El otro día caminaba por la pacífica calle 21 en dirección a la no tan
pacífica calle 12 cuando de pronto sentí un olor que hizo que detuviera mi
marcha. Era un olor que aunque me pagaran no podría describir; una especie de
árbol, probablemente. No era ni un olor bueno ni uno malo, nada que hiciera que
los demás se detuvieran. Pero a mí me paró en seco. Fue algo inmediato pero
intenso, como un relámpago. Ahí estaba, no necesité más de un segundo para
reconocerlo: el olor de mi infancia.
No lo había olido en más de 15 años, y por supuesto, lo había olvidado
completamente. Mi escuela primaria Marcelo Salado, en Ciudad Libertad, estaba
llena de árboles que expedían ese olor, y probablemente este que ahora me
encontraba en 21 fuera de la misma especie.
¿Cómo se me pudo olvidar ese olor? Crecí con él. Me pasé miles de horas
bajo esos árboles esperando que me fueran a buscar. Los matutinos eran bajo
esos árboles. Las aulas estaban impregnadas de ese olor. El olor de la Marcelo
Salado. Y entonces, activados mi cerebro y mi memoria por aquel momentáneo
acercamiento a mi vida primera, me puse a pensar inconscientemente, de manera
muy rápida pero con lujo de detalles, en miles de cosas que me han pasado en mi
vida, las cuales, por no ser aparentemente trascendentes, uno deja en el
olvido.
Y me acordé de cómo mi tía me iba a buscar cada día y en como reconocía su
figura desde a 200 metros. Luego cuando me dejaron ir con Irene (Dios mío, cómo
se pudo olvidar Irene), quien recogía niños para llevarlos a la escuela. Y me
puse a pensar dónde estaría ella ahora y si todavía se acordaría de mí. Me
acordé de Ronny, a quien odiaba con toda las fuerzas de mi corazón, y en como
un día toda el aula se puso de acuerdo para darle golpes porque ya nadie lo
soportaba. Y del túnel horrible por el que teníamos que pasar antes de entrar a
Ciudad Libertad.
Pero no me detuve ahí. Recordé el día en que me caí de cabeza en mi
cumpleaños número 10 y en como mi cuñada me ayudó. Y me pregunté cómo le iría
ahora a mi cuñada. Y de cuando me besaba con Sandra en el pasillito de atrás de
mi casa. Y de cómo mi nariz sangraba todo el tiempo cuando era chiquito (que se
me haya olvidado eso es imperdonable: era la cosa más incómoda del mundo), y en
el diario disco de queso quemado por un lado en el que consistió por muchos
años mi merienda. Y de cuando había manzanas en el puesto de viandas. Y de
cuando ya no había manzanas.
Y me senté a pensar, porque ya no pude seguir caminando de la emoción, y me
acordé de algunos momentos malos y de otros buenos, y de cómo y por qué me
convertí en el niño que fui y en el hombre que soy hoy. Me acordé de cuando
estudiaba en el tecnológico de economía del Obelisco y de cómo me colaba por la
ventana una y otra vez para no ir al soleado y criminal vespertino. Y de aquel
muchacho de San Alejandro (justo enfrente), de quien nunca he podido olvidarme,
y del que algún día tendré que hacer un post. Y de la escuela al campo y de
cómo siempre me dejaban hasta el final en el surco porque no cumplía con la
norma. Y de lo bien que se dormía en aquel surco.
De aquella tarde de domingo en la que Michel y yo limpiamos la moto del
papá y me puse a pensar en cómo sería mi vida del futuro. Y el ciclón que me
pasé con Mayleni y mi tía, y comimos de una raspadura por tres días y esta era
tan dura que ni siquiera nos la pudimos comer entera a pesar del hambre
increíble. Y aquellos viajes a Varadero en el tren de Hershey de finales de los
90 junto a Libia, Yaima y Chirino y de cómo me gustaban. Y aquel campismo en
que dormimos 13 en una habitación de 4 y el miedo que pasamos cuando los
vecinos le cayeron a pedradas a nuestra cabaña por la noche porque uno de los
nuestros, cual Romeo, se había metido a una de los de ellos en una playita
cercana.
Y el viaje a la Isla en el 97 en el que tanto me emocioné en el Presidio
Modelo al ver en los circulares abandonados grafitis de los prisioneros de los
años 30 en los que hablaban de sus madres, sus esposas y sus crímenes. Y el
avión que cogí para ir y el barco que cogí para regresar (única vez en mi vida
que he cogido ambos tipos de embarcaciones). Y el día que me di cuenta que
nunca llegaría a ninguna parte siendo contador y en cómo ni siquiera fui a mi
graduación. Y en cómo detestaba a otro Michel, quien con los años se
convertiría en uno de mis mejores amigos antes de irse del país para siempre. Y
en Abelardo, quien ya era travesti en el tecnológico.
Recordé el día en que tuve sexo por primera vez, y en aquel otro en el que
realmente tuve sexo por primera vez. En el día en que conocí a Sany con 12 años
y en el día en que conocí a Ray casi 10 años después y le pedí sus zapatos
descaradamente para correr en el maratón de la escuela. Y en el día en que
estrenamos “La importancia de llamarse Ernesto” y en cómo el aplauso que me
dieron al final me llegó tanto al alma que nunca se me olvidará. Y en los
festivales de aficionados de la FLEX. Y en el primer día que llegué a la FLEX a
hacer la prueba de aptitud. Y en toda la gente de la FLEX que está ahora regada
por el mundo.
Y en aquel día en que me vestí de naranja para ir a un cine lleno de
personas vestidas de rojo. Y cuando hice de Lady Gaga en el Teatro Nacional. Y
en aquel lunes en que fuimos a ver la tercera parte del Señor de los Anillos al
Chaplin, y en cómo gritamos y aplaudimos como si fuésemos niños chiquitos
emocionados ante la primera proyección del cinematógrafo. Y del Buendía. Y de
mis clases de japonés. Y en Loyda y en como siempre se interesó por mí.
Y en miles de cosas más que me llevaron a no poder seguir caminando hacia
mi destino. Y pensé en cuán ingrato es el ser humano al olvidar todo lo que ha
vivido. Al recordar solo los momentos más malos y los más buenos, ignorando que
la vida está compuesta de millones de instantes que al olvidarlos, renunciamos
al conocimiento de nosotros mismos. Por suerte hay olores que, un día normal de
paseo, nos hacen recordarlos.
Tuve que regresar a casa, pero antes me senté en el siempre pacífico Paseo
para canalizar mi emoción. Un vecino pasó y me preguntó que qué me pasaba que
me veía tan serio. Lo miré y le dije que no se preocupara, que todo estaba
bien. Y lo estaba: en una fracción de segundo y gracias a un olor, había
recuperado los 10461 días de mi vida. Y no hay momento como ese.