Los nuevos lugares en Cuba para encontrar personas se llaman “Registro de
la Propiedad” y “Dirección de la Vivienda”. Todo el mundo parece estar ahí.
Vendiendo sus casas, comprando otras, poniéndolas a nombre de sus hijos…lo que
sea. Cientos de personas cada mañana disfrutando del nuevo poder que -
finalmente - se les ha conferido. Aunque la televisión insista en que es un
proceso extremadamente sencillo y rápido, la realidad es bastante diferente.
Aquello es una locura de plazos sin sentido, incongruencias y demoras sin y con
explicaciones que conducen a los inevitables pagos a arquitectos y abogados
para agilizar (un poco) el proceso. Pero nada de asuntos mundanos en mi
escritura; esto es solo para introducirles el lugar donde me encontré a uno de
los participantes de otro sistema del que fui parte alguna vez, y que también
consideré como una locura sin sentido en ese entonces, pero el que quizás no
haya sido tan malo, después de todo.
Pues allá estaba yo, en la Dirección de la Vivienda de mi natal Marianao,
cuando lo vi. Haría más de 20 años que no lo veía (¿qué edad tiene uno cuando
está en segundo grado?) pero lo reconocí inmediatamente. Hay gente de la que
uno no se acuerda jamás hasta que se sientan frente a ti y piden el último. Él
me miró y me reconoció también, estoy seguro. ¿Es que acaso uno no cambia nada
en 20 años? Aunque no me sorprendió para nada. Soy de la opinión de que la
gente que se conoce cuando son niños, siempre tendrán la capacidad de
reconocerse los unos a los otros durante todas sus vidas. Aunque engorden,
envejezcan o cambien drásticamente de carácter y de corte de cabello, si se
conocieron en las primeras etapas de la vida siempre podrán saber que son ellos
cuando se sienten frente a frente. Es, quizás, uno de los más hermosos códigos
de la naturaleza.
No me acuerdo de su nombre pero recuerdo que era inventado. Tan común en mi
época. Algo como Audién o algo así.
Nombres que me hacen sentirme orgulloso de mis padres. Pues Audién y yo,
junto a todo nuestro segundo grado, fuimos sometidos a un proceso experimental
de aprendizaje, del que desconozco si fuimos la única aula en el mundo o - que
debe ser lo más lógico - todo el país pasó por lo mismo. Pero como la mayoría
de los seres que me rodean han olvidado los detalles menores de su pasado nunca
he sabido la respuesta. Tampoco he preguntado, de todas formas.
Mis compañeros de primaria fueron siempre los mismos, desde preescolar
hasta sexto. Audién no era uno de nosotros. Llegó a mitad de segundo grado,
como parte de un proceso de rotación para alumnos con serios problemas de
conducta. De vez en cuando nos caía alguno. Pasaban por varios grupos hasta que
inevitablemente terminaban en una temida “aula especial” del que todo el mundo
había oído hablar pero a la que pocos habíamos visto. Y justamente por los días de su llegada a
nuestra aula se implantó el sistema. Dividieron a toda el aula en grupos de a
seis. Tres mesas de dos niños cada una. Dos unidas a lo largo y otra pegada por
la cabecera de las otras dos. Nuestra propia meda redonda rectangular.
Aparentemente no teníamos una distribución lógica. Nadie era el jefe. Pero
estaba muy raro aquello de que los grupos tenían nombres y apellidos
seleccionados a priori. Nadie pudo escoger dónde o con quién sentarse. Así que
no tardé mucho en darme cuenta de que nuestra división no era ni tan aleatoria
ni tan casual como parecía. Y una vez que la teoría se instaló en mi cabeza, no
me fue nada difícil el comprobarla. Si se observaba cuidadosamente, uno podía
darse cuenta que en cada grupo de seis había un alumno brillante, otros dos
buenos, dos más un tanto mediocres tirando para malos y un caso desesperado.
Por supuesto, como todo buen grupo de segundo grado de los socialistas años 80,
si se nos hubiese preguntado hubiéramos dicho que todos éramos iguales, pero en
realidad no lo éramos y todos lo sabíamos. Aquel sistema lo ponía en evidencia.
Supongo que no tengo que decir quién era el alumno brillante en mi
subgrupo. En la lista de los buenos estaban Juan Carlos y Liudmila. Los
normalitos serían Yanet y Heisel. Y el caso perdido era…Audién. Oh, no, el
nuevo nos había tocado a nosotros. ¿No podía tocarnos Alexis que, aunque bruto
como el demonio, ya al menos lo conocíamos y no era pesado? No: nos tocaba el
nuevo, el cual llegaba precisamente con problemas de conducta/aprendizaje y que
no había que ser muy vivo para darse cuenta de que era un futuro criminal.
Audién era de lo peor. Siempre estaba sucio, era arisco y nadie entendía
una palabra de lo que decía. Era medio subnormal, estoy convencido. Siempre
molestando, riéndose como caníbal y rompiendo cosas solo porque podía. Creo que
hasta robaba (nunca se confirmó, que conste, tampoco hay que ser injustos con
el muchacho). Dios mío, y nosotros a arar con esos bueyes. Teníamos que hacerlo
todo juntos. No era solo sentarnos al lado sino también estudiar, hacer los
trabajos prácticos, sentarnos en la misma mesa en el comedor y dormir la siesta
juntos. Y por supuesto, con la divisa de
que debíamos “ayudarnos entre todos”, lo cual era un eufemismo para “Raúl tiene
que hacerlo todo mientras los demás lo miran”. ¿Cómo ese retrasado de Audién
podría ayudar a alguien? ¿Cómo?
Visto desde la distancia, no suena como un mal sistema. Poner a los niños
brutos con los inteligentes para que se ayuden y aprendan entre ellos. Además así
fomentan el espíritu de equipo y pueden seguir diciendo que son todos igualitos
como clones ya que se les juzga por los mismos resultados colectivos y no
particulares. Evidentemente aquello estaba perfectamente maquinado. Todo muy
lindo…salvo para los niños inteligentes.
Esa es una de mis mayores críticas al socialismo (al socialismo real de
Marx). Esa necesidad de que “todos seamos iguales”. Nadie es igual a nadie. Y
si bien estoy de acuerdo en que todos deben tener comida, educación, salud,
etc, etc., también estoy de acuerdo con que el concepto de élite ha de existir
para que el género humano se desarrolle. ¿Qué sentido tenía tenerme ahí
ayudando a los demás a multiplicar? Bien por ellos, pero ¿y yo? No: yo debía
estar en otro grupo con los inteligentes. Odiándonos entre todos e intentando
ser mejores los unos que los otros, mientras los brutos debían estar en el suyo
y así progresarían (aunque fuera un poco) al verse entre tanto tonto. Ya sé que
esto no suena muy lindo (sobre todo porque todos fuimos criados con el chip de
que todos debemos decir que somos igualitos), pero es una realidad. La
inteligencia hay que desarrollarla, no atrofiarla.
Pues ese sistema quizás estaba bien para la escuela - y para la sociedad -
pero para mí estaba mal. Muy mal. Ni los buenos intentaban ser brillantes, ni
los mediocres buenos, el brillante se aburría y el caso desesperado ni cuenta
se daba que estaba en un escalafón. Tan tonto. Debo aclarar que si alguno de
ustedes cree que yo era el típico niño de “hay que hacer todas las tareas,
corramos hacia allá” se equivoca de medio a medio. A mí me importaba un carajo
la escuela. Solo que era bueno. Siempre lo fui, y ni se imaginen que voy a
pedir disculpas por ello. Pero si la maestra (una estúpida, por cierto) nos
decía: “no se van a ir hasta que no entreguen el trabajo” pues tenía que coger
y hacerlo yo, ya que si esperaba por los demás no regresaba a mi casa. De ahí que aquel lastre de muchachos
me cayera como una patada en el estómago.
El hecho de ser inteligente es algo muy controvertido. Cuando uno es niño,
la inteligencia no la ve como nada del otro mundo. Lo importante en la escuela
son otras cosas: ser popular, bailar bien…yo qué sé. Pero ser inteligente no es
precisamente algo de lo que haya que sentirse orgulloso. Después que uno crece,
aunque cambie un poco la cosa, la inteligencia sigue quedando a la zaga. ¿De
qué sirve ser inteligente si no puedes tener sexo, conseguirte un buen trabajo
o “ser feliz”? Aunque todas las madres digan: “quiero que mi hijo sea
inteligente” lo cierto es que en la realidad práctica quieren otras cosas, así
que los “niños inteligentes” (y, aunque suene discriminatorio, solo me refiero
a los verdaderamente inteligentes) nunca sentimos que somos nada del otro mundo.
Como en el mundo siempre habrá más brutos que inteligentes (sorry, guys) la
sociedad se arma de estrategias para hacer sentir mal a los inteligentes. O nos
llaman inmodestos o nos dicen cosas como “ser inteligentes es más que sacar 100
puntos” o esperan agazapados el primer error para empezar a gritarte “¡te
equivocaste, no eres tan perfecto!”. Por supuesto que ser inteligentes es más
que sacar 100 puntos, pero – sorry, de nuevo – empieza por ahí. El que es
inteligente de verdad es bueno en todas las asignaturas (en todas) sin
esforzarse mucho y después cuando crece analiza la vida desde una perspectiva
extremadamente lógica y racional. No crean que hablo de mí cuando digo esto
(aunque por supuesto que también) sino de mi amigo Jorge, a quien siempre tomaré
como paradigma de la verdadera inteligencia en cualquier área de la vida.
Si usted cree que los errores que cometen las personas inteligentes
(drogas, alcohol, decadencia, amores complicados) es una falla de la
inteligencia y dice cosas como “al final no es tan inteligente si hace esas
cosas” pues le digo que es lo contrario: este mundo no está hecho para ser
analizado, de ahí que los inteligentes sean los primeros que se fundan
completamente y se suiciden después. Los brutos nunca se dan cuenta de nada y
los coge la muerte sin haberse cuestionado nunca ninguno de los principios
básicos de la existencia.
Me siento como un hereje al decir todo esto (porque mi chip también es
fuerte) pero creo que tengo toda la razón y hay muchos niños inteligentes en
las escuelas que no se sienten jamás reconocidos por ello, sufren de bajas
autoestima a causa de eso cuando debería ser precisamente al revés y luego
cuando crecen tienen que pedirle disculpas al resto de la plebe por ser más
inteligente que ellos. Este blog ha de erigirse en punto de cambio aunque sea
para esa minoría de niños/adultos solitarios.
Dejando el espíritu revolucionario y volviendo al pasado, he de decir que
los otros cuatro no eran precisamente malos. De hecho, si hubiésemos sido
nosotros cinco solos quizás no estuviera yo con aquella necesidad de
desintegración tan grande. Pero estaba Audién. Ojalá hubiese sido solo bruto.
Pero no. Era insoportable. No había un segundo en que se callara (si
consideramos los sonidos guturales y onomatopéyicos que emitía como palabras),
no aportaba nada y nos regañaban a todos porque él no sabía dividir. La pobre
Heisel (quien se sentaba a su lado) estaba seca. Le pintaba la saya, le metía
la mano dentro de la blusa, le escribía garabatos en las cuidadas libretas forradas,
le halaba los moños, la torturaba con su peste…Estoy seguro de que se trata del
mayor caso de abuso de un niño blanco hacia una niña negra desde 1868.
Después de almuerzo, nos obligaban a dormir. Dios mío, qué horror. Para mí
esos eran los peores momentos. Dos horas de mi vida perdidas cada día. Jamás
dormí. Ni un solo día. Y me castigaron durante toda la primaria por los
intentos que hice todo el tiempo por hablar con todo el mundo en el horroroso
horario de la siesta. Pues Audién tampoco dormía. Por supuesto, no por las
mismas causas que yo (exceso de movimiento neuronal) sino por su propio
espíritu salvaje. Dios mío, era un remolino aquel niño. ¿Han visto el personaje
de la bestia que corre y le da vuelta en los tobillos a la gente decente? Estoy
seguro que está inspirado en él.
Pues un día en que ni él ni yo dormíamos, con la cabeza recostada en la
mesa pero con los ojos bien abiertos los dos, nos miramos directamente. Yo
intentaba conversar con todo el mundo, pero intentar hablar con Audién hubiese
sido una tontería, así que ni lo pensé. Solo lo miré fijo. Con esa posición
pasiva que tiene uno cuando tiene la cabeza pegada a una tabla. Él me miró
también. Sorpresivamente no hizo ningún gesto agresivo, solo me miró con la
misma cara con que yo lo miraba a él. Después de mirarnos seria y fijamente por
unos minutos, que demostraron que Audién - contrario a lo que podría pensarse -
podía estar tranquilo algunos minutos, me sacó la lengua. Casi como para dar
por terminado nuestro encuentro visual. Ni siquiera lo hizo agresivamente. Solo
lo hizo para que su imagen de animal no decayera. Creo que ese fue el día en que
comencé a sentirme superior a muchos de los seres humanos. Viré mi cara para el
otro lado y me sentí bien conmigo mismo. Yo tenía algo que aquel niño nunca
tendría: inteligencia. Recuerden que yo no la veía como nada del otro mundo, pero
ese día, por unos minutos, me di cuenta que yo tenía algo que no todo el mundo
tenía. Algo que aunque no me hiciera popular, me hacía darme cuenta de las cosas
como eran y eso - avance del futuro – era mejor que saber bailar.
Todo siguió así por unos meses hasta una semana en que Audién no fue. Una
semana entera. Cinco gloriosos días en que todos rezamos porque lo hubiesen
cambiado de escuela o alguien se hubiese animado a acelerar su inevitable
destino y lo hubiese metido preso. Hacíamos las tareas en tiempo récord, Juan
Carlos y Yanet hicieron una exposición y nos felicitaron a todos, Heisel reía
como hiena tonta todo el tiempo, jugábamos a los escondidos en el horario de
merienda y cantábamos canciones de Arcoiris Musical todo el tiempo. En el
horario de almuerzo nos divertíamos de lo lindo hablando de las películas que
habían puesto el fin de semana y a la hora de la siesta todos ellos dormían
pacíficamente sin miedo a despertarse con algo en el pelo mientras yo
conversaba por señas con Lisy (la niña brillante del semigrupo más cercano). Éramos
los cinco niños más felices del mundo.
Pero dura poco la felicidad en casa del pobre, así que al lunes siguiente,
Audién estaba ahí. Nuestras caras eran idénticas a las de monjas que fueron un
día a un parque de diversiones y en la noche tienen que regresar al convento.
Estábamos devastados. Pero ese día, en el receso de las 10 de la mañana, nos
dijimos que no había vuelta atrás. Siempre he pensado que el ser humano cuando
llega a un punto de felicidad o de comodidad no puede volver atrás. Por eso
tomamos la irresoluta - y hasta hoy secreta - decisión de drogar a Audién.
Fue Heisel quien lo sugirió. La pobre, hay que entenderla. Y todos
estuvimos de acuerdo en que si traíamos pastillas al azar, no podían hacerle mucho
más daño que tenerlo sedado por un tiempo. Tampoco lo iban a matar. Así, el
martes todo el mundo trajo una indefensa pastillita robada de los padres
(probablemente aspirinas), las picamos y la echamos en el agua de Heisel en el
comedor. El anormal, quien siempre se tomaba el agua de la pobre niña, ese día
no movía un dedo. Nadie sabía qué hacer. Le di una patada a Heisel por debajo
de la mesa y esta gritó como autómata: “¡Qué rica está mi agua!”. Audién la
miró y, solamente para molestarla, se la tomó él. Bien hecho, cabra. Bien
hecho. Todos reímos secretamente. El resto del almuerzo lo miramos como un
grupo de científicos miran a un curiel que acaban de inyectar y del cual
esperan que se desmaye en cualquier momento. Ya sé que parece cruel, pero en
serio les digo que lo hacíamos en defensa propia. Audién era insoportable y
nunca debió haber estado con nosotros.
Una hora después estaba rendido. Como un potro que corrió toda la mañana.
Los cinco, con nuestras cabezas bajas, sonreímos pacíficamente. Cuando
despertó, a las 4:20, parecía otra persona. Callado, tranquilo, inofensivo.
Justo como lo queríamos. Al día siguiente lo hicimos en el refresco de la
merienda a las 10 de la mañana. A la hora del almuerzo ya era un zombie. Y
todos conversamos de cosas agradables mientras él dormía al lado de nosotros. Y
lo mismo el jueves y el viernes también.
Pero algo pasó y el viernes no se dormía. Al contrario, parecía que estaba
más alterado que de costumbre. La profesora lo regañó e incluso le dio (esa
costumbre de los maestros de primaria de golpear a niños que ellas no parieron
y a los que no les enseñan absolutamente nada necesario). Todos nos alteramos.
Heisel se cambió de asiento y todo porque la bestia parecía que la iba a matar.
La profesora entonces le dio a Heisel por haberse cambiado de asiento y a
Audién cuando Heisel empezó a gritar: “¡Me quiere matar!” Por razones que aún
desconozco, Juan Carlos le dio sin querer por una mano a la maestra y Liudmila
y Yanet gritaban como locas. Aquello terminó con los seis en la dirección, en
la que terminamos dando declaración nosotros cinco porque Audién finalmente se
quedó dormido, justo al lado nuestro. “Esto es culpa nuestra”, dijo Liudmila,
al irnos a casa. “Cierra la boca”, le dije.
Nunca más volvimos a ver a Audién. Por lo menos no en el aula. El lunes no
estaba ahí. El martes tampoco. Nosotros estábamos preocupados (como todo el que
sabe que ha hecho algo malo y que piensa que todo lo que pasa después es su
culpa). Y nadie nos decía nada. “Lo mataron” sugirió Yanet. “En primera, si
está muerto no es “lo mataron”; es “lo matamos” y en segunda no está muerto” le
dije. “Heisel, no llores más”, agregué. “Y nadie va a decir nada de las
pastillas nunca. Él no lo sabe, la maestra no lo sabe, nadie lo sabe. Si
ninguno lo dice nunca, nada va a pasarnos.” Pero como yo sabía que las hembras
nunca son de confiar, agregué. “Además, si alguien dice algo, yo diré que la
idea fue de una de ustedes y que el resto solo aceptamos porque estábamos bajo
la presión psicológica de Audién y no estábamos pensando correctamente”. Sí: yo
siempre he sabido tratar a las mujeres.
Aunque logré calmarlos con amenazas, seguíamos sin saber nada. El viernes
decidí hacer algo en función del equipo. Así que me paré en el horario de la
merienda y fui a ver a la maestra. “Seño, ¿puedo preguntarle una cosa?” “¿Qué?”
“¿Dónde está Audién?” “¿Y a ti qué te importa?”. Sí: esos son los maestros de
nuestros niños. Entonces mentí. Como todo niño inteligente que se sabe más
inteligente que la maestra. “Él es de nuestro equipo. Estamos preocupados por
él.” La misma mentira que ellos nos obligaban a decir (y a creer). Me miró seca
y me dijo: “Audién está en el aula especial. Solo tenía que estar aquí unos
meses a ver si mejoraba pero no lo hizo”.
“No es nuestra culpa”, dijo Juan Carlos cuando les conté lo que dijo la
maestra. “Por supuesto que no”, dijo Liudmila. “No lo es” agregó Heisel.
“Arreglado” dijo Yanet. “A olvidarlo”, concluí. Pero en alguna medida, y sin
siquiera saber muy bien por qué, nos sentíamos algo culpables. No sé de qué
exactamente, pero de algo. Actualmente, mirando al pasado, no creo que
tuviéramos que sentirnos culpables de nada. Audién no era bueno para nosotros. Aunque
suene algo triste. No todos los niños son iguales, y hay que darse cuenta de
eso a tiempo.
Un día, en la semana de autoservicio en el comedor, (nos tocaba una vez al
año limpiar mesas y repartir agua desde la mañana hasta la tarde) lo vimos. El
aula especial. Llegaron antes y se fueron antes que el resto de los niños. Por
eso no los veíamos nunca. Eran grandes, bobos, agresivos. Ninguno se parecía a
otro. Estoy convencido de que eran de todas las edades, desde primer hasta
sexto grado. Ahí estaban: los futuros criminales. Hasta Audién parecía un niño
normal al lado de ellos. Ni siquiera nos miró cuando le servimos el agua.
En cuanto a nosotros, poco tiempo después llegó otra futuro caso social y
la pusieron con nosotros. No decía una palabra pero al menos no se metía con
nadie. Era como si no existiera. Y luego se acabó el curso y para tercer grado
ya no había ningún sistema y pudimos recobrar - aunque fuera un poco - nuestras
individualidades.
Con los años, cosas de la vida, todo mi subgrupo (menos Audién,
lógicamente) terminó en la Lenin. Prueba viviente de que a la Lenin va
cualquiera. Corrección: todos menos Audién…y yo. Así mismo, yo, por cosas de la
vida, terminé en un tecnológico. El alumno brillante. El inteligente. No me
arrepiento (además de que no podía hacer otra cosa) pero siempre me pareció
irónico. Yo era el líder de todos aquellos y resulta que todos se iban a la
Lenin mientras yo me iba a un tecnológico mediocre. Así es la vida. De todas
formas, ellos no eran tan malos, después de todo.
Pero lo solucioné. Y de mi tecnológico pasé directamente a la misma
universidad que todo el mundo sin haberme becado un solo día de mi vida. En un
mes me aprendí lo que tenía que saber un alumno del pre para las pruebas de
ingreso e hice las pruebas por concurso, de las que seleccionaron a 30
estudiantes (probablemente la mayoría provenientes de preuniversitarios) de entre
más de 1500. ¿Cuántos ustedes conocen en la universidad que vienen de
tecnológicos que no tengan nada que ver con sus carreras actuales? Pocos. Los
hay, pero somos pocos. Y no fue porque tuviera suerte o porque fuera un
“reventado”, sino porque soy inteligente. No el más inteligente del mundo
(Jorge es más inteligente que yo, por ejemplo, y lo digo con orgullo), pero más
inteligente que la mayoría. Y si lo sabemos utilizar llegaremos a lugares a los
que los demás les cuesta más trabajo llegar. Sorry, guys.
Pero con las cosas mundanas de la vida a uno se le olvida la importancia de
ser inteligente. Eso sí es un acto de poca inteligencia: dejar que la banalidad
del día a día nos impida ver las cosas con claridad. Así que a veces es bueno
que la vida te lo recuerde mandándote a la Dirección de la Vivienda de Marianao.
Pues allá estaba, frente a frente a Audién. Estaba tan diferente que casi
me daba por pensar que no era él. Pero lo era y yo lo sabía. Estaba limpio,
bien peinado, con un aura completamente diferente. No tenía ni un tatuaje ni una
marca de cuchillo en la cara como se hubiera podido esperar. En serio:
irreconocible.
Luego de que una señora hiciera un chiste de cómo se demoraban las cosas en
aquel lugar y todo el mundo riera y se relajara, él aprovechó y me dijo:
“Nosotros estudiamos juntos”. “Sí, sí, me acuerdo”, dije tímida pero
alegremente. “¿Audién?” “Aylén”. “Oh, ok. Raúl”. “El inteligente”, dijo.
Sonreí.
“¿Y qué es de tu vida?” pregunté. “Nada del otro mundo”, dijo. “¿Tú? “Nada
del otro mundo”, dije. Reímos. “¿Qué haces ahora?”, me dijo. “No hago nada,
pero hasta hace poco era profesor en la universidad. Creo que ahora soy
escritor”, dije. “Vaya”, dijo. “Yo hubiera querido ser inteligente como tú”, agregó.
Eso me sorprendió. Siempre he pensado que la gente no inteligente no lo es un
poco más porque no lo considera como una virtud real. “¿De veras?” le dije.
“Pero claro: uno puede hacer lo mismo que los demás más rápido y después
dedicarse a hacer otras cosas”. El concepto más elemental y brillante de la
inteligencia.
Sonreí. “Ser inteligente no lo es todo”, dije. “¿Y qué cosa lo es todo?”,
dijo. Lo miré asombrado. Me encanta constatar que el cambio en las personas
puede ser también para bien. “¿Estás hablando en serio?” “¡Pero claro! Si uno
es inteligente todo es más fácil en la vida”, dijo. “A veces es más difícil
porque piensas más”, dije, como si estuviese hablando con Jorge. “La vida es
difícil pero no creo que el no pensar sobre ella sea lo mejor”, contestó, como
si fuese Jorge.
Me alegré. Mucho. Entonces fui franco. “No estoy muy seguro de que sepas
que nosotros te dábamos pastillas para que te durmieras”. “Una semana”, me
dijo. “Fue una semana nada más”. “¿Cómo lo sabes?”, pregunté asombrado. “La
negrita me lo dijo”. “¿Heisel? La mataré”, le dije. Y ambos nos reímos. “Estuve
dos años en esa aula. Pero al final fue mejor”. “¿De veras?” Sí, todos eran tan
brutos que yo era como el más inteligente, así que a los dos años me dejaron
irme a un aula normal y ahí ya no era tan pesado”. Vaya, aparentemente hay
sistemas que sí funcionan.
“En serio, no te pareces en nada a cuando éramos niños”, le dije.
“¿Estudiaste algo?”, me aventuré a preguntar. “No”, me dijo sonriendo. Lamenté
haber preguntado. “Estudiar está sobrevalorado”, reparé mi error. “De todas
formas, si te soy franco, pensé que a estas alturas de la vida estarías muerto
o preso”, continué. “Yo también”, me dijo.
Entonces me tocó entrar. Antes de pararme (él estaba para la cola del
abogado, yo para la del arquitecto) le di la mano y le dije: “En serio me
alegró verte…Aylén. Cuídate ¿vale?” “Tú también. Y escribe un libro bien
inteligente”, me dijo. “Si hago uno muy inteligente, nadie lo leerá. Tengo que
hacer uno seminteligente”, bromée. “¿Ves? Hasta para saber eso hay que hacer
inteligente,”, agregó. Sonreí. “Si sirve de algo, siempre he pensado que el
querer ser inteligente es ya una prueba de inteligencia, así que no te lleves
tan recio”. Y le guiñé un ojo. Lo dije en serio: por un minuto me pareció que
Aylén era una de las personas más lúcidamente inteligentes que había conocido
en este mundo.
Al salir ya no estaba ahí. Pero cuando caminaba por la calle me sentí bien
conmigo mismo. Me sentí orgulloso de mi inteligencia. Lo consideré como lo que
es: un valor inapreciable. Y todos los niños inteligentes, aunque no sean
populares, no sepan bailar, no tengan sexo, no tengan buenos trabajos o no “sean
felices”, se merecen un beso de sus padres todos los días solo por serlo. Yo
siempre lo he sabido, pero fue bueno tener la visión de alguien como
Audién/Aylén para comprobarlo aún más. Y así nada más, aunque le costó 20 años
al sistema demostrar su eficacia, el alumno brillante aprendió algo del alumno…no
tan aventajado.
12 comentarios:
Sí!
La ventaja de ser inteligente es que así resulta más fácil pasar por tonto. Lo contrario es mucho más difícil!
Abrazo.
Ahora, de pronto, tengo una inquietud: si este post no me gusta, eso es porque soy bruto?
Rauli!!! Excelente blog, mas tengo dos cosas que decirte
1) Si este blog es una muestra de que saliste de la crisis quiero felicitarte porque me has sorprendido, la verdad jajajajaj CUÁNTA AUTOESTIMA jejej
2) Las personas verdaderamente inteligentes son aquellas que conocen las metas de su vida y no se apartan del camino con cosas vanales y llegan a su destino por diferentes caminos, la inteligencia está en saber llegar.
Un vez más te digo que eres genial, pero eso amor eso creo que tu ya lo sabes..... jejeje
Muaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa TQM
eso Rauly, se llama inteligencia intra e interpersonal y no todo el mundo la posee aunque sea inteligente (no se si me explico).
Brillante post, te lo dice alguien que siempre se ha sentido como tu ;)
"Los brutos nunca se dan cuenta de nada y los coge la muerte sin haberse cuestionado nunca ninguno de los principios básicos de la existencia."
A lo mejor es que los brutos, sin ser inteligentes, somos sabios, y no solo nos cuestionamos "los principios básicos de la existencia", sino que además somos capaces de vivir la vida habiendo encontrado las respuestas, y sin la necesidad de ir proclamando (¿por algún complejo de inferioridad?) si somos más brutos o menos brutos que aquellos que nos rodean.
¿Qué eres inteligente? Tal vez. ¿Sabio? No lo sé. ¿Consecuente? Definitivamente. A fin de cuentas, este blog es de ti y de las cosas que te rodean, en ese orden. Y después de tu crisis, decidiste (o al menos eso es lo que dijiste) que no te importaba el resto de la humanidad.
Tú no eres bruto, solo quieres hacerme sentir mal por algo que dije que no te gustó, y usas una manera inteligente de hacerlo. Al final me estás dando la razón. Por cierto, dentro de poco haré un post sobre mis complejos de inferioridad, así no tendrás que ponerlas entre signos de interrogación.
"Más allá de mis palabras torpes, mas allá de los razonamientos que me pueden engañar, tú consideras en mi simplemente al hombre, tú honras en mi al embajador de creencias, de costumbres, de amores particulares. Si difiero de ti, lejos de menoscabarte, te engrandezco..." Antoine de Saint-Exupéry
¿Qué placer sienten algunos en ir a tu casa a agredirte por los cuadros que has puesto en la pared? Yo, simplemente, no iría. Y no es que es no pueda, como amigo, diferir de esa pintura o ese jarrón... pero como no amigo, no me invitaría a una fiesta que obviamente, parece no ser la mía.
Me quedó en rima????
dice edmundos desnoes - como tu eres inteligente no hace falta aclarar quien es- que un dia iba caminando por la calle y un obrero con overall y cubo de mezcla lo paro y le dijo: yo lo conozco a usted, yo lei su novela y la entendi". Y dice edmundo que viro ese dia a su casa triste, y preocupado, y apesadumbrado, y penso: o los obreros se estan volviendo intelectuales, o yo me estoy volviendo un intelectual obrero"
Ese dialogo - un poco retocado, estoy seguro- entre la mente brillante de cuna y la sabiduria popualr, si de verdad llego a producirse, entonces demuestra una falta de brillo.
Gracias Rauli por atribuirme tanta inteligencia, cuando piensas escribirme?
"Nadie es igual a nadie". Tal cual. Por eso la ingeniería social nunca funciona, frustra a todos y requiere de importantes cuotas de violencia (estéril). Estaba seguro que en algún punto iba a encontrar en forma explícita una coincidencia filosófica contigo. Era imposible que no ocurriera.
En otro orden, advierto por los comentarios cuán diferentes conceptos tenemos todos acerca de qué es "inteligencia". ¿Y si apelamos a su significado liso y llano, o sea, "capacidad de inteligir"? En fin, un debate inconcluso (y probablemente no muy útil).
Abrazos.
De todo y todos se aprende. Buen post.
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