viernes, 16 de diciembre de 2011

Los rivales


Primera parte: Raúl

(18 x 297 = 5346)

Yo odiaba a Eduardo Bermúdez. O por lo menos lo detestaba profundamente. Con su pelo siempre peinadito, su uniforme impecable y su carita perfecta, me daban ganas de darle un golpe. Mi cara llena de pecas, mi mota que parecía un casco y mi uniforme gastado eran la antítesis del perfecto de Eduardo. Sin embargo, a pesar de nuestras diferencias físicas y del hecho de que prácticamente casi no nos conocíamos, había una causa por la cual todo el mundo se pasaba el tiempo comparándonos y poniéndonos en la misma lista: nuestra pasión por las matemáticas. Y esta era precisamente la causa de nuestra rivalidad.

Éramos por mucho los mejores del año en matemáticas, y aunque no estábamos en la misma aula, siempre íbamos a los mismos concursos representando a la escuela. Además nos ponían repasos especiales y estábamos en el equipo de matemáticas de nuestra primaria, en el que se mezclaban niños de todos los años. Secreta, pero intensamente, todo el tiempo intentábamos obtener mejores resultados que el otro, pero estos se alternaban continuamente, por lo cual era difícil decir quién era el más talentoso de los dos. Siempre estuvimos en la misma escuela y la rivalidad siempre había sido la misma, pero el verdadero odio no comenzó hasta un año antes del inicio de esta historia, cuando, en cuarto grado, tuvimos que unirnos por unos días a causa de unas inéditas Olimpiadas de Matemáticas.

La profesora jefa del equipo de matemáticas, quien también era la jefa de los profesores de la asignatura, agitada, había ido aula por aula reuniendo a sus muchachos, para participar en la primera edición de las Olimpiadas, cuyos resultados serían evaluados a nivel nacional. Cada año tenía una misión y una semana para cumplirla. El equipo de cuarto grado debía buscar un número de dos cifras que multiplicado por otro de tres, diera uno de cuatro, sin que ninguna de las nueve cifras involucradas se repitiera y sin usar el 0. Debíamos hacerlo en un aula de nuestra propia escuela y luego entregar todas las libretas utilizadas en nuestra búsqueda para probar la veracidad de la misma.

Comenzamos un lunes en la tarde. Éramos tres, pero para el martes ya solo quedábamos Eduardo y yo, ya que Lídice Marrero se había declarado no apta desde el mismo primer día. Siempre hacía lo mismo. Nosotros dos casi ni nos hablábamos. Probablemente yo era demasiado simple para que el gran Eduardo me dirigiera la palabra. Y yo no tenía ninguna intención de hablar con Su Majestad. Así que, en una mezcla de fórmulas raras inventadas para la ocasión, cada cual buscaba por su lado, intentando hacerlo antes que el otro. Pasaron dos días y nada, hasta que el jueves en la mañana decidimos tácitamente que había que integrarse para poder salir del círculo vicioso en el que estábamos. Yo aporté que el número de cuatro cifras debía incluir el 3, el 4, el 5 y el 6, mientras Eduardo insistía en la importancia de la división a la hora de encontrar los elementos de una multiplicación.

Y así fue como, el mismo jueves por la tarde, poco después de regresar del almuerzo, apareció casi por casualidad frente a nosotros la anhelada multiplicación. Ahí estaba: 18 x 297 = 5346. Después que la comprobamos 5346 veces para convencernos que no eran nuestras mentes agotadas las que la inventaban, poco nos faltó para empezar a gritar y abrazarnos. Cuando la profesora entró y vio nuestras caras de descubridores del arca perdida, empezó a gritar y a dar palmadas, aun antes de preguntar si la habíamos encontrado. Luego nos abrazó y nos dijo que ella siempre supo que éramos los mejores. Ningún otro año logró su objetivo esa vez, así que había razones para sentirse orgullosos y felices.

Pero dos semanas más tarde estalló el odio cuando llegó a la escuela un diploma enorme que decía: “Olimpiada Nacional. Reconocimiento: Eduardo Bermúdez.” ¡¿Qué?! ¡¿Y mi nombre?! La profesora dijo que no sabía qué pasaba, que parecía que solo ponían el nombre de uno de los integrantes del equipo y seguro lo escogían por orden alfabético. Era algo así como la respuesta más tonta del mundo. ¿Por qué no ponían todos los nombres? ¿O el nombre de la escuela y ya? Pero poner uno sí y otro no, era una vergüenza. Siempre pensé que alguien lo cambiaría o algo, pero nunca pasó. Nunca hubo un diploma que dijera que yo también había encontrado aquellos números. Y nadie protestó ni nada; solo yo. Para colmo lo colgaron en la vitrina de los logros de la escuela para que todo el mundo pudiera verlo y felicitar a Eduardo, mientras a mí todos me ignoraban cuando les decía que yo también había participado en el equipo.

Cuando se es amante de las matemáticas, también se es, por pura transitividad, amante de la justicia. Eso no falla. En las matemáticas no hay trampas; todo es como debe ser. Todo encaja, y si algo no aparece, es porque no estamos buscando bien, no porque esté mal hecho. Pero el mundo real no es tan perfecto y ese fue un buen momento para recordarlo. Tampoco pude evitar notar que Eduardo no movió una de sus inmaculadas cejas para arreglar el error. Eso no solo no era justo, sino además extraño. Él también amaba las matemáticas, se suponía que su sentido de justicia también fuese igual. Pero parece que no era así: Eduardo era igual a los demás, que cuando están en posición ganadora se olvidan de la justicia. Resultado: comencé a odiarlo profundamente.

Y así fue como en quinto grado este odio tuvo todas las oportunidades del mundo de manifestarse, cuando una nueva disposición se puso en vigor indicando que a partir de ese momento cada escuela vería reducida su matrícula de participantes en los concursos provinciales de tres niños…a uno. Era la oportunidad soñada de finalmente decidir quién era el mejor. Uno de los dos se iría al concurso, mientras el otro se quedaría en la escuela todo el día, junto a Lídice Marrero, pensando en cómo lo habían derrotado en su propia escuela. Me encantó la idea, era la oportunidad perfecta de vengarme por lo de las Olimpiadas. No me importaba tanto el resultado ya en el concurso como la decisión previa en la escuela. Ahora solo había que figurar cómo se elegiría a uno de los dos.

Había algo en mi contra y yo lo sabía: el maldito diploma y su influencia subconsciente sobre todos de que Eduardo era mejor que yo. Tan injusto; solo porque su apellido empezaba por B y el mío por R. Por eso me molesté, pero no me sorprendí, cuando un día la profesora jefa me sacó del aula para hablarme a solas y en el pasillo me dijo que la comisión (o sea, ella) había decidido que el representante de quinto grado al concurso sería Eduardo. Como ya yo lo había anticipado y no estaba dispuesto a perder tan fácilmente la competencia más importante de mi vida, grité en un discurso ensayado que si alguien sabía perfectamente que el diploma de las Olimpiadas había sido un injusto error era ella y que esa no podía ser la causa en la que se basaran para elegir al participante. Que debíamos recordar que el año anterior yo había sido cuarto en el concurso, mientras que Eduardo había sido sexto. ¡Sexto! Y agregué irónicamente que si lo que querían era que la escuela perdiera podían llevar mejor a Lídice Marrero, quien había ocupado el lugar 23. La profesora me miró acongojada y no dijo nada, lo que me hizo pensar satisfecho que la estaba haciendo cuestionarse su decisión. Pero después de un silencio raro, me dijo: “No, Raúl, la causa de la decisión no fue por las Olimpiadas, sino por tu problemas familiares. Creemos que es mejor que vaya Eduardo, que está más tranquilo.”

No pude contestar nada; no la vi venir. Mis problemas familiares. Ahí estaban, desde pequeño involucrándose con mis problemas profesionales. Era cierto que yo no tenía el más tradicional de los hogares, pero mis supuestos problemas nunca me habían impedido ser uno de los mejores de la escuela. Y no solo en matemáticas, sino en todas las asignaturas, y eso todo el mundo lo sabía. Pero ahora, ante el perfecto de Eduardo Bermúdez, quien lo tenía todo, eran una buena justificación para dejarme en el camino.

Los ojos se me llenaron de unas lágrimas contenidas. Esas lágrimas de vergüenza reprimida que solo les sale a los niños que aprenden demasiado temprano que el mundo es una mierda. No dije nada más, solo asentí con la cabeza y entré al aula, donde todos se dieron cuenta de mi estado. Esa tarde, en el camino a casa, me la pasé odiando a todo el mundo. Pero más que a nadie, a Eduardo. Tan perfecto, con la comida siempre preparada cuando llegaba a su casa, con todo el mundo ocupándose de él para que no tuviera que pensar en otra cosa que en sus estudios. Eso, vida: dale todo a unos y quítale a los demás. Las matemáticas son mucho mejores que tú.

Pero mientras más rápido se aprenda esto, pues mejor. Así que me resigné. Incluso hasta me olvidé de aquello. También estaba en los equipos de Español y de Lectura, así que tenía la posibilidad todavía de participar en algún concurso ese año. Pero unos días después, la misma profesora llegó, con la cara aún más compungida, y me dijo, simulando una sonrisa: “Prepárate, que el que irá al concurso este año serás tú. Sé que lo harás bien. Pasa por la secretaría para que anoten tus datos”. Y se fue.

¡Sí! Finalmente: justicia. Obviamente su consciencia la había atormentado y había decidido que mis problemas familiares no eran una buena causa para desecharme. ¡Esperen! ¿No me habría escogido por lástima? La lástima es tan injusta como lo demás. Pero no, no era probable que dejaran fuera a alguien tan bueno como Eduardo solo por lástima. Obviamente, habían decidido ser justos, olvidarse de todo lo que no tuviera que ver con las matemáticas y decidir quién era el mejor, sin tener en cuenta nuestras situaciones familiares. Y la respuesta era obvia: YO era el mejor.

Subí a la dirección a darle mis datos a una de las secretarias. Pero entonces, al decirle que era el representante de matemáticas de quinto grado, esta me dijo: “Ah, tú eres el niño que…” Pero la otra secretaria la interrumpió a tiempo: “No, no es ese. Lo cambiaron”. No supe qué pensar. ¿Qué quiso decir con “el niño que…”? Así que cuando terminé de dar mis datos, mientras bajaba las escaleras, fingí que me había ido pero me quedé escuchando lo que conversaban aquellas dos. Después de tres frases en las que se mezclaba chisme con supuesta compasión, ya sabía lo que había pasado: la mamá de Eduardo había muerto.

CONTINUARÁ

4 comentarios:

Manuel dijo...

un beso, Raul
... creo que el sabor del éxito dura en ocasiones bastante poco, las derrotas y dificultades nos impulsan a reflexionar mucho más. ...pero sólo comprendemos eso desde la distancia.
nuestros principales rivales somos nosotros mismos.

Anónimo dijo...

¨Yo era el mejor¨... al fin la descubriste raulito! Es esta la frase que resume toooodo este blog...

Santiago Torres Destéffanis dijo...

Me reservo los comentarios para la segunda parte.

Xhie dijo...

Las matematicas siempre, apagando el ruido de fondo de nuestras casas.


Instagram