Un día de otoño en la que el resto de la humanidad podría jurar
que no pasó nada relevante, los hombres que valían la pena decidieron abandonar
nuestro mundo. Con este fin, rentaron un navío en buenas condiciones para que
los condujera a alguna parte olvidada del planeta. Eran muchos, más de los que
podría creerse en un primer momento, pero no los suficientes como para llenar
el buque en su totalidad, mucho menos para alterar las estadísticas mundiales
con su ausencia.
Hartos, decepcionados, aburridos de que nadie los entendiera, los
valorara, los apreciara por lo que realmente eran, decidieron que querían irse.
Fue una decisión cuidadosamente planeada, que no vino de ningún impulso feroz y
repentino, sino de la impresionante lucidez que proporciona el desencanto a
largo plazo.
Pusieron anuncios para buscarse, para reconocerse, para unirse.
Luego planearon todo, hasta el más mínimo detalle, acerca de su partida,
previendo las consecuencias que podría tener tal decisión sobre sus vidas y
sobre el mundo al que ahora abandonaban. Pensaron en aquellos que dejaban
detrás y tomaron medidas para afectarlos lo menos posible. Pero su decisión era
irrevocable.
Un grupo de mujeres, temerosas ante la partida de los hombres con
algún valor, crearon la “Alianza de las mujeres que valen la pena”, que se
trazó como objetivo fundamental el impedir el éxodo de sus homólogos
masculinos. Con este propósito, lanzaron campañas de acción, publicaron
anuncios en revistas y periódicos para buscar apoyo e incluso decidieron
abordar personalmente a los viajantes. Pero sus pedidos se perdieron entre
miles de otras propuestas políticas y sociales, y finalmente su causa no tuvo
el apoyo gubernamental necesario, ni tampoco el interés de la masa, que había
decidido conferir su atención a temas de mayor relevancia.
“Si se quieren ir, pues que se vayan”, les dijo un responsable
estatal muy sereno, con esa tranquilidad que solo tienen aquellos que realmente
no conocen - ni están interesados en hacerlo – los valiosos miembros que están
a punto de perder. Las mujeres intentaron protestar, pero de poco sirvió. Por
su parte, los hombres que valían la pena tampoco las escucharon. El daño que
habían sufrido era irreparable y ya nada podía hacerlos cambiar de opinión.
Así, aquel día en que caían hojas amarillas por todas partes,
subieron al barco y se alistaron para el gran viaje hacia el futuro. Hacia un
futuro sin muchas emociones, pero tampoco sin sinsabores. La alianza femenina
se ubicó frente a la embarcación con carteles de súplica en un último y
desesperado intento por lograr su objetivo.
“¡No pueden irse”, gritó una. “¿Quién nos entenderá ahora? ¿A
quién admiraremos? ¿La mirada de quién nos importará verdaderamente? ¿Cómo
podremos vivir sin tener al menos la esperanza de que alguien en alguna parte
vale la pena? ¡No pueden dejarnos con el resto de los hombres! ¡Su poco
encanto, sus vidas pequeñas y mediocres, su no saber de nada nos volverá
locas!” “¡Lo hubieran pensado antes!”, gritó uno de los hombres. “¡Estábamos
ocupadas haciendo otras cosas! Liberarnos, avanzar, quitarnos las trabas que
nos imponen, ¡no tuvimos tiempo de verlos con claridad! ¡No es nuestra culpa
que esto pase!”, dijo, ya echándose a llorar, mientras dos de sus compañeras la
abrazaban.
“Lo sentimos”, dijo otro hombre. “Ojalá todo hubiese sido
diferente. Tienes razón, no es su culpa. No es la culpa de nadie. Es que este
mundo no tiene la infraestructura necesaria para acoger a aquellos que valen la pena, así que
terminamos todos sin entendernos y separándonos. Por eso queremos irnos. Pero
seamos amigos a esta hora de despedidas. Es lo único que podemos hacer ahora”.
Casi a punto de zarpar, uno se arrepintió. “Creo que me quedo”,
dijo, ya a última hora. “¿Qué pasa?”, le dijo otro. “No lo sé, es una mezcla de
cosas”. “Y los demás entendieron, así que lo abrazaron, le dieron consejos y
lanzaron la escalerilla para que él pudiera bajar. Saltó por el otro lado para
que nadie pudiera verlo, pero la noticia de su renuncia se filtró gracias un grupo
de reporteros, todos hombres que no valían la pena, los cuales cubrían el
evento para la sección de variedades de algunos noticieros.
Y así los hombres que valían la pena en este mundo alzaron el
ancla y partieron. Mientras los mástiles que amarraban el barco a tierra se
rompían uno tras otro, una vela enorme se desplegó, causando la admiración de
todos por un instante. Las mujeres que valían la pena se echaron a correr al
lado del barco, primero despacio, luego más rápido a medida que este ganaba en velocidad,
agitando sus brazos en señal de despedida mientras los hombres les lanzaban
besos con las manos. Cuando el barco se instaló en plena mar, las mujeres,
paradas en el muelle, sacaron sus pañuelos y los agitaron en la distancia hasta
que el navío no fue más que un punto lejano en el horizonte de un día otoñal.
Al quedarse solas una se echó a llorar. “¿Y ahora?”, dijo. “Pues
ya veremos qué se hace”, le dijo otra. Así, enrollaron sus carteles y
regresaron a casa.
Después de la noticia de que había todavía un hombre que valía la
pena entre ellos, el mundo se dio a la tarea de buscarlo, no porque le
interesara conservar su valores, sino por ese ánimo coleccionista de la
humanidad de encontrar y poner en un museo al último espécimen de cada cosa.
Algunos sí lo buscaron en serio, para conocer acerca de una sensibilidad
escuchada pero nunca vivida, de unas palabras correctas dichas en el momento
correcto, de una visión del mundo contada por alguien que merecía ser
escuchado. Pero la búsqueda fue infructuosa. Aunque a veces se creía encontrar
al hombre, poco tiempo después este demostraba no ser el real.
Las mujeres que valían la pena hubieron de conformarse con el
resto de los hombres, a los cuales aprendieron a amar, pero nunca con la misma
pasión con la que lucharon aquel día otoñal por evitar la partida de los
hombres que valían la pena. A veces pasan cerca del muelle y se quedan con la
mirada perdida en el horizonte. Sus hijos varones les preguntan entonces qué
miran y ellas los cargan y les cuentan la historia de unos valientes y
arriesgados marinos que se fueron en un barco porque el mundo no estaba
preparado para ellos.
En cuanto a los hombres que valían la pena – aún la valen – viven
todos en una isla al norte de Tahití, en medio del Pacífico, donde llevan una
vida tranquila y calmada, en la cual la renuncia parece ser su característica
fundamental. Las mujeres de la zona apaciguan sus necesidades primarias, pero
ellos no se permiten tener mucho más con ellas. Así, escriben, crean, trabajan,
conversan y piensan todo el día. En las noches, se reúnen alrededor de fogatas
en la playa y se hacen historias en las que se permiten - aunque no mucho - el
apasionarse y dejarse llevar por sentimientos que tenían cuando eran jóvenes y
nadie los había decepcionado todavía. Así, con esta vida pacífica y
contemplativa del pasado, viven los hombres que valen la pena, alejados por
decisión propia de un mundo que no lo sabe, pero que nunca más fue el mismo
desde el día de su partida.
6 comentarios:
De veras no quedó ni uno???
Si quedo uno! el que saltó y es ese el que todos andamos buscando...
Entonces lo encontré yo... LO tengo en casa, y no le gusta Tahití... Besos, Rauli
Q fino que saltaste Raúl, gracias por eso. Un abrazo! :)
Como fábula está genial, pero llevando esto a otro plano,al final no eran tan perfectos y sensibles, ya que decidieron huir en vez de enfrentar, y abandonar en el terrible caos a las mujeres que también valían la pena, a enfrentar a todo aquel fuera hombre o mujer que no valía la pena. En conclución los hombres que valían la pena eran unos cobardes y las mujeres que valían la pena tenían tronco de bolas.
Falsa alarma, ese tampoco la valía. Terminé partiendo yo. 😂
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