Acto I: Hable ahora frente a esta pancarta o calle para siempre
"Maldición", salió de mi resignada pero no por eso menos
molesta boca cuando el taxi se detuvo frente a aquel castillo y comprobé que
todos los hombres agrupados en la plazoleta de entrada estaban vestidos de
traje. Ya me lo figuraba. Me había pasado la semana pensando en eso, de hecho.
Sabía que sería - una vez más - el pobre latinoamericano vestido
inapropiadamente para la ocasión, quien se aparecía con una camisa a rayas y un
bow-tie verde. Pero como Dios me dio la entereza moral para fingir que todo está
bien y que no me da pena (aunque me dé) caerme en obras de teatro, caminar
desnudo por saunas o hacer papelazos en la televisión, me bajé del vehículo, me
tragué mi vergüenza, sonreí, y me introduje en aquel grupo de hombres vestidos
de negro con total naturalidad, como si tener un bow-tie verde fuera en
realidad el código de etiqueta apropiado para una boda y yo me encontrara en un
país muy subdesarrollado al cual esa noticia no había llegado todavía.
Muchísimas personas esperaban por la apertura de Hogwarts. Este
matrimonio no era tan barato como me habían hecho creer y hasta alguien que
solo ha ido a cuatro bodas en su vida - tres de ellas de mis hermanos y las
cuatro en el tercer mundo - podía notarlo con tan solo poner un pie a 30 metros
de las escaleras de piedra. Olor a caro y gente elegante por todas partes. Al
igual que muchas otras ocasiones desde mi transición de mundo, las películas
serían mi única preparación para lo que me esperaba. Por algún lado noté a los
amigos de Jordan que había conocido en el bar, pero no hice el mínimo intento por ir y saludar. Aunque ya
teníamos mejores relaciones, no me sentía capacitado para miradas inquisitivas
de arriba abajo o comparaciones con Hugh Jackman por parte de homosexuales
vestidos de Gucci y con el pelo amoldado por algo que de seguro no era mi gel
de 2.25.
Como era de esperar, ni sombra de los novios por ningún lado.
Recuerdo la boda de mi hermana, en la que no pude verla de cerca ni un solo
instante. Las bodas son como ir al teatro a ver actuar a un familiar, a quien
tenías en shorts y pullover al lado tuyo el día anterior pero al que ahora solo
puedes ver de lejos, con ropas y actitudes que no le conoces, mientras tú te
quedas con el resto de sus amigos, de los cuales jamás habías oído hablar pero
quienes insisten en mostrar tal ímpetu de afecto hacia los protagonistas que te
hacen cuestionarte si son más cercanos a estos que tú mismo. Pero como de todas
formas yo no conocía tanto a Jordan, este sentimiento de injusticia social no
me acompañó en esta visita al teatro.
Muchos viejos, muchos gay, muchas muchachas, muchas parejas, muchos
niños... Todos agrupados en pequeños círculos para establecer un sistema
clasista perfectamente definido. Necesitaba encontrar a Esmeralda lo antes
posible para poder integrarme a la comedia. Un hombre solo en una boda es algo
patético: todos piensan que eres un pederasta y le advierten a los niños que se
alejen de ti. Una mujer sola es peor porque la consideran como la tía boba que
nunca se casará y le tiran a los niños encima para que ella se ocupe.
Esmeralda y yo habíamos hecho contacto días antes y habíamos
acordado conocernos en la entrada, así que mi primera tarea consistía en
imaginarme cómo se vería vestida de gala aquella mujer delgada y rubia con caña
de pescar y sombrero con anzuelos que se aguantaba a un brazo cuyo propietario
no salía en la foto, y localizarla. Tampoco tenía otra opción ya que ella tenía
la invitación. Mientras escudriñaba los rostros femeninos a mi alrededor e
intentaba apartar de mi mente el hecho de que alguien que no fuera una gitana
pudiera llamarse Esmeralda, mi vista cayó en la cara de un hombre que, a su
vez, me estaba mirando desde antes que yo lo notara. Un hombre muy raro – joven
y quizás lindo pero con una gravedad en el rostro como si estuviese en medio de
una guerra civil y no en una boda... quizás eso tenga algún sentido, ahora que
lo pienso – que para colmo estaba solo, lo cual lo hacía aún más sospechoso.
Miré si había niños cerca de él. Como si fuese una dama de la era victoriana, a
la cual la simple mirada de un desconocido sobre ella podía ofenderla
gravemente, aparté mi vista con recato, justo para ser interceptado por dos
brazos que se posaron súbitamente en mis hombros. “¡¿Raoul?!”. Una hermosa
muchacha rubia, delgada y con unos ojos terriblemente verdes que un sombrero
con anzuelos no había dejado notar antes, se encontraba frente a mí. Sonreí.
“Esmeralda”.
“Me encanta tu bow-tie”, dijo. Hay personas que jamás en su vida
podrán decir una palabra para procurarse un amigo. Esmeralda, con sus cuatro
primeras, ya lo había logrado. “Gracias. Tú luces escandalosamente bella (era
cierto). A falta de una novia, te nombro la mujer más encantadora de esta
boda.” (Yo también sé hacerme de amigos fácilmente). Casi en el acto, se abrieron
las puertas de Camelot y los invitados comenzaron a entrar. Ella sacó la
invitación y me la dio. La leí y bromeé: “Pues bien, espero imitar lo mejor
posible a Tim”. Mal chiste. Su cara cambió inmediatamente, lo cual me permitió
comprobar que las sospechas de Jordan eran ciertas. Decidí que el nombre de Tim
no aparecería más en aquella tarde. “Necesito encontrarme un hombre en esta
boda. Es mi plan secreto”, dije súbitamente. Para sacar a las personas de sus
dramas, nada mejor que hacerlas cómplices de los tuyos. Ella buscó con la
mirada cual secretaria competente y luego de una rápida inspección me señaló a
los amigos de Jordan del bar. “No soy tan gay”, dije. El muchacho raro que
seguía mirándonos fue su segunda opción. “Tengo miedo que pueda matarme, o
peor: enamorarse”. Un muchacho de ojos verdes que no se encontraba muy lejos
fue la próxima víctima. “Ummm, se puede trabajar en esa dirección”. Ambos
reímos. Mi plan había funcionado. Le extendí mi brazo, ella se colgó, y la
hermosa pareja formada por el pederasta del bow-tie verde y la tía boba
abandonada por su compañero de pesca hizo su entrada formal a la boda de dos
hombres.
Las nupcias se celebrarían en el jardín, al otro lado de Isengard,
pero, como nos hizo saber en la puerta una enérgica señora (quien luego se
revelaría como la madre de Étienne), todavía faltaba tiempo para ello, por lo
que nos invitaba a utilizar los distintos bares repartidos por el lugar, aunque
alertándonos de moderar nuestro consumo ya que no querían a nadie borracho
antes de que los novios hubiesen jurado que solo la muerte los separaría. En
cuanto oí la propuesta, corrí hacia el bar más cercano con Esmeralda colgada de
mi brazo, no solo porque la experiencia me ha enseñado que estos eventos se
disfrutan mejor después de dos tragos, sino además porque aquella señora había
dicho todo su discurso con los ojos puestos sospechosamente en mi bow-tie y en
mi ausencia de traje.
Un trago más tarde, con Esmeralda por algún lado saludando a alguien
(o quizás llorando en el baño), me dediqué a inspeccionar el castillo por
dentro. Luego de caminar por varios salones, examinar las obras de arte y
arreglarme el pelo frente a todos los espejos caros que me encontré, me topé
frente a frente con una pancarta de la boda. Jordan y Étienne sonreían
abrazados encima de una flecha que indicaba el camino hacia el jardín. Ya había
visto una similar en la entrada pero solo me había fijado en el rostro de
Étienne, a quien nunca había visto antes. Ahora, en plena soledad, algo más
relajado por el alcohol y frente a aquella foto que hubiese provocado mítines
de protesta en el barrio donde nací, me dejé llevar por mis contradictorios
pensamientos concernientes al matrimonio gay.
En mi cabeza, el matrimonio igualitario tiene absolutamente los
mismos defectos que el heterosexual (engaños, aburrimientos, hipocresía...) así
que “igualitariamente” me provoca también una sensación negativa. Pero debido a
los numerosos elementos adicionales que entran en juego en la unión civil de
dos personas del mismo sexo (especialmente si este sexo está compuesto por una
X y una Y), me es algo más complejo de explicar sin que parezca que estoy en
contra de su desarrollo legal. Así que vayamos por partes.
Pocos universos son tan discriminatorios como el homosexual.
"No gordos", “no flacos”, "no pasivos", “no viejos”, “no
asiáticos”, “no circuncidados”, "no afeminados", "no
seropositivos", “no menos de 7 pulgadas”, “no menos de 8 pulgadas”... Es
agotador tener actualizada la lista de discriminaciones. Pero en medio de toda
esta supuesta variedad, hay algo que siempre nos ha mantenido a todos en la
misma lista: somos marginados por la sociedad. Y ya sé que suena patético, pero
nada une más que ser discriminados por un sector en común. ¿Recuerdan a
aquellas dos niñas gordas, feas y brutas que eran mejores amigas en la
primaria? Pues bien: había una causa para ello.
Pero ahora, el progreso finalmente ha llegado y en muchos países
desarrollados (económica y mentalmente) los homosexuales llegan a tener una
vida social muy parecida a la de los heterosexuales, de ahí que muchos ya ni
siquiera se sientan tan marginados. Y esto es obviamente positivo pero al mismo
tiempo lleva a que la discriminación hacia los sectores gay “menos favorecidos”
sea aún mayor. Como cuando una de aquellas dos niñas de la primaria se volvió
flaquita al llegar a la secundaria, se cambió de grupo social, y comenzó a
burlarse de la otra que siguió siendo gorda, fea y bruta. Desolador.
Y el matrimonio es una de esas nuevas armas que ayudan a los
homosexuales a cambiarse de bando. Ahora además de estar en buen estado de
salud, ser masculinos y tenerla grande, tenemos que casarnos antes de una edad
razonable para demostrar que somos del “grupo superior” de homosexuales. Lo
último que necesitábamos los gay: otra categoría para discriminarnos entre
nosotros.
Por otro lado, ¿qué tiene que ver la santidad del matrimonio con los
pájaros? ¿De cuándo a acá – por poner solo un ejemplo - alguno va a cumplir con
la monogamia? Para casarte con alguien debes haber al menos pasado dos años
junto a esa persona (digo yo) y todo el mundo sabe que en dos años hace mucho
que los gay ya están teniendo tríos y relaciones abiertas. Por favor, no sean
hipócritas cuando en la mayoría de los casos la única razón por la que están en
una relación es para tener sexo sin protección. ¿Por qué estar jurando cosas
que no te tocan cuando puedes simplemente dedicarte a ser feliz y vivir con tus
propias reglas sin intentar replicar las costumbres de los heterosexuales? ¿A
qué viene este “jugar a las casitas” a deshora cuando hace mucho que rompimos
los esquemas?
Pero (y aquí cambia todo) sí estoy más que claro que los
homosexuales tienen que tener derechos de unión como todo el mundo (eso sí
nunca lo he puesto en duda: he criticado el concepto de matrimonio clásico como
representación de esa unión, pero no la unión como tal). Tienen que tener
derecho sobre los bienes del otro y tienen que ser considerados por la sociedad
como una pareja real. Siempre me ha llamado la atención cómo los heterosexuales
se casan a los 3 meses de conocerse, ella se embaraza - ¿hay algo más fácil que
embarazar a una mujer? – se divorcian dos meses antes que nazca el niño y
aunque nunca se conocieron realmente, la ley los llena de derechos que los
acompañarán para siempre y sus amigos insisten en que “deben darse una segunda
oportunidad”. Dos homosexuales se pasan 20 años juntos, uno se muere, el otro
no tiene ni derecho a ir a su funeral si la familia no quiere y sus amigos le
dicen cosas como “no te preocupes: ya encontrarás a otro”.
Y para lograr esta igualdad social hay que lamentablemente pasar por
el matrimonio, ya que no todo el mundo puede ver tan nítidamente y cuando se
les habla de “vivir con tus propias reglas sin intentar replicar las costumbres
de los heterosexuales” no entienden nada. O los pájaros se casan y son como los
demás, o no se casan y siguen siendo inferiores. Y esto es en las sociedades
desarrolladas; hay otras que LEGALMENTE todavía andan por “los homosexuales son
seres humanos como los demás” - por favor, ¿qué vamos a ser?: ¿amebas? - y
otras en las que no los dejan expresarse e incluso los matan (Rusia, Uganda,
¿andan por ahí?). Así que quejarse por el matrimonio gay siendo gay es muy del
siglo XXIII; no me toca todavía.
Pero si esto no fuera razón suficiente, todos mis pensamientos de
aversión hacia el matrimonio gay son anulados por una causa mayor: la homofobia
del ser humano común. Toda esa gente estúpida hablando mierda todo el tiempo,
apelando a un Dios que no les dio cerebro, citando a la reproducción como
elemento fundamental como si fueran curieles, juzgando desde su
mononeuronalidad y represión sexual a personas muchísimo más avanzadas que
ellos. De ahí que, aún cuando no tenga ninguna intención de usarla
personalmente (como diría mi amigo Yandro), toda victoria legal en el campo de
los derechos homosexuales me los tomo como un logro personal. Si la gente bruta
puede opinar y ejercer “democracias”, es imposible que yo (que como todos
sabemos me considero el eje de este mundo) no me pueda casar mañana si me sale
de mi miembro. ¿Es que acaso los heterosexuales no acaban con la santidad del
matrimonio todo el tiempo? Pues bien: nosotros también. Y si no les gusta, pues
mejor aún: no hay nada más agradable que el sonido de la chusma rabiando de
odio.
Así que con el espíritu de asumir lo malo para ganar lo bueno, le
doy mi “sí, acepto” al matrimonio gay. Lo apruebo genuinamente. Pueden casarse
y hacer con sus matrimonios lo que le dé la gana. Están en todo su derecho.
Como todo el mun...
“¡Ahhh!”. Mi propio grito, breve pero intenso, me sacó de mi
diatriba homocasadera. El joven raro de mirada lúgubre estaba detrás de mí –
sabe Dios desde cuándo – mirando la pancarta también, sin hacer ni un sonido ni
un gesto que delataran su presencia, y no fue hasta que me viré que lo vi. Me
recuperé rápidamente e intenté sonreír para liberar tensiones pero él no dejó
de contemplar la pancarta. Lo miré, luego a la pancarta, luego a él de nuevo, y
decidí que era mejor irme sin decir palabra. Qué hombre raro.
Caminando por el pasillo que desembocaba en el salón de recepción,
donde había dejado a Esmeralda, vi a lo lejos, en el propio salón, al hombre
más bello y elegante de este mundo. Jordan, luciendo impecable. Caminé hacia
él, olvidando que no se debe acercar uno a los protagonistas el día de la obra.
Fui recordado de esto dos segundos más tarde cuando otro muchacho más delgado y
pequeño, también elegante, se acercó a él y se puso a decirle algo. Detuve mi
marcha y fingí (conmigo mismo) que contemplaba un jarrón. Desde allí vi de
reojo cómo ambos conversaban hasta que la madre de Étienne apareció y los tres
desaparecieron de mi campo visual. Me arreglé mi bow-tie frente a un espejo y
recomencé mi marcha: la función estaba a punto de empezar.
Acto II “Los declaro marido y marido”
Esmeralda esperaba en el salón, sentada en
una silla imperial mucho más grande que ella, que unida a su expresión distante
le confería la imagen de una niña castigada. “¿Todo bien?”, pregunté. “Sí”,
respondió, aunque su cara de tranca indicara la contrario. Me cuestioné si
evitar el tema sería lo correcto. “Los novios estuvieron aquí hace unos
segundos”, dijo. “Me los perdí”, mentí. “Se ven tan lindos. Los matrimonios son
tan lindos”, siguió, aún con la mirada perdida. “¿Te parece si vamos al
jardín?”, pregunté, optando por ignorar al elefante en la habitación. “No puede
faltar mucho para que esos dos se acaben de casar, ¿no?”
El jardín desembocaba en un viñedo que se
perdía en la vista. Todo muy idílico. Una pequeña glorieta bajo un árbol enorme
y bancos divididos en dos grupos indicaban el lugar donde se realizaría el
sacrificio.
Una pajarita de pelo azul daba la
bienvenida. “Hola hola hola”, dijo. “Hola hola hola”, repetí. “¿Ustedes son
invitados del novio o del novio?” “Del novio”, dije yo. “Perfecto”. Bajó un
poco más la voz y agregó: “¿Del activo o del pasivo?” Fingí meditar. “¿Del
activo?”, respondí preguntando en un tono aún más bajo. “¿Jordan?”, preguntó
respondiendo casi en un susurro. “Sí”, respondí con los ojos. “De este lado,
por favor”, dijo recuperando su tono normal. Esmeralda no dijo una palabra pero
no paró de reír ante aquella políticamente incorrecta conversación a bajos
decibeles.
Ya sentados y mientras aquello comenzaba a
llenarse, Esmeralda decidió lanzar un interrogatorio. “¿De dónde conoces a
Jordan?”. “De una vida pasada”. “¿Tienes novio?”. “No”. “Ahora que estás en un
país donde te puedes casar, ¿te gustaría hacerlo?”... No supe qué contestar
ahí. Curiosamente nunca he pensado en eso. Tengo muchas ideas sobre el
matrimonio en todas sus versiones, pero no tengo una opinión sobre si yo, Raúl,
soy material de casamiento o no. Es como si no me concerniera. Supongo que no
lo soy pero ¿podrían algún día las circunstancias llevarme a integrar esta
comedia como he integrado ya otras que también había considerado ridículas y
lamentables? ¿Podría casarme y fingir conmigo mismo que mi matrimonio sí será
diferente, como otros antes que yo lo han fingido solo para caer en lo mismo
poco después? ¿Podría esta algún día ser mi boda?
A falta de una respuesta, me fui con la
versión fácil. “No, no soy de los que se casa. Mira mi bow-tie: es verde. Estoy
aquí bajo protesta.”. Ella sonrió. “A mí sí me gustaría casarme y tener una
boda como esta”, dijo bajando la cabeza. Como cualquier réplica a eso terminaría
con ella deprimida, me fui una vez más por las ramas, aguanté las ganas de
decir que querer una boda no es una buena excusa para casarse y me puse a
hablar del pajarito de pelo azul y del muchacho de ojos verdes, quien estaba
sentado tres filas delante de nosotros.
Media hora más tarde aquello comenzó a
ponerse oficial. Los bancos estaban ya casi llenos mientras otros invitados
caminaban de un lado a otro saludándose y celebrando vestidos. La madre de
Étienne parecía estar en cualquier lado hacia el que uno mirara. Finalmente,
trajo al hombre que oficiaría la boda (no tengo idea de si era un notario, un
cura o Queen Latifah), lo ubicó en el centro de la glorieta, alineó a los
padrinos, torturó a dos niños que estaban mal situados, y se dirigió al público
presente para pedirle (ordenarle) que se sentaran e hicieran silencio. Cuando
todos estuvimos organizaditos como foto de revista “Hola”, hizo su mejor
esfuerzo por sonreír, sonó una música, entraron los niñitos tirando cosas y
todos nos viramos para ver desfilar por el pasillo a los actores principales.
Primero fue Jordan y su mamá. Lucía limpio,
elegante y hermoso. Una hermosura distinta a aquella de cuando lo conocí en el
lobby de aquel hotel sin nombre o de la otra con la que lo inmortalicé en mi mente
por tantos años, pero en cierto modo la misma: esa que indicaba que el mundo es
vasto, lindo y digno de ser explorado una y mil veces. Sonreía pero se notaba
que estaba nervioso, lo cual lo hacía aún más adorable. Pensé en abalanzarme y
gritarle que se casara conmigo pero recordé que esos actos de espontaneidad
nunca acaban bien. Cuando pasó por mi fila puse mi mejor cara, pero como era de
esperar no miró en mi dirección.
Un momento después fue Étienne y la mamá
(esperen, ¿esta señora no estaba del otro lado hace 30 segundos?). Étienne era
lindo pero con una belleza mucho menos inocente. Se notaba a kilómetros que en
un día en que no estuviera nervioso por estar casándose era superficial y
bitchy. Definitivamente el pasivo. Intenté alejar estos estereotipados e
impropios pensamientos de mi cabeza y concentrarme en la escena. Curiosamente,
al pasar cerca de nosotros me miró a los ojos. Le sonreí amigablemente.
Superficial o no, era su boda. Además, no podemos descartar el hecho de que a
lo mejor algún día hagamos un trío. Ok: ¡¿quién tiene esta clase de
pensamientos en el medio de una boda?!
El Sr. Latifah dijo algo de que estábamos
allí para celebrar la unión formal de Étienne y Jordan. Me gustó eso: “la unión
formal”. Quizás algún día me case solamente para considerar a todos los hombres
que han pasado antes por mi vida como “informalidades”. Ah, miren: una ventaja
del matrimonio.
Luego Étienne narró cómo se había
encontrado a un hombre bueno y en fracciones de segundo se me quitó el cinismo.
Recordé esos días posteriores a conocer a Jordan y aquella emoción que me
asaltaba cada vez que pensaba en él. Me vi en el lugar de Étienne y me imaginé
diciendo esas cosas yo. Esta necesidad de protagonismo mía logra incluso vencer
mis dudas sobre el matrimonio. Pero, ¿qué sentido tiene ir a una boda si uno no
va a ponerse en el lugar de los novios?
Cuando Jordan habló y contó cómo Étienne
había cambiado su vida para siempre, me declaré oficialmente deprimido. Me vi
restregado en la arena, fugándome de los turnos para revisar sus correos,
esperándolo en el aeropuerto un año después, mudándome a Montreal para reunirme con él, conociendo a
su perro, teniendo sexo sin protección, riendo todo el tiempo, viviendo juntos,
casándonos en aquella glorieta... ¡Oh, Dios mío, esta estúpida boda me está
volviendo loco! Pensé en salir corriendo del jardín de Minas Morgul para poder
dejar de “jugar a las casitas”, pero recordé que la que hablaba era mi
necesidad de hacerlo todo sobre mí y no yo. Sacudí la cabeza y me enfoqué en la
escena.
Una vez intercambiados los anillos se
exhortó a que si alguien tenía algo que decir que lo hiciera en ese momento o
que callara para siempre. La madre de Étienne miró a todo el mundo, lista para
sacar un rifle y perseguir por todo el castillo a balazo limpio al primero que
estornudara. Entonces el hombre cuyo cargo nunca supe dijo que según los
derechos que este mismo cargo le confería, los declaraba “una pareja casada”. Y
Jordan aguantó a Étienne por los codos, lo besó, y a mí se me salió una sonrisa
tonta mientras todos aplaudían. A mi lado, Esmeralda lloraba como si no hubiese
un mañana. Las bodas vuelven loco a todo el mundo.
Durante la recepción, ya de noche, el drama
era muchísimo menor. Entre otras cosas porque la madre de Étienne había
levantado el veto al alcohol indiscriminado, lo cual contó enseguida con un
enorme respaldo popular. En un salón inmenso todos comían, bebían y se
divertían, mientras los padrinos daban discursos, los novios picaban pasteles y
la banda tocaba a su antojo.
En nuestra mesa, sin embargo, parecía que
había caído una bomba. Tres parejas heterosexuales (probablemente casados y
aburridos) nos hacían compañía sin decir una palabra, contentándose con tomarse
de las manos y mirar a los que bailaban. Dios. Esmeralda, a quien dos copas
habían terminado por derrotar, se miraba los pies, dando la impresión de ser
una vagabunda con vestido caro. El único con sangre en las venas parecía ser
yo. Borracho, por supuesto. “¡Bailemos!”, grité. “No, gracias. Pero ve tú, no
tengas pena”, dijo Esmeralda dos minutos después cuando se dio cuenta que era
con ella. Como si los hubiese invitado a ellos, los seis anémicos se fueron a
bailar. Harto de ver a Esmeralda en ese estado y considerando la partida de los
demás como una señal del destino para hacer mi trabajo, me paré, me tragué de
un tiro un champán que no era mío, me senté de nuevo y me decidí a hablar sobre
el elefante.
“A ver: cuéntamelo todo. Te hará bien.”
Ella ni siquiera intentó fingir que se sorprendía. Con la voz, las pausas y las
lágrimas de una niñita que cuenta por qué llora me confesó que, en efecto, Tim
y ella estaban separados. No era definitivo, pero no pintaba bien. Y no solo
eran novios, sino que además estaban comprometidos. O lo habían estado. Él no
estaba en Inglaterra, sino en algún bar montrealense. Pobre Esmeralda; esta
boda tenía que estarla matando. Dejé que se desahogara sin decir mucho. ¿Qué se
puede decir en estos casos? Ella sola se compuso al final, se secó las lágrimas
y me pidió que no le dijera nada a los novios. Asentí. “¿Parezco una bruja con
el maquillaje corrido?”. Asentí de nuevo. Se echó a reír. “Voy al baño”. “Yo
iré a flirtear. Aquí en media hora”. “Comprendido”.
Recorrí la zona de fiesta, entre el salón y
el jardín, en ese fabuloso estado entre la embriaguez ligera y la sensual.
Intentaba coquetear pero los círculos de sistemas clasistas estaban más
definidos que nunca y no había ninguno para solteros de bow-ties verdes. Pasé
cerca de uno de homosexuales con anillos en los dedos. En Canadá es tan común
el matrimonio igualitario que no solo muchos están casados, sino que además muchos
otros están divorciados (lo cual es lógico pero sigue siendo cómico... ¿Se
imaginan que se pudieran casar pero no divorciar? Me encantaría ver eso).
Conozco incluso a uno que se casó con un hombre y luego con una mujer. La
engaña, por supuesto. Pero ya estuvimos de acuerdo en que abusar del “hasta que
la muerte nos separe” tan impúdicamente como los demás es la verdadera marca de
equidad social.
Luego de saludar (con una inclinación de
cabeza) a los amigos de Jordan del bar, los
cuales tenían su círculo de muchachitas bitchy en un pasillo, descubrí en la
distancia, sentado solo en una silla imperial, al muchacho de ojos verdes. Mi
momento. Me tragué mi vino hasta el final, me arreglé la camisa, saqué el rifle
de caza y me dirigí hacia él. “¡Alto ahí!”. Un par de brazos me aguantaron por
detrás, impidiéndome dar un paso más.
Era Jordan. “¿No se supone que vayas a
felicitar al novio en algún momento?” “Iba a hacerlo, por supuesto”, dije
cuando me hube recuperado de la sorpresa de encontrarme al protagonista de la
obra andando solo por los pasillos de su boda. “Pero el novio me trajo a una
boda llena de Armani y Dior, así que tengo que esperar que estos se alejen de
él para poder ir yo. Hay jerarquías. Además le temo a tu suegra”. “Tonto”. Lo
abracé. “Felicidades. Fue todo muy bonito”. “No te creo”, dijo sonriendo. “¡Lo
fue! Casi lloro”. Se rió a carcajadas. “¿Por qué? ¿Te imaginaste que nos
casábamos tú y yo?”. Dios, ¿soy tan predecible? “Por supuesto que no. ¿Hay
gente que va a las bodas a imaginarse que se casa con uno de los novios?
Patético.” Ambos sonreímos. “No, en serio: fue lindo.” “Gracias, Raúl”.
“¿Cómo está Esmeralda?”. “Tenías la razón”.
“Pobre. ¿Te imaginas venir a una boda cuando te estás separando? La llamaré en
cuanto regrese de la luna de miel. Dios, todavía tengo que irme de luna de
miel. No tienes ni idea de cuán cansado estoy”. “¿A dónde irás?”. “A Hawaii.
Soy todo un estereotipo”. “Ummm, romántico: Hula, volcanes, sexo en la playa,
ukeleles...”. “No: el sexo en la playa es algo que reservo para mi juventud”.
Me eché a reír pero me prohibí decir nada. Aunque él lo propiciara, no iba a
flirtear con el novio el día de su boda.
“Pues sí: llámala cuando llegues. Pero
recuerda que tienes otra cosa más importante que hacer a tu retorno”. “¿Qué?”
preguntó con genuina curiosidad. “Comenzar a buscar cuál es la etapa que viene
luego del matrimonio.” Asintió. “Cierto”. Sonreímos sin decir nada los dos.
“Lindo bow-tie”. “Gracias. Tú luces...Te ves tan hermoso”. Silencio nostálgico.
“Me alegra mucho que estés en mi boda. Me alegra mucho que estés en mi vida”.
“Yo también. Me siento cerca de mi juventud cuando estoy contigo. Y viejo al
mismo tiempo. Pero en ambos casos, es algo bueno”. Otro silencio nostálgico.
“Ok, me voy a cazar a aquel muchacho”. “Oh, no, no, tú regresas a cuidar a la
pobre Esmeralda”, me aguantó de nuevo y me viró hacia la otra dirección.
“¡Estás celoso!” “¡Por supuesto que lo estoy!”. “¡No es justo!”.
Una hora después, ya bien de noche, en las
escaleras de piedra de Winterfell los novios dijeron adiós. Todos nos reunimos
para despedirlos antes de que se fueran al medio del Pacífico a perder sus
virginidades. La madre de Étienne, ya libre de estrés, lloraba calmadamente
junto a la madre de Jordan. Los demás reían. Esmeralda y yo mirábamos abrazados
la escena desde casi lo último de la muchedumbre. Étienne y Jordan, luego de
besar a los más cercanos y decirle adiós a los demás – aunque éramos muchos,
Jordan me dijo adiós mirándome a los ojos, lo cual me devolvió el sentido de
justicia social - se montaron en un Mercedes blanco y se fueron.
Entonces me di cuenta que, 10 años después,
logré decirle adiós correctamente a Jordan. Sin rayos, facultades de Física, o
sensación de desamparo al sentirme lejos e incomunicado. Claro que verlo irse
con otro hombre a Honolulu tampoco era lo que había imaginado como un final
feliz, pero nada es perfecto. Así que el yo de mi vida pasada, el que esperaba
con emoción el veredicto de fotos y la aparición de personas especiales,
regresó por breves instantes y de buen grado le dijo adiós a su amante de
pensamientos desarrollados, vida diferente y cabellos no rubios mientras este
se alejaba en la distancia en un Mercedes blanco. Vaya, ¿cómo alguien puede
vivir sin la necesidad de hacerlo todo acerca de él?
Luego que los novios parten y la obra se
queda sin sus protagonistas no hay muchos motivos para seguir en el teatro. Así
y todo uno se queda, rodeado de menos personas, mucho más relajado, bebiendo
todo lo que se encuentre, aflojando un poco el bow-tie, mirando a la banda
tocar canciones de blues y jazz, y poder reflexionar así sobre nuestras vidas y
nuestros futuros. “¿Bailamos?”, le dije a Esmeralda. O, como en este caso, para
ayudar a aquellos que tienen problemas con sus vidas y sus futuros.
Ella negó una vez más. Ya no se veía tan
deprimida como tan cansada. Cansada de sufrir. Me acerqué más a ella y le
sonreí. “Escucha: no hay mucho que uno pueda decir en estos casos, pero lo
intentaré... La vida es una mierda. Por eso mismo no podemos estar perdiendo
tanto tiempo sufriendo. Hay que sacarle el máximo provecho posible. Un día
estarás bien. Y mientras más rápido te decidas a estar bien, más rápido llegará
ese día. Si eso es lo que quieres, pues un día esta será tu boda. Quizás con
Tim, quizás con otro. Pero esta será tu boda. Y serás feliz. Sé que no puedes
verlo ahora, pero yo sí”.
Me miró con la cara del buen alumno, al que
no hay que explicarle mucho las cosas. El cansancio ayuda a ser más receptivo.
“¿Y tú?”, preguntó. “¿Y yo?” “¿Qué harás tú?”. Preguntaba como si su propia
felicidad dependiera no solo de su futuro, sino también del mío. Así que, para
consolar a almas que sufren, mentí. “Yo también. Un día conoceré a alguien
medianamente decente, se me quitará el cinismo y me casaré con él. Hasta que la
muerte nos separe. Y esta será mi boda. Mi carrera por saber qué etapa viene
después del matrimonio comenzará. Y todo lo que pienso ahora será parte del
pasado.” O quizás no mentí. Uno nunca sabe dónde terminará. Si alguien me
hubiese dicho que algún día iría a la boda de Jordan, no lo habría creído. ¿Por
qué no habría de creer que algún día pueda esta ser mi boda?
“¿Me invitarás?”, preguntó. “Sí”, le dije
tiernamente. “Tú estarás a cargo de sentar a las personas en la glorieta y de
decir que el activo soy yo, aún cuando me casé con un leñador de dos metros”.
Reímos. “Pero eso no será hoy: hoy nos toca ser felices por Jordan y por
Étienne... y bailar para celebrarlo”. Asintió finalmente. Al pararnos, me
apretó la mano. “Gracias”, me dijo. “De nada, me gusta ver que...”
“¡Ahhh!”. Ambos gritamos al mismo tiempo.
El muchacho raro saltó frente a nosotros, despeinado, con un vaso en la mano y
mirada agresiva. Visiblemente borracho. “¿Sí?”, dije. Con una sonrisa de
demente, se acercó a mí y me preguntó despacito, como disfrutando cada sílaba:
“¿Me casaré algún día?”. Esmeralda y yo nos miramos un segundo y luego nos
echamos a reír. Estas bodas vuelven loco a todo el mundo. “Sí: te casarás. Pero
ahora vamos a bailar”.
Así que bailamos. Nada de blues y jazz:
bailamos como adolescentes alocados, y los de la banda, al ver nuestra energía,
cambiaron la música para que pudiéramos canalizar nuestra embriaguez/optimismo.
Pesqué a Esmeralda y la atraje a mí con mi caña, el muchacho raro y yo pegamos
las espaldas mientras Esmeralda movía el vestido a un lado a otro con las manos
como si fuera parte del elenco de “Grease”. Y vino la pajarita de pelo azul y
otros dos amigos de Jordan del bar. Y dos muchachas rubias que reían de todo. Y
algún que otro más. Así se creó nuestro propio sistema clasista perfectamente
definido: el círculo de los que no se van a casar... al menos no en los
próximos dos años. Y unimos a la madre de Étienne y a otros con anillos en los
dedos para recordarle a los casados que ellos también pueden divertirse.
Al final agitaba mi bow-tie en círculos
como cowboy, junto a otros que hacían lo mismo con los suyos. Fue así que mi
bow-tie verde se unió sin tantos problemas a otros negros. Sea lo que sea que
eso quiera decir.
5 comentarios:
La vida es una mierda. Por eso mismo no podemos estar perdiendo tanto tiempo sufriendo. Hay que sacarle el máximo provecho posible. Un día estarás bien. Y mientras más rápido te decidas a estar bien, más rápido llegará ese día.
Que cliché, se me han salido las lagrimas, por mi frustrada boda, por mi amante reciengaymente casado, por los castillos y por cualquier cosa, las bodas nos vuelven a todos locos. Me encanto, aun mas!
BRAVO!
No sabes cuanta, liberación en estas disímiles de preguntas, que uno nunca se hace (...o si), has arrancado de mis piedras arcaicas y cerebrales..este texto para mi ha sido como la revelación de preguntas y respuestas, que nunca había encontrado, una explicación a las tantas incertidumbres que uno se hace sin hallar una verdadera cuestión bien hecha, y una exacta y acertada solución a todos aquellos que estamos casados. Gracias ..
No puedo parar de leer, aunque estoy en el trabajo y escondido, con mi celular. Hace dos semanas asistí a la boda de mi hijo. Se casó con un hombre de Chicago. Me divertí muchisimo con tu anecdota, con lo de la ropa (algo parecido ocurrió conmigo). Todo esto es solo para decirte que es muy bueno lo que haces.
Cuántos te han propuesto matrimonio después de leer este post?
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