Hace unos días recibí un correo de un imbécil. En él me acusaba de
absolutamente todo lo malo que le había pasado en su vida, así como de sus
desgracias actuales y de todo lo negativo que podría sucederle en el futuro.
Yo, que lo conozco bien, supe inmediatamente qué era lo que pasaba. Un pequeño
detalle insignificante en una conversación anterior había sido la causa de este
ataque tan gratuito (honor a quien honor merece). Un detalle que a ninguno de
ustedes, mis queridos lectores, habría afectado en lo más mínimo. Pero a él sí,
porque su autoestima es baja y sus miedos numerosos. Como supe que esa era la
causa, elegí no responderle lo primero que me había pasado por la mente al leer
su correo. Me pareció que lo mejor era que me callara, no por temor, sino
porque no tenía necesidad de hacerle la vida más miserable solo para sentirme
mejor yo. Escribí un correo admitiendo mi error (bueno, todos mis errores ya
que era acusado de más de 800 cargos) y pidiendo mis más humildes disculpas.
Cerré la tapa de la laptop y comenzaron las contrariedades.
Esa noche no pude pegar un ojo. No era porque pensara en algo específico;
simplemente no podía. Miré el techo toda la noche. Pero me dije que quizás era
por la emoción de esta ciudad nueva y hermosa. Al día siguiente, al levantarme
(fíjense que no digo “al despertarme”), lancé el dedo gordo del pie contra una
silla y luego la cabeza contra el marco de una puerta cuando me iba a ver el
dedo herido más de cerca. Al salir a disfrutar del ajetreo matutino de
Montreal, fui acosado por una abeja, un vagabundo me gritó, alguien que
repartía papeles me ofreció uno en el que se ofertaban viajes a Cuba por solo
500 dólares y un perro canela me mordió por encima del pantalón. No era
obviamente mi día. Al intentar regresar, descubrí que no había nadie en donde
vivo y como no tengo llave, tuve que vagabundear todo el día, cual sin techo.
Esa noche, luego de una jornada para el olvido, en la que llegaron correos
acusándome de irresponsable por haberme ido de Cuba habiendo dejado trabajo sin
hacer, en la que me perdí al dirigirme a una dirección y mil cosas lamentables
más, decidí darme un baño relajante para olvidar el mal día que había tenido.
Justo después que me quemara con el agua caliente y me cortara con la cuchilla
al afeitarme, descubrí que mi acondicionador de pelo, aplicado unos minutos
antes, no estaba haciendo su habitual efecto en mi cabello, el cual comenzaba a
crecer hacia arriba de manera amenazante. Y ahí, justo cuando intentaba dominar
con un cepillo aquella marea de pelo propia de algún Boney M, al mirarme en el
espejo, me harté. Yo sabía lo que pasaba; lo sabía desde la noche anterior en
la que no había podido dormir, solo que había decidido ignorarlo. Había algo en
mi garganta que me estaba haciendo la vida insoportable.
Seamos francos y honestos: ¿cuántos tenemos cosas que queremos gritar a los cuatro vientos pero no lo hacemos por
convencionalismos, chantajes emocionales o incluso miedos? Para no herir a las
personas, pobrecillas, o para que no se afecte la imagen que tienen de
nosotros. ¿Cuántos imbéciles conocemos cada día y no le decimos nada porque
nuestros padres nos enseñaron a ocultar nuestros pensamientos más radicales?
¿Cuántos tenemos mal sexo solo porque nos da pena decir: “es aquí donde tienes
que tocar”? ¿Cuántos de nosotros tenemos trabajos de mierda, que pudieran ser
mejores, y nos limitamos a acatar sus horarios y reglas sin decir nada,
fingiendo con nosotros mismos que somos nosotros los que no servimos para
ellos?
Hay cosas que viven en nuestras gargantas y nos van consumiendo lentamente,
hasta llegar a puntos de enajenación total, ira ciega o incluso, mala fijación
del acondicionador de cabello. Son cosas que sabemos, de las que nadie tiene
que convencernos de lo contrario, cosas que están ahí y que nos consumen desde
dentro por no tener los cojones de lanzarlas fuera (perdonen mi crudeza, es que
me apasiono).
Harto de aguantar tanta mierda puse el puto cepillo en un costado del
lavamanos y me dirigí con mi pelo aterrador hacia la computadora. La abrí y le
escribí un correo digno de un Pulitzer al imbécil acusador. Le dije de todo.
Eso sí, ni una sola palabra que no fuera cierta: le dije que era un cretino que
no tenía la capacidad de aceptar su vida de la forma que era, que su autoestima
era baja y que YO no era el responsable de eso, sino él mismo. Al final le dije
que se sintiera libre de ignorarme por el resto de su vida y que no dudara en
hablar mal de mí con todo el mundo si eso lo hacía feliz. Unos minutos después
recibí otro correo en el que se me decían miles de ofensas que no diré aquí por
pudor. Pero no importaba, ya mi pelo era el de siempre y mi herida del cuello
había dejado de sangrar. Ya era yo de nuevo. Para el momento en que cerraba la
tapa de la laptop se podía decir que era un hombre feliz.
Dormí como un bebé. Al despertarme al día siguiente, sintiéndome como si
hubiese descansado por años, salí a dar un paseo matutino. Había una hermosa
ardilla en mi camino que juro que me saludó, el vagabundo del día anterior me
trató con respeto llamándome “Mister”, y el que repartía papeles de promociones
de viaje me dio uno para Vancouver. Pero me faltaba alguien. Así que esperé y
lo busqué. Allí estaba, en el mismo lugar que el día anterior y con el mismo
mal carácter: el perro canela. Lo miré de frente, con la cara que pongo cuando
no tengo nada viviendo en mi garganta y que me hace ser alguien casi
invencible. Él levantó su agresiva cara, me miró y…
Escribo esto en un hermoso puerto, justo al lado del Circo del Sol, con un
hermoso perro canela que ahora es mi amigo a pesar de que nuestro inicio fue
duro. Su dueña está sentada a unos metros de nosotros, pero me lo prestó por lo
bien que nos llevamos e imagino que por agradecimiento por no denunciar lo del
día anterior. Acabo de mandar algunos correos aclarando que aunque yo tenga un
carácter feliz, eso no quiere decir que sea un irresponsable, así que nadie se
atreva a decirlo de nuevo o me molestaré en serio.
Justo cuando le paso la mano al hermoso Canelo (no se llama así, pero
bueno…) me pongo a reflexionar. Y es que las cosas que viven en nuestra
garganta no solo viven ahí, sino también, y más que nada, en nuestros
corazones, y nos van consumiendo lentamente. No nos dejan ser felices y hacen
que hasta las abejas lo noten. Hay que soltarlas y dejar que el universo se
encargue de ellas. No hay que decírselas siempre a la persona responsable
(aunque es lo mejor) sino, ¿por qué no? a nuestros amigos, a desconocidos en
las calles, a quien sea. Pero hay que soltarlas. ¿Tendrán solución? Poco
importa: al decirlas, ya la mitad del problema se habrá ido. Y eso es
más que suficiente.
1 comentario:
No encuentro mayor placer que cantar las verdades a cada uno, y de la forma más dura posible, hay quien no se merece el pudor, el convencionalismo, menos el miedo.
Me encantó.
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