciones de izquierda, mucha marihuana e intercambio cultural exótico. Enajenado por tanta marihuana ajena me animé a correr a la cocina y enviarle un correo a Amar para darle un final feliz a nuestro complicado lenguaje epistolar. Le hablé de cómo había estado bien salvar la noche conociéndonos personalmente y de cómo ya podíamos olvidar nuestros correos anteriores. Concluía diciendo que me había gustado mucho conocerlo porque era un hombre increíble y agregaba en una postdata que, aunque no se lo había dicho para que no me malinterpretara, él estaba muy bueno. Malinterpretarme. Cuando uno le dice a alguien que está muy bueno, no hay más de una interpretación.  Lo que no se lo dije porque nosotros supuestamente no estábamos en una cita romántica. Regresé a la fiesta, que para entonces pasaba a la parte de bailes medio africanos, medio jamaicanos y medio islandeses. Todo un areíto internacionalista.

Y una hora después, corriendo a la cocina para saciar mi sed drogadicta con alguna Coca Cola (los refrigeradores de los quebecos son fabulosos) vi que me había llegado un correo. Era de Amar, por supuesto. Me decía que yo era alguien INCREÍBLE (así en mayúsculas) y que había sido muy bueno conocerme. Concluía con la paralizante frase de que estuvo a punto de pedirme que me fuera con él a dormir abrazados pero que como es un penoso  no dijo nada. Aclaro que hay una diferencia enorme en el mundo gay entre dormir abrazados y tener sexo. Sexo se puede tener todos los días; dormir abrazados, no.

Me quedé helado. Amar era osado por correo todo lo que era tímido en la vida real. Vaya con el diseñador de modas libanés nacido en Canadá. Le contesté en inglés el equivalente de “Pinga, ¿y por qué no me lo dijiste? ME HUBIESE ENCANTADO DORMIR ABRAZADO CONTIGO”. En ese momento los hippies entraron a la cocina entonando cánticos y me obligaron entre todos a seguir el ritual en la sala que alguna vez sirvió como mi cuarto. De madre con los hippies, yo que solo pensaba en Amar (literalmente).

Cuando paró la bailadera corrí hacia la cocina. Cuando algo es de uno, no hay que forzar mucho las cosas ni ponerse a esperar mucho tiempo. Había un mensaje que decía: “Ven”. Mi corazón se detuvo. Yo mido mi vida por los momentos así.  Es cierto que quizás no tengamos mucho futuro, pero yo no puedo vivir pensando en el futuro. Así que decidí ir y dormir con él. Quizás mañana no lo vea más, pero no importa, esas tres horas que voy a estar abrazado con él son las horas que cuentan en la vida. El resto es guarnición. Así que ni corto ni perezoso, le respondí: “Voy”.

Cuando los hippies vieron que me vestía para salir, me cargaron y me obligaron a fumar más marihuana de una pipa. Una pareja de ellos me dijo que tenían carro, que cuando ellos se fueran podían llevarme cerca de la Universidad de Montreal, donde vivía mi amor (digo, mi Amar). Yo logré huir de las drogas (literalmente) y llegar a la computadora para contarle esto a Amar, quien me dijo que lo mejor era que esperara y fuera en el carro. Que mientras tanto podíamos seguir escribiéndonos correos. Y así nos pasamos dos horas más escribiendo todo lo que nos venía a la mente, desde “Cómo tú me gustas” hasta “Los hippies están rezando”. Ya en los finales eran cosas como “Se me cerró un ojo”, “¿Estás ahí”?, “Ah, disculpa, es que me quedé dormido”. Yo estaba muerto del cansancio. Hacía mucho que tenía sueño y ya llevaba despierto muchas horas en un día agitado en emociones.

En la sala los hippies hablaban de mayo del 68. Si hubiese sabido que se demorarían tanto, me hubiese ido en cualquier cosa. Pero ya era demasiado tarde para hacerlo, había que seguir esperando. Hasta que el hippie conductor dijo las palabras mágicas: “Nos vamos que ya es de día”. En Montreal a las 4:45 ya es de día. Yo, como si tuviera un resorte en el culo, me paré y corrí hacia la cocina para preguntarle a  Amar su dirección. Número 2986, calle Lacombe. Ni miré el mapa, ya averiguaría cuando estuviera por la zona. Me dijo que cuando llegara entrara por la puerta trasera de la cocina y que fuera directamente a su cuarto. Yo le dije que se durmiera, que cuando llegara yo lo despertaba. No hacía falta que los dos estuviéramos sin dormir.

Al hippie conductor hubo que bañarlo porque estaba borracho y fumado y no podía manejar así. Yo a esperar. Luego, mientras se despedían, todos se abrazaban y se querían. Me monté en el carro a ver si hacía presión psicológica. Me sacaron del carro para que los besara a todos en la boca. Estaba a punto de asesinar a algún hippie. Lo peor era que yo tenía que estar de regreso a las 10 de la mañana para irme a Québec (escribo esto de camino hacia allá). Solo podía estar con Amar tres o cuatro horas, no había tiempo que perder. Quizás era todo el tiempo que Amar y yo tendríamos juntos en nuestra vida.

Cuando finalmente logramos ponernos en camino, he de confesar que en muy poco tiempo llegamos al lado de la ciudad donde vivía Amar y también los hippies. Pero tuve la genial idea, considerando que ya el metro estaba abierto, de desembarcar en una estación cercana e ir por mí mismo. En definitiva, no estaba lejos de donde ya estábamos. Cuando me tiré del carro, los hippies quisieron besos, abrazos y hablar sobre Fidel Castro a esa hora. Yo los miré (una sola vez) y les dije: “Alguien me espera para dormir abrazados”. Los hippies me miraron con cariño, me dijeron que corriera, que el amor estaba por encima de todo y que me deseaban mucha paz. Tengo que volver a ver a esos hippies algún día con más calma. En realidad son gente original.

Una vez en el metro, este se tomó su tiempo. Ya eran cerca de las seis de la mañana. Cuando finalmente vino, me tomó tan solo dos minutos para llegar a la estación de Amar. Pero ahí no supe para donde coger; había anotado el nombre de la calle, confiando encontrarme un mapa en la estación o a alguien que me dijera, pero no había ni mapa ni personas. Un domingo a las seis de la mañana. Ni un alma. Me puse a caminar, confiado en que mi buena estrella me pondría de pronto en la calle Lacombe. Seis cuadras después seguía viendo nombres raros, pero no el que yo buscaba (primera vez que estaba en esa parte de Montreal). Era un barrio muy bonito, como Nuevo Vedado. De hecho era igual a Nuevo Vedado un domingo a las 6 de la mañana: lindo y solo. En la distancia vi a dos ciclistas que cambiaban una rueda. Corrí hacia ellos y logré alcanzarlos cuando ya casi se iban. Obviamente había caminado para el otro lado porque la calle Lacombe estaba, según me indicaron, a más de un kilometro de allí para el otro lado.

Caminé hacia allá, pasando frente a la Universidad de Montreal casi corriendo. Cuando finalmente llegué al lugar que me decían no había ninguna calle con ese nombre. No sabía para donde coger; no sabía si me faltaba una calle todavía o es que era para el otro lado. No sabía nada. Hay que decir que para ese momento ya yo era técnicamente un zombie. Me había pasado el día fajándome con Amar, enamorándome de Amar, fumando marihuana, lidiando con hippies, enviándole mensajes a Amar y ahora empleaba lo poco que me quedaba de cordura en finalmente encontrar a Amar para poder abrazarlo. Era todo en lo que podía pensar.

Ni rastros de la puta calle. Estaba a punto de echarme a llorar o a gritar. De pronto, en la distancia, una muchacha caminaba hacia el otro lado. No sé de donde había salido, pero había alguien despierto en Montreal. Corrí hacia ella como los sobrevivientes de Lost cuando pensaban que venía un barco a rescatarlos. Ella, cuando me vio corriendo como un anormal en su dirección, metió la mano en su bolso (imagino para sacar el spray) pero no le dio tiempo porque la intercepté con un grito: “¡Calle Lacombe!”. Ella me miró, sonrió aliviada y me señaló la calle que estaba a nuestro costado: “Es esa”.

Dios mío, la calle Lacombe.  Casi saco la cámara y le tiro una foto. Sin embargo, todavía me faltaba. Yo buscaba el número 2986 y estaba por el 3150. Pero por lo menos ya sabía por donde coger. Seis cuadras después no acababa de llegar. Las ardillas me molestaban y se me metían en el medio. Yo siempre intento tocarlas y ellas corren; ahora, que no me interesaban para nada, se me lanzaban arriba pidiendo comida como kamikazes. Cuando finalmente llegué al número tengo que admitir que no pude verlo bien. Sé que la casa de al lado era la 2984, por eso estaba convencido de que era esa, pero en realidad no hubiera podido asegurarlo porque ya casi no veía del cansancio. En la esquina de la casa, a unos 60 metros: una de las salidas del metro. Le había dado la vuelta al barrio por gusto, perdiendo casi una hora en el proceso.

Caminé por el patio lateral y encontré una puerta trasera abierta. Justo como previsto. Entré. No se oía nada y no tenía idea de para dónde caminar. La primera puerta abierta después de la cocina era un cuarto desorganizado, pero nadie estaba ahí. Me asusté. ¿Esta es la casa, Dios mío? En la segunda puerta, también abierta, había un hombre de espaldas durmiendo. Lo miré y no fui capaz de reconocerlo. Lo único que pudiera hacer mi día más complicado era que me metiera en una casa (y en una cama) que no era a la que iba.

Pero no: era Amar. Lo reconocí porque tenía el cuerpo exactamente como me imaginé que lo tendría: perfecto. Un tatuaje inmenso de un águila que le llenaba toda la espalda me sorprendió. Nunca lo habría imaginado en él, pero nada me pareció más perfecto en ese momento que esa águila en la espalda de Amar. Me quedé mirándolo embobecido. Me quité la ropa y quedé exactamente igual que Amar pero sin tatuaje (había calzoncillos, no se asusten). Me metí en la cama, metí mi pie entre sus dos pies y abracé aquel tatuaje, al que sin saberlo, llevaba casi 15 horas queriendo abrazar.

Amar, al despertarse por el abrazo y darse cuenta que yo finalmente estaba allí, intentó virarse y darme la bienvenida. Yo, con un movimiento de brazos y una palabra le hice saber que no se moviera. Y él no se movió, se limitó a tomar mi mano entre las suyas mientras yo lo abrazaba por la espalda. Y en esa misma posición, a los 12 segundos, nos quedamos finalmente dormidos y abrazados.

22 comentarios:

Alex dijo...

Bravo!!!

alain dijo...

Oye creo que de lo mejor que has escrito, vaya que los últimos párrafos se leen con el apuro de quien quiere saber si encuentras o no a Amar.... y ojalá el encuentro no sea el último

Osvaldo dijo...

Que manera tan especial de celebrar el 26!

Besos

osmell dijo...

hola raúl....he leído creo dos de tus post, este esta muy bueno...ahora me están recomendando El profesor maléfico....suerte y un abrazoooo

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Gracias, Osmell, y que los disfrutes :-)

Monica dijo...

tenia sueno cuando comence a leer tu post, y ahora estoy mas que despierta, he sufrido contigo cada momento de la intensa carrera por llegar a Amar. Me encanto, muy bueno, como los anteriores...

Liana dijo...

Que post mas romantico y lo mejor con un final feliz, asi que no tienes tanta mala suerte como pensabas :P Solo te falto el detalle de la foto de Amar jaja

Anónimo dijo...

Liana,con esa descripcion que el hace no hace falta foto.

Anónimo dijo...

Igor. Me ha encantado. Como siempre.

Anónimo dijo...

Depués de todo, Amar no es tan malo, ni tan difícil...

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Ustedes son tan buenos con los juegos de palabras como yo, jeje.

Mylène dijo...

El viaje de reencuentro no lo hiciste solo, creo que lo hice contigo, que manera tan especial de lograr que el lector se meta en la historia, et comme toujours, j´ai bcp aimée.

Anónimo dijo...

Nos encantaria saber que paso al final, crees que lo veras de nuevo? o tal vez un posible novio? o fuckfriend que es tan comun en Montreal?

Vladimir Azcuaga IT dijo...

Es una de las cosas màs lindas que he leido ultimamente. No te vayas a explotar que no he leido mucho ultimamante, creo que desde "La sombra del viento" no leo nada que valga la pena y eso fué hace ya bastante, demasiado tiempo.
Eso es lo que me gusta de ti, la frescura, el descaro a decir las cosas sin tapujos, como las piensas y como las sientes. Lo he disfrutado mucho, mucho màs de lo que pudiera permitirme teniendo en cuenta que me hiciste también llorar recordando a un joven màs o menos de tu edad (un poco màs un poco menos, a quién le importa!) que en Hamburgo viviò una experiencia muy parecida, hace 15 años con un alemàn, màs tìmido, tal vez màs hermoso, pero quizas menos interesante que tu Amar y el joven de mi historia de seguro menos descarado que tù. Gracias, no sabes cuanto!

Unknown dijo...

Este es el el cuarto post tuyo que me leo consecutivamente y voy a seguir tanto como me dure la bateria del movil o se acaben todos, te recomiendo, insistentemente, que los publiques en un libro pues, adoro leer y hacia anos no me enganchaba tanto con una lectura, ademas prometo que saco inmediatamente pasaje para ser el UNO el dia que los firmes y mejor aun espero escuchar al menos uno de tu propia voz,,,, muchas gracias por ellos. Voy a leer el proximo......

Unknown dijo...

wow espero vuelvas a ver a amar ;) jum que linda historia que lastima que termine sin ser algo más. aww que historia más bella gracias por tu labor, y que dolor si todo termina ahi jum, pero wowowowow

Carlos Sanz dijo...

Me encanto!

Santiago Torres Destéffanis dijo...

Literariamente, atrapante. Emocionalmente, conmovedor. Abrazo y sigue así.

Miguel G. Dorta dijo...

El principio fue intenso, después me veía leyendo casi en tono apresurado y desesperado y al final ese alivio del gol.
Esta muy bonito... Es de esas aventuras que a pesar de todos los mounstruos, quisieras volver a repetir. Que envidia.
¡Excelente!

Anónimo dijo...

Hacia mucho no leia but this just gave me what i lost

SILVIA dijo...

Me gusta todo lo que escribes 😘

Rigo dijo...

Genial...


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