Hola, soy Raúl y estoy deprimido. Obviamente, ningún post que empiece así
va a ser alegre (y les cuento el final desde ahora diciéndoles que tampoco es clásicamente
feliz), así que todos aquellos que creen en que hay que pensar en lo bueno para
que se te dé lo bueno, en la bondad de los seres humanos a pesar de todo y en
que hay que dar amor para recibir amor, pueden coger ahora mismo sus cosas e
irse a otro blog mucho más alegre porque hoy estoy particularmente deprimido y
muchísimo más ácido que de costumbre.
Jamás he sido de mostrar mi cara triste en público. Aprendí desde pequeño,
(Chaplin lo dijo, pero si no lo hubiera hecho yo lo hubiera inferido igual) que
cuando ríes y ganas premios todo el mundo está ahí sonriendo y aplaudiendo,
pero cuando estás triste y deprimido, solo verás espaldas volteadas. Como mi
objetivo en los primeros 30 años de mi vida ha sido no regalarle la oportunidad
a nadie de que me vea sufriendo y sentirse mejor de esta forma consigo mismo y con
su miserable vida, hasta en los días más cabrones he hecho algún chiste y he
fingido alguna que otra sonrisita.
Pues me harté. En los próximos 30 años de mi vida (que comienzan el mes que
viene) el nuevo lema incluye cosas como “los demás me importan tan pero tan
poco que si estoy triste no regalaré ni esta broma y deprimiré a todo el que se
me ponga delante sin importarme si mi estado de ánimo encaja con sus tontas
vidas”. Ya dije que estoy ácido: están a tiempo todavía de irse.
Mi crisis (para aquellos a los que lo único que le interesa es el chisme)
tiene su epicentro en Toronto. Todo el mundo leyó el post y todo el mundo movió
la cabeza a ambos lados como diciendo “Ay, pero Raúl no cambia”. Las críticas
en torno a la calidad del post como tal se dividieron en “si no das más
detalles esto es un típico librito de viajes” y “a mí la originalidad me
encanta así que estoy contigo hasta el final” (buen momento para decir que a mí
EN SERIO no me molesta que critiquen lo que escribo). Pero ni uno solo (¡Ni uno
solo!), ni en el blog, ni en Facebook, ni en mi correo, me mandó algo como
“Raulo, ¿tú te sientes bien?”
Aparentemente ahora soy un personaje de ficción. Mis sentimientos han de
cambiar de una semana a otra según el espíritu del post que decida recrear y
todas las semanas deben ocurrirme cosas, no solo trepidantes e interesantísimas,
sino además novedosas todo el tiempo (porque si no aparecen los “ya esto lo
hemos visto”). Yo pudiera molestarme, pero no lo hago, ya que sé que eso quiere
decir que soy un buen escritor y el Raúl literario es ya el que cuenta. Además,
esos son precios que paga uno por poner su vida en las manos de los demás, cual
reality show. Yo lo sé y lo asumo con decencia. Ahora bien, algunos de ustedes
(especialmente mis “amigos”) podrían abstraerse y preocuparse por el cretino de
Raúl Reyes Mancebo de la vida real. (Les juro que si alguno pone algún
comentario debajo de este post diciendo “Rauli, ¿cómo te sientes? Me tienes
preocupada” le voy a dejar de hablar/escribir por el resto de mi existencia. No
lo hicieron cuando Toronto, ahora ahórrenselo). Pero esto no es sobre mí contra
ustedes a pesar de que me hayan dejado solo y me haya dolido (sí: me dolió).
Esto es sobre mi crisis.
Como si lo de Toronto no hubiese sido suficiente para deprimir a un toro,
de manera completamente inesperada, dos semanas después (¡solo dos semanas!) me
pasó una cosa horrorosa (de la que me prometí solemnemente jamás contarle una
sola palabra absolutamente a nadie, no como castigo ni por temor al “ya esto lo
hemos visto”, sino porque me dolió demasiado y no lo voy a volver a recrear en
mi mente) que vino a agudizar aún más la crisis.
Pero como a veces lo que mejor te puede pasar para superar un trauma es
otro trauma (ya que aprovechas y los coges a los dos y los mandas para el
carajo a todos juntos), decidí, al entrar a aquel Tim Hortons a las 4:30 de la
mañana, con el pelo completamente revuelto y temblando de pies a cabeza, no
solo por los 2 grados que había en las desiertas calles montrealenses, sino – y
sobre todo - por el peso de sentirme herido como un animal que acaba de recibir
un tiro completamente inesperado, decidí que algo tenía que hacer con mi
decadencia espiritual.
Sí, amigos que nunca leyeron el otro post y que milagrosamente todavía
siguen leyendo este: sufro por hombres. ¡Qué mezquindad de los hombres grandes
el sufrir por lo que sufre el vulgo! Pero no hay nada que podamos hacer al
respecto, salvo admitirlo para que así puedan ustedes juzgarme desde su altura
y criticarme con la cabeza como les gusta. Así que, sabiéndome solo en esto de
aconsejarme, en aquel mismo Tim Hortons sin un alma, sentado en una esquina que
no daba a ningún cristal para que
absolutamente nadie de la calle pudiera verme mientras reflexionaba, me
llamé seriamente a capítulo. “Amigo mío – me dije – asume que a ti lo que te
gustan son los hombres decadentes, y esas historias siempre acaban mal. Así que
a) o cuando los huelas sales corriendo para el otro lado y te proteges así el
ya bastante maltratado corazón o b) vives intensamente el momentico en que te
sientes realmente vivo a sus lados, pero sabiendo desde el mismo inicio que TODO
VA A ACABAR MAL! Lo que no puede pasar es que te sigan cogiendo estas cosas “de
sorpresa”, que te sigas decepcionando cada dos días como si fueras una
quinceañera y soltando lagrimitas patéticas en estaciones de autobuses para
luego escribir literatura rosa en la que mitificas a estos patéticos seres de
los que te enamoras una y otra vez”. Si pensaban que soy duro con ustedes,
tienen que ver cómo me llevo a mí mismo.
Y lo cierto es que, con esta seria determinación, me he mantenido fiel a
esta nueva doctrina. Y funciona. Mi dolor actual excluye completamente el
regresar a estos hombres, el incluirlos en mi vida, el preguntarme si pensarán
en mí o no. Por supuesto, no es siempre tan fácil ni tan infalible, pero ellos,
a pesar de que son el origen visible de la crisis, no son la esencia de la
misma.
Esta no es mi primera crisis (ni la peor), aunque tampoco han sido tantas
como podrían pensar. Esta es la mayor en un buen tiempo, si ignoramos, por
supuesto - por considerarla como “demasiado tercermundista” - la que comenzó
cuando regresé a Cuba y en la que me pasé cuatro meses con una cerveza en la
mano sin darle un sentido a nada. Por eso mismo, al haber estado en otras, sé
que todo pasa, así que no se tomen el trabajo de recordármelo. Yo sé que se
sale. Más viejo, más ácido, con más resentimiento, pero también con algo más de
sensibilidad y quizás con algo más de experiencia a la hora de volver a sufrir
ante un evento similar en el futuro. Saldré distinto - quizás para bien como en
la mayoría de mis otras crisis anteriores - pero sea de la forma que sea, el momento
actual pasará.
Ahora bien, “pasará” no es “pasó”. “Pasará” es “pasará”. La crisis está ahí
y, en muchos sentidos, es bastante triste. Al considerar a los hombres
decadentes como su origen, pero no como su esencia, tampoco puedo decir
exactamente dónde radica el problema mayor que es el que me tiene tan decaído.
Quizás tenga algo que ver con la soledad. No esa en la que la gente quiere a
alguien a su lado para que le haga compañía, sino la verdadera soledad, en la
que sabes que lamentablemente no hay nadie como tú y nunca nadie podrá
satisfacerte espiritualmente como tú necesitas. Quizás tenga algo que ver con
autoestima (baja), la cual aparece absolutamente en todas las crisis, o quizás
tenga algo que ver con la nostalgia de lo que pudo haber sido (en un universo
paralelo) y no fue, debido a las drogas y a la decadencia. No lo sé (lo
encontraré y lo solucionaré) pero al menos en este párrafo no lo puedo definir
exactamente.
Lo que sí puedo definir tangiblemente es la tristeza. Sí, amigos (sin
comillas esta vez porque ya los perdoné ahora que nos adentramos en un momento
más oscuro de este post): tristeza. De la mala. No de la mala mala mala que te
roe el corazón y te seca poco a poco, pero sí de la malita en la que tienes un
vacío en el corazón y no le encuentras un sentido real a tu vida. ¿Ven?: ya los
deprimí. Váyanse los que aún estén a tiempo y sálvense ustedes.
Volviendo a la práctica, uno se inventa maneras tangibles de combatir la
crisis. Así, lo primero que hice, tanto acabado de llegar de Toronto como
después del segundo incidente, fue intentar a toda costa organizar el resto de
las cosas de mi vida, que no son pocas (ni necesariamente fáciles). Así, a pesar
de que me sentía como mierda, me levanté de la cama y me fui a resolver asuntos,
a buscar trabajos, a comprarme Macs y muebles de oficina. Organicé mi cuarto de
punta a cabo, desde el closet que nunca había tocado y en el que hay ahora
tanto espacio que uno puede sentarse dentro hasta armar muebles de Ikea a altas
horas de la noche yo solo. Esto me pasa mucho en las crisis, intento aprovecharla
para solucionar otras cosas que tenía dejadas de la mano, y así, cuando se salga
de esta, ya tengo más de una cosa resuelta. En serio: hay que sacar cosas de
las crisis, si no no son mucho más que una mera pérdida de tiempo quejándote.
Pero por muy didáctica que sea la crisis (y lo es) no deja de ser menos
triste. Así, cuando decide cogerte e instalársete en el alma, hay poco que se
pueda hacer. Un día fui al cine yo solo como parte de mi nuevo programa de
“hacer cosas diferentes y sanas”. Intenté ver algo que no tuviera que ver con
nada. Me vestí, me fui al cine, llegué temprano, hice la cola, pagué los 15
dólares, subí a la sala…y no entré. Ante la idea de pasarme dos horas en una
sala oscura con mis propios pensamientos dándome vueltas en la cabeza, me dio
demasiado miedo (miedo real) y pensé que perder 15 dólares era mucho mejor que
perder la sanidad mental. Terminé comiendo mis rositas de maíz en un parque.
Mi literatura se resiente. Todo es triste. Así que les doy permiso para
irse a un blog más simpático que el mío (buena suerte con eso) ya que no preveo
un post alegre en varias semanas. Eso sí, a las dos novelas que estoy
escribiendo, le sumé una nueva, extremadamente sórdida, compleja y dolorosa
que, o será un bestseller o una reverenda porquería. Ojalá cuando la termine me
dé por quemarla, para así poderme liberar de todo lo que suelto en ella, pero
lo cierto es que a mí me gusta lo que escribo así que lo más probable es que la
mande a cuanto concurso haya, y por supuesto que no ganaré por la cantidad de
hombres sin ropa y sentimientos que nadie comprende, pero de que se vende, se
vende.
El otro día estaba sentado en el metro cuando entró una pareja de
enamorados que no podrían tener más de 20 años. Él era lindo y ella era tierna.
Siempre que uno ve esas cosas, se dice: “Ay, qué envidia, mira qué lindos son, ¿por
qué yo no puedo tener eso?”. Como estoy en crisis y me permito algunas cosas,
me descarné de estereotipos y fui implacablemente honesto conmigo mismo: “Esos
hombres lindos e inocentes que te invitan al cine y dicen las cosas de las
películas no son para ti. No te engañes ni un segundo más. Los has tenido y te has
aburrido de ellos, no te han entendido nunca, y si un día te desplomas empiezan
a gritarte por qué estás tirado en el piso en vez de levantarte sin preguntar
nada y decirte al oído “yo estoy aquí”. Con esa clase de pensamientos, a uno se
le va cerrando más el corazón y va dejando de lado cosas con las que uno mismo
se engañaba pensando que eran lo correcto para nosotros. Parece triste, pero al
menos es honesto, y cuando salgamos de la crisis perderemos menos tiempo y
envidiaremos menos a pobres muchachitas que, si tienen algo en la cabeza, jamás
serán verdaderamente satisfechas y se convertirán en nuestras tristes versiones
femeninas.
Algo que todos agradecerán es que reduje drásticamente la cantidad de
hombres en mi vida. Cero Grindr (no tengo ganas de explicar lo que es ahora,
búsquenlo por ahí), cero sitios online, cero responder a los sms de hombrecitos
sin sentido con los que uno no sufre en tiempo de paz, pero que en tiempo de
crisis te ayudan a constatar con su mera presencia que tu vida es una porquería.
Considero que tengo demasiado sexo. Demasiado. Por un mes fue simpático, después
agotador, luego aburrido. Con la crisis, es simplemente doloroso. Así y todo
tengo más sexo del que ustedes puedan considerar como “normal”, pero me quité
bastante. Y se esperan aún más recortes en los días por venir. Por supuesto, ya
regresarán algunos y vendrán otros nuevos, pero en serio espero que esta
disminución significativa de hombrecillos que uno usa para subirse la
autoestima se mantenga aún cuando haya finalizado la crisis.
Uno no debe, contrario a lo que se cree, ponerse a esperar que la crisis
pase sin reflexionar al respecto. No: uno tiene que darle un sentido a la
crisis. Por supuesto, tampoco es deleitarse en ella (eso está prohibido) pero hay
que recordar que como mejor se aprende algo es gracias a las lágrimas.
Y ahí viene justo uno de mis problemas. Si bien yo sí le doy un carácter
educativo a la crisis, hay algo que es esencial para su superación, pero que a
mí me cuesta un trabajo enorme: llorar. Si yo he llorado 10 veces en los
últimos 18 años han sido muchas (y tan marcadas que algunas de ellas están en
este blog contadas como algo en extremo relevante). Muy pocas (por no decir que
ninguna) ha sido enfrente de los demás. Esto es algo que francamente no creo
que cambie en los próximos 30 años tampoco. No tanto porque no quiera hacerlo,
sino porque no creo que pueda. Mi indicador social no me deja. Me es imposible
llorar frente a otro ser humano (como también me cuesta trabajo decirles que
los quiero). Eso no quiere decir que sea insensible. Pero llorar como tal,
orgánicamente, no puedo.
Y llorar ayuda. Uno se siente inmediatamente mejor y aunque las cosas no se
arreglen por soltar unas lágrimas que vienen directo del pecho, uno empieza a
verlo todo, desde el mismo momento en que está sentado con los ojos rojos
acabado de terminar, con un prisma diferente en el que hay más paz. Y ahí fallo
yo.
Por años me enorgullecí de no llorar, pero hace mucho que superé esa
inmadura etapa. No: ahora lo busco. Y en esta crisis, no ha sido la excepción.
Pero, al igual que muchas otras veces, no lo logro. Me voy a la ducha y bajo el
chorro de agua caliente comienzo a pensar en frases hirientes, pensamientos
vivificadores que me fueron dichos al oído, momentos felices de gente que ahora
tengo que ver como enemigos, pero nada. En el cuarto pongo la música más
emotiva que tengo (esa que siempre me produce una emoción determinada de tan
solo oír sus acordes iniciales) y lo más que logro es un poquito de emoción
pero nada de llanto. A veces he intentado, mientras voy caminando por la calle,
forzar un llanto de la nada y sin ninguna planificación ni aparente sentido,
para ver si así viene el llanto verdadero, pero nada. Solo me salen unos gritos
sin sentido que me hacen sentir aún más derrotado e impotente al final. Esto se
hace, por supuesto, en calles oscuras y solitarias, y con el iPod puesto. Y es
que el llanto, lamentablemente, - al menos para mí que he tenido una vida dura en
la que tuve que cerrarme tanto a los sentimientos para sobrevivir - no se puede
forzar. Solo hay que esperar que un día venga y te sorprenda.
A veces uno se siente mejor durante un rato como consecuencia de un buen e
inesperado momento, pero en cuanto la psiquis (la muy cabrona) detecta que la
estás pasando bien, ella misma se deprime al ponerse a pensar en cómo dentro de
un rato te vas a volver a sentir mal. Y así ya no tienes que esperar hasta
dentro de un rato porque ya te sientes mal de nuevo. Peor que sentirse mal: te
sientes vacío. Eso: lo más malo es sentirse vacío. Defino mejor la esencia de
mi crisis mientras escribo. Peor aún que sentirse vacío: sentirse vacío y no
tener absolutamente ningunas ganas de llenarlo con nada. Ese mirar con
resignación y desinterés nuestro propio vacío es definitivamente lo peor. Esto
que “descubro” es la causa fundamental de la mayoría de las crisis psicológicas
de los habitantes del primer mundo, que uno siempre piensa que son mejores que
las de los habitantes del tercero porque tienen comida, ignorando así lo
extremadamente siniestro que resulta una persona sentada en su impecable apartamento
oscuro sin esperar desde hace mucho tiempo absolutamente nada de la vida.
Pero esa no es mi crisis, así que no le tengan miedo a que me suicide, mate
a alguien o me vuelva adicto a lo que sea. Mi crisis sí puede ser de
resignación ante el vacío, pero como sigo siendo pobre y teniendo problemas de
tercer mundo aquí en el primero, me fuerzo a que mi crisis no “suba” de
categoría. De esta forma, nada de droga ni alcohol durante esta crisis. Pueden
felicitarme. Hay que enfrentarla de la manera más tradicional posible: doblado
en la cama con un dolor inmenso en el vientre mientras por la ventana sale el
sol, sube, se pone y cae la noche sin que uno distinga muy bien los cambios.
Tampoco estoy tan así, pero ustedes captan la idea.
Descubro que ahora tengo un poderoso aliado que en otras crisis no he
tenido: la literatura. Por supuesto, cuando la crisis está en sus mejores días,
hasta eso te parece nimio y piensas que nada - mucho menos tu tonta literatura
- te harán llenar tu estúpido vacío que ni siquiera quieres llenar. Pero eso se
te pasa. Esa ausencia de interés va y viene con los días de crisis. La literatura,
no la que leen ustedes en este blog, sino otra privada en la que los
personajes, a mi imagen y semejanza, aman y desaman en mundos sórdidos pero en
los que encuentran siempre, de alguna forma, una causa para sus vacíos. Y al
leer el mundo que yo mismo invento, me creo que algún día podría ser así también
en mi vida real.
Pero en toda crisis hay un momento
determinado y preciso en el que de una forma muy clara (y a veces inesperada) se
dibujan cosas que tú ya sabías pero que nunca las habías visto de esa manera,
para darle así un nuevo enfoque a esta. No es el fin de la crisis ni mucho
menos pero en muchos casos será el punto de giro que nos pondrá directamente en
el túnel desde el cual ya se ve, a lo lejos, la luz.
Fue así como, no hace tantas horas, llegó la noche de jazz en aquel bar. Uno
de los peores momentos de la crisis es cuando la gente no te deja quedarte en
tu casa practicando por enésima vez el llanto y tus amigos heteros te invitan a
lugares heteros a oír música muy hetero que no se puede bailar (no es que uno
tenga ganas de bailar tampoco, pero al menos…) Que los lugares homosexuales
estén prohibidos durante la crisis, no quiere decir que los lugares heteros
sean mucho mejores. Son el aburrimiento personificado. No hay nada más aburrido
que un heterosexual. Por supuesto, no hay nada más superficial y vacuo (y
aburrido) que un homosexual. ¿Ven?: pensamientos como estos son comunes en
tiempos de crisis.
Pues cuando me di cuenta estaba con mi camisa sentado con cinco gatos
heterosexuales en un bar donde la gente aplaudía por cosas que yo nunca
entenderé (también forma parte de los próximos treinta años admitir que a ti no
te gusta ni el ballet ni el jazz y si quieren pensar que eres ignorante, pues
que lo crean), aburriéndome de lo lindo. De los gatos, cuatro eran dos parejas
(lo que nos faltaba: ver el “amor” de los demás justo a tu lado) y una muchacha
pequeña y regordeta, a la que nadie me presentó, con un vestido amarillo oro.
Entonces, como mis oídos se taparon voluntariamente al oír el primer
saxofón, tuve todo el tiempo libre del mundo para torturarme pensando en mi
tema favorito de las últimas semanas. Después de un tiempo enorme en el que
todo me pasó por la mente, y justo cuando me recondenaba dentro de mi camisa, la
cual me puse solo porque me tenía que poner algo y no por el antiguo
sentimiento de gustarle a alguien, el grupo de jazz se detuvo, fue aplaudido
por los “conocedores”, y pasaron a poner la infaltable en todas partes del
mundo música grabada. Entonces, las parejas de todo el lugar, cual resorte, se
pararon y se fueron todas a la pista a bailar jazz. ¿El jazz se baila? Nunca me
lo hubiera imaginado.
Como nos quedamos solos en la mesa, la chica del vestido amarillo oro me
miró desde su esquina y me sonrió. “Ana”, dijo, para erradicar el error de los
demás. “Raúl”. “¿Y dónde está tu novia?, preguntó con un tono irónico que
quería decir “Qué horrible ser los únicos solteros en la mesa”. “Bueno, la
última que tuve tiene un niño de diez años…que no es mío”. Ella sonrió. “¿Estudias
para cura?”, preguntó. “No: lo otro”, contesté cómplice. Y ella río de lo
lindo. “Entonces, ¿dónde está el novio?”, dijo, adecuándose a la nueva
conversación. “Tengo varias opciones: o drogándose en alguna parte o
acostándose con muchos hombres o probablemente ambas”. Ahí estaba: mi dolor
transformado en humor, como siempre. Ella, evidentemente una mujer sabia, no
sonrió esta vez. “Bueno, nadie es perfecto”, dijo. Yo sonreí. Después de un
silencio incómodo producido por mi – un tanto agresivo - comentario, me dijo: “¿Quieres
bailar?” “No sé cómo hacerlo”, dije, “y no estoy muy seguro de que el jazz se
baile, en realidad”. “Aparentemente no es tan difícil”, dijo ella señalando a
la pista, donde las personas bailaban apretadas y sin mucho movimiento. La
miré, miré a los demás e hice lo impensable: irme a la pista con una mujer a
bailar jazz.
Veinte segundos de una canción que nunca supe cuál era por el cierto nerviosismo
que siempre produce entrar a la pista, algunas vueltas no muy duchas por ambas
partes, y Norah Jones se dejó oír en las bocinas. “Bueno, por lo menos un tema en
el cual sabemos quién canta”, dije. “¿No muy amante del jazz?”, preguntó
sonriendo. Contesté negativamente mientras le hacía un guiño con el ojo.
“¿Y siempre eres tan simpático?”, dijo. La pregunta del día. “Sí, siempre”.
“Eso es maravilloso.” “No lo es”. “¿Cómo que no lo es?” “Hay veces que lo que
quiero es gritar y sentirme mal y me sale un chiste.” En tiempos de crisis, uno
habla sobre temas que nunca habría tratado en otro momento. Ella me miró
silenciosa y yo me puse serio, cara que ni siquiera me he tomado nunca el trabajo
de ver en un espejo si me queda bien. “¿Mal de amores?”, preguntó. “Ojalá
hubiese llegado a la parte del amor”, dije, retomando mi sonrisa y mi burla de
mi propio dolor.
“¿El antes mencionado de las drogas y muchos amantes?”. “Ese, y otro, y
quizás algunos más en el pasado”. “¿Y todos son iguales?”. “Quitando una cosa
por aquí y otra por allá, muy parecidos”. “Tienes mala suerte con los hombres”,
dijo. Ahí me puse serio, aunque no mucho, y le dije en tono de confesión: “En
realidad es mi culpa: escojo a los más malos”.
“¿Por qué dices eso?, dijo ella, interesada. “Todos son drogadictos,
promiscuos, decadentes, y ni siquiera estoy muy seguro de que se acuerden de mí
dos minutos después que me dejan de ver”. Ahí: la verdad, sin esta gota de
sonrisa ni juego de palabras. “¿Y por qué los escoges a ellos?” “No lo sé”
dije. “Quizás otro no sepa, pero tú sabes”. La miré completamente serio al
reconocer a una de las mías que me daba la oportunidad de decir en alta voz
dónde radicaba mi gran error y quizás así poder comenzar a repararlo. Hacía
rato que ninguno fingía que bailaba. “Por doce segundos es como un rayo. Uno
que no se encuentra en ninguna otra parte porque para encontrarlo tienes que
haber llegado al límite. Y esos doce segundos valen más que otras cosas para mí”.
Ella me miró seria y no dijo nada. Retomamos nuestras torpes vueltas con una
suave melodía en la que nadie cantaba.
“Entonces no creo que los escojas mal”, dijo, después de tres vueltas sin
sentido. “¿A qué te refieres? ¿No oíste que siempre están drogados?” “Pero esos
son los que te hacen sentir doce segundos de algo. Imagino que te pueda hacer
mucho daño estar cerca de ellos, pero son los correctos para ti”. “Bueno, lo
que quieres decir es que, como yo soy decadente y loco también, entonces hago
la decisión correcta al escoger a los que son como yo. Creo que esa teoría es
aún peor que la de que los escojo mal”. “¿Pero tú los escoges porque son
decadentes y drogadictos o por los doce segundos?” Reflexioné, con un interés
real en aquella conversación que finalmente estaba teniendo con alguien sobre
mi crisis aunque se fuera por lugares que no preví. “Pues no sé, nunca lo había
pensado así, pero estoy casi convencido de que por los doce segundos, claro.
Así y todo, no veo la diferencia: son los mismos hombres.” “Pero la diferencia
es muy sencilla: ellos son los mismos hombres, pero no es tu culpa”.
“¿Disculpa? No creo que entienda a donde te diriges”, dije, más interesado
que nunca en mi vida adulta por lo que tenía que decirme aquella Ana de vestido
amarillo oro. “Pues eso mismo: nada es tu culpa. Tú los escoges bien al
escogerlos por los doce segundos que nadie más te da. Que ellos sean decadentes
y drogadictos no es tu culpa.” “Pero, ¿y qué diferencia tiene que sea mi culpa
o la de alguien más si al final me quedo solo y herido, de todas formas?” dije.
“Que al no ser tu culpa, estás plenamente justificado en sentirte mal. No
tienes que esconderte detrás de chistes para esconder tu supuesta falta. No es
tu culpa, y no tienes nada de qué avergonzarte. Así que grita si quieres gritar.”
La miré desde mi altura con la boca abierta. “Pero entonces, ¿eso quiere
decir que siempre encontraré a los más malos y que debo asumir eso como algo
bueno, en vez de intentar buscar a otros?” “No necesariamente, si algo cambia
con el tiempo son los gustos. A ti no te gustan los mismos hombres que antes,
estoy convencida. O puede que, en efecto, nunca cambies y sigas escogiéndolos a
ellos. Pero todo eso está en el futuro. En el presente lo que cuenta es que no
es tu culpa. Tú escoges a los hombres que te hacen sentir algo, lo cual es para
ti lo más importante. Estás haciendo lo correcto para ti, y si sale mal es
porque los que te hacen sentir algo vienen con otros defectos, pero eso no es
culpa tuya, y quizás de nadie. Puedes culpar a la vida, al destino y a todo el
mundo. Pero no a ti.” “¿Y qué gano al verme a mí como la víctima?”, pregunté.
“Que puedes estar triste legalmente y no necesitas esconderte detrás del humor
para justificar tu tristeza. Estás en todo tu derecho de estar triste”.
Ahí me sublevé. “No, eso es ser condescendiente con uno mismo y eso no
lleva a nada”. “Pues sí es ser condescendiente”, se sublevó ella, quien
obviamente es una profesional en lo que llegar a un punto se refiere. “Este es
un mundo horroroso en el que para conseguir doce segundos de rayo tienes que
pasar por hombres drogadictos y decadentes que te dejan destrozado después. Tú
eres lo suficientemente sabio como para alejarte de ellos, pero ¿qué vas a
hacer? ¿Correr todo el tiempo hacia el otro lado? ¿No tener acceso a los doce
segundos nunca? Si el mundo es una mierda y ellos son decadentes, probablemente
porque también necesiten sus doce segundos de rayo de alguna forma, pues no es
culpa tuya. Tú no has hecho nada malo ni eres un masoquista. Tú eres el bueno
al que le pasan cosas malas cuando intenta encontrar algo que lo llene
realmente y por lo cual no tienes que pedirle disculpas a nadie”.
“¡No”, dije con un fervor que no me conocía, “¡hacerse la víctima no ayuda
para nada!” Y ahí mismo, con esa frase, llegó el puchero. Explotó justo en su
cara, justo antes de terminar la frase. Los dos ojos se me llenaron de lágrimas
inmediatamente y algo, como un vapor, salió desde mi pecho como un aliento
liberador. Justo en el momento en que todo lo que me dijo lo vi justo de la
forma en que ella me lo dijo y en el que me vi a mí mismo con mis propios ojos,
pero desde fuera, sin la necesidad de llevarme recio para progresar. Ella,
quien - insisto - tiene mucha práctica en esto, cogió mi cabeza con las dos
manos y la puso en su hombro. Si a uno se le llenan los ojos de lágrimas, y
alguien te pone la cabeza en el hombro, solo hay una cosa que uno, aunque se
haya cerrado mucho en la vida para sobrevivir, puede hacer: llorar. No fue
mucho, pero fue. Nadie lo notó, pero ella y yo, los que teníamos que notarlo,
sí.
Cuando pasó, aproveché el momento de paz que produce el llanto y me quedé
en su hombro como si siempre hubiese vivido ahí. Entonces, pregunté lo que yo
siempre he sabido, pero que uno necesita oír de gente desconocida en la calle. “¿Esto
pasará?” “Sabes que sí”, dijo ella. Y en su hombro, sonreí como un niñito que
estaba llorando por algo y al que, todavía con los ojos aguados, alguien le
promete que lo va a llevar al Parque Lenin si se ríe.
Me incorporé y me puse frente a ella. Me enjugué mis ojos y miré al piso,
justo antes de volverla a mirar. “¿Y tú quién eres?”, dije. “Ana”, dijo ella
con una sonrisa, minimizándolo todo como las verdaderas expertas. Yo sonreí, por
primera vez en un buen tiempo con una sonrisa verdadera. “Gracias, Ana”. Ella,
a modo de “de nada”, hizo un gesto con la cabeza.
Y fue así como, con alguna balada de saxofón detrás, una muchacha de
vestido amarillo oro y un muchacho de camisa al que alguien que lo vio desde
fuera le recordó que no todo lo que pasa en este mundo es culpa de él, bailaron
torpe, pero sentidamente, no hace muchas horas, en aquella noche de jazz en
aquel bar.
Al llegar a casa, sentado en mi closet, lloré por doce minutos. Todos y
cada uno de ellos, por mí mismo.
11 comentarios:
Raúl:
Hemingway o Wilde?
Quédate siempre detrás del hombre que dispara y delante del hombre que está cagando. Así estás a salvo de las balas y de la mierda (Hemingway).
Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo (Wilde).
Abrazo!
el que más me ha gustado de todos, genial, como escritor y como persona.
Me he visto a mi misma en lo que escribiste...pero hay que confiar y tener fe en que lo que viene sera mejor!!! Besos. Llaima.
Y por qué no te preguntas si la calidad de tu post sobre Toronto no fue lo suficientemente buena como para que tus amigos se dieran cuenta de que no estabas bien?
Si todos ellos te hicieron sentirte vivo, entonces vale la pena... con lagrimas o sin ellas!
Quizas lo que sucede es que necesitas estar cerca de gente que necesita ayuda y eso te reafirma y luego te hace daño, digo yo...
No te voy a escribir lo obvio, te quiero mucho para eso y lo sabes. Lo que más me sorprende de este post es saber que cada día tenemos más cosas en común: No me gusta el ballet, ni el Jazz y tampoco sé llorar tan fácil. Si te sirve de consuelo, de ayuda o de lo que sea. Te quiero mucho Rauli. Besoooooossssss me voy de nuevo
fue un final feliz, after all. La mayoria de las locas comunes, irredentas, megalomanas y mitomaniacas como tu, pasamos las crisis sin amigas de vestidos color oro y soft blue jazz... Con tanto sexo, tantos hombres, tanta buena suerte para encontrar a la gente correcta en los momentos en que las necesitas, sometimes I wonder, de que coño te quejas?
Me encantó el comentário anterior... =)
"la verdadera soledad, en la que sabes que lamentablemente no hay nadie como tú y nunca nadie podrá satisfacerte espiritualmente como tú necesitas"
De lo que yo pienso hoy en dia y lo pensé antes también... en definitiva mi querido Raul, nosotros venimos de planetas diferentes.
Volvi... de cuanto me he perdido!!!
Yo aprendo mucho de mis momentos malos y mis crisis tambien, a veces es necesario un poqui to de dolor para saber que se esta vivo. Al mal toempo... cojones y cabeza.
PS: no encuentro mis tildes jeje. Perdon.
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