lunes, 12 de noviembre de 2012

Trilogía fiel sobre la infidelidad (I)



Primera parte: El bueno
 
En cuanto la vio lo supo. De inmediato. Ella misma se dijo que no tenía que ser necesariamente esa, que quizás ni siquiera había “una”, pero algo, lo mismo que le indicaba desde hacía meses que sí había “una”, le decía ahora que era “esa” que estaba parada frente a ellos en aquel inmenso mercado de muebles al que había ido con Boris ese sábado. “Elena, Amanda”, “Amanda, Elena”, dijo Boris. Elena sonrió y le dio la mano. La tal Amanda también sonrió y estiró su mano. “Buscando un buró”, dijo Amanda a modo de respuesta a una pregunta que nadie le había hecho. “Una silla” dijo Boris para mantener la dinámica de la conversación con respuestas sin preguntas. “Una silla con brazos”, corrigió Elena. En cuanto lo dijo, se recriminó. No tenía por qué ser amable ni formar parte de la conversación; le tocaba ser fría y distante. Aún cuando “esa” no fuera la “una”, ninguna mujer debe ser amable con otra, joven y linda, que conversa con su marido y de la cual nunca había oído hablar. Pero ella nunca había sido esa mujer. Nunca. Siempre había pensado que actuar con estereotipos  no era para ella. Especialmente en un matrimonio en el que la confianza estaba a la base de todo.

Pero hacía unos meses la confianza se había roto. Un día en que oyó una llamada que no debía haber escuchado. Y esas únicas dos palabras precipitadas de Boris que oyó por error la hicieron romper su confianza. Una confianza que databa desde el día en que se conocieron. Su relación con Boris. Tan madura, tan diferente a las de los demás. No es que nunca pensara que algo podría pasar en el futuro, pero nunca previó que podía entrar a su cocina y oír al Boris de toda la vida apagar el teléfono para que ella, su Elena de toda la vida, no oyera algo. Ellos, que tanto habían avanzado en el camino de la confianza. A diferencia de tantas parejas en las que la mentira parecía ser el eslabón fundamental y a las que siempre criticaron tanto. No podía creerlo. Siempre pensó que si algo pasaba en el futuro no sería de esa forma. Nunca se imaginó de qué forma podría ser, pero no involucraba a Boris mintiendo. Esto era traición de verdad. De la que uno no sabe qué hacer con ella.

“Bueno, seguiré buscando”, dijo Amanda. “Que tengas suerte”, dijo Boris, “y saluda a Leandro”. Ahí: las palabras que lo delataban completamente. Si tan solo se hubiese ahorrado el estereotipo, Elena podría haber considerado como una opción el que podía equivocarse. Pero con aquel “y saluda a Leandro”, Boris sellaba no solo la existencia de la “una”, sino que además se la ponía enfrente en aquel desafortunado sábado en aquella inmensa tienda llena de gente. Amanda se fue y Boris sonrió. “Trabaja con Miguel. Es muy agradable”. Elena sonrío y no dijo ninguna palabra.

“Busquemos la silla” dijo Boris. “La silla con brazos” corrigió él mismo, a tono de broma. Estaba nervioso. Ella asintió. Estaba muy callada y le dio miedo. Le dio miedo que su silencio la delatara. Se dio cuenta que no sabía qué debía hacer o decir. No se suponía que ella escondiera lo que había descubierto. Pero ella nunca fue una mujer que habría salido a correr a decirle a su marido: “Te cogí. Es ella”. No por falta de valor o por decencia, sino porque al marido que escogiera, fuera cual fuera, nunca habría tenido que decirle algo así. No le importaba el mundo en el que la infidelidad es tan común; ella sabía que con ella no pasaría. Boris y ella eran una identidad. Por eso ahora, además de sentirse rota, no sabía qué hacer. No sabía si gritar, si callarse, si llorar. Antes las diversas posibilidades, optó porque nadie se diera cuenta que lo sabía al menos hasta que se estableciera un programa de acción en la cabeza.

Intentó elegir la silla con brazos, pero no pudo. No se concentraba. En su cabeza solo había confusión. No veía nada a su alrededor. No sabía por qué, pero sentía que todo era culpa de ella. Que los demás jugaban bien su papel, pero que ella no. Los demás tenían que mentir y ella debía hacer algo cuando descubriera que mentían. Pero no hacía nada. Le dijo a Boris que iría al baño. Boris siguió escogiendo la silla y le dijo que no se movería de esa sección. Antes que se fuera, la miró y le dijo: “¿Te sientes bien?”. Otra frase que lo delataba. Él nunca preguntaba eso, porque en la clase de relación que tenían si alguien se sentía mal enseguida lo decía y el otro corría a solucionarlo. No había que esperar a poner mala cara para que el otro preguntara. “Claro”, respondió ella, estrenando su nuevo papel de mujer que dice cosas para seguir un guion.

En el camino al baño se preguntó si estaban bien sus pensamientos. Si lo primero no debía ser el cuestionarse si Boris sería capaz de hacerle aquello en vez de estar pensando en cómo decir que lo sabía o si debía callárselo. Al entrar al baño gigantesco y, curiosamente, vacío, se sentía descoordinada. Se miró frente al espejo y se vio conservadora. “Soy una vieja”, se dijo. Se comparó con la tal Amanda. Tan joven, tan fresca, tan soltera, tan libre. Sabía que probablemente tendrían la misma edad, pero se sintió como la esposa vieja. Ella, que siempre fue tan adelantada. Elena, la de la personalidad adelantada y definida. La que había encontrado su ideal en Boris. Un Boris tan adelantado y definido. Tan diferente del resto de los hombres, que solo pensaban en acostarse con quien fuera y engañar inescrupulosamente a sus mujeres, con las cuales se casaban solo porque había que casarse con una.

Se sentó en un inodoro y se prometió no salir hasta que pudiera sentirse mejor o tomar una decisión. Le molestaba que todo esto la tomara por sorpresa. No la infidelidad, sino el hecho de que después de saber que había alguien - ella sabía - no se hubiera puesto a pensar qué hubiera pasado si un día se los encontraba frente a frente. Le molestaba que no hubiera pensado a priori que esto hubiera podido pasar. No debía haber esperado a encontrarse a todo el mundo frente a frente y quizás así hubiera dicho algo mejor que “una silla con brazos”. Esto también la molestaba. No se suponía que estuviese buscando maneras de quedar bien ante la amante del marido, sino que tenía que arreglar aquello con él. Fuera lo que fuera que aquello quisiera decir.

Al salir del baño, sintiéndose algo más capacitada para fingir, caminó en dirección a la sección de sillas y se la encontró. Le había afectado tanto el verla que no se puso a pensar que todavía seguían todos en el mismo lugar. Más errores. Amanda se puso pálida cuando la vio. Si ella no hubiese sabido nada, nada habría notado. Pero Elena sabía, así que en cada paso falso de Amanda, al igual que en los de Boris, ella estaba ahí para notarlo. “Hola”, dijo Amanda. “Hola”, dijo Elena. “¿La silla con brazos?”, preguntó Amanda. “No la hemos escogido. ¿El buró?”. “No me decido”. “¿Es para un cuarto o para una oficina?” “Para un cuarto”. “Ese está bien”, dijo señalando a uno muy cercano. “Lo sé, es el que más me llama la atención”, dijo Amanda. Elena caminó hasta el buró y se sentó en la silla. No tenía ni idea de lo que hacía. Amanda la siguió y se paró frente a ella, del otro lado del buró. Ambas estaban serias, pero no había nada de hostilidad.

“Es muy bueno. Si no es muy caro para ti, deberías llevar este”. “Sí, creo que eso haré. Gracias”, dijo Amanda. Elena se paró y la miró seria. Con una seriedad que ella misma se reprochaba el no ocultar. Amanda se puso nerviosa, pero no dijo nada. Para cualquiera que no supiera lo que pasaba tenía una cara perfectamente normal. Pero Elena sabía. “No te preocupes”, dijo Elena. Y se fue.

Se sintió bien consigo misma. Siempre había pensando que las mujeres engañadas no debían odiar a la otra mujer, sino al hombre. Claro que eso lo había pensado en una época lejana cuando uno decide las reglas de su vida futura tomando como base su inteligencia racional y no la capacidad emotiva que se sentiría en un momento como ese. Por eso se sintió bien: en este momento de caos en el que todo se le venía abajo - su esposo, su matrimonio, sus creencias - estaba bien que al menos no la hubiera cogido en su cabeza con la otra muchacha. Como siempre pensó que debían hacer las mujeres engañadas. Estaba bien: era como serse fiel a sí misma. Al menos ella lo era. Por supuesto que no le gustaba la otra, pero no sentía una gota de resentimiento hacia ella. En medio de su confusión, sabía que era lo correcto.

Al llegar al lado de Boris, quien se sentaba de silla en silla, lo miró seria. “¿Dónde estabas?”, dijo él, todavía sentado. Ella lo miró fijo. Su novio, su esposo, su hombre, su amigo. Mintiéndole. Acostándose con otra y mintiéndole. Ambas cosas la laceraban. Pensó en lo que había leído una vez que decía que la infidelidad es divertida mientras nadie esté enamorado de nadie. Entonces se dijo que era una frase tonta, que al que engañaban siempre amaba, así que nunca podría ser divertida la infidelidad, al menos no para esa persona. Pero entonces se dijo que a veces los engañados tampoco aman. En ese caso, la infidelidad también dolía, pero por orgullo, no por amor. Y se preguntó si amaba a Boris. Siempre había pensado que sí. Su dolor no era por orgullo. Aunque también. Pero lo que más le dolía era el amor. “Te amo”, le dijo a Boris, como para indicar en alta voz que era por amor y no por orgullo que le dolía su infidelidad. De tantas cosas por decir, solo dijo esa: “Te amo”. Él la miró y lo supo enseguida. Supo que su “Te amo” era el resultado de una lucha interna. La miró grave y no dijo nada. Un “Yo también” hubiese sido ofensivo.

Ninguno de los dos dijo nada más. Compraron una silla con brazos después de parcos “¿Esta está bien?” y “Sí, eso me parece”. Uno de los muchachos les trajo la misma silla desarmada en una caja y Elena pensó en cómo una silla como aquella podría estar en una caja extremadamente fina y manuable. La pusieron en el maletero del auto en medio de aquel parqueo gigante. Elena se sentó al volante, Boris a su lado, ella arrancó el auto y ahí se desplomó. Interna, pero completamente desplomada. No sentía sus manos, su mirada se perdió en el frente, sus sentimientos se agolparon y pidieron salir. Boris la miró al ver que no se movía, pero al darse cuenta del estado de Elena, no dijo ni una palabra. No tenía ni idea de qué podía decir, de todas formas.

Elena quiso gritar. Quiso decirle: “¿Cómo pudiste hacerme esto a mí?”, “¡Yo te amo!”, “¡Siempre fuimos diferentes a los demás!” “¡Te odio!”. Pero no quería que aquellas palabras salieran de su boca. Todo le parecía tan mundano, tan trillado. Sentía que si lo decía su relación sí que sería como el resto de las demás relaciones. Además, se imaginaba qué respuestas diría él a sus gritos y en cómo intentaría decirle que se calmara, y eso la enfurecía aún más. Estaba teniendo todo el diálogo en su cabeza – un diálogo que detestaba - de ahí que no quisiera decir ni la primera línea del guion para no tener que oír las otras. Pero algo tenía que hacer. Sentía que quería matar, que quería morirse.

De pronto, salió del auto. Boris no hizo nada, ni siquiera cambió la vista. Seguía mirando al frente, igual que ella lo había hecho hasta hacía un momento. Elena fue atrás y abrió el maletero. Sacó ella sola la caja de la silla con brazos y la tiró al piso. Cerró el maletero, volvió al auto, se montó, arrancó y dio marcha atrás, pasándole por encima a la caja. Boris no dijo una palabra. Su mirada seguía perdida al frente. Algunas personas cercanas detuvieron su marcha y miraron la escena sin saber qué hacer. Luego de pasarle por arriba, volvió a hacerlo, ahora de frente. Otra marcha atrás, luego de frente de nuevo. Boris lloraba. Sin cambiar la vista, sin moverse, pero le salían las lágrimas a montones. Elena no movía un músculo de su rostro. Solo le pasaba por encima a la caja de la silla con brazos una y otra vez. Las personas cercanas estaban inmóviles, atónitas.

Después de cuatro veces en cada dirección se detuvo. Todavía seria y sin mirarlo, dijo: “Recógela”. Cual autómata, Boris salió del auto, recogió la caja y la puso de nuevo en el maletero. Entró al auto y se sentó. Ya no lloraba, pero su cara estaba llena de lágrimas. Las personas comenzaron a caminar nuevamente.

Elena se sentía mejor. Después de unos segundos con la mirada perdida al frente, lo miró. Él, al notar que ella lo miraba, hizo lo mismo. Se miraron fijamente. Por un minuto entero. No había ninguna expresión en ninguno de los dos, pero, al mismo tiempo, nada podía haber sido más expresivo. Todo lo que ninguno de los dos sabía cómo decir, el otro lo entendió perfectamente.

Sintiéndose más liviana, Elena retiró la vista y salió del auto. Se sentía anestesiada. No podía pensar ni sentir nada. Boris se quedó en el auto y la miró salir. Ella caminó en dirección a la tienda de muebles. Relajada. Como si la naturaleza y ella fueran una sola. En un banco cercano a la salida de una de las inmensas puertas se sentó. Y ahí se quedó. Tranquila, sin ningún pensamiento en la cabeza, con la brisa dándole en la cara y contemplando su propia sombra en el piso.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Y quién es "el bueno" de todo esto?
Raquel

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Exactamente la pregunta que quería! Pues te digo que juego con los estereotipos. Cuando termine la trilogía se notará mejor. De todas formas, me encanta que preguntes.

Grisel dijo...

Ayyyyyyyyyyyy Raulllllll, pero que extremadamente bueno eres muchachitoooooooo. Jajajajaj, me encantó espero que no demores mucho en escribir las otras partes. Te quieroo GRANDOTEEEE!!!!!
Muaaaaaaaaaaaaaaaaaa

maite dijo...

bueno... muy bueno

Jorge Enrique Astorga Hernández dijo...

Genial! Voy corriendo a leer la parte II!

Marko A. dijo...

Me encantó, por dios lo amé


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