miércoles, 15 de junio de 2011

El olor de los momentos olvidados


El otro día caminaba por la pacífica calle 21 en dirección a la no tan pacífica calle 12 cuando de pronto sentí un olor que hizo que detuviera mi marcha. Era un olor que aunque me pagaran no podría describir; una especie de árbol, probablemente. No era ni un olor bueno ni uno malo, nada que hiciera que los demás se detuvieran. Pero a mí me paró en seco. Fue algo inmediato pero intenso, como un relámpago. Ahí estaba, no necesité más de un segundo para reconocerlo: el olor de mi infancia.

No lo había olido en más de 15 años, y por supuesto, lo había olvidado completamente. Mi escuela primaria Marcelo Salado, en Ciudad Libertad, estaba llena de árboles que expedían ese olor, y probablemente este que ahora me encontraba en 21 fuera de la misma especie.

¿Cómo se me pudo olvidar ese olor? Crecí con él. Me pasé miles de horas bajo esos árboles esperando que me fueran a buscar. Los matutinos eran bajo esos árboles. Las aulas estaban impregnadas de ese olor. El olor de la Marcelo Salado. Y entonces, activados mi cerebro y mi memoria por aquel momentáneo acercamiento a mi vida primera, me puse a pensar inconscientemente, de manera muy rápida pero con lujo de detalles, en miles de cosas que me han pasado en mi vida, las cuales, por no ser aparentemente trascendentes, uno deja en el olvido.

Y me acordé de cómo mi tía me iba a buscar cada día y en como reconocía su figura desde a 200 metros. Luego cuando me dejaron ir con Irene (Dios mío, cómo se pudo olvidar Irene), quien recogía niños para llevarlos a la escuela. Y me puse a pensar dónde estaría ella ahora y si todavía se acordaría de mí. Me acordé de Ronny, a quien odiaba con toda las fuerzas de mi corazón, y en como un día toda el aula se puso de acuerdo para darle golpes porque ya nadie lo soportaba. Y del túnel horrible por el que teníamos que pasar antes de entrar a Ciudad Libertad.

Pero no me detuve ahí. Recordé el día en que me caí de cabeza en mi cumpleaños número 10 y en como mi cuñada me ayudó. Y me pregunté cómo le iría ahora a mi cuñada. Y de cuando me besaba con Sandra en el pasillito de atrás de mi casa. Y de cómo mi nariz sangraba todo el tiempo cuando era chiquito (que se me haya olvidado eso es imperdonable: era la cosa más incómoda del mundo), y en el diario disco de queso quemado por un lado en el que consistió por muchos años mi merienda. Y de cuando había manzanas en el puesto de viandas. Y de cuando ya no había manzanas.

Y me senté a pensar, porque ya no pude seguir caminando de la emoción, y me acordé de algunos momentos malos y de otros buenos, y de cómo y por qué me convertí en el niño que fui y en el hombre que soy hoy. Me acordé de cuando estudiaba en el tecnológico de economía del Obelisco y de cómo me colaba por la ventana una y otra vez para no ir al soleado y criminal vespertino. Y de aquel muchacho de San Alejandro (justo enfrente), de quien nunca he podido olvidarme, y del que algún día tendré que hacer un post. Y de la escuela al campo y de cómo siempre me dejaban hasta el final en el surco porque no cumplía con la norma. Y de lo bien que se dormía en aquel surco.

De aquella tarde de domingo en la que Michel y yo limpiamos la moto del papá y me puse a pensar en cómo sería mi vida del futuro. Y el ciclón que me pasé con Mayleni y mi tía, y comimos de una raspadura por tres días y esta era tan dura que ni siquiera nos la pudimos comer entera a pesar del hambre increíble. Y aquellos viajes a Varadero en el tren de Hershey de finales de los 90 junto a Libia, Yaima y Chirino y de cómo me gustaban. Y aquel campismo en que dormimos 13 en una habitación de 4 y el miedo que pasamos cuando los vecinos le cayeron a pedradas a nuestra cabaña por la noche porque uno de los nuestros, cual Romeo, se había metido a una de los de ellos en una playita cercana.

Y el viaje a la Isla en el 97 en el que tanto me emocioné en el Presidio Modelo al ver en los circulares abandonados grafitis de los prisioneros de los años 30 en los que hablaban de sus madres, sus esposas y sus crímenes. Y el avión que cogí para ir y el barco que cogí para regresar (única vez en mi vida que he cogido ambos tipos de embarcaciones). Y el día que me di cuenta que nunca llegaría a ninguna parte siendo contador y en cómo ni siquiera fui a mi graduación. Y en cómo detestaba a otro Michel, quien con los años se convertiría en uno de mis mejores amigos antes de irse del país para siempre. Y en Abelardo, quien ya era travesti en el tecnológico.

Recordé el día en que tuve sexo por primera vez, y en aquel otro en el que realmente tuve sexo por primera vez. En el día en que conocí a Sany con 12 años y en el día en que conocí a Ray casi 10 años después y le pedí sus zapatos descaradamente para correr en el maratón de la escuela. Y en el día en que estrenamos “La importancia de llamarse Ernesto” y en cómo el aplauso que me dieron al final me llegó tanto al alma que nunca se me olvidará. Y en los festivales de aficionados de la FLEX. Y en el primer día que llegué a la FLEX a hacer la prueba de aptitud. Y en toda la gente de la FLEX que está ahora regada por el mundo.

Y en aquel día en que me vestí de naranja para ir a un cine lleno de personas vestidas de rojo. Y cuando hice de Lady Gaga en el Teatro Nacional. Y en aquel lunes en que fuimos a ver la tercera parte del Señor de los Anillos al Chaplin, y en cómo gritamos y aplaudimos como si fuésemos niños chiquitos emocionados ante la primera proyección del cinematógrafo. Y del Buendía. Y de mis clases de japonés. Y en Loyda y en como siempre se interesó por mí.

Y en miles de cosas más que me llevaron a no poder seguir caminando hacia mi destino. Y pensé en cuán ingrato es el ser humano al olvidar todo lo que ha vivido. Al recordar solo los momentos más malos y los más buenos, ignorando que la vida está compuesta de millones de instantes que al olvidarlos, renunciamos al conocimiento de nosotros mismos. Por suerte hay olores que, un día normal de paseo, nos hacen recordarlos.

Tuve que regresar a casa, pero antes me senté en el siempre pacífico Paseo para canalizar mi emoción. Un vecino pasó y me preguntó que qué me pasaba que me veía tan serio. Lo miré y le dije que no se preocupara, que todo estaba bien. Y lo estaba: en una fracción de segundo y gracias a un olor, había recuperado los 10461 días de mi vida. Y no hay momento como ese.


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