¿Quién dijo que hacen falta años para que algo se convierta en un
referente imprescindible en nuestras vidas? ¿Dónde está escrito que un suceso,
un momento, una persona, no puede convertirse en el mejor exponente de algún
sentimiento particular tan solo meses o semanas, incluso días u horas, después
de haber pasado por nosotros? ¿Dónde dice que tiene que llover mucho, que
tenemos que experimentar anécdotas posteriores, que hay que esperar a pensar
con más claridad y menos pasión para que algo pueda ser considerado como un
clásico, un punto de giro que dividirá nuestras vidas en un antes y un después?
El Sr. Inaccesible. Temporalmente hablando no puede decirse que
haya sido hace mucho. Menos de dos años. La mayoría de mis clásicos se remontan
a tiempos tan lejanos que incluso me cuesta relacionarlos con un presente en el
que soy casi otra persona. Mi profesora de preescolar, el día en que corrí la
media maratón, el dolor en el estómago la primera vez que constaté que las personas
traicionan duro e inesperadamente… Sin embargo, mi affaire de dos días con
Laurent sucedió cuando ya yo era como soy ahora (sea lo que sea que eso quiera
decir). Pero - al igual que otros clásicos modernos como el día en que conocí
el mundo exterior o aquel otro en que inauguré mi blog - su influencia demostró
inmediatamente ser tan poderosa como la de cualquier otra de mis experiencias
inmortalizadas con el paso del tiempo.
No es que me haya enamorado de él ni lo esté ahora de su recuerdo
– no se trató nunca de eso – pero su fugaz paso por mi vida borró
inmediatamente de mi memoria a todos los hombres que había conocido hasta ahí. Y
eso es decir mucho. Fue como descubrir lo que hasta entonces solo se había
visto en las películas: que en el mundo hay otros tipos de hombres. Hombres muchísimo
más intensos, complejos y apasionantes. Hombres de los cuales quizás sea mejor
apartarse pero que te enseñan que todo el tiempo que invertiste intentando que
las cosas funcionaran con los anteriores - los simples, los que dicen lo obvio,
los que quitan más de lo que dan, los imperecederos - fue un tiempo que estaba
destinado de antemano a perderse ya que uno nunca fue de esa liga y solo jugaba
en ella por desconocer la existencia de otras superiores.
Luego conocí a otros parecidos a él – quizás demasiados – e
incluso desarrollé una cierta adicción por este tipo de relaciones rápidas e
intensas como descargas eléctricas con hombres que viven al límite, las cuales
lo dejan a uno siempre tembloroso y herido pero en las que no se puede evitar
el sentir la adrenalina por todos lados. Al final – quiero creer - terminé
cansándome de estas también, para encaminar entonces mi búsqueda hacia hombres
con un mayor equilibrio entre intensidades que los desbordan y un control necesario
para que tales pasiones no los hundan. Algo parecido a lo que me gusta pensar
que soy yo.
Pero Laurent, por ser el primero – y quizás el mejor de todos
estos “chicos malos” – siguió siendo considerado como algo positivo en mi
historial de crecimiento personal y descubrimiento del mundo real. Además, el
escribir su historia ayudó muchísimo también a la consolidación y la
purificación de su mito. Muchísimas veces hube de dar datos adicionales a
aquellos que leían el post y en más de una ocasión me sorprendí leyéndolo yo
mismo y recordando con una nostalgia feliz su cuarto en el sauna, su
apartamento de ventana inmensa, su bicicleta roja o mis dedos traqueados. Y
muchos otros pequeños – mas vitales – detalles que me hacían revivir aquellos
dos intensos días de lujuria.
Dos semanas después de estos hechos regresé a Cuba sin idea de
volver alguna vez a Montreal, así que esta historia fue convenientemente
archivada en mi memoria como recuerdo de un mundo fabuloso, peligroso y
distante. Cierto: alguna vez me pregunté qué habría sido de él, o si se
acordaría de mí de alguna forma, pero fuera de conjeturar no había mucho que
hacer. Tampoco es que tuviera necesidad de hacer nada: era una historia con un
final cerrado y más datos quizás la hubiesen arruinado. Por más de una razón, es mejor dejar a los
clásicos en el recuerdo… Sin embargo, como muchos habrán notado, un año después
de todo esto regresé inesperadamente a la misma ciudad y ya llevo otro aquí, por
lo cual la pregunta – tanto para ustedes como para mí – se volvió mucho más
obvia e imposible de ignorar: ¿qué se hizo del Sr. Inaccesible?
Entrando a Montreal por el puente Jacques Cartier en julio del
pasado año, una de las primeras cosas que me vinieron a la cabeza al mirar la
ciudad desde la distancia fue si me encontraría de nuevo con Laurent. Por un
lado, ninguna ciudad es lo suficientemente grande como para que dos personas que
han tenido un pasado común - corto o largo - no se reencuentren, mucho menos dos
personas con estilos de vida con ciertas características en común. Pero por
otro lado no debemos olvidar que Laurent no es de Quebec, sino francés, y sus
visas expiran al igual que las nuestras. Algunos trabajan aquí pero no creo que
un permiso de trabajo para ser escort haya sido concedido alguna vez. De ahí
que una opción real fuera que Laurent ya no estuviera en Montreal, sino drogándose
en alguna sauna oscura de su natal Toulouse, o de París, o de cualquier otra
región del mundo.
Al entrar unos días después al sauna estaba con el corazón en la
boca. En cada espalda de hombre de pelo negro creía ver su espalda, en cada voz
con acento de Francia que escuchaba en la distancia creía reconocer su voz, en
cada hombre que me besaba el cuello por detrás creía que se trataba de su
aliento y su desfachatez. Pero las espaldas se viraban para revelar otras caras
de pelos negros, las voces se materializaban para enseñarme a otros franceses y
al voltearme me encontraba con los alientos y la desfachatez de hombres
completamente diferentes. No lo vi esa noche. Ni la segunda, ni la tercera…ni
nunca. El sauna dejó de ser su sinónimo y mi corazón regresó a su posición
normal.
No sé qué sentí – no lo recuerdo – cuando alrededor de un mes más
tarde me convencí de que Laurent no estaba en Montreal. La ciudad no olía como
a que pudiera encontrarme con él. Esas cosas las nota todo aquel que dedique un
segundo a conocer el mundo que lo rodea. Y Montreal no olía al peligro de
encontrarme con Laurent. Quizás me puse triste porque de cierta manera quería
verlo y saber de él. Quizás nostálgico de constatar cómo me encontraba a muchos
de los actores y lugares de ese día – el rubito de gorra y cara de malo, los
1000 gramos, el Second Cup – y no al verdadero protagonista. Quizás alivio al
saber que no lo vería acostándose con todos o drogándose en cada esquina y ver así
cómo mi mito se convertía en una triste persona real. No recuerdo qué sentí.
Pero sí me convencí de que no lo vería nunca más.
Sin embargo, ya con esta certidumbre completamente establecida, tuve
la oportunidad de agregar nuevos datos al expediente del Sr. Inaccesible
gracias, precisamente, a otros de los actores secundarios de ese día. Mario, a
quien nunca mencioné en el post original por razones de espacio, era uno de los
hombres que conocí junto a Laurent aquella vez. Un hombre de casi 50 años - con
un cuerpo espectacular evidencia de su pasado de playboy – y con el cual tuve
una desavenencia esa noche ya que él consideró que yo tenía demasiado vello
púbico y “sugirió” que me afeitara, a lo cual yo “sugerí” que los hombres con
los miembros viriles de mi tamaño hacían lo que les daba la gana. Mi arrogancia
obviamente lo molestó y “sugirió” entonces que habría algunos hombres allí con
los cuales no podría acostarme por grande que fuera el miembro viril (haciendo
alusión obviamente a él mismo), a lo que “sugerí” sonriendo que “eso no era
precisamente una pérdida para mí”. Laurent decidió intervenir y me sacó de allí
antes de que nuestras sugerencias se transformaran en una pelea mayor.
Un año después y ni un pelo de menos, era vacilado en las duchas
del sauna por Mario. Primero lo ignoré olímpicamente pero luego recordé que un
escorpión siempre tiene tiempo para una pequeña venganza. Después de que lo
hice caerme atrás por todo el lugar acepté la invitación de ir a su cuarto.
Tres horas después, en las que lo único que nos faltó fue jurarnos amor eterno,
le recordé, como quien no quiere las cosas, nuestra historia de un año atrás.
Justo en el momento preciso para demostrar que yo – más tarde o más temprano –
siempre hago lo que me da la gana. Él rió de lo lindo y yo también, lo cual
consolidó nuestra amistad sexual. Desde entonces, nos veíamos casi todos los
sábados en el mismo lugar y nos dedicábamos algunas horas el uno al otro.
Entonces una noche, haciendo alusión a nuestro encuentro original,
él mismo sacó el tema. “Claro que me acuerdo de todo aquello. Pero no recuerdo
por qué estábamos en el mismo cuarto”. Yo hubiera podido decir que no me
acordaba tampoco pero si la vida me daba la oportunidad de hablar de Laurent con
alguien, quizás debía aprovecharla. “Yo estaba con un amigo mío que te conocía
de antes…Un francés”. Mario buscó en su memoria con cara del que sabe que no
encontrará lo que busca. Pero de pronto, inesperadamente, cayó. “Sí, sí, sí, ya
me acuerdo. El bonito”. “Ese mismo”, dije yo, como si jamás me hubiese acordado
de Laurent antes de ese momento. “Laurent”, dije. “¡Laurent!”, dijo. “El escort, ¿no es cierto?”, agregó,
no solo para asegurarse de que se trataba de la misma persona, sino más que
nada para ver si yo lo sabía. Asentí con la cabeza. “¿Lo
has visto de nuevo?”, pregunté con el mismo interés de quien pregunta si mañana
lloverá. Algo de curiosidad pero nunca demasiada.
“Ahora que lo pienso, no lo he visto en un tiempo”, dijo. “Seguro
regresó a Francia”, dije yo, exponiendo mi largamente reflexionada teoría. “No,
no: él anda por ahí”, replicó. “¿Cómo lo sabes?”. “Pues no sé, siempre anda por
ahí.”. “Pues por eso mismo: yo llevo dos meses aquí y no lo he visto. Y la
gente no cambia de un día para otro sus habitudes”. Por “la gente” quería decir
“especialmente los drogadictos adictos al sexo” pero como Mario comparte
algunas de estas características también no fui tan específico. Él pareció
convencerse con esta idea y puso cara de “Sí, quizás: ¿por qué no?”
“Si lo vuelves a ver, ten cuidado con él: roba”, dijo de pronto.
Bombazo. “¿Disculpa?”, dije yo, en un tono que traicionó en algo que el tema no
me era tan indiferente como quería hacer ver. “Unos amigos míos lo invitaron a
su casa y cuando se fue habían desaparecido los antidepresivos”. Bombazo. No sé
qué me dolió más: si saber que robaba o que robaba antidepresivos. Era el colmo
de la decadencia. El colmo del descontrol. El colmo de todo.
Me deprimí en un segundo. Cerré los ojos y lo vi en alguna parte
de Europa acabando con su vida. En una espiral de decadencia sin retorno en la
que siempre estuvo destinado a estar pero que yo preferí no ver y recordar
solamente los días en que lo conocí. Este recordatorio de lo que podría pasarle
a su vida de excesos fue demasiado para mí. Mi clásico, mi Sr. Inaccesible, mi
Laurent…robando antidepresivos. Sentí la necesidad de saber de él, de verlo, de
hacer algo, pero al mismo tiempo nunca me sentí más lejos de él.
“Quizás no fue él”, dije, con una voz tan triste que traicionó
completamente mi estilo de indiferencia anterior. Como si fuese un niño al que
le dicen que su hermano - quien siempre fue su héroe, - mata gente, y él no
puede decir otra cosa que “quizás no fue él”. Mario me miró serio y se dio
cuenta. Entonces dijo lo que todos los hombres grandes deben decirle a los
niños en casos como estos: “Sí: quizás no fue él”. Esa noche dejé que sacara su
máquina de afeitar e hiciera todo lo que quisiera conmigo.
Mi segunda conversación informativa sobre Laurent fue poco después
y en el mismo lugar, pero en condiciones completamente diferentes. Acababa de
regresar yo de mi fatídico primer viaje a Toronto y me encontraba en una crisis
de proporciones épicas. El sauna y hombres como estos comenzaban a hacerme
muchísimo daño pero sin embargo iba cada vez más a menudo. Me deprimía cada
segundo más al verme en aquel decadente estado y, aunque nunca llegó a ser un
problema serio, las drogas no ayudaban. En estas condiciones me encontré
entonces con el mexicano. El mismo con el que también había estado aquella vez
y con el cual había visto a Laurent viendo videos en su cuarto, lo cual había
provocado mi molestia. El mismo del que me hizo un comentario luego para
incomodarme cuando yo hablaba del rubito de cara de malo. El mexicano: mi
enemigo.
Pues bien: otra venganza. Luego de una buena sesión en la que
eliminé mediante el sexo todo trazo de rivalidad con él y con el pasado me
lancé en la cama y le espeté sin ceremonias: “ya nosotros nos conocíamos”. Él
me dijo: “Sí, tu cara me suena”. “Nosotros nos vimos hace un año. Un francés
nos presentó. Laurent”. Yo estaba drogado, alterado y molesto por toda mi
crisis del momento y no tenía ninguna intención de ser sutil. “Es escort,
adicto al sexo, drogadicto, tiene problemas con el compromiso y roba
antidepresivos” iba a agregar previendo un “no me acuerdo de quién hablas”,
pero con la primera fase el mexicano cayó. “Claro que me acuerdo”, dijo.
“Ustedes tenían algo. Recuerdo que él estaba preocupado porque pensaba que tú te
habías molestado cuando nos viste”. Vaya, aún en mi enfado aquello me cayó bien:
me gustó oír lo que decía de mí el Sr. Inaccesible cuando yo no estaba. “No
teníamos nada: solo singábamos”, dije déspota. “Nada del otro mundo”.
“Lo vi hace un rato”, dijo de pronto. Bombazo. “¿Ah?”, dije yo, en
lo que fue más un sonido gutural que una interjección. “Antes de entrar aquí.
Justo allá afuera”. Yo me levanté de la cama en un segundo y lo miré fijo.
“¿Está en Montreal?”, pregunté en un tono algo agresivo que parecía que pedía
explicaciones en vez de preguntar normalmente. “Pues claro, lo acabo de ver.”
“¿Estás seguro que hablamos de la misma persona?” “Sí: el francés bonito que
era escort”. “¿Era?” “Bueno, creo que ya no lo es: se casó”. Bombazo. Bombazo
grande. Ni siquiera pregunté con palabras, solo lo miré con cara de horror.
¿Qué? ¿Casado? ¿Con quién? ¿Cómo?
Obviamente mi rostro trasmitía todo eso a la perfección porque el
mexicano dio respuesta a todas mis preguntas. “Se casó con un quebeco. Para
obtener la residencia, imagino. Pero el muchacho no lo deja ni moverse. Por eso
nunca viene al sauna”. Dios, eso explicaba tantas cosas. “Ahora mismo estaban
juntos. Un muchacho muy lindo también.” Intenté ignorar ese comentario porque
ya tenía bastante información como para volverme loco. “Yo a veces lo veo, pero
siempre muy escondido. Seguimos cogiendo”. Otra información que decidí ignorar
y sacar de mi sistema. “Ya no consume”, dijo. Las bombas seguían cayendo como
en un ataque nuclear. ¿De quién hablaba este mexicano? ¿Me estaba tomando el
pelo? Me parecía que estaba en un sueño en el que solo se decían cosas inconcebibles,
cada una más rara y descabellada que la anterior.
“¿Disculpa?”, logré articular. “Pues sí”, me dijo con cara
pensativa. “Yo le ofrezco y no consume. Dice que lleva ya varios meses limpio”.
No había ninguna razón para que el mexicano me mintiera y muchas menos para que
Laurent le mintiera al mexicano, así que tuve que sentarme y admitir que todo
aquel sueño de incongruencias era real. “Entonces, ¿uno puede salirse de la
droga?”, dije, mirando a la pared, como si hablara conmigo mismo.
“Aparentemente sí”, dijo el mexicano mientras se llevaba su pipa de cristal a
la boca.
Si esa noticia hubiese llegado a mí al inicio de mi retorno a
Montreal, aunque me hubiese sorprendido enormemente, probablemente me la
hubiese tomado como algo positivo. Pero en mi condición del momento aquello fue
como una entrada a golpes. Ahí estaba yo: drogado perdido en lugares oscuros y
singando como un demente mientras el Sr. Inaccesible – el cual se había sentido
responsable por introducirme a la droga y quien me había dicho en su última
frase “no quiero que seas como yo” - estaba limpio, ya no era escort y estaba
casado con un muchacho lindo que lo había hecho residente canadiense. ¿Qué clase
de mundo es este? ¡A él le tocaba estar robando antidepresivos! Este final
feliz llegaba en muy mal momento para mí.
El camino a casa fue traumático. Eran las 7 de la mañana y no
había un alma en las calles. Un hombre que tomé por un mendigo me tocó el
hombro en la parada y me señaló un cartel que decía que en alguna parte de la
ciudad era el maratón de Montreal por lo cual no había transporte, así que tuve
que caminar. Me sentía como mierda y tenía frío de drogata. Pero iba con una
idea fija en la cabeza. Al llegar me di un buen baño, me acosté y me desperté
cuatro horas después. Todavía me sentía mal, creo que hasta peor, pero me había
propuesto hacer algo bien temprano ese mismo domingo: arreglar mi vida. Y para
eso me hacía falta hablar con alguien primero. Con alguien que me comprendería.
Busqué en mi maleta el cartoncito con su número de teléfono. Nunca había
pensado llamarlo de nuevo pero conservaba el cartoncito porque tenía su
verdadero nombre escrito de su propia mano. Me lo había llevado al irme a Cuba
y me lo traje de la misma forma cuando me vine a Canadá. Era mi único recuerdo tangible
del Sr. Inaccesible. Pues bien, había llegado el momento de que cumpliera con
una misión que iba más allá del recuerdo.
Tenía un discurso preparado en caso de que me saliera él, otro por
si salía el esposo – nunca se sabe: el muchacho supuestamente era muy celoso –
y también estaba preparado para que me dijeran que ese número no existía ya. Una
vez más, la vida se las agenció para sorprenderme al responder una mujer
automática diciendo algo que no entendí para nada y que terminaba exhortándome
a que dejara un mensaje. ¿Qué era aquello? ¿Su mensajería vocal? ¿Por qué no
era como las de los demás? ¿Este era su teléfono? ¿No se supone que los escorts
lo cambien cuando se casan? ¿Había marcado bien? ¿Por qué nada podía ser normal
con este hombre? Con todas estas preguntas corriendo por mi mente, sonó el
pitico, el que de por sí siempre me pone algo nervioso. “Ah…eh…sí…hola…hola…Laurent…te
habla Raúl…nosotros nos conocimos el año pasado cuando yo vivía en Montreal…yo
soy cubano… (silencio aún más largo)…Escucha, si recibes este mensaje, llámame
a este número. Estoy de vuelta en Montreal y me gustaría saludarte. Espero que
estés bien. Un saludo.”
Si bien al final logré ser más coherente no pude evitar darme
cuenta de lo poco que tenía que decirle al Sr. Inaccesible. No me sentía con el
derecho de confesarle que él leía mi mente, que yo había escrito un post de 18
páginas sobre él o que lo llamaba “el Sr. Inaccesible”. Solo pude decir que era
cubano a ver si me reconocía por ahí. Me sentí como el Sr. Invisible… Nunca
llamó. Esperé casi todo ese día, entre dormido y despierto, con el teléfono al
lado, pero nada. Supongo que era lógico. En caso de que fuera él y lo hubiese
oído, mi mensaje sonaba idéntico al de un antiguo cliente. O quizás nunca lo
oyó. O no quiso responder. Una vez más, conjeturar era lo único que podía
hacer.
Pero el Sr. Invisible nunca ha sido tan dependiente como podría
pensarse al leer los últimos párrafos. Así que al día siguiente comencé a
enderezar mi vida yo solito. Me puse a contar cuántos días podía estar sin ir
al sauna (más de un mes), no probé ni el más nimio de los estupefacientes en
más de dos y me di sesiones de autopsicoterapia intensiva en mi closet varias
veces al día. Y, por supuesto, todo mejoró. Un día me di cuenta que me sentía
bien, que pensaba más en mis planes que en mis traumas, que antiguas imágenes o
referencias no me desestabilizaban ya y que estaba listo para comerme al mundo
de nuevo. Fase de recuperación: cumplida.
En medio de esta fase boté el cartoncito con su teléfono. Era el
día de “Bota todo lo que te recuerde lo que no quieres llevarte a la próxima
fase”. No lo rompí en mil pedazos mientras lloraba, cual mujer que rompe la
foto de su ex-esposo que la dejó por la rubia secretaria. Para nada. Fue todo
muy pacífico. Lo miré, le agradecí por haber sido mi recuerdo por un buen
tiempo, le guiñé un ojo, lo rompí en dos y lo puse despacito en la caja del
reciclaje. El Sr. Invisible le decía adiós al Sr. Inaccesible.
En un año, nunca más he sabido de él, ni directa ni
indirectamente. No volví a preguntar por él – tampoco he visto más a nadie que
pudiera conocerlo – ni me lo he encontrado nunca en la calle. Nunca confirmé si
anda por Europa robando antidepresivos o está a cinco cuadras de mi casa viviendo
una vida perfecta con su bello esposo. Pero dejó de importarme. Cuando pienso
en él, casi siempre porque tengo que hablarle a alguien que haya leído el post
original y me pregunta, lo hago con el corazón frío, como si se tratara de una
obra de ficción lejana y distante. Sin pasión. También sin rencor; después de
todo, es un clásico. Lo que más alejado ahora de mi vida presente. Ocupando su
lugar entre los antiguos clásicos, junto a mi profesora de prescolar o el día
en que corrí la media maratón.
Pero la vida siempre puede sorprenderte. No hace mucho caminaba de
regreso a mi casa lleno de vegetales que había comprado en la calle Mont Royal
ni sé con cual propósito porque yo no como eso, cuando decidí, aprovechando que
ya estamos en verano y que el caminar por el barrio es todo un lujo, cambiar de
cuadras para ver cosas nuevas. Y así, en medio de mi experimentación en pleno
Plateau Mont Royal, mientras veía las casas y los árboles, me encontré frente a
frente con su casa. Bombazo.
Por supuesto que siempre supe que su casa – y digo “su casa” pero
sé que es el edificio donde vivía y solo eso – era cerca de la mía. Nunca me
puse a pensar mucho en eso porque lo asociaba más con el sauna, pero si me
hubieran preguntado, claro que sabía que era por ahí. Está a solo tres cuadras
de mi piscina, de hecho. Al norte del parque y yo vivo al este. Pero nunca
pensé que su casa podía significar algo para mí: estaba convencido de que, estuviera
o no en Montreal, ya no vivía ahí. Pero al pararme frente a esta - la cual
nunca hubiera pensado que reconocería y sin embargo lo hice en un segundo – me
di cuenta que sí significaba algo para mí.
No supe qué pensar. No supe qué intentar pensar. ¿Qué se piensa
cuando uno está lleno de vegetales y se encuentra de pronto con uno de los
escenarios poderosos de su pasado? El día era hermoso, como hermoso era el día
en que me fui de ahí por última vez. Pensé en seguir caminando pero luego me di
cuenta que se erigía detenerme. Otra cosa hubiese sido un error. Entré a donde
estaban los timbres, a una especie de recibidor interno bastante grande y
recordé aquella noche en que tocaba y tocaba y nadie me abría. Dios, ahí estaba
de nuevo. Ni idea de qué timbre tocar, pero no iba a tocar ningún timbre de
todas formas. Me senté en un murito y los flashazos de aquella noche no paraban
de venir a mi mente.
De pronto un hombre entró, me saludó con la cabeza, abrió la
segunda puerta que ya daba al interior del edificio y la sostuvo con la mano
para que yo entrara. Obviamente ese muchacho lleno de vegetales no era un
ladrón. Yo pensé decir que no quería entrar, pero por miedo a que eso sonara
más raro (¿qué haces sentado al lado de los timbres si no quieres entrar?),
sonreí y corrí para entrar.
El hombre se desapareció y yo me quedé sin la menor idea de para
dónde coger o qué hacer. Irme, supongo. Pero no soy esa clase de ser humano que
renuncia a la adrenalina. Nunca lo seré. Eso sí: ni idea de dónde estaba su
apartamento. ¿Para arriba? ¿Ahí mismo? Recuerdo que bajamos al sótano para
ayudar a los vecinos a mover unos muebles pero no recuerdo mucho más. Caminé un
poco a ver si algo me sonaba. Y la originalidad del edificio me ayudó. Ningún
paso de escalera era igual ni la posición de los apartamentos tampoco, así que
me dejé llevar por escaleras laterales, puertas raras y llegué a uno que en
cuanto lo vi supe que era su apartamento. No muy lejos de la puerta de entrada.
Todo encajaba. Regresé sobre mis pasos y recorrí todo de nuevo, eliminando
todas las otras opciones. Oliendo la energía y desechando todo aquello que mi
mente no reconocía. Y volví a caer frente al mismo apartamento. No había dudas:
era ese.
No me podía creer que estaba ahí. Siempre me pregunté qué sentiría
el personaje de “Los Pasos Perdidos” si alguna vez volvía a encontrar la triple
incisión en V frente al Amazonas. Pues debía ser algo como esto y solo el propio
Carpentier tiene derecho a definirlo. Pegué el oído a la puerta. No oía nada. Toqué.
¿Estaba loco? ¿Por qué tocaste? ¡Tenías que idear un plan antes! ¿Y si abría
Laurent? ¿Y si abría el esposo? ¿Qué iba a decir? ¿Y si abría uno y el otro
estaba detrás y se quedaba mirando a la puerta a ver quién era? ¿Podía yo
aguantar ese par de miradas inquisidoras que todo dueño de casa pone a aquel
que toca a su puerta? Le pedí a mi mente que no pensara en las opciones y que
me diera la capacidad de reacción necesaria para responder a lo que fuera que
me esperaba del otro lado.
La puerta se abrió y dejó ver a una muchacha rubia. Agréguenlo a
la lista de cosas inesperadas. Ella puso cara amigable de “¿Eres un vecino que
viene a preguntar algo?” que supongo que era mejor que la de “No compramos nada
y ¿cómo pasaste la puerta de entrada al edificio, testigo de Jehová?”. Yo
sonreí con todos mis dientes y aguanté mis dos jabas de vegetales para parecer
la cosa menos peligrosa del mundo. “Oh, hola”, salió de mi boca de actor.
“Disculpe que la moleste. Yo solía venir hace un par de años a este apartamento
porque un amigo francés vivía aquí. Hace un mes regresé a Montreal y como no
tengo el teléfono me dije hoy que pasé por aquí “¿Laurent todavía vivirá
aquí?”. No iba a entrar pero un hombre abrió la puerta en ese momento y me
dije: “Ah, deja ver si todavía vive ahí. No pierdo nada”. Pero bueno, parece
que ya no vive aquí, jeje”. Bien: un buen cuento. Y si quitamos un par de
mentirillas, era más o menos la historia real.
Cuando ella iba a contestar algo, una niñita que no tendría mucho
más de un año pero que ya podía caminar, se paró al lado de la muchacha y
empezó a reír con una risa adulta mientras se aguantaba una mano con la otra
como una anciana a la que alguien le hubiese hecho un chiste muy bueno hacía
unos días y ella ahora se reía sola del mismo. Risa de adulto. Adorable. Supongo
que un hombre con bigote, sombrero y una jaba en cada mano era el equivalente
de payaso. Además, los niños y yo tenemos una relación especial de la que
hablaré en otro momento. No pude hacer otra cosa que reírme yo también. Y la
muchacha igual. La cargó y yo le hice una monería a lo Jim Carrey, lo cual
provocó que la niña riera aún más desesperadamente, ahora sí como una niñita
chiquita. La muchacha me sonrió. Bien: si te ganas al niño de la casa, te ganas
a todo el mundo en ella.
“Pues no sé”, me dijo ella. “Yo vivo aquí hace casi un año ya y
francamente nunca pregunté quién vivía antes aquí”. “Sí, la gente se muda mucho
y luego uno pierde los rastros”, dije con una sonrisa de oreja a oreja pero así
y todo sonó triste. Sonó triste porque estaba triste. Era un payaso triste.
Ella me miró sin saber qué decir. “¿Era un amigo muy íntimo?”, preguntó. Yo
hice un gesto con los hombros que era mezcla de “sí” con “no” con “quizás” con
“las cosas en la vida no hay que definirlas tanto”. Ella entendió. La niña
también porque se quedó seria y me miró tranquilamente. “Bueno, pues muchas
gracias y disculpe por haberla molestado”, dije. “Supongo que podemos
preguntarle al casero, ¿no?”, dijo ella, ignorando mi despedida.
Yo no supe qué decir. Creo que quería irme ya para poder sentirme
triste sin estar fingiendo. De todas formas, ya yo sabía lo que el casero me
iba a decir. Pero hubiese parecido raro decir que no, así que acepté. Ella
salió al pasillo con la niña cargada, cerró la puerta y me indicó que la
siguiera. Subimos un piso, tocamos la puerta y la muchacha hizo todo el trabajo
por mí. Yo puse mi mejor cara de turista noruego mientras ella le explicaba al
casero y la niña intentaba coger mis gafas. El hombre se puso a pensar y me
dijo directamente a mí: “Sí, sí, tuvimos un francés hace como dos años. No
estuvo mucho. Unos meses. No tengo permitido decir a dónde se mudan, pero de
todas formas él nunca me dijo. Un muchacho muy agradable”. Yo sonreí de oreja a
oreja pero me estaba deprimiendo cada vez más. No porque me dijeran que no
sabían de él, sino porque cada vez lo recordaba más y más. Le dimos las
gracias, y bajé con la muchacha y la niña de nuevo hasta la puerta de su
apartamento.
Mientras me despedía de nuevo la muchacha abrió la puerta, soltó a
la niña, la cual fue corriendo como loca a traerme sus muñecas. Yo le hice
monerías y la muchacha me preguntó si quería agua o algo de tomar. Yo la miré,
visiblemente afectado, y fui brutalmente
honesto: “Tengo miedo de entrar ahí”. Ella me puso cara de “vamos, entra, puede
ser útil”. La miré con cara de quien se deja convencer. Y entré.
Me quedé en el umbral, pero el apartamento era lo suficientemente
pequeño como para que pudiera verlo todo desde ahí. Si bien había cosas
cambiadas era, sin duda alguna, el mismo apartamento. El apartamento del Sr.
Inaccesible. Quizás Laurent viva en otra parte, pero este apartamento es el del
Sr. Inaccesible. Del mío. La ventana inmensa que daba al patio interior, la
cocina, el guardarropa y el baño, casi justo a mi lado. Todo estaba ahí.
Todo vino a mi cabeza. Cuando entramos todo empapados, cuando se durmió
encima de mí y tuve que tirarlo porque pesaba mucho, cuando me dio aquella ropa
infame, cuando bromeó de que era una hora y era otra, cuando me abrió dormido y
sonriendo a la misma vez, cuando puso las velas y la canción, cuando retozamos
en la oscuridad hasta quedarnos dormidos, cuando nos dimos ese último abrazo en
el que nos consolidamos como dos viejos – no adultos, sino viejos - que no se
dicen nada porque saben que las cosas no cambian solo porque se digan. Y ahí
estaba yo ahora, a un metro de donde nos dimos ese abrazo en el cual tanto he
pensado después. No sé cómo pude identificarlo solo con el sauna, con las
drogas y con el resto de los “chicos malos”. El Sr. Inaccesible siempre fue
esto para mí. Fue por eso que se hizo un clásico.
“No recuerdo su cara”, dije. “De tanto pensar en él, he olvidado
cómo es su cara. Solo distingo rasgos generales. Supongo que si algún día lo
veo sé que será él. Pero actualmente no pudiera hacer un dibujo de él aunque
supiera dibujar”. La muchacha asintió con la cabeza. La niña, como si
entendiera todo, no solo las palabras sino además los sentimientos, me miró
seria con su muñeca en la mano.
Me sentía bien. Visiblemente emocionado – no llorando – pero bien.
Me sentía vivo. Como si la profesora de preescolar me reconociera y me dijera:
“Pero claro que me acuerdo de ti, Raulín. ¿Qué ha sido de ti todos estos años?”.
Cuán poderoso puede ser el reencuentro con los clásicos. Hay que vivirlo para
entenderlo. Hay que ser Carpentier para definirlo. “Muchas gracias”, le dije a
la muchacha. Ella sonrió y asintió con la cabeza. Le hice una monería a la niña
y le dije adiós exageradamente, a lo cual ella respondió con la misma
intensidad. Les sonreí y salí.
Una vez fuera, con mis vegetales en cada mano, creí ver la
bicicleta roja pegada a la cerca, creí sentirme como me traqueaban los dedos,
creí verlo irse montado con su linda camisa mientras yo miraba justo hacia el
otro lado para poder dejarlo ir - ¿lo dejé ir alguna vez? -, caminé hacia el
mismo lado en que lloré aquella vez por media cuadra y aunque no lloré ahora no
me sentí menos vivo por eso. El día era hermoso, como hermoso era el día en que
pasé por ahí por última vez. Allí estaba, casi literalmente tras los pasos del
Sr. Inaccesible. Y fue como si el tiempo no hubiera pasado. Sí: recordar sí es
volver a vivir.
Al llegar a la calle Mont Royal, justo en la dirección contraria a
mi casa, entré al Second Cup, al cual nunca más había entrado, me senté en las
butacas donde nos caímos a preguntas honestas sin mirarnos, saqué mi
computadora de la mochila y, al igual que dos años atrás, comencé a escribir
esta historia. Después de todo, ¿quién dijo que uno no puede volver sobre los
pasos perdidos una y otra vez? ¿Dónde está escrito que la búsqueda de los
clásicos no puede ser considerada ella también como un clásico? ¿Dónde dice que
hay que esperar a pensar con más claridad y menos pasión para contar las
historias que surgen y los sentimientos que se producen cuando uno se lanza
tras los pasos del Sr. Inaccesible?
El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (1ra parte)
El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (2da parte)
El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (1ra parte)
El Sr. Inaccesible y los días de lujuria (2da parte)