Lo encontré en un lugar donde todo el mundo se besaba. Más bien
digamos que lo reencontré. Se parecía a alguien pero no tuve ni siquiera la intención
de precisar a quién. Se lo dije a mi amigo cubano, a mi lado, pero no me
interesó buscar en mi memoria a quién me recordaba. Solo me concentré en lograr
besarlo. Parecía argelino, o algún otro tipo de árabe, de los que hay miles y
miles en Montreal. Lindo, quizás demasiado. Peligrosamente lindo. Lo sabía.
Masticaba chicle todo el tiempo demostrando la altanería propia del que es
lindo y está en un lugar en el que ser lindo lo es todo. No tan alto, pelo
rizado corto y un perfil de cara extremadamente fino que lo hacía
peligrosamente hermoso. Peligrosamente conocido.
Él no me vio. O quizás sí, pero cuando me fijé en él y le hice el
comentario a mi amigo, él intentaba - sorpresivamente sin éxito - besarse con
un insignificante muchacho de mirada lánguida. Al ver que no me miraba y otros
sí, le retiré mi atención y me besé con estos otros. Otros sin importancia.
Irrelevantes para esta historia y para mi vida. Y luego busqué a otros nuevos
para besarlos y olvidar con estos a los que había besado, en un proceso de
sustitución y acumulación que conduce casi siempre a la plenitud, la cual el
hombre confunde comúnmente con felicidad. Sobre todo un sábado en la noche.
Cuántas nacionalidades en esta ciudad. Tantas, que uno ni intenta
ya adivinarlas. Uno se hace un aproximado en la cabeza y con eso basta.
Europeos, africanos, latinos, asiáticos, norteños. Negros, rubios, árabes,
indios. Pequeños, altos, de ojos rasgados, pelos rizados o bocas voluptuosas.
La verdadera pluralidad. Y todos con un solo objetivo: besarse. Buscando en la
variedad no el sabor más especial, sino la unión de muchos, y satisfacer así
instintos aprendidos a reprimir desde pequeños. Diversos por fuera; por dentro,
todos iguales.
Luego de algunas vueltas y algunos besos me lo encontré. Reencontré.
No había nadie cerca, solo él y yo. Nuestros ojos se cruzaron por tan solo un
segundo cuando caminábamos uno en dirección al otro y no lo volví a mirar. Hace
mucho que aprendí que para conquistar a los altaneros hay que hacerles ver que
no te importan. Pero él insistió. En vez de seguir de largo se paró a mi lado y
me miró fijo. Con esa indecencia propia de los que se saben deseables. Yo
también me detuve y miré al infinito como buscando algo que no existía pero
distinguiendo perfectamente su cara, justo al lado mío y apuntando directamente
hacia mí. Sin desvíos.
Después de dos segundos, lo miré directamente. Con mi cara de malo
que siempre funciona. Él me miró con su cara de puto que no tiene nada que
perder con un rechazo, la cual seguro también siempre le funciona. Sonrisa y
chicle en plena acción. Me gustó. Hacía mucho me gustaba, de todas formas. Pero
él no tenía que saberlo. Entonces, ya sabiéndose ganador, alargó aún más su
sonrisa y me dio la espalda, empezando a caminar. Dos metros después, una
mirada hacia atrás para garantizar que lo siguieran. Lo hice. Cuatro metros de
persecución a corta distancia, una curva y lo perdí de vista por unos instantes
hasta que la doblé yo también y tuve que pararme en seco para no tropezar con
él, justo a mi izquierda, recostado provocadoramente a la pared.
Besar. Qué hermosa tarea que la vida nos ha asignado. Rocé su boca
ligeramente con la mía para poderlo hacer sentir mi aliento y sentir el de él.
Limpio. El chicle. Puse una mano en su cara y lo toqué. Como si fuera mío. Era
mío. Con esa posesión momentánea, pero real, que tienen los encuentros
ocasionales. La otra mano levantó su pullover sin que se diera cuenta y tocó
directamente su cintura. Cuando la sintió abrió la boca ligeramente, como
sorprendido y excitado al mismo tiempo, en el mismo momento en que la mano en
su cara pasó a su cuello y lo apretó indicando claramente la posesión. Lo miré
a sus ojos oscuros. Me miró de vuelta. Y entonces lo hice. Abrí mi boca, él la
suya, y cuando ambas se unieron y los alientos se mezclaron provocando un vapor
excitante, una lengua buscó a la otra hasta encontrarla y comenzar un juego de
movimientos alternos y simétricos. La mano de la cintura subió por un costado
de su torso para ir a encontrar, ella sola, una mano de él que, como si
estuviese sorprendida, estaba pegada a una pared en posición rígida. Y así
quedamos, con las bocas unidas, las manos entrecruzadas y una rodilla
presionando levemente un entrepierna. Besar. Qué hermosa tarea que la vida nos
ha asignado.
En medio de nuestro beso algo pasó. O mejor dicho: alguien pasó.
Alguien que nunca vi, pero que oí a la perfección hablar en un francés
claramente quebequense. “Los cubanos siempre son ardientes” dijo, repitiendo un
estereotipo para nada cierto pero que las personas del mundo, incluidos los
propios cubanos, se esfuerzan en creer y repetir para poder pensar aliviados
que en alguna parte del mundo hay una isla llena de hombres ardientes y
apasionados. Casi no le presté atención. Besar era lo único que me importaba.
Había logrado lo que quería, no iba a interesarme ahora en nada más.
Mas entonces, mis cinco sentidos, que rara vez me abandonan, me
hicieron salirme por un segundo del beso. Nadie sabía ahí que yo era cubano.
¿Se lo había dicho a alguien en medio de los besos? ¿A alguien que regresaba
ahora a correr la voz? No. Siempre calculo muy bien cuándo decir que soy
cubano. Justo luego de que vean que no soy como los que ellos creen que es un
cubano. Para molestar. A todos. A los cubanos y a los no cubanos. Para que vean
que no todos somos iguales y no somos menos cubanos por ello. Pero entonces
asumí que mi amigo, en medio de sus besos, había dicho su nacionalidad y los
otros habían asumido que era también la mía al vernos hablar en español entre
nosotros. Sí, debía ser eso.
Satisfecho con mi propia teoría regresé a besarlo. Regresé en mi
cabeza, porque en la realidad no había dejado de hacerlo. Después de sus
labios, besé su mentón, su cuello, una mano que llevé hasta mi boca. Mientras
besaba su mano lo miré a los ojos. Él vio que lo miraba y comenzó a masticar su
olvidado chicle. Entonces me di cuenta que estaba nervioso. El chicle era su
arma de defensa, no de ataque. Lo ayudaba a sentirse menos fuera de lugar, para
creerse él mismo que el besarse con todos era algo fácil. Adorable. Pero
entonces, ante su vulnerabilidad momentánea y fugaz, me di cuenta.
No sé por qué, solo me vino a la cabeza. Quizás fueron las
palabras del desconocido, la sensación que tenía desde que lo vi, o su mirada
nerviosa que duró un segundo pero que me enseñó otra cara de él. Quizás fue la
mezcla de todo, o de algo más que ahora ni siquiera puedo recordar, pero en un
solo segundo me di cuenta de algo que ni remotamente me había pasado por la
cabeza antes. Las verdaderas iluminaciones no tienen explicación. Sorprendido
ante mi propia teoría, pero casi convencido de esta, solo había una manera de
corroborarla.
“El cubano eres tú”, dije, en pleno español de Cuba, sorprendido
pero no preguntando. Afirmando. “¿Qué?” dijo él al reconocer por un instante lo
que le pareció el idioma del lugar donde nació. “¿Eres cubano?” repetí, no solo
preguntando esta vez, sino haciéndolo más despacio en una variante de español
que no es la mía, pero que uso desde que descubrí que nadie me entendía. Respondió
afirmativamente con la cabeza. Miró hacia el lado y siguió con su chicle como
si fuese una estrella de cine que se incomoda cuando alguien la identifica en
un lugar en el que quería pasar desapercibida. Pura arrogancia. La arrogancia
que viene de venir de un país que los otros consideran exótico.
Lo miré y me deleité en la pequeña venganza que estaba a punto de
infligirle. “Yo también”, dije, de nuevo en un español que no es el mío. Lo
dije como quien ni siquiera lo cree. Como quien lo dice para imitar. Parte del
juego de la venganza. Me miró con un gesto de incredulidad e hizo una mueca con
la cara expresando que la broma no tenía sentido, olvidando el acento que había
escuchado unos segundos atrás en mi pregunta primera. Siempre me pasa. Nadie me
cree que soy cubano. Ni los mismos cubanos. Arma a favor.
“Por eso tu cara me era conocida”, le dije, mientras le daba un
beso en la boca. “Creo que te equivocas”, dijo algo alterado, “yo no te
conozco”. “Pues yo a ti sí”. Otro beso. Todos de mí hacia él y no a la inversa.
“No sé de dónde (beso) pero te conozco. Quizás de la Cujae (beso), de Coppelia
(beso), de caminar por 23 (beso más largo y aún más frío de su parte)”. Al
despegar su boca de la mía, lo miré. Tenía cara de sorpresa. Los referentes
locales habían funcionado. Aproveché mi ventaja para seguir besándolo. Me
encantaba saber que le quitaba la arrogancia poco a poco, pero más disfrutaba
saber que era cubano. Cuando lo vi y me recordó a alguien, no me pude ni
imaginar remotamente que era ese. Tan lejos de Cuba. En un lugar tan lejos de
todo aparentemente. Ahora solo tenía que acordarme de quién era.
Pero para eso había tiempo. Sabiendo como sé que en lugares como
ese las conversaciones importantes hay que mezclarlas con mucho morbo o se
pierde la presa, levanté su pullover, me agaché y besé su abdomen mientras
sujetaba su cintura entre mis manos. Luego, metiendo mi cabeza dentro del
pullover poco a poco besé el costado de su cintura y lo sentí erizarse. Fui
subiendo poco a poco por su torso rozando mi nariz hasta llegar al pecho. Y
ahí, justo cuando llegué, en medio de la oscuridad que provocaba el estar
dentro de su pullover, que se sumaba a la oscuridad que había en aquel lugar ya
de por sí, justo cuando no veía su cara, pero podía claramente sentir el calor
de su pecho, me acordé.
Yo era joven. Muy joven. Hay una línea divisoria en nuestras vidas
y antes de ella somos jóvenes y después de ella somos los verdaderos nosotros.
Pues cuando lo encontré era antes de esa línea. Mucho antes. Antes de ser el
verdadero yo. Cuando era inexperto, ingenuo y no tenía la malicia que solo dan
los años. Ni siquiera sé si sabía besar como sé ahora. Probablemente sí, pero
no lo sabía y de poco sirve saber algo si no sabes que lo sabes. Pues ahí fue
cuando lo encontré por primera vez. Cuando verdaderamente lo encontré. Muchos
años antes del chicle y de Montreal.
¿Cómo pude olvidarme de él? ¿Cómo pude ver a alguien parecido y no
acordarme inmediatamente? ¿Cómo? ¿Cómo es que uno puede olvidarse de todo?
No sé cuándo fue la primera vez que lo vi, pero sé que siempre me
gustó. Yo tendría 18 años y el ser gay era tan nuevo que ni siquiera lo había
hecho. No pensaba en otra cosa desde hacía años pero no había movido un dedo
para materializar mis deseos. Él no. Él sí había hecho. Tenía un novio. Uno
lindo y macho, que con el tiempo se volvió viejo y ordinario. Pero a mí me
gustaba él. Tenía cara de puta. Una puta mucho más inocente que la de ahora,
pero puta. Miraba de arriba a abajo sin vergüenza, como buscando en uno
condiciones capaces de satisfacerlo sexualmente. Miradas a las que cuando uno
es muy joven, no sabe muy bien cómo responder.
Lo vi mucho. Por mucho tiempo. En los cines, en los parques, en
las calles comunes. No debía vivir muy lejos porque hubo una época en que no
paraba de verlo. Solo, con el novio, con el novio y alguna amiga, con varios
amigos. Los demás no sabían que ellos eran novios, pero yo sí. Pero nadie me
notaba. Yo no era nadie. No tenía personalidad. O sí la tenía, pero la
escondía, lo cual es lo mismo. A veces sí me miraba de arriba a abajo pero imagino
que hiciera lo mismo con todos. El novio nunca ni siquiera me notó.
En mi casa pensaba en lo que haría la próxima vez que lo viera. En
qué le diría, en cómo caminaría para que me notara, en cómo lo miraría.
Imaginaba escenarios en mi mente en los que la lluvia nos hacía quedarnos
juntos en el mismo espacio atrapados, en los que teníamos amigos comunes que
nos presentaban, en que un día, sin razón, nos besábamos detrás de un árbol sin
siquiera haber intercambiado una palabra antes. Todo bien planeado. Tenía todo
el tiempo del mundo para desarrollar mi plan y lograr finalmente, no solo estar
con un hombre, sino estar con él, cuya mirada nunca dejó de fascinarme.
Y un día no lo vi más. Nunca más. Y lo que más me molesta es que
nunca me di cuenta que lo había dejado de ver. Eso es lo que más me duele y ni
siquiera sé si puedo explicar por qué. Tuvo que pasar mucho tiempo, tuve que
cruzar la línea divisoria de mi vida, conocer a muchos más hombres, más y menos
importantes, tuve que tener miles de aventuras, declararme harto de todo y
viajar al norte para en una noche oscura darme cuenta de que lo había dejado de
ver.
Entonces me dio lástima. Lástima conmigo mismo cuando tenía 18
años. Tan solo, tan desamparado. Me vi sentado imaginando planes para conquistarlo
mientras él cogía un avión y se iba. Me vi buscándolo por las calles mientras
él, que ni siquiera me había mirado nunca, comenzaba su vida en otro lado. Me
vi emocionado mientras él pensaba con añoranza en su novio lindo y macho que
había dejado detrás. Y para colmo ni siquiera me di cuenta nunca. Un día no lo
vi y pensé que quizás al día siguiente lo vería. Y así hasta que cuando me vine
a dar cuenta lo tenía delante de mí más de 10 años después y me puse a pensar
en cuándo fue que se fue y en cómo nunca me di cuenta.
Me dolió. Ni siquiera sé todavía por qué me dolió tanto. Debajo de
su pullover, tan cerca de él, me di cuenta por primera vez de lo lejos que se
había ido de mí. No es justo. Los cubanos crecemos con patrones que nos dejan,
con gente que no existe más. Con gente que se va y ahora vive por otros lados.
Y lo peor es que a veces ni siquiera los extrañamos. Ni siquiera nos damos
cuenta que se han ido. O mejor aún: sí los extrañamos pero no lo sabemos hasta
que un día alguien, quizás ellos mismos, nos recuerda su ausencia y nos damos
cuenta de que somos huérfanos. Los cubanos somos huérfanos. Y ni cuenta nos
damos.
Salí de abajo de su pullover y lo miré. Lo miré fijo. Cansado,
decepcionado y derrotado como si hubiese descubierto su traición cuando estaba
allá abajo. “Estudiabas medicina”, le dije serio. Su cara no reflejó nada.
“Tenías un novio y andabas siempre con él”. “Vivías en el Vedado”. “Tenías cara
de puta”, agregué, casi para mí mismo. Él no dijo nada. Solo me miró fijo.
Serio. Ni sombra del chicle por ningún lado. “¿Y tú quién eras?”, se limitó a
decirme, como si con esa sola pregunta admitiera todo.
Yo miré al infinito, como buscando algo que no existía, y le dije:
“Yo era yo mismo, pero no lo sabía”. “Y después, cuando ya lo sabía, tú no
estabas”. “Y nunca me di cuenta”.
“¿Dónde te fuiste?”, pregunté, algo más pragmático, como quien
sabe que tanta pasión no debe ser mostrada a desconocidos. Desconocidos que al
final no tienen la culpa de haberse ido y que se asustan al ver tanta emoción.
“Miami”, dijo. Lógico. “¿Y tú?”, agregó. “A ninguna parte”, dije. “No estás en
el Vedado”, agregó. Entonces pensé en si alguien algún día notaría al
reencontrarme que llevaba años sin verme y que me había extrañado sin saberlo.
En si dejaría también huérfanos detrás de mí. Por toda respuesta, me encogí de
hombros.
Como no había nada más que hacer ni que decir, lo besé. Pero no
como antes. Sin lujuria. Como por primera vez. Lo besé y me imaginé que tenía
18 años y lograba lo que siempre quise. Al terminar acomodé mi cabeza en su
pecho y ahí me quedé. Con los ojos abiertos. No sé si le pareció raro, pero me
lo debía. En todo caso, no hizo ni dijo nada.
Después de un tiempo prudencial - las emociones tienen un tiempo
prudencial y no debemos excederlo - me despegué y lo dejé ir. Ya no sentía
nada, de todas formas. Él sonrió y se fue, dándome una palmada en el hombro
antes de irse. Seguro nunca supo qué fue lo que pasó. Mejor así.
Me quedé recostado a la pared. Alguien pasó y me preguntó en
inglés: “¿Quieres besarte?”. “No, gracias”, respondí mientras sonreía
amablemente. Saqué mi celular y vi un mensaje de mi amigo cubano: “Me fui. Me
cansé”. Justo mis pensamientos. Uno se cansa de sus propias emociones intensas.
De su propio pasado.
Así que me paré y después de varias curvas, llegué a la puerta.
Ahí me lo encontré. Reencontré. Podría decirse que era otra persona. No había
un trazo de arrogancia en él. Era diferente. Mucho más joven. Mucho más lindo.
También estaba cansado. Para que no fuera todo aún más raro, fingí que no me
iba y caminé para el otro lado. A modo de despedida, lo miré, me llevé los
dedos a la frente y dije: “Pioneros por el comunismo…”. Él me miró como aún sin
saber qué era lo que había pasado, pero me sonrió justo antes de salir.
Me senté al lado de un fortachón y esperé un tiempo lógico para no
tener que volverlo a ver en la calle. Ya nos habíamos reencontrado lo
suficiente. Me pregunté si algún día lo volvería a ver. No lo creo, pero
tampoco creo que importe. Él no fue el problema. El problema fue…Ni siquiera sé
cuál fue. Mi encuentro conmigo mismo cuando era joven, la sensación de orfandad
atrasada, no lo sé. Pero sé que cuando lo vi salir por la puerta algo se
arregló. Fue como darle un final a algo que ni siquiera sabía que tenía que
darle un final. Añorar. Qué extraña tarea que la vida nos ha asignado.
Mientras pensaba en todo esto, un muchacho vino y se sentó a mi
lado. Se puso a hablar con el fortachón en un mal francés. Cuántas
nacionalidades. Tantas, que ya uno ni intenta adivinarlas. Hasta que te golpean
directo en la cara. El muchacho le preguntó al fortachón de dónde venía y este,
de tantas nacionalidades que podía decir, dijo que venía de Cuba.
Yo me eché a reír sin mirarlos. Una risa natural y espontánea, que
no necesito explicar porque todos ustedes compartirán conmigo. Ellos me miraron
asombrados. Entonces el fortachón, usando su supuesto encanto de nacido en un
país exótico me dijo en su mal francés: “¿Qué? ¿Nunca has conocido a un
cubano?” mientras sonreía seductoramente.
Yo dejé de reír, me levanté y me paré frente a él, lo miré a los
ojos, y en el claro español de nuestra infancia común que tanto sorprende y
emociona a aquellos que se fueron y ahora viven por otros lados cuando lo
escuchan, le dije: “Sí. Unos cuantos”.
8 comentarios:
Genial Raúl!
De alguna manera resume el drama de un "cubano gay en el extranjero", que como todo en este mundo, cada quien lo vive y sufre a su manera. Es bueno, muy bueno, volverte a leer en tu blog. Facebook está bien, pero no sé, no es lo mismo...
Sabes que donde quiera que estés, siempre te recuerdo, y siempre te quiero.
Abrazos
Yo también siempre te recuerdo, mi querido O ;-)
De todo, creo que me quedo con ese momento en que también me sentí joven, o invisible
Tambien he dejado de ver a mucha gente, algunos reencontrados gracias Mark Zukemberg, otros no.Uno, si se acuerda se pregunta muchas cosas, hasta si siguen vivos o no. Los reencuentras, pero no es lo mismo, la vida se encarga que no sea igual.
Eres INCREIBLE, pero eso creo que ya tú lo sabes, sabía que me sorprenderías pero nunca me imaginé que tanto, un besooo
Preteritos fantasmas!
Relato cargado de emociones fuertes y apenas contenidas. Emociones que --advierto emocionado (pleonasmo deliberado)-- terminaron derramándose hacia la sección de comentarios ;-)
Eres uno de mis escritores favoritos. Tan inteligente; quiza me llega aun mas porque leo en lo que escribes cosas de nuestra generacion y nuestro pais que pienso y siento; quiza porque comulgo con muchas de tus maneras de ver el mundo. Incluso me gusta que no me gusta todo. Espero que algun dia (cercano, para que lo aproveches por mucho tiempo) te vuelvas famoso y rico, estare orgullosa de mi prediccion (y creere algo en la justicia en el mundo).
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