No soy una persona que admire a todo el mundo. De hecho, es más bien lo
contrario: soy selectivo y exigente con mis gustos. Pero como el mundo está tan
lleno de talento, no son pocos los que llaman mi atención y se ganan mi
respeto. Puede ser cualquiera: personas de todo tipo y especialidad logran
seducirme con su arte, sus logros o sus personalidades. Una vez que soy
fanático a alguien, es para siempre. Nada puede hacerme cambiar mi opinión
sobre ellos, considero sus logros como míos y me rindo incondicionalmente ante
todo lo que hacen.
Pero de entre tantas personas admiradas, hay una que ocupa un lugar
especial para mí: Meryl Streep. De hecho, pocas veces digo su apellido; solo la
llamo “Meryl” a secas cuando hablo de ella, como si hubiésemos estudiado en la
misma secundaria o pasado los apagones de los noventa juntos.
Meryl es una actriz sin paralelo en la historia: 16 nominaciones a los
Oscar y 25 a los Globos de Oro, ganando dos y siete, respectivamente. Casi 50
películas en una carrera que comprende más de 30 años. Pero Meryl es más que
estadística: es pasión, es sensibilidad, es oficio. Y es que para mí, Meryl no
solo es una fuente de admiración; es también una maestra. Y no solo de
actuación, sino, y más que nada, de emoción. Meryl me ha enseñado que en el
mundo hay más de tres emociones, que el drama y la comedia han de coexistir
unidos y que en la vida el talento, el de verdad, no tiene fin.
Me encanta la Meryl joven. La madre trastornada de “Kramer contra Kramer”,
la joven que espera de “El Cazador de Venados”, o la lesbiana anorgásmica de
“Manhattan” son de mis favoritas. Una sobriedad y un estilo particular desde el
principio, como quien no pide permiso para ser buena, quien no tiene necesidad
de hacer diez películas para consagrarse. Así es Meryl.
Está la Meryl cómica, por supuesto. De hecho, no creo que nadie pueda ser
más cómica que ella cuando se lo propone. No solo en aquella alocada
“Preferidas por la muerte” en la que se revolcaba con Goldie Hawn y se viraban
cabezas y abrían huecos en la barriga en el proceso, sino, y sobre todo, en
“Postales desde el borde”, en la que interpreta a una actriz en rehabilitación.
Si bien Meryl es generalmente profunda, cuando tiene que ser superficial, nadie
le gana. ¿A quién no le gusta su actuación en “El Diablo se viste de Prada”?
Por favor, que levante la mano. No hay manos levantadas, por supuesto.
Pero cuando Meryl decide matarnos con el drama, no hay resucitación
artificial posible. Sofía. Sofía y su terrible decisión. ¿Qué fue eso? ¿La
mejor actuación de todos los tiempos? Probablemente. Oh, Sofía. Escribo de ello
y me erizo. “Los puentes de Madison” y esta mujer que pensaba que era feliz
hasta que conoce a un hombre que le cambia la vida. Y la escena final cuando
duda si salir corriendo del carro de su esposo para ir a la camioneta del otro.
Nadie puede hacer eso como Meryl. “Las horas” y esa otra lesbiana, esa a la que
la vida le pasó por el lado y no se dio cuenta. La que esperó a ser feliz en el
futuro y no supo a tiempo que en la vida hay que ser feliz en el momento en que
se es feliz.
El ser humano tiene la inútil necesidad de compararlo todo con todo. Por
eso muchos la quieren comparar todo el tiempo con Glenn Close. Yo, que no me
ando con esas tonterías limitativas, me limito a disfrutarlas por separado o,
como en aquella memorable “Casa de los Espíritus”, juntas. Y cuando la
expresiva Clara conoce a la reprimida Férula, Stanislavski se revuelve en su
tumba y yo en mi asiento. Oh, Meryl. Oh, Glenn.
Una vez un idiota que se dice actor hablaba mal de Meryl en un banco en G.
Él, que como mismo confesó, nunca la ha visto gritando que un dingo se robó a
su bebé, sentada frente a un plato de comida sin poder comérselo por tener
síndrome de abstinencia o vestida de monja y diciéndole a su cura superior que
irá a denunciarlo aunque se le cierren todas las puertas detrás, hablaba de
ella como si fuera una de las cretinas que estaban en su grupo de teatro. Él,
quien nunca la vio interpretar a cuatro personajes en una misma miniserie, un
rabino hombre y Ethel Rosemberg incluidos, quien nunca la vio debatiéndose
entre su hijo o su hija, quien nunca la vio sentada en el porche de su casa
junto a Cher, osaba poner su nombre en su boca. Mis amigos me tuvieron que
sacar de allá a la fuerza, pero me dio tiempo a decirle hasta del mal que se
iba a morir. Pensé en tirarle una piedra, pero mi puntería es fatal. Hablar mal
de Meryl. Comemierda.
Como Meryl me satisface con una mirada, no necesito saber con qué ropa fue
a Cannes o con quién se casó el fin de semana pasado en Honolulu. Yo me
conformo con buscar en Google cuál es su próximo proyecto y me emociono al saber
que Margaret Thatcher es su próxima víctima. Cierro los ojos y la veo. Pero es
por gusto, ella me sorprenderá con algo que no me espero a mitad de película.
Siempre hace lo mismo.
Me encanta cuando Meryl juega con la actuación. Como en aquellas aventuras
de Lemony Snicket en la que interpreta a la tía miedosa y loca, llena de miedos
y caritas o cuando hace la voz del hada en “Inteligencia Artificial”. O cuando
con casi 60 años se puso a cantar y a bailar en “Mamma Mia”. Para ella es un
juego, pero hasta jugando es la mejor.
¿Sabían que en Estados Unidos se instauró el 27 de mayo como “Día de Meryl
Streep”? Yo no lo sabía. ¿Cómo he podido vivir sin saber eso? ¿Cómo he podido
vivir sin tener un “Día de Meryl Streep”? ¿Mencioné que amo a Meryl Streep? No
lo suficiente.
Meryl es la reina de los acentos y las pronunciaciones. Como yo estudié
lenguas, me gusta pensar que estamos relacionados y quizás algún día ella tenga
que hacer de alguna francesa y me pregunte cómo poner la boca para hacer la “e”
francesa. Yo correré y le diré: “Ponga la boca como para decir “o” y diga “e”,
su mercé”. Pero no me hago ilusiones: Meryl se sabe la “e” francesa mejor que
yo y que cualquier francés. Y el italiano, y el sueco, y el swahili.
A Meryl la nominan todos los años al Oscar y yo me siento todos los años a
esperar que gane. No gana desde el año en que yo nací, y yo me lo tomo como una
señal. Pero sigue siendo una injusticia. Quiero que Meryl gane para emocionarme
y llorar. Pero siempre viene alguna guaricandilla y le gana al final. Mas no
importa, sé que al año siguiente ella estará ahí de nuevo, y sabe Dios dónde
estará la guaricandilla, quien, por supuesto, tiene que mencionar a Meryl en su
discurso por lo menos dos veces. Están obligadas.
Y es que Meryl se lo merece. Ya sea dudando, haciendo a África suya,
robando orquídeas en los puentes de Madison, con un tallo de hierro o un violín
en la mano, en un río salvaje luchando contra Kramer, contando las horas en la
habitación de Marvin, gritando en la oscuridad vestida de Prada o siendo la
amante del teniente francés en Manhattan, Meryl no deja de sorprender, de
convencer, de conmover.
Qué bueno que hay un día de Meryl Streep. Y debía haber una bandera, un
himno y un lema. Los niños debían estudiarla en las escuelas y las personas
debían persignarse cuando oyeran su nombre. Pero no importa, yo sí lo hago y
eso es suficiente para mí. Ahora que ya lo sé, el próximo 27 de mayo pondré un
maratón de sus mejores películas, otro de sus peores, repetiré frente al
televisor sus mejores frases, saltaré y brincaré con canciones de ABBA
interpretadas por ella, deshojaré alguna flor preguntándome si me quiere o no y
todas esas cosas que hace un hombre cuando ama a una mujer.