Primera parte: La vida antes del “sí: acepto”
Jordan y yo nos conocimos en una vida anterior. Yo tenía 21 años,
estaba en el primer año de la universidad y recién descubría dos fenómenos en
los que luego me especializaría: el sexo casual y el flirteo online. Aquellos días
larguísimos en el laboratorio de computación de la facultad a cualquier hora,
desde la mañana hasta casi la noche, evadiendo turnos, colándome en horarios
que no eran míos, almorzando rápido para tener más tiempo frente a la máquina
antes del primer turno de la tarde, revisando el correo lo mismo en presencia
de cientos de personas en las horas más congestionadas que acompañado solamente
por otros flirteadores compulsivos y jineteros intelectuales en la calma post
cinco de la tarde, constituyeron un sólido pilar en la formación de mi carácter
donjuanesco.
Al margen de algunos nacionales para saciar mi siempre inquieta
libido, la verdadera novedad era la comunicación con extranjeros. Aquella era
la oportunidad, largamente esperada aún sin saberlo, de tener contacto, aunque
fuera lejano y virtual, con hombres como los que veía en las películas: rubios,
lindos y con pensamientos que no incluían la comida, los cuales – si uno tenía
suerte – podían responderte incluso hasta en menos de una hora. Así, para cuando
nos botaban a todos del laboratorio al caer la tarde, me iba conversando con
Ray, Kadir, Pepe o cualquier otro adicto como yo, sobre suecos y argentinos que
al día siguiente darían su veredicto sobre la única foto digital sin ropa que
tenía – y que tendría por siglos –, la cual había logrado enviar un segundo
antes de que el administrador de redes me apagara personalmente la computadora
porque yo no acababa de hacerlo.
Jordan, por su parte, era aún más joven que yo – 19 y no rubio,
aunque con el resto de las virtudes que yo buscaba en un foráneo – pero
comenzaba a saturarse tempranamente de su entorno quebequense. Su madre, su
novia, la carrera que estaba a punto de comenzar, su sexualidad reprimida...
Fue así que decidió tomarse un año de vacaciones de todos sus problemas –
definitivamente un no cubano – y darle la vuelta al mundo. O al menos a lo que
él consideraba como el mundo, constituido por Puerto Vallarta, tres islas del
Caribe, seis países europeos y Tailandia.
De esta forma, gracias a nuestras ansias mutuas de explorar
territorios inéditos y a una página de encuentros de cuyo nombre no me había acordado en centurias hasta hoy,
hicimos contacto unos días antes de su viaje a Cuba en aquel lejano 2004. Y aquella
tarde de jueves fui a buscarlo a su hotel – de cuyo nombre sí que no puedo
acordarme – enfrente de la playa, para materializar nuestro ingenuo y lascivo
choque de culturas. Luego de pasar la tarde hablando de nuestros mundos
respectivos en mi recién aprendido francés, terminamos eventualmente revolcados
en la arena, oliendo el aliento de hombres que venían de otros lados, besando
bocas que hablaban otras lenguas y tocando cuerpos que se alimentaban de otras
maneras, para constatar así que el mundo, en efecto, es vasto, lindo y digno de
ser explorado una y mil veces.
Por años y años por venir, Jordan sería el único extranjero en mi
lista. Nunca hubo otro. Luego cayó aquel rayo que cambió para siempre el curso
de mi facultad, lanzándonos a todos en una búsqueda frenética de conexión con
el mundo por el resto de las facultades durante casi un año, que provocó que
solo los más tenaces pudieran conservar sus antiguos contactos. Y aunque fui de
los que más luchó, inevitablemente perdí a la mayoría de mis amigos/amantes
virtuales de todas partes, a los que nunca llegué a conocer personalmente.
Entre ellos, a un Jordan que envió algunos correos después pero al que la
fragilidad de las vías de comunicación terminaron también por hacerlo
desaparecer en la vastedad de las redes informáticas, llevándose sus
pensamientos desarrollados, su vida diferente y sus cabellos no rubios al lugar
inaccesible y lejano de donde había venido.
Casi diez años después, mi vida es completamente diferente. El sexo
casual y el flirteo online me son tan afines que tengo un blog donde escribo
sobre ellos con la veteranía y la acidez de un militar de guerra. Nunca pensé
vivir en Montreal pero aquí estoy, tengo cientos de fotos digitales sin ropa, y
de la numerosa cantidad de amantes que he tenido desde que estoy aquí – les iba
a poner la cifra aproximativa pero ese será el tema de un post por venir – solo
cuatro han sido cubanos (y dos de ellos ni siquiera supe que lo eran hasta que
ya estábamos a mitad de torneo) así que sobra decir que he aprendido muchísimo
de los cinco continentes, experimentando de primera mano la exuberancia de
nuestro hermoso planeta. Pero más que nada, un algo inocente que hubo por algún
lado alguna vez, que me hacía esperar con anhelo y emoción el veredicto de
fotos, las proposiciones de noviazgos o la aparición de personas especiales, ya
fueran foráneos o nativos, hace mucho que desapareció – para bien o para mal;
me da lo mismo – marcando desde entonces el inicio de mi vida presente.
Una noche de cacería habitual en un bar, me reencontré con Jordan. Por
supuesto que recordaba que él era de aquí, pero en mi mente nunca hice una
asociación entre el pasado y el presente, así que encontrármelo nunca había
sido ni siquiera un pensamiento. Cosas que tiene uno que olvida que los hombres
del pasado lejano siguen respirando y tienen una vida al margen de nosotros.
Además, ese inaccesible y lejano Montreal de Jordan no tenía ningún punto de
contacto con mi materializado y tangible Montreal del presente. Pero una vez
que mi mente detectó que era él, y analicé con algo de frialdad lo lógico de
las probabilidades de aquel encuentro, no me quedó dudas de que aquel muchacho
casi al lado mío era el mismo que una vez, en una vida pasada, se me había
perdido en el vasto ciberespacio.
Estaba en una mesa no lejos de mí (yo estaba en la barra como todo
buen cazador solitario) rodeado por cinco o seis más. Primero pensé un casual
“yo a ese hombre lo conozco”, pero luego de hacer un inventario mental que no
iba más allá del último año, abandoné el escaneo y me dije que – como siempre
pasa - ya me acordaría en algún otro momento. Lo que aquel momento llegó mucho
antes de lo esperado y me afectaría más de lo que podría haber imaginado en un
inicio.
Ya estaba yo en la pista echándole el ojo a uno sin camisa cuando me
vino de golpe la respuesta. ¡Jordan! ¡Yo corriendo para enviarle correos desde
la facultad de Física! ¡Mi juventud en aquella playa! ¡Mi juventud en este bar!
¡¡Ahhhhh! Un torrente de sentimientos, en su mayoría positivos e intensos.
Volví casi corriendo al mismo lugar que estaba antes y empecé a mirarlo a
escondidas desde la barra para convencerme de que era él. Solo lo había visto
en persona aquella vez pero cada movimiento que hacía me lo recordaba más. Un
par de gestos de los que nunca más me había acordado pero que al verlos se
hicieron familiarmente conocidos, además del análisis racional de las lógicas
probabilidades de que fuera él, terminaron por convencerme: era Jordan.
Una vez que esto fue una certeza, me dije que tenía que abordarlo.
Obvio, ¿no? Pero los otros no se apartaban de él y tampoco era la más fácil de
las presentaciones. "Hola, ¿te acuerdas de mí? Nos conocimos hace 10 años
cuando tú casi no eras gay y nos metimos mano en una playa en Cuba". No:
aún a solas sería algo incómodo; delante de todos esos era una locura. Pero
ninguno se despegaba. Así que después de esperar unos 15 minutos en los que ni
uno solo se levantó para ir al baño, me dije a mí mismo que ya yo había
esperado casi 10 años como para dejar que un grupo de pajaritas me hicieran
esperar un segundo más. Uno no puede dejar pasar las cosas importantes de la
vida por culpa de nimiedades intrascendentes. Así que me paré, me tragué mi
cerveza de un tiro, me miré en un espejo de una de las columnas de la barra, me
arreglé el pelo, me enderecé la camisa, y saqué mi rifle de caza.
"Hola", dije para todo el grupo pero mirándolo solo a él.
Los homos detuvieron su conversación y se viraron todos hacia mí, mirándome
como si en vez de pajaritos en un bar fueran un grupo de cirujanos
interrumpidos en medio de una operación. Hay que tener un buen par de cojones
para pararse frente a un grupo de homosexuales jóvenes que conversan. Ellos
pondrán su cara más bitchy, te mirarán de arriba a abajo, y te juzgarán tomando
a Hugh Jackman como punto de comparación. Todos son iguales. Pero adivinen cuál
de vuestros blogueros favoritos tiene los testículos para este tipo de
situaciones.
Como si yo hubiese hablado en maya, ninguno contestó. Maleducadas.
Pero más que su respuesta yo buscaba su silencio. "Nosotros nos
conocemos", le dije a Jordan con la seguridad y la confianza del que se
las sabe todas. Él sonrió con vergüenza. Las pájaras lindas - nunca dije que no
fueran lindas - miraron a Jordan, a mí, se miraron entre ellas y, como era de
esperar, se rieron no muy sutilmente. "No lo creo", dijo él.
"Tuvimos sexo", dije yo como si no hubiese oído nada. Los otros,
sumamente escandalizados, pusieron cara de horror. Odio cuando los homosexuales
tienen estas expresiones de pudor ridículo justo cuando el día anterior estaban
revolcados en matorrales con negros desconocidos. Pero bueno, con estas vacas
hay que arar.
"Me alegra mucho verte de nuevo", le dije y esbocé una
sonrisa sincera. Él, aunque algo incómodo, también sonrió. Creo que una de las
pájaras también. Las otras seguían con su más terrible actitud.
"Adiós", dije, todavía sonriendo. "Adiós", dijo él. Viré la
cara y me alejé, mientras oía a todos reírse en alta voz. Pero mi trabajo
estaba hecho; ahora solo tenía que esperar.
Estaba de nuevo en la pista, viendo al que no tenía camisa besarse
con otro que no tenía dignidad, cuando Jordan se acercó. Bien por mi plan.
"¿Qué fue eso?", me dijo tranquilamente. "No recuerdo haberte
visto en mi vida". Tenemos que entenderlo: si yo, que fui el que vine a su
ciudad, tuve problemas localizando a Jordan en mi mente, imagínense a él, que
la única vez que me vio fue hace diez años, con un bigote de menos, aún más
flaco y en un país del que no se puede salir. Naturalmente, no tenía ni idea de
quién podía ser yo. "Nos conocimos en una vida anterior", le dije,
tomándole una mano, poniendo la otra en su cintura y el mentón en su hombro. A
veces me arengo derechos especiales sobre las personas que han pasado por mi
rifle de caza. Él no se resistió a ninguno de estos atrevimientos físicos, pero
me dijo: "Ya basta".
“Cuba”, dije. “Hace unos diez años. Una vez. En la playa”. Todo esto
sin mirarle a la cara. Seguí con mi mentón en su hombro y dejé que tuviera su
propio momento de lógica reflexión. Cuando estuvo listo, él mismo me separó la
cara de su hombro, me miró de cerca, me examinó unos segundos para confirmar lo
que le había venido a la cabeza y dijo: “Por Dios”.
Una hora y media después estábamos todos borrachos: Jordan, las
pájaras y yo. “¡Cayó el rayo y nunca más tuve correo!”, grité y todos gritaron.
“¡Yo viajé tres veces más a Cuba!”, gritó Jordan y todos gritamos. “¡Y luego se
encontraron diez años después en un bar por accidente!”, gritó una de las
pájaras y todos gritamos. “¡Y estaba rodeado por ustedes y no me dejaban
acercarme!” Gritos. “¡Me alegra mucho verte de nuevo, Raúl!” Gritos. “¿Cómo
estás, mi lindo Jordan?” Gritos y repetición de “mi lindo Jordan” por todos.
“¡Bien: me voy a casar!” Gritos y aplausos.
“¿Qué? ¿Te vas a casar? ¿Con quién?”, grité. “¿Qué? ¿Te vas a casar?
¿Con quién?”, gritaron los demás. Los miré a todos una sola vez para indicarles
que el cano alcohólico había terminado. "Con Étienne. Me casaré con
Étienne", dijo con extrema naturalidad, como si yo supiera quién era
Étienne. Ahí sentí realmente todo el tiempo que había pasado desde aquella vez
que nos vimos. En esa ocasión su universo era su madre, su novia, su futura
carrera, su sexualidad reprimida... Ahora había un Étienne, lo suficientemente
poderoso no solo como para ponerle un anillo en el dedo, sino además para
lograr que se refirieran a él con una naturalidad tal como si siempre hubiese
existido. Al constatar cómo cambian los mundos de las personas en 10 años,
sentí algo de nostalgia.
“Felicidades", le dije y levanté mi vaso. Él agradeció con una
sonrisa y un movimiento de cabeza. Nos miramos con ternura en silencio mientras
los demás gritaban por otras cosas. Al salir del bar, intercambiamos teléfonos
y nos despedimos afectuosamente. “Me alegro mucho de haberte encontrado”. “Me
alegro mucho que me hayas encontrado. No te pierdas otros 10 años”. “Trataré de
no hacerlo, pero si lo hago, muchas felicidades desde ahora por la graduación
de la primaria de tu segundo hijo.” Reímos.
Fue una linda historia, después de todo. Un reencuentro que jamás
pensé que podría ocurrir. Un recordatorio de los días en los que empezaba a
conocer el mundo. Y también una manera única de comprobar cómo puede cambiar la
vida de alguien en un período de tiempo determinado. Aquel Jordan que tantos
años vivió en mi cabeza como un muchacho algo reprimido e inseguro era ahora un
hombre perfectamente equilibrado que se iba a casar con otro hombre sin ningún
tipo de trauma por ningún lado. Pero precisamente el pensamiento de su boda me dejaba
un sabor de malestar. Y no porque estuviera un poco celoso – lo estaba – sino
por la actitud que siempre he tenido ante el matrimonio.
Yo no tengo ningún respeto por el matrimonio como institución. No
creo en él. Inconsciente – y conscientemente también – no puedo dejar de tener
pensamientos negativos cada vez que alguien me dice que se va a casar. Siempre
me viene a la cabeza la imagen de personas firmando para entrar en una prisión
(y para colmo haciendo una fiesta carísima para celebrarlo: ¿están locos?).
Pero para que entiendan un poco mi manera de pensar (no para que la compartan;
sé que estoy solo en esto) hagamos un poco de historia.
Yo soy hijo de una relación extramatrimonial (“un tarro” para los
que se trocan con palabras de más de 4 sílabas). Desde que nací, mi papá vivía
con su familia y yo vivía solo con mi mamá. Así que nada de cretinidades desde
pequeño de “mi papá y mi mamá se conocieron en tal parte, se casaron y me
tuvieron a mí y a mi hermanito en no sé dónde”. Nada de eso. “Mi papá nunca se
casó con mi mamá y vive en su casa con su esposa y mis hermanos, los cuales son
mayores que yo.” Aquello no entraba en la cabeza de mis amiguitos, quienes
insistían en que mis hermanos tenían que ser menores que yo, como los
hermanitos de no sé quién, el cual tenía padres divorciados. Así que desde niño
siempre supe que mi visión del matrimonio era diferente a la de todos los que
me rodeaban (porque – y sé que deben haber muchos – nunca me encontré a otro
niño hijo de tarro como yo. Si alguno está leyendo esto, dé un paso al frente y
diga: “Presente”. La primera cerveza va por mí).
De ahí que nunca tuviera que sufrir – como mis amiguitos sufrieron
después – que mis padres se divorciaran, mi papá le diera golpes a mi mamá, o
mi mamá se acostara con otros hombres cuando papi estaba de viaje. Supongo que
también me perdí que mis padres fueran a la escuela de la mano o alguna otra
cosa positiva (ahora no se me ocurre ninguna), pero nunca – ni una sola vez –
deseé que mis padres estuvieran casados.
Muchos años después, mi primera pareja fue un hombre casado. Casado
y con un hijo (que estaba más cerca de mi edad que la de él). Otra visión
negativa del matrimonio. Esta vez peor aún. Pensé en mis amiguitos de la
infancia descubriendo que papi se acuesta con un adolescente varón mientras
mami te está yendo a buscar a la escuela. Asqueante. Luego de eso me he
encontrado tantos casos de padres de familia que se van a pescar una vez por
semana con su mejor amigo – el padrino de sus hijos – pero que en realidad
están metiéndose mano en un motel, y tantas esposas devotas que todavía tienen
sexo con sus amigas de la universidad cuando se supone que estén en la
peluquería, que ya ni siquiera pienso en eso como algo raro.
Así que considero que el destino ha querido que yo esté siempre del
“otro lado” para que pueda ver el matrimonio como lo que es: una asociación de
mentiras y engaños. Pero supongamos que no hubiese traiciones (tiene que haber
gente que no engañe, ¿no? Ahora es el momento en que usted piensa en sus padres
o en sus cónyuges... pobres ilusos), que no hubiese golpes y que en efecto,
fuera una asociación donde prima la confianza, la seguridad y el amor. Aún en
este caso, el matrimonio sigue teniendo – para mí - un defecto peor que las
mentiras: es el fin de la diversión.
Se acabó. Luego de firmar y decir “sí: acepto” se acabó la fiesta. A
aburrirse se ha dicho, a buscar otras cosas en qué pensar, a dedicarse a sus
carreras, a tener hijos para olvidar lo mucho que se aburren el uno con el
otro. Por supuesto que también se unen más y llegan a ser como dos hermanos.
Pero nada de corazones que vibran estrepitosamente, nada de inseguridades y
vulnerabilidades que te llevan a sentirte vivo... Nada: se acabó todo; fue un
“sí, acepto aburrirme hasta que la muerte nos separe”. Créanme, si Leonardo di
Caprio no se hubiera muerto gloriosamente en ese Titanic y se hubiese casado
con Kate Winslet, ambos hubiesen terminado como los personajes de Revolutionary
Road. Gracias a Dios, la muerte intervino a tiempo (es broma, es broma).
No confundir mi postura ante el matrimonio con miedo ante el
compromiso. Si una pareja me dice que son novios desde hace 25 años yo
enseguida pienso que eso es amor real. Podían haberse separado 100 000 veces
luego de alguna pelea o de lo que fuera y sin embargo, 25 años después siguen
juntos. Por otro lado, si alguien me dice que lleva 25 años casado y tiene 3
hijos enseguida pienso que han sido lo suficientemente cobardes como para
divorciarse. Pobres seres: retenidos en una vida sin emociones (o con emociones
con otros que no son sus esposos) solo por demostrarle a la sociedad que ellos
sí valen la pena (porque todos sabemos que lo único que se merecen los solteros
y los que no tienen hijos es que los arrolle un carro y los saque de su
miseria) o por miedo a la soledad.
Por supuesto que estoy exagerando pero creo que es necesario ante
tanta teoría falsa de que el matrimonio es algo bello y hermoso, etc., etc.,
cuando gran parte de la gente casada, si bien agradece los domingos y los
cumpleaños tener una “hermosa” familia, en el día a día viven carentes de
emociones y extremadamente insatisfechos.
Que conste por algún lado que si bien soy lo suficientemente cínico
como para explicar mi (brillante) teoría, no quiere decir que me haga mucha
gracia. Yo quisiera realmente que los matrimonios funcionaran, que la gente
fuera feliz cuando se casara, que a mis amigos les fuera bien después del “sí:
acepto” y no tuvieran que buscarse amantes o hijos para hacérnoslo creer. A
veces incluso me fuerzo a pensar: “ellos no: ellos se quieren mucho aunque se
hayan casado y su matrimonio sí va a funcionar” ante personas que aprecio mucho
y cuyas relaciones me parecen hermosas. Pero lamentablemente el primer
pensamiento que me viene siempre a la cabeza cuando me anuncian un matrimonio
es “ufff, se jodió la cosa”.
Pero salgamos de mi traumada cabeza y regresemos a la vida real. Dos
días después de aquella noche de reencuentro recibí un SMS de Jordan.
"¿Eras tú realmente?". "Era yo... Soy yo". "Debemos
vernos". "Cuando quieras".
Después de dos horas a solas en un bar (otro bar) y algunos tragos
(muchos menos que la vez anterior) se puede conocer mucho más a alguien. De
hecho, yo nunca había conocido verdaderamente a Jordan. Así que aquella cita de
actualización fue más allá del mero hecho de contarnos los datos esenciales de
nuestra vida. Fue también una exploración de nuestras maneras de pensar y
nuestros propósitos en la vida. Por eso no sonó muy grosero cuando le dije que
no creía en el matrimonio. Estaba perfectamente imbricado en la conversación
que estábamos teniendo.
Él entendió mi punto de vista y fue muy inteligente en su respuesta.
“Creo que el error de las personas está en ver el matrimonio como el nivel
superior entre dos entes que se aman. De ahí que una vez casado, uno se aburra
pronto porque considera que ya llegó al final. Como si fuera ganar un nivel de
un videojuego. Pero si se le ve como una fase intermedia entre el noviazgo y
otra que viene luego, entonces el matrimonio solo será una etapa y no un
objetivo final”. “Esta otra etapa sería algo como...”, pregunté. “No lo sé:
quizás descubrir cuál es esa etapa sea la tarea luego del matrimonio. Así
estará uno entretenido.”
Sonreí. “Me gusta eso. Es una buena teoría. El matrimonio ha de ser
visto solo como una etapa, no como un objetivo final.” Brindamos. Ahí recordé
por qué siempre había considerado que Jordan era alguien de pensamientos
desarrollados y lo había extrañado tanto cuando desapareció (cubanos que
piensan así... sí, claro). “Si alguien es capaz de pensar así, pues se merece
ser muy feliz en su matrimonio”, dije. “Muchas felicidades”, agregué, algo más
sincero que la primera vez. Ese Étienne definitivamente era un tipo afortunado.
Unas semanas más tarde recibí una llamada de Jordan. “Hey”. “Hola”.
"Te tengo una invitación". "Si es a tu boda pues no tengo ropa,
si es a la piscina de la calle Beaudry pues salgo enseguida", bromeé.
"Es a mi boda". (¡!) “Oh, Dios. No puedo ir a tu boda”. “¿Por qué
no?” “Pues por mucha razones. No conozco a tu novio, no conozco a tu familia...
ni siquiera te conozco a ti...”. “Nosotros tuvimos sexo”. “Pues una razón de
más para no ir”. “Oh, eso es una tontería. ¿De veras crees que conozco a todos
los que van a mi boda?” “Tampoco bromeaba cuando decía que no tengo nada que
ponerme. No tengo traje ni corbata ni nada de eso”. “No es una boda en la iglesia
de Notre Dame tampoco; ponte un bow-tie y ya está” (me niego a traducir esa
palabra: me gusta así).” “Mi único bow-tie es verde”. Se rió. “Pues ponte el
bow-tie verde y ya está”.
“Ok: este es el asunto. Una amiga rompió con su novio. Ella insiste
en que él está en Inglaterra pero la realidad es que creo que la dejó. Aunque
no lo creas, tener un invitado de menos en una boda planeada es tan engorroso
como tener uno de más. Así que necesitamos a alguien que ocupe ese puesto. Y
estoy convencido de que tú serás la pareja perfecta para ella: la harás reír y
no se sentirá mal por estar en una boda luego de que la dejaran. Y lo más
importante: ocuparás la silla que dice “Tim” y los padres de Étienne no se
suicidarán. Además, me alegra que estés ahí.”
Bien: esto es lo que me pasa por ser una persona tan simpática.
Después de un silencio en el que yo procesé todo aquello, finalmente me
expresé. “Creo que quiero golpearte”. “¿Eso es un sí?” “Es un sí”. “¡Perfecto!
Te llamo por estos días para darte los detalles. ¡Gracias, te debo una!”.
“Intenta que coja el bouquet por lo menos”. “No hay bouquet”. “Entonces intenta
que me encuentre a un hombre lindo en esa boda”. “Bueno, yo estaré en ella”.
“Alguno que no se esté casando ese día”. “Te quiero”. “Púdrete”.
Al colgar, busqué mi bow-tie verde y me lo probé. Mirándome en el
espejo descubrí que – aún con mi inexperiencia en bodas, mis opiniones acerca
del matrimonio y el hecho de que asistía a las nupcias de alguien que me
gustaba – estaba a punto de presenciar de cerca por primera vez el nuevo
juguete de la sociedad moderna. Algo que no se puede ver en muchos países y que
para un cubano es casi impensable. Y ese solo pensamiento de desarrollo me
convenció de asistir. Sí: estaba invitado a una boda gay.