Segunda parte: Una vida de closet y olas
Es increíble lo insoportablemente agónica que puede resultar la ciudad cuando uno está buscando a alguien que no aparece. Uno se levanta por las mañanas y confía en que ese día sí habrá progresos en la búsqueda, pero a medida que el día avanza todo va resultando igual que el día anterior, y ya para cuando cae la noche y uno está de camino a casa, se da cuenta, desilusionado, que fue otro día en que nada pasó. Así buscaba yo a Sergio, decidido a contarle mis sentimientos por él. Fui a la Cujae, busqué por el lejano municipio donde me había dicho que vivía, fui a conciertos y manifestaciones donde hubiera mucha gente… Hice de todo. Pero nada.
Hasta que unos tres meses después, cuando ya pensaba menos en ello (hasta las pasiones más intensas son atenuadas por el paso del tiempo), lo encontré. Bueno, en realidad fue él quien me encontró. Caminaba yo por una conocida calle cuando escuché un emocionado “¡Raúl!”. Un segundo después, el emocionado era yo cuando vi a Sergio caminar en mi dirección sonriendo. Con esa sonrisa que solo quería decir una cosa: él también me había estado buscando. Yo no supe muy bien qué decir, salvo reírme como cretino.
“Sabía que nos veríamos de nuevo”, dijo. Y yo me pregunté si hubiera estado bien decirle que yo lo había buscado hasta en los centros espirituales. Si hubiese sido hoy, se lo habría dicho. Pero en esa ocasión no dije nada. Tampoco dije nada sobre lo que había experimentado aquel día en que se fue de la playa, y que había sido mi misión fundamental en los pasados tres meses. “Es una ciudad pequeña”, dije yo. Qué frase tan idiota, con todo lo que podría haberle dicho.
Después de una conversación en la que se alternaron los “ehhh” y los “ahhh”, indicadores de lo sorpresivo del encuentro para ambos, finalmente alguien dijo algo coherente. “Quisiera que nos viéramos de nuevo”, salió de su boca. “¡Ahhhhhhhhhhh!” salió de mi mente. “Esta vez sin olas”, dije. “Siempre hay olas”, dijo. No sé qué quiso decir, pero siempre la consideraré como una frase profética. Después que le di todos mis correos electrónicos, teléfonos, códigos postales y números de seguridad social, nos despedimos con esa cara de quien no tiene ningunas ganas de hacerlo, pero que lo hace emocionado porque sabe que de todas formas se volverán a ver muy pronto.
Cuando ya casi me iba, lo solté. “Aquel día en que te fuiste de la playa…”, dije. “¿Sí?”, preguntó él al ver que yo no seguía hablando. Y no pude seguir diciéndolo. Tuve miedo a cómo podría sonar. Decidí dejarlo para luego. “…casi me mata una ola”, mentí. “El que por su gusto muere…”, me dijo sonriente. Y yo sonreí también. Regresé a casa saltando en una sola pata, cantando canciones románticas en español (las que normalmente detesto) y sonriéndole a todo lo que se movía.
Y así nos volvimos a encontrar. Ahora sin nuestras familias cerca. Aunque también sin las olas. No le pusimos nombre a nuestra relación, hubiese sido incómodo e innecesario. Nos veíamos una vez a la semana, a veces hasta dos. En los mediodías, cuando terminábamos las sesiones matutinas de nuestras universidades. Y en aquel cuarto, él era él mismo. Nos reíamos mucho y siempre estábamos apretujados. Mi hermoso ucraniano y yo.
En la calle no era tan así. A veces se ponía nervioso cuando me veía, e incluso un día me lo encontré con Marta y ambos nos quisimos morir. Para colmo, tuvimos que saludarnos, porque nos habíamos conocido todos en Varadero. Después de algo de conversación banal sobre universidades y cosas, nos dijimos adiós, y yo me quedé solo sentado en un parque pensando en las injusticias del mundo y de la sociedad.
De vuelta a la intimidad, me contó cómo Marta cada día le gustaba menos. Y yo quise decirle que la dejara y que asumiera lo que tenía que asumir. Quise decirle que salir del closet es difícil para todos, pero que hay que hacerlo si en realidad uno cree que es lo que tiene que hacer. Que aunque sea difícil, sigue siendo mejor que vivir una vida de mentiras. Pero no dije nada. Solo lo escuché.
Tampoco le dije que aquel día que se fue de la playa me di cuenta que era un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida. Algunos dicen “te quiero”; otros dicen “aquel día en que te fuiste de la playa, me di cuenta que eras un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida”. Pero nada salió de mi boca.
Sin embargo, empezó a cambiar. Cada vez se volvía más radical, detestaba más a Marta y empezaba a darse cuenta que había un mundo allá fuera. Un día se lo sugerí como quien no le da mucha importancia al asunto. “¿Por qué no lo haces y ya? Yo lo hice. Todos lo hacemos. Y al principio, también nos da mucho miedo.” Se puso nervioso y dijo que no, que sus padres se volverían locos, que su vida no estaba estructurada para eso, que Marta… Lo mismo que pensamos todos antes de salir, quizás un tanto peor en su caso, ya que era un chico con arraigados valores de familia. Con cenas familiares los domingos a las que yo nunca estuve invitado. Pero después de todo, ¿no era por esos valores que tanto me había gustado al inicio?
Y así estuvimos algunos meses. Él en su closet, su vida bígama, sus discotecas de heterosexuales, sus amigos, su Marta. Yo, por mi lado, había llegado al punto de no dejar de pensar en él. Nunca se lo dije, para no presionarlo aún más, pero lo sentía. Y de cierta forma, él también lo sabía. Un día en que estábamos abrazados, me dijo: “Si algún día todo fuera diferente, me gustaría que estuvieras al lado mío”. Hay quien dice: “Te quiero”; hay quien dice: “Si algún día todo fuera diferente, me gustaría que estuvieras al lado mío”.
Como éramos, aún sin decirlo, algo parecido a novios, caímos en la lógica fase en la que yo me ponía (abiertamente) celoso de Marta y él de todo lo que se acercara a mí cuando él no estaba. Un día en que coincidimos en un cine y yo estaba con unos amigos, me siguió hasta el baño y me preguntó incómodo si alguno de ellos estaba conmigo. Él andaba con Marta, pero no hice alusión a ello. Le dije que no, que eran mis amigos. Me dijo, melancólico, que quería irse conmigo esa noche, que quería salir de ese cine conmigo. Yo lo miré serio. ¿Qué se puede decir en un momento como ese? O se dice “Sal conmigo y olvídate de todo lo demás” o no se dice nada. Una vez más, no dije nada.
Pero un día todo explotó. De la manera más accidental. Yo iba a encontrarme con él en uno de nuestros mediodías cuando, en la distancia, lo vi conversando con una conocida mía. Me quedé alejado, esperando que dejaran de conversar, hasta que finalmente se despidieron y ella comenzó a caminar en mi dirección. Al verme me saludó y, al preguntarle qué hacía por allí, me dijo: “Aquí, conversando con el esposo de una amiga mía”. Al molestarme su error de vocabulario, mi orgullo no pudo evitar corregirla: “¿Cuál? ¿Aquel? Ah, yo también los conocí en un viaje a Varadero, a él y a la novia. Pero no creo que estén casados.” “Ah, sí, están casados, yo misma fui a su boda”, me dijo ella muy tranquila, sin sospechar que la noticia que me estaba dando era peor que un golpe en el estómago.
Deseé tanto que fuera mentira. Que fuera un error. Me despedí de ella, fingiendo que todo estaba normal, pero cuando llegué frente a él, ya no podía fingir nada. “¿Estás casado?” fue lo primero que dije. Su sonrisa de recibimiento se trasformó inmediatamente en silencio. Un silencio que no podía ser otra cosa que una confirmación. Yo bajé la cabeza y lo único que atiné a decir fue: “Tienes 21 años, ¿qué haces casado?”. Se me había olvidado que Sergio era el chico familiar. De los que se casan y tienen hijos para complacer a su familia perfecta.
“Todo es mentira”, me dijo triste. “¿Qué?”, pregunté agresivo. “Ella sabe que a mí me gustan los hombres”, me dijo. “¿Qué?”, dije, mucho menos agresivo y mucho más sorprendido. “Nunca me acuesto con ella”, agregó, como para hacer aquello aún más confuso. “Eso es mentira”, le dije, “como el nunca decirme que se habían casado”. “No lo es”, me dijo. Y le creí.
Era ese momento o nunca. Así que arremetí: “Déjala. Díselo a todo el mundo. Tu padre no se va a morir, los vecinos se acostumbrarán enseguida y si alguien te deja de hablar pues nunca fue amigo tuyo.” “¡Hazlo!”, seguí, lleno de furia. “A ti no te gustan las mujeres, tú lo sabes bien. Tú no eres bisexual ni nada de eso. ¡Te gustan los hombres!”. “Para”, dijo. “No, no paro”, le dije en el tono más alto que podía sin que nadie se diera cuenta que nos estábamos fajando. Pero paré. Me llamé a capítulo y algo más sereno – y triste - le dije: “Me voy”. Era para siempre. Él lo supo, pero se quedó callado. Solo se quedó recostado a aquella reja.
Me sentí mal. Molesto, triste, y deprimido. Me dije que no me fijaría más en ningún hombre con problemas de aceptación. Me buscaría uno como yo, que nunca salió del closet dando gritos para que todos lo oyeran, pero que lo hizo. Con algo de miedo al inicio, pero que lo hizo. Que no me importó que me pudieran criticar o juzgar. Pero me dio cosa con Sergio. Si tan solo hubiese sido diferente…
Y una mañana de sábado tocó a mi puerta. Nunca lo había hecho. Siempre nos habíamos visto en otra parte. Pero ahí estaba, con un pullover azul de cuello blanco en la puerta de mi casa. Tan lindo como siempre, con sus ojos verdes, su pelito lacio y su carita de ucraniano. Le sonreí. “¿Qué?”, le dije. Y movió la cabeza para el lado. Un movimiento que quería decir: “Estoy aquí. Haz lo que quieras, yo iré contigo”.
Ese fue el día en que Sergio salió del closet. Lo abracé y se lo presenté a mi tía, quien nos miró asombrada. Él sonrió como un muchacho modesto al que felicitan el día de su graduación. Caminamos por la calle. No hicimos nada del otro mundo, solo sentarnos en el césped de la calle G en pleno día. Salir del closet no es salir cantando y gritándole a todo el mundo que uno es gay. Salir del closet es sentarse en el césped de la calle G y conversar de la vida sin que te importe lo que piense el resto del mundo. Y así se hizo.
Me llevó a su casa. Solo estaba su mamá y sus dos hermanas. Ya nos conocíamos del viaje a Varadero. Ellas lo sabían, se les veía en la mirada. Yo fui más que agradable y la pasamos bien. Él se rió y se vio feliz, liberado, mientras yo hablaba con su familia. En su cuarto hacía planes del estilo de “iremos a tal parte” y “te presentaré a Fulano”. Y yo pensé, ese sábado, en lo esperanzados que estábamos, no solo él, sino yo, ante la idea de pasar muchos años uno al lado del otro.
Estuvimos tantas horas juntos ese día que me pareció que el día anterior había sido muchísimo tiempo atrás. En la noche fuimos a un cine. Al mismo del que quiso salir junto a mí aquella vez. En la entrada nos encontramos a un compañero de su escuela. Lo saludó nervioso, pero seguro. Y me presentó. Como a un amigo, por supuesto. Yo actué lo más neutral posible y el muchacho, quien nunca supe si se dio cuenta de algo, fue también muy natural.
Cuando veíamos la película, puso, como tantas veces atrás, su cabeza en mi hombro. Pero esta vez no era igual. Estaba llorando. Silenciosamente. Me di cuenta en un momento que lo miré a ver si estaba dormido. Lo miré preocupado. “¿Hey?, ¡¿hey?!”, le dije, poniéndole la mano en la cara. “¿Qué pasa?”, pregunté, aunque algo me indicaba la respuesta.
Salimos fuera. Y ahí, llorando como un muchacho, lo dijo: “No puedo”. No tenía que decir más; yo sabía lo que quería decir. “No puedo”, repitió. No pude decirle nada. No a mi ucraniano hermoso que lloraba como un niño. Me di cuenta que por mucho que quisiera, su miedo era mayor. Quizás algún día lo haría, pero no ese. Y así nada más, Sergio regresó a su closet. Lo miré, y asentí con la cabeza, como quien le da la razón a algo aun cuando sabe que no es lo correcto. No dije nada, solo asentí con la cabeza. Nos abrazamos y se fue. Se fue con su pullover azul con cuello blanco. Para siempre.
Cuando se fue me quedé sentado en las escaleras del cine. Desamparado. Los hombres que había conocido hasta ahí, los que conocería después, me parecieron demasiado poco interesantes. Mi hermoso ucraniano que no podía salir del closet era en lo único en lo que podía pensar. Y sentado allí, me di cuenta que nunca le dije que aquel último día de playa me había dado cuenta que él era un hombre con el que hubiese querido haber pasado muchos años. Se fue y nunca se lo dije.
Hay hombres que no pueden asumirse. Así de sencillo. Simplemente no pueden. Su miedo es mayor que cualquier cosa. Me he encontrado muchos después, pero nunca les he dedicado mucha parte de mi tiempo. Sergio se llevó esa parte con él.
Nos vimos algunas veces después en la calle. Nunca nos saludamos con algo más que un movimiento de cabeza. Nunca hablamos por teléfono ni tuvimos sexo de nuevo. Yo comencé una relación bastante seria no mucho después, y así se fue escondiendo en la memoria. Y un día no lo vi más. Por muchos años. Siempre pensé que se había ido del país, pero no conocía a nadie, salvo a aquella conocida, que pudiera decirme. Pero nunca la vi a ella tampoco. Nuestros mundos nunca estuvieron cerca, era lógico que no nos viéramos más.
Y hace tres meses, después de tantos años, lo vi en una guagua. En una guagua vacía en la que él estaba al final. Lo vi en cuanto entré. Tenía el pelo corto. Pero por lo demás, era igual. Con ese espíritu que lo hará parecer un muchacho para siempre. Al verlo, le sonreí francamente. Cuando pasan tantos años – tantos - uno quita lo malo y solo se acuerda de lo bueno. Hasta las pasiones más intensas son atenuadas por el paso del tiempo. Él sonrió también. De una esquina de la guagua a la otra.
Me acerqué y le dije: “Que hombres como tú se corten el pelo debería ser ilegal”. Y él sonrió al darse cuenta que nuestros años de indiferencia habían terminado. Me dijo que se quedaba en una parada cercana a la mía, pero se bajó conmigo. Y decidimos “dar una vuelta”. En las calles del Vedado, a tan solo unas cuadras de las grandes avenidas, hay otras increíblemente pacíficas y tranquilas en las que un martes al mediodía uno puede dedicarse a recordar, sin rencores, el pasado.
Me dijo que se había divorciado. Sonreí. Ahora tenía otra novia. O algo así. “¿Eres feliz?”, le dije. “¿Y yo qué sé?”, dijo mirando en la distancia. “Siempre me he acordado mucho de ti”, dijo. “Yo también de ti”, respondí. “Creo que nunca he dejado de pensar en ti, de una forma u otra”, agregué. “Me alegro. A veces, cuando nos veíamos y casi no nos saludábamos, pensaba que de tanto odiarme te habías olvidado de… de lo bien que la pasábamos antes. Yo siempre he pensado con mucho afecto en ti.” “Pues no tienes nada de qué preocuparte. Es recíproco”, dije francamente.
Y hablamos del pasado más antiguo. De aquellos días de olas en Varadero y, al recordar cada detalle tórrido, cada sentimiento, volvimos en nuestra cabeza al verano de 2004. Juro que casi pude sentir como una ola nos caía encima. Y ese fue el momento preciso para decirle lo que pensé el día en que se fue de la playa. Quisiera decirles a ustedes ahora que se lo dije, pero no lo hice. Preferí quedarme con eso. De todas formas, de una forma u otra, él siempre supo que fue especial para mí. Y su cara el día en que me encontró en la ciudad, me demostró que él había sentido lo mismo.
Nos despedimos con un abrazo. Uno real. Uno con el que nos reconciliamos para toda la vida, aunque pasen muchos más años sin vernos. Uno en el que yo olvidé el que no saliera del closet y solo vi aquellos tórridos días de playa, de ojos verdes y de romance en Kiev. “Adiós, Raúl, amante de las olas”, dijo. “Adiós, Sergio, quien nunca más verá una en su vida”, dije. Y entonces pensé en su indescifrable y profética frase del día de nuestro reencuentro: “Siempre hay olas”.
Siempre hay olas. Siempre las habrá. Pero hay que tirarse a su centro y dejar que te arrastren. Y luego de recibir la ola - o salir del closet -, luego del golpe inicial, de las consecuencias momentáneas, de la arena en los ojos y la crítica social, esa sensación de vida y libertad que experimentarás te hará darte cuenta que valió la pena.
PD: “Sergio”, te dedico este post a ti, por haberme dado aquellos días de verano que tan intensamente he recordado al escribir esto. Aquel día en que estuviste fuera del closet por unas horas, con tu pullover azul de cuello blanco, en el que te veías tan feliz y emocionado, son de las horas más esperanzadoras que he pasado en mi vida. Eres bueno, y siempre lo has sido. Espero que tengas la valentía algún día de ser feliz y olvidarte de los demás. Pero si no lo haces, en serio espero que seas feliz también…Y hay algo más que quiero que sepas en caso de que algún día este post llegue a ti: aquel día en que te fuiste de la playa, al verte ir me di cuenta que eras un hombre al lado del cual me hubiera gustado estar muchos años de mi vida. Nunca había sentido eso antes. No lo he sentido muchas veces después. Algunos dicen “Te quise”; otros dicen cosas como estas. Un beso, mi hermoso ucraniano, las olas fueron mucho mejor en tu compañía.
18 comentarios:
A mi esto me ha sacado las lagrimas...
¡Qué hermosa historia! Por algunas cosas me recordó una vivencia propia, así que con tu permiso la tomo: to Nick, sitting next to you the waves where always more bearable.
were...lol
Gracias por la visita Raúl :)
el tiempo, el tiempo cura todo... aunque suene cursi, es real...
Eres más feliz que Sergio, supongo que por eso te dolió tanto, a veces la felicidad propia duele cuando sabemos que los que amamos no son felices y no podemos hacer nada (o lo podemos hacer todo) por cambiarlo...
Estoy llorando en el tren como un tonto!
Rauli... me encantó esto.. y para cerrar con esto de las olas, las consecuencias y la sensación de libertad, decirte que en pocos minutos me recordó muchas cosas de mí...
Gracias por reflejar lo que algunas esconden.
loved it. :) ♥ Yele
Querido Raúl:
Piénsalo así: si todo hubiese seguido el curso que deseabas y estuvieras aún al lado de Sergio, a lo mejor no existiera este blog y sus historias, ni hubieras escrito estos dos últimos posts que sacan a la luz mucho de lo bueno que hay en ti.
Disfruto mucho "éste Raúl"...
este me conmovio mucho raul...todos hemos tenido un Sergio... y con eso me refiero a alguien que no tuvo el valor de luchar por lo que sentia por ti, a pesar de lo fantastico que era lo que compartian. Hasta ahora me he reido MUCHO con tu blog, hoy sin embargo te debo un poco de melancolia...gracias igual...
amelie
Este es uno de mis favoritos! no llore porque pude despertar a mi amiga pero tengo un sentimiento retenido en mi como solo tu lo sabrías entender!
Hacía mucho que un texto no me arrancaba lágrimas.
Pues no soy gay pero esto ha sido tan hermoso, que casi me ha hecho llorar, y aclaro que no lloré por contradicciones mentales un tanto machistas. Sin duda alguna, te seguiré leyendo.
Wao, de dónde has salido?? Es increíble la fluidez y la frescura, y la propiedad con que escribes. Una historia bella... No solo se siente uno conmovido; uno se siente identificado, uno siente lo que sentiste. Tienes unas habilidades narrativas extraordinarias. Gracias por alegrarme la noche con esta historia conmovedora...
Estas dos historias me han gustado. No acostumbro leer digital cosas muy largas, pero el gancho es tremendo. Felicidades Raúl, por tu valentía, tu libertad admirable, tu romanticismo que me encanta y tu ligera forma de escribir, aqui tienes mi like
Y dónde estaba yo que no había leído esto.?... Ay Rauli, morí. El closet es también un derecho, sólo los justos, los buenos, los de alma noble lo llegan a entender.
Este texto es sobrecogedor. Te abrazo ahora que vives tan lejos de las olas...
Me encanto la comparación de las olas con el hecho de salir del closet. Una vez más me encantó, aunque no había dejado comentarios antes
Sergio ni Sergio... mal q me cae
Uffff, me has dejado con nostalgia de alas, como diría la Loynaz. Que bella tristeza.
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