Este,
compañeros y compañeras que me leen, es un mundo cruel. Pudiéramos ser hippies
al respecto y fingir que no: que todo es maravilloso y que tan solo necesitamos
amor para darnos cuenta, pero ya estamos muy viejos para eso. Admitámoslo para
poder progresar: vivimos en una jungla.
Basta
con mirar hacia cualquier lado. Cualquier cosa, desde la más grave hasta la más
simple y carente de mal intención, puede lograr derrotarnos. Los amigos que
hablan mal de nosotros, los otros que mueren, las imágenes de pobreza en la
televisión, las canas que descubrimos en el espejo del baño, la matanza de
animales, los chantajes emocionales de la familia, la cuenta del celular, el
cretino que se burlaba del hombre en silla de ruedas en el metro, los
comentarios de odio en YouTube, los inciertos caminos del futuro... La lista es
infinita: a veces increíblemente originales y en otras tristemente comunes, las
oportunidades para sentirnos mal nos llegan cada once o doce segundos.
Y
eso - puedo decírselos desde ya - no va a cambiar nunca. Los problemas nunca se
irán, el futuro siempre será incierto, la gente no dejará de atacarnos,
nuestros amigos, amantes y enemigos no dejarán de hacernos cosas que nos
laceren, y el odio, la crueldad y la estupidez no se irán a ningún lado. No importa
cuánto avance y se modernice, la jungla seguirá siendo la jungla.
De
ahí que un sistema de protección se imponga. El hombre no puede estar
desprovisto de recursos ante los golpes que la vida le da casi sucesivamente.
Estar llorando cada trece segundos no es una opción. Así que luego de algunos
años - que mientras más rápido pasen pues mejor - de inocencia (el término es
“ignorancia”), en los que veremos nuestros sueños, creencias y corazones
romperse frente a nosotros salvajemente uno tras otro, quedará todo listo para
el trascendental momento de ponerse el chaleco antibalas.
Como
los más sagaces de entre ustedes habrán podido inferir por su nombre, el
chaleco antibalas es la coraza en la que nos introducimos para que el mundo
exterior (y muchas veces incluso el interior) nos afecte menos. Un pararrayos
ante tanto ataque. Algo que amortigüe los golpes. Una protección para poder
salir a la jungla no solo a sobrevivir o a cazar, sino también a ser felices.
Porque les recuerdo que si esperamos a que las condiciones sean óptimas para
alcanzar la felicidad, el máximo de tiempo que esta puede durar es once
segundos (doce si se utilizan drogas o alcohol).
El
chaleco está compuesto por nuestras experiencias de vida acumuladas unas
encimas de las otras (no importa cuántas películas hayas visto y creas que
estás preparado para el mundo: no lo estás. Necesitas darte golpes reales para
la confección de un buen chaleco). Pero más que nada, en la estructura
intrínseca de este debe haber también una alta cantidad de anti-susceptibilidad
autoimpuesta. Hay que tener una disposición resoluta de no dejarnos atacar. No
me voy a sentir mal pase lo que pase. Y por “pase lo que pase” quiero decir
“pase lo que pase”.
Podría
pensarse que todos hacemos esto naturalmente, pero no es así. Los suicidios,
los antidepresivos o las depresiones crónicas tienen una causa. Y aún sin
llegar a estos extremos, muchas veces nos sorprendemos arruinando una bonita
tarde de primavera al torturarnos por un comentario desagradable que hizo en Facebook
alguien al que jamás hemos respetado y que si hubiese dicho algo positivo
probablemente ni le hubiéramos hecho caso.
El
chaleco antibalas no es una armadura: es un chaleco. De ahí que podamos salir
heridos aún usándolo. La bala que nos va a matar, nos va a matar, y no podemos
hacer nada por impedirlo (aunque podemos intentarlo). Pero lo que sí no puede
ser es que sucumbamos ante cualquier bala de salva que nos tiren. ¿Hablan mal
de nosotros? Que hablen. ¿El futuro es incierto? Pues el futuro no está aquí
ahora. ¿La cuenta del teléfono es alta y no tienes dinero? Cuando eras niño
vivías en un país donde no había qué comer y así y todo sigues vivo; el pago de
un teléfono es bobería. ¿Tu novio no te quiere más y te dejó por otra mujer?
Nada es más secundario y fácil de reemplazar que un hombre así que levántate,
date una ducha y búscate otro.
Ya
sé que suena duro sugerir que no nos afecten las imágenes de guerras y de niños
muriendo, pero no seamos hipócritas: perdemos más tiempo molestándonos porque nos
dijeron gordos o feos que por masacres lejanas. Así que si podemos ser tan
banales como para distribuir tan mal nuestras energías y nuestras lágrimas,
seámoslo igual para sacar por completo estas imágenes de nuestras cabezas y no
dejar que nos arruinen la tarde.
Mi
chaleco antibalas personal es de una marca buena. Obvio: con todo lo que yo he
pasado en mi vida o me lo ponía desde temprano o era evidente que no iba a
llegar vivo a los 16. Y esto fue antes de decidir jugar a tener sexo con otros
varoncitos (homosexual que salga a la calle sin su chaleco antibalas será
considerado como intento de suicidio). A veces los chalecos se ponen solos,
pero muchas otras tenemos que usarlos de manera consciente. En mi caso, combiné
ambas cosas. Resultado: por muy agitada que haya sido mi vida jamás me he
tomado una pastilla para los nervios, he necesitado correr de urgencia al
psiquiatra o he decidido cortarme una de mis lindas venas. Expreso mi hastío de
este mundo de la manera más sana posible: escribiendo, gritando cuando algo no
me gusta, acostándome con todos y mirando mala televisión.
Mas,
como todo buen ser humano, en muchas ocasiones se me olvida ponerme el chaleco
y me dejó afectar por sencilleces. Pero entonces, cuando me descubro
recondenándome porque una pajarita de Villa Clara que no conozco le sugirió a
alguien que yo era jinetero, o porque alguien que quise mucho decidió no
hablarme más sabe Dios por cuál causa, o porque no se me paró en una orgía y
tuve que ponerme a mirar en vez de ser el protagonista, o porque mi tía me
escribe por enésima vez para pedirme más dinero y agrega que “100 dólares al
mes no son nada”, me llamo a capítulo, corro al closet, me envuelvo en mi mejor
amigo y me doy psicoterapia de urgencia. Cuando salgo del closet soy un maestro
Zen. Y esto es con las sencilleces: con las cosas graves mi chaleco es aún más
eficiente. Ni siquiera tengo que entrar al closet: él solo sale, se me enrolla
y estoy listo para el Diluvio Universal. Así, mientras el mundo se desmorona
allá afuera, yo estoy en mi cuarto, con mi chalequito puesto, comiendo helado y
viendo American Idol.
De
ahí que me cueste tanto pero tanto entender a las personas que no tienen
chaleco. Que se molestan con cualquier cosa, que se laceran con cualquier cosa,
que lloran por cualquier cosa, que están tristes o quejándose todo el maldito
día. Uno no puede permitirse, bajo ninguna circunstancia, ser susceptible. Y no
es que a mí no me pasen esas cosas (yo soy esencialmente susceptible y
temperamental), pero por eso mismo tengo el chaleco: para protegerme. ¿Cómo es
posible que personas adultas a las que la vida les da golpes y golpes y golpes
sigan sin darse cuenta que tienen que tener uno? ¡No podemos estar a merced de
la jungla! Estos “Hunger Games” los tenemos que ganar NOSOTROS, aunque para eso
tengamos que matar a todos los demás niños, incluyendo a los de nuestro mismo
distrito.
Sin
embargo, por muy necesario que sea, el uso del chaleco trae también efectos
colaterales. Si bien nos protegerá del daño externo, también nos impedirá el
acceso a muchas cosas positivas. Es lógico. ¿Cómo podemos enamorarnos locamente
si tenemos un sistema de protección activado específicamente para mantener a
las personas fuera de nuestros corazones? ¿Cómo podemos disfrutar de lo bueno
que muchos seres humanos tienen que ofrecer si solo estamos interesados en
comunicarnos con ellos superficialmente? ¿Cómo vamos a contribuir al necesario
desarrollo de este mundo si para protegernos elegimos mirar al otro lado cuando
hay personas muriendo indiscriminadamente, derechos humanos básicos violados a
toda hora, animales masacrados y constantes abusos al medio ambiente y a los
recursos naturales?
No
tengo una respuesta. Deshacerse del chaleco sí sé que NO ES UNA OPCIÓN. Hay
quien se arma de un chaleco solo cuando se siente mal y se lo quita fácilmente
cual bikini en pool party californiana una vez que “encuentra el amor” o “se va
finalmente del país” o cualquier otra tontería irrelevante de esas, solo para
ser bombardeado brutalmente poco después al no tener protección. No: el chaleco
ha de andar con nosotros todo el tiempo.
Quizás
lo más sabio sea abrírselo un poco, e incluso en ocasiones quitárselo casi por
completo. Pero ¿cómo aprender a quitarse el chaleco cuando aún ni sabemos
ponérnoslo bien? No será fácil, eso es seguro. Hay que intentar dejar entrar
algo de lo bueno, pero siempre sabiendo que por ahí mismo puede entrar una bala
en cualquier momento. Y aprender a ver este riesgo como algo no necesariamente
negativo (a veces la felicidad no está en las cosas constantes sino en las
riesgosas que salen bien. Como la ruleta rusa).
Pero
en caso de que algo pase hay que tener el chaleco a mano. Así podremos
enamorarnos, confiar y obtener cosas buenas de algunas personas, pero al mismo
tiempo no nos moriremos ni nos desangraremos si algún día demuestran ser igual
a la mayoría. Podremos ayudar a causas humanitarias, revoluciones y al
mejoramiento de este mundo, sin que las imágenes que tendremos que ver en el
proceso nos destruyan o nos traumaticen.
Quizás
ese sea el gran juego de la vida: aprender a utilizar correctamente el chaleco
antibalas. Saber cuándo ponérnoslo y cuándo quitárnoslo. Cuándo es legítimo
usarlo como defensa y cuándo como ataque. A qué lugares entrar con él sin
desatarse un botón en ningún momento y en qué otros se puede dejar a un lado
por un rato para poder correr completamente desnudos. Esta pericia determinará
si somos vencedores o perdedores.
Pero
siempre con el chaleco. Nadie que no tuviera uno llegó nunca a nada. Es la
única manera de ser feliz por mucho más de once segundos y de contemplar con
otros ojos ese maravilloso espacio que puede llegar a ser la jungla.
2 comentarios:
Qué tema, ¿no, Raúl? Es inevitable, por fortuna, que los golpes de la vida nos vayan endureciendo la piel, pero no todos nos endurecemos del mismo modo. En ello cuenta --y mucho-- cuál es nuestra personalidad esencial, algo así como el "hard core" de la misma.
Pero --como bien dices tu con la feliz metáfora del chaleco antibalas-- no se trata de una coraza emocional. No podemos evitar que las cosas nos duelan (aunque a cada uno de nosotros nos duelan diferentes cosas y, por lo que decía antes, en diversos grados). Y de algún modo está bueno que sigamos sintiendo dolor porque da cuenta de que: 1) estamos vivos y 2) estamos psíquicamente sanos. ¿Cómo aprenderíamos, además, si no fuéramos capaces de sufrir?
Como se decía en la Grecia clásica, se trata de alcanzar el pan metron, la mesura, el equilibrio, evitando el exceso. Y no es cierto que estemos condenados ser rehenes de nuestro dolor. Podemos aprender a interponer un límite al sufrimiento, reservando nuestra cuota de sufrimiento para las cosas realmente graves, que en general son las de vida o muerte, sin necesidad de malgastar energía emocional en asuntos tal vez dolorosos pero superables con un poco de esfuerzo emocional.
Como siempre, mi amigo, gracias por provocar la reflexiónm que siempre deviene auto-análisis.
Un chaleco antibalas puede ser también un chaleco probalas, o sea dañar a quien lo usa. O sea, no hay nada seguro. Y creo que tener en cuenta esa verdad, aunmenta los beneficios del chaleco. Ya lo he dicho, mejor un pesimista con buenas intenciones, que un optimista ciego que apuesta al bandazo en la vida. Un abrazo, gran post.
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