viernes, 17 de febrero de 2012

El hombre que vivía en un closet


Primera parte: Una semana de olas y closet

Corría el verano de 2004 (así empieza “Bailando Suave”) cuando me fui con mi familia a Varadero. No muy amante ni de la playa ni de los viajes familiares, me decía yo para mis adentros, en el asiento trasero del carro, que hubiera preferido quedarme en la ciudad andando con Ray que alejarme de ella con mi familia. Los quiero mucho a todos, pero al no criarme con ellos su dinámica de vida no se ajusta mucho a la mía. Además, con tan solo 21 años, había temas que todavía no podía tratar con ellos, y que quizás hubiesen hecho más llevadero el viaje. Para colmo, dos días después, mi siempre divertido hermano se iba directamente de Varadero para Suiza, donde vive, y mi hermana, quien acababa de parir, estaba siempre ocupada con el niño a cuestas. Así que todo hacía presagiar que me aburriría de lo lindo en aquella semana. No contaba con conocer a Sergio.

Para mi sorpresa - y mi felicidad - Varadero no era por esos días lo que suele ser. El cielo estaba siempre gris, sin rastros de sol, y el oleaje era tal que muchas veces amanecía incluso con bandera roja. A mí me encanta el oleaje. Me parece que es la parte divertida. Estar sentado como un anormal cogiendo sol, en un país en el que hay sol todo el tiempo, o nadar de un lado a otro, sin ni siquiera la sombra de un tiburón del cual huir, me parece extremadamente aburrido. Pero las olas son diferentes. Es mucho más emocionante verlas aproximarse y sentir que se te para el corazón cuando las tienes frente a ti, inmensas y amenazantes, justo antes de que intentes evitarlas, en vano, lanzándote justo hacia su centro. Así que me pasaba el día yo solo (porque nadie me seguía la rima) en una playa desierta, tragando agua, dándome golpes contra el fondo marino y casi ahogándome en ocasiones. Aquello demostraba ser mucho más divertido de lo que parecía que sería en un inicio.

Pero por las noches lo único que podía hacer era conversar con mi hermano. Y a eso de las 10 ya todo el mundo estaba durmiendo, y yo tenía que pedir permiso (¿cuándo he tenido yo que pedir permiso para hacer lo que quiera con mi tiempo?) para que me dejaran salir a dar una vuelta por las calles solitarias y aburridas de un Varadero nocturno, mientras rezaba para que algún extraterrestre cayera en el pueblo para entretenerme de alguna forma. La mañana en la que regresábamos de dejar a mi hermano en el aeropuerto de Varadero, me dije que mis noches serían desde ese momento verdaderamente insoportables. Pero en realidad, mi verdadero viaje empezaba ahí.

Esa misma tarde, justo cuando una ola me había estrellado la cabeza contra el piso, echado arena en los ojos y hecho tragar agua como un animal, tuve que salir un momento para toser y darme un auto boca a boca. Así que estaba tirado en la arena bocarriba como un sobreviviente de Lost, cuando llegó él. Sergio. “Casi te matas”, me dijo. ¿De dónde había salido? No lo había visto hasta ese momento. Supongo que los hombres que le cambian la vida a uno, nunca se sabe de dónde salen. Cuando uno se vira, ahí están, y en ese momento uno empieza a preguntarse cómo ha podido vivir todo ese tiempo sin conocerlos.

Llevaba una trusa, en una época en la que yo todo el mundo se bañaba en shorts, así que eso dejaba ver algo de clasicismo de los años 80. Eso es sexy. Si no fuera cubano, bien podría decir que nació en Ucrania. Delgado, muy blanco, ojos verdes y con el pelo castaño oscuro muy lacio y un poco largo. Con ese espíritu que lo hará parecer un muchacho para siempre. Un muchacho nacido y criado en Kiev.
 
Yo sonreí. A él y al destino. Él sonrió. Después se sentó y me dijo que llevaba dos días en la playa y no se había animado a bañarse. Yo le hablé sobre cómo las olas eran lo único bueno de ese viaje para mí. Él sonrió de nuevo y después de hacerme prometerle que se divertiría, entramos al mar. Dos minutos más tarde, una ola que bien podría haberse considerado como un pequeño tsunami, nos lanzaba estrepitosamente fuera del agua. Yo no paraba de toser y por un momento pensé que Sergio estaba muerto. “¡No me meto más!”, gritó en cuanto pudo recobrar el habla. Yo empecé a reír mientras seguía tosiendo, casi ahogado. Era por mucho el encuentro más divertido que había tenido en mi vida.

¿Era gay? Pues no lo sabía. No lo parecía, pero algo dentro de mí rezaba porque lo fuera, porque estuviera solo, porque me dijera que yo era el hombre de su vida, y porque nos pasáramos lo que quedaba de semana tirándonos contra las olas y dándonos besos. Después de mis pensamientos futuristas, nos presentamos formalmente. “Raúl, amante de las olas”, “Sergio, quien nunca más verá una en su vida”. Era muy simpático. Habanero también. Cuando acabara el verano, empezaría su 2do año en la Cujae. 21 años igual que yo. Estaba con su familia en una villa cercana a la casa donde estaba la mía. Si alguno de ustedes está pensando que era justo lo que yo necesitaba en ese viaje, pues estaba leyendo mis pensamientos de ese momento.

De pronto llegó su familia, que daba una vuelta por la playa. Papá, mamá y tres hermanas, dos de ellas idénticas a él. Él me presentó y bromeó con que casi nos ahogamos. Ya para ese momento yo estaba a punto de pedirle matrimonio. Un chico de familia. Con valores tradicionales y rituales domésticos. Para alguien como yo, que solo come pizzas y se despierta a las doce del día, era el complemento perfecto. Ya me veía siendo invitado a las cenas familiares de los domingos. Poco antes de irse, una de las hermanas le dijo algo que no escuché y él asintió con la cabeza.
 
Cuando mis futuros suegros y cuñadas siguieron su paseo, le dije: “Viaje familiar igual que yo. Para darse un tiro.” “A mí me gustan”, dijo. No esperaba otra respuesta de él. “Qué familia tan grande”, dije tontamente para sacar conversación. “¿Y hay más hermanos? ¿O son solo ustedes cuatro?”, agregué. “Oh, no, solo dos son mis hermanas, la otra es mi novia”, dijo.
 
Ahí quise que me llevara una ola. O que se lo llevara a él. No, mejor que se la llevara a ella. Mi cara esbozó una sonrisa que tuve que sacar de lo más adentro de mí. Supongo que era lógico; todos los buenos son heterosexuales. Mientras yo maldecía mi suerte, nos metimos en alguna conversación banal de gente que no se conoce, pero que se cae bien. Yo juraría que había momentos en que me miraba raro, pero no podría asegurarlo. Después de un rato me dijo que se iba a alcanzar a su familia, que su novia le había dicho que no se demorara. Segunda vez que la mencionaba. Si lo hacía una tercera, yo mismo metería la cabeza en el agua hasta ahogarme. Justo antes de irse, me preguntó qué haría esa noche. “Llorar”, pensé. “Nada”, dije.

“Nosotros vamos a la discoteca de la villa donde estamos. Si quieres te puedo entrar”, propuso. “Sí, claro, y supongo que me tendré que acostar con una de tus hermanas después”, pensé. “Suena bien”, dije. De todas formas era mejor que mis noches habituales rezando por extraterrestres. Y ahora era peor sin mi hermano. Además, siempre podría mirarlo en secreto cuando no mirara. ¿Por qué los hombres buenos siempre tienen novia? ¡¿Por qué?! Pero bueno, no había nada que hacer.
 
En la noche me fui con ellos a aquel lugar. Era una de esas villas para cubanos con un aburrido espectáculo sucedido por un intento de discoteca. Por alguna razón, la novia siempre andaba con las hermanas de él, e incluso hubo un momento en que se fueron todas a su habitación. Así que él y yo andábamos todo el tiempo juntos. Ninguna alusión a que le gustaban las mujeres que pasaban, ni a ninguna de esas conversaciones de “machos”. Me preguntaba por mí y por mi vida, por mis cosas y mis gustos. Si no fuera porque Marta (sí: tenía nombre) andaba en el perímetro, todo indicaría que estábamos romanceando.
 
Y resulta que lo estábamos haciendo. Lo descubrí cuando, sin mirarme, sentado en la mesa en la que ya estábamos nosotros solos, puso su mano sobre la mía accidentalmente. Yo quité la mía, para que no pareciera raro, pero él, aún sin mirar, la volvió a poner encima de la mía y la apretó. Después de quedarme atónito unos segundos, lo miré asombrado. No me miraba, pero tenía las orejas más rojas del mundo.

El corazón estaba a punto de salírseme del pecho. Ese momento en que alguien que te gusta (mucho) te toca por primera vez es único. Después ya lo tocas y no sientes nada, pero esa primera vez… Finalmente me miró y yo lo confronté con la mirada. Era una cara de “Bueno, el de la novia eres tú, así que te toca hablar”. Él me miró serio con cara de “¿Podemos ignorar que tengo novia?”. “¿Quieres ir a mi apartamento?”, dije yo, haciendo caso a su pedido tácito. “Sí”, dijo él. “¿Nadie notará que te fuiste?”, pregunté. Ese nadie tenía nombre, por supuesto, pero no lo mencioné. “No importa”, me respondió.

Resulta que la casa donde me quedaba tenía dos habitaciones. Una arriba y una abajo. Una con aire acondicionado y ducha caliente y otra sin ninguna de las dos cosas. Una buena y una mala. Yo, por supuesto, estaba en la mala. Mi papá y su esposa, y al inicio, mi hermano, estaban en la buena, mientras mi hermana, su esposo, el niño y yo estábamos en la otra. Pero al irse mi hermano, mi hermana se fue con el niño para arriba, y el esposo consideró que donde cabían 4 cabían 5 y se fueron todos para el aire acondicionado. Sin saberlo, me habían hecho un favor enorme.

Mientras caminamos, en la paz contrastante de la calle, no supe mucho qué decir. “Me he pasado todo el día pensando si eras gay”, dije. “¿En realidad creo que soy bisexual”, dijo. Oh, no: un “bisexual”. Que conste que no tengo nada en contra de los bisexuales. Tengo algo en contra de los que se catalogan como tal. Si alguien dice: “Soy bisexual” es en la mayoría de los casos un sinónimo para “bígamo”, “descarado”, y “zorro”. Es como si diciendo las palabras mágicas “Soy bisexual”, se le permitiera hacer de todo. Pero no dije nada. Sus ojos verdes, su pelito lacio y su carita de ucraniano no me dejaron.

Al llegar a mi apartamento, ocurrió lo increíble. Mi cuñado, expulsado por mi hermana del otro cuarto por problemas de comodidad, estaba allí, rendido. Casi lo ahogo con una almohada. Salí y le sugerí a Sergio el suicidio colectivo. Él se rió. Entonces me dijo, a modo de propuesta: “¿La playa?” Si algo odio más que la playa es tener sexo en ella. La arena por todas partes, el miedo a los cangrejos, el riesgo de que siempre pueda llegar alguien… insoportable. Pero no había absolutamente nada que hacer. No me iba a separar de él.

No hicimos nada. Solo besarnos. El lugar era increíblemente incómodo y las olas sonaban de manera que parecía que nos iban a tragar. Pero estuvo bien. Además, nos dio la oportunidad de conversar. Me dijo que su Marta y él llevaban tres años y que era la única mujer con la que había estado. Pero que había estado con tres hombres en ese período. Yo puse mi mejor cara de comprensión, pero esas cosas siempre me han molestado. Quizás porque yo nunca las hice. Yo terminé con las mujeres y después comencé con los hombres. Pero bueno, los “bisexuales” no son así, a ellos se les permite todo.
 
Los restantes tres días fueron de los más morbosos que he vivido en mi vida. Nos pasábamos el día en la playa con las olas. Cuando estábamos en la arena, nos decíamos cosas eróticas todo el tiempo. Cuando estábamos dentro del agua, nos tocábamos con los pies. Unos adolescentes. En más de una ocasión, alguna ola nos cogió en algún momento intenso. En las noches, primero la discoteca, en la cual yo tenía una erección constante, y luego las huídas hacia la playa a besarnos y toquetearnos. Ya para esos momentos, yo estaba muerto con Sergio. Pero nunca dije nada. Ni él tampoco, en caso de que sintiera algo también. De lo único que se hablaba era de sexo.

Solo lo hicimos una vez. Una en que mi familia se fue a Cárdenas todo el día y yo fingí que mi amor por las olas me impedía apartarme de la playa. El sexo duró media hora; el estar tirados en la cama acurrucados, cinco horas. Él tenía que irse, pero no se fue. Yo tenía que darme cuenta que mi familia regresaría en cualquier momento, pero no lo hice. Solo estaba allí con mi ucraniano. Hablamos mucho. De todo lo que no habíamos hablado en días anteriores. Me confesó que no sabía si su novia podría gustarle tanto como un hombre. Y yo la compadecí, porque su novio nunca podría desearla tanto como a un hombre. Y la odié, porque ella, como ningún hombre, podría tenerlo y exhibirlo como su propiedad.

Esa noche, en la discoteca, yo olía a él. En realidad no, porque me había bañado, pero tenía esa sensación que tiene uno después que se ha pasado el día abrazado a escondidas con alguien. Esa sensación de que eres parte de él. Pura carnalidad. Esa noche no se habló de nada sexual; solo nos tomamos la mano por debajo de la mesa toda la noche. Ahí, con su familia al lado. Con Marta ahí. ¿Me sentí culpable? Sí. ¿Lo hiciera de nuevo? Escribiendo esto descubro que sí. Terminamos la noche en la playa, con la cabeza de uno en el hombro del otro.

Al día siguiente se fue. Estuvo conmigo en la playa hasta una hora antes de irse. Nos quedamos tirados y no nos dijimos mucho. Solo trivialidades. Cuando llegó la hora, me dijo que se iba. Yo le di la mano y él me guiñó un ojo. Nos dimos la mano por un minuto. Si alguien hubiese mirado en la distancia, lo habría considerado más sospechoso que si nos hubiésemos dado un beso en la boca. Yo sonreí. “No tengo teléfono”, me dijo, a modo de respuesta a una pregunta que nunca hice. Yo asentí con la cabeza, como diciendo: “Yo entiendo”. Y se fue.

Cuando su imagen se perdió en la distancia, me invadió una sensación de desamparo que no le deseo a nadie. Los hombres que había conocido hasta ahí, los que conocería después, me parecieron demasiado poco interesantes. Me dieron ganas de correr detrás de él, pero por supuesto que no lo hice. Me sentí…solo. Entonces, los primeros días de playa, aquellos en los que estaba con mi hermano y antes de Sergio, me parecieron tan, pero tan lejanos. Mi vida anterior me pareció tan lejana. Todo antes de Ucrania me parecía tan lejano, tan secundario.

Sentado en la arena, en aquel día aún más gris y sin rastros de sol, en aquella playa desierta, hice lo único que podía hacer: meterme al mar. Unos minutos después, luego de salir tosiendo y quitarme la arena del pelo y los ojos, de rodillas en la parte de la playa en la que la arena está mojada, aún con la respiración entrecortada, interioricé que el ver a Sergio partir me hizo darme cuenta que era un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida. Nunca había sentido eso antes y no lo sentiría muchas veces después. Y en ese momento decidí que, algún día y de alguna manera, lo volvería a ver para decírselo.

Segunda parte: Una vida de closet y olas 

16 comentarios:

El cazador de burbujas dijo...

Que hermoso!! Ojala que algun dia puedas encontrar a este hombre que no amaba las olas hasta que te conocio!

alain dijo...

De lo mejor que te he leido, y con gancho para una segunda entrega. Genial, sincero, divertido. Tienes mucho talento para escribir... Saludos a Ray

Sergio dijo...

Qué lástima que ese Sergio no era yo!

alejandro dijo...

impaciente por la segunda parte!!!!!!!!!!!!!!!! pensé k el final, sería, "y entonces, en la arena mojada, me eché a llorar". ggggggg, t hubiese odiado x escribir algo así.

Osvaldo dijo...

Querido Raúl:
Sigues sorprendiendo!
Lo mejor de tus historias es que nunca se detectan las costuras de donde termina lo real y comienza la ficción, o viceversa...
Espero todo vaya mejor...a juzgar por tus posts, parece que sí.
Abrazos

Anónimo dijo...

Muy bueno Raulito, no sé como logras hacernos sentir a quienes te leemos tan cerca de tus historias, lo haces muy bien. Eres increible. No nos quites ese privilegio que es leerte.
Un beso Grisel (La importancia de llamarse Ernesto)

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Lo hice (está en la segunda parte, jeje).
Te extraño.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Bueno, en la segunda parte hay más melodrama, pero qué puedo hacer? :-)

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Gracias, Grisel ("Niña, me voy") :-) Vi tu comentario del post de los profesores también. Besotes.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Lo haré. Te llamé el día antes de irte (el 5) pero no paraba de dar ocupado en tu casa. Te deseé buen viaje en mi cabeza, que conste. :-) Un abrazo.

Raúl Reyes Mancebo dijo...

jajaja, Sergio, me sonrojas :-)

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Pasaré por tu trabajo por estos días. Me alegra saber que me lees (como siempre)

Anónimo dijo...

Este blog es la excepción de la regla que dice: "Las segundas partes nunca fueron buenas"
jajajajaj Excelente Raulito, cada día es mejor.

Bueno, me voy de nuevo, Grisel jejjeje
No nos abandones!!!!!!!!!!!!!!!

El cazador de burbujas dijo...

Raulillo, esa Grisel es la de: (Niñaaaa que yo vivo aqui)??? Nunca he olvidado esa parte jejejeee!

Raúl Reyes Mancebo dijo...

Jaja, pues no, Grise estaba en el público igual que tú, pero al igual que tú (y yo) nunca ha podido olvidarlo ;-)

Anónimo dijo...

Hermosoooooo, pero seguramente me odiarás después de esto.Estoy muy celosa de Sergio, todavia no supero la idea de que no seas esposo, creo que me cambiaré el sexo y me llamaré Alejandro, pero todo no acaba ahí, luego te buscaré.


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