viernes, 21 de marzo de 2014

La correcta utilización del chaleco antibalas



Este, compañeros y compañeras que me leen, es un mundo cruel. Pudiéramos ser hippies al respecto y fingir que no: que todo es maravilloso y que tan solo necesitamos amor para darnos cuenta, pero ya estamos muy viejos para eso. Admitámoslo para poder progresar: vivimos en una jungla.

Basta con mirar hacia cualquier lado. Cualquier cosa, desde la más grave hasta la más simple y carente de mal intención, puede lograr derrotarnos. Los amigos que hablan mal de nosotros, los otros que mueren, las imágenes de pobreza en la televisión, las canas que descubrimos en el espejo del baño, la matanza de animales, los chantajes emocionales de la familia, la cuenta del celular, el cretino que se burlaba del hombre en silla de ruedas en el metro, los comentarios de odio en YouTube, los inciertos caminos del futuro... La lista es infinita: a veces increíblemente originales y en otras tristemente comunes, las oportunidades para sentirnos mal nos llegan cada once o doce segundos.

Y eso - puedo decírselos desde ya - no va a cambiar nunca. Los problemas nunca se irán, el futuro siempre será incierto, la gente no dejará de atacarnos, nuestros amigos, amantes y enemigos no dejarán de hacernos cosas que nos laceren, y el odio, la crueldad y la estupidez no se irán a ningún lado. No importa cuánto avance y se modernice, la jungla seguirá siendo la jungla.

De ahí que un sistema de protección se imponga. El hombre no puede estar desprovisto de recursos ante los golpes que la vida le da casi sucesivamente. Estar llorando cada trece segundos no es una opción. Así que luego de algunos años - que mientras más rápido pasen pues mejor - de inocencia (el término es “ignorancia”), en los que veremos nuestros sueños, creencias y corazones romperse frente a nosotros salvajemente uno tras otro, quedará todo listo para el trascendental momento de ponerse el chaleco antibalas.

Como los más sagaces de entre ustedes habrán podido inferir por su nombre, el chaleco antibalas es la coraza en la que nos introducimos para que el mundo exterior (y muchas veces incluso el interior) nos afecte menos. Un pararrayos ante tanto ataque. Algo que amortigüe los golpes. Una protección para poder salir a la jungla no solo a sobrevivir o a cazar, sino también a ser felices. Porque les recuerdo que si esperamos a que las condiciones sean óptimas para alcanzar la felicidad, el máximo de tiempo que esta puede durar es once segundos (doce si se utilizan drogas o alcohol).

El chaleco está compuesto por nuestras experiencias de vida acumuladas unas encimas de las otras (no importa cuántas películas hayas visto y creas que estás preparado para el mundo: no lo estás. Necesitas darte golpes reales para la confección de un buen chaleco). Pero más que nada, en la estructura intrínseca de este debe haber también una alta cantidad de anti-susceptibilidad autoimpuesta. Hay que tener una disposición resoluta de no dejarnos atacar. No me voy a sentir mal pase lo que pase. Y por “pase lo que pase” quiero decir “pase lo que pase”.

Podría pensarse que todos hacemos esto naturalmente, pero no es así. Los suicidios, los antidepresivos o las depresiones crónicas tienen una causa. Y aún sin llegar a estos extremos, muchas veces nos sorprendemos arruinando una bonita tarde de primavera al torturarnos por un comentario desagradable que hizo en Facebook alguien al que jamás hemos respetado y que si hubiese dicho algo positivo probablemente ni le hubiéramos hecho caso.

El chaleco antibalas no es una armadura: es un chaleco. De ahí que podamos salir heridos aún usándolo. La bala que nos va a matar, nos va a matar, y no podemos hacer nada por impedirlo (aunque podemos intentarlo). Pero lo que sí no puede ser es que sucumbamos ante cualquier bala de salva que nos tiren. ¿Hablan mal de nosotros? Que hablen. ¿El futuro es incierto? Pues el futuro no está aquí ahora. ¿La cuenta del teléfono es alta y no tienes dinero? Cuando eras niño vivías en un país donde no había qué comer y así y todo sigues vivo; el pago de un teléfono es bobería. ¿Tu novio no te quiere más y te dejó por otra mujer? Nada es más secundario y fácil de reemplazar que un hombre así que levántate, date una ducha y búscate otro.

Ya sé que suena duro sugerir que no nos afecten las imágenes de guerras y de niños muriendo, pero no seamos hipócritas: perdemos más tiempo molestándonos porque nos dijeron gordos o feos que por masacres lejanas. Así que si podemos ser tan banales como para distribuir tan mal nuestras energías y nuestras lágrimas, seámoslo igual para sacar por completo estas imágenes de nuestras cabezas y no dejar que nos arruinen la tarde.

Mi chaleco antibalas personal es de una marca buena. Obvio: con todo lo que yo he pasado en mi vida o me lo ponía desde temprano o era evidente que no iba a llegar vivo a los 16. Y esto fue antes de decidir jugar a tener sexo con otros varoncitos (homosexual que salga a la calle sin su chaleco antibalas será considerado como intento de suicidio). A veces los chalecos se ponen solos, pero muchas otras tenemos que usarlos de manera consciente. En mi caso, combiné ambas cosas. Resultado: por muy agitada que haya sido mi vida jamás me he tomado una pastilla para los nervios, he necesitado correr de urgencia al psiquiatra o he decidido cortarme una de mis lindas venas. Expreso mi hastío de este mundo de la manera más sana posible: escribiendo, gritando cuando algo no me gusta, acostándome con todos y mirando mala televisión.

Mas, como todo buen ser humano, en muchas ocasiones se me olvida ponerme el chaleco y me dejó afectar por sencilleces. Pero entonces, cuando me descubro recondenándome porque una pajarita de Villa Clara que no conozco le sugirió a alguien que yo era jinetero, o porque alguien que quise mucho decidió no hablarme más sabe Dios por cuál causa, o porque no se me paró en una orgía y tuve que ponerme a mirar en vez de ser el protagonista, o porque mi tía me escribe por enésima vez para pedirme más dinero y agrega que “100 dólares al mes no son nada”, me llamo a capítulo, corro al closet, me envuelvo en mi mejor amigo y me doy psicoterapia de urgencia. Cuando salgo del closet soy un maestro Zen. Y esto es con las sencilleces: con las cosas graves mi chaleco es aún más eficiente. Ni siquiera tengo que entrar al closet: él solo sale, se me enrolla y estoy listo para el Diluvio Universal. Así, mientras el mundo se desmorona allá afuera, yo estoy en mi cuarto, con mi chalequito puesto, comiendo helado y viendo American Idol.

De ahí que me cueste tanto pero tanto entender a las personas que no tienen chaleco. Que se molestan con cualquier cosa, que se laceran con cualquier cosa, que lloran por cualquier cosa, que están tristes o quejándose todo el maldito día. Uno no puede permitirse, bajo ninguna circunstancia, ser susceptible. Y no es que a mí no me pasen esas cosas (yo soy esencialmente susceptible y temperamental), pero por eso mismo tengo el chaleco: para protegerme. ¿Cómo es posible que personas adultas a las que la vida les da golpes y golpes y golpes sigan sin darse cuenta que tienen que tener uno? ¡No podemos estar a merced de la jungla! Estos “Hunger Games” los tenemos que ganar NOSOTROS, aunque para eso tengamos que matar a todos los demás niños, incluyendo a los de nuestro mismo distrito.

Sin embargo, por muy necesario que sea, el uso del chaleco trae también efectos colaterales. Si bien nos protegerá del daño externo, también nos impedirá el acceso a muchas cosas positivas. Es lógico. ¿Cómo podemos enamorarnos locamente si tenemos un sistema de protección activado específicamente para mantener a las personas fuera de nuestros corazones? ¿Cómo podemos disfrutar de lo bueno que muchos seres humanos tienen que ofrecer si solo estamos interesados en comunicarnos con ellos superficialmente? ¿Cómo vamos a contribuir al necesario desarrollo de este mundo si para protegernos elegimos mirar al otro lado cuando hay personas muriendo indiscriminadamente, derechos humanos básicos violados a toda hora, animales masacrados y constantes abusos al medio ambiente y a los recursos naturales?

No tengo una respuesta. Deshacerse del chaleco sí sé que NO ES UNA OPCIÓN. Hay quien se arma de un chaleco solo cuando se siente mal y se lo quita fácilmente cual bikini en pool party californiana una vez que “encuentra el amor” o “se va finalmente del país” o cualquier otra tontería irrelevante de esas, solo para ser bombardeado brutalmente poco después al no tener protección. No: el chaleco ha de andar con nosotros todo el tiempo.

Quizás lo más sabio sea abrírselo un poco, e incluso en ocasiones quitárselo casi por completo. Pero ¿cómo aprender a quitarse el chaleco cuando aún ni sabemos ponérnoslo bien? No será fácil, eso es seguro. Hay que intentar dejar entrar algo de lo bueno, pero siempre sabiendo que por ahí mismo puede entrar una bala en cualquier momento. Y aprender a ver este riesgo como algo no necesariamente negativo (a veces la felicidad no está en las cosas constantes sino en las riesgosas que salen bien. Como la ruleta rusa).

Pero en caso de que algo pase hay que tener el chaleco a mano. Así podremos enamorarnos, confiar y obtener cosas buenas de algunas personas, pero al mismo tiempo no nos moriremos ni nos desangraremos si algún día demuestran ser igual a la mayoría. Podremos ayudar a causas humanitarias, revoluciones y al mejoramiento de este mundo, sin que las imágenes que tendremos que ver en el proceso nos destruyan o nos traumaticen.

Quizás ese sea el gran juego de la vida: aprender a utilizar correctamente el chaleco antibalas. Saber cuándo ponérnoslo y cuándo quitárnoslo. Cuándo es legítimo usarlo como defensa y cuándo como ataque. A qué lugares entrar con él sin desatarse un botón en ningún momento y en qué otros se puede dejar a un lado por un rato para poder correr completamente desnudos. Esta pericia determinará si somos vencedores o perdedores.

Pero siempre con el chaleco. Nadie que no tuviera uno llegó nunca a nada. Es la única manera de ser feliz por mucho más de once segundos y de contemplar con otros ojos ese maravilloso espacio que puede llegar a ser la jungla.

viernes, 14 de marzo de 2014

La boda (II)


Primera parte: La vida antes del "sí, acepto" 

Segunda parte: Una boda sin novia en dos actos

Acto I: Hable ahora frente a esta pancarta o calle para siempre

"Maldición", salió de mi resignada pero no por eso menos molesta boca cuando el taxi se detuvo frente a aquel castillo y comprobé que todos los hombres agrupados en la plazoleta de entrada estaban vestidos de traje. Ya me lo figuraba. Me había pasado la semana pensando en eso, de hecho. Sabía que sería - una vez más - el pobre latinoamericano vestido inapropiadamente para la ocasión, quien se aparecía con una camisa a rayas y un bow-tie verde. Pero como Dios me dio la entereza moral para fingir que todo está bien y que no me da pena (aunque me dé) caerme en obras de teatro, caminar desnudo por saunas o hacer papelazos en la televisión, me bajé del vehículo, me tragué mi vergüenza, sonreí, y me introduje en aquel grupo de hombres vestidos de negro con total naturalidad, como si tener un bow-tie verde fuera en realidad el código de etiqueta apropiado para una boda y yo me encontrara en un país muy subdesarrollado al cual esa noticia no había llegado todavía.

Muchísimas personas esperaban por la apertura de Hogwarts. Este matrimonio no era tan barato como me habían hecho creer y hasta alguien que solo ha ido a cuatro bodas en su vida - tres de ellas de mis hermanos y las cuatro en el tercer mundo - podía notarlo con tan solo poner un pie a 30 metros de las escaleras de piedra. Olor a caro y gente elegante por todas partes. Al igual que muchas otras ocasiones desde mi transición de mundo, las películas serían mi única preparación para lo que me esperaba. Por algún lado noté a los amigos de Jordan que había conocido en el bar, pero no hice el  mínimo intento por ir y saludar. Aunque ya teníamos mejores relaciones, no me sentía capacitado para miradas inquisitivas de arriba abajo o comparaciones con Hugh Jackman por parte de homosexuales vestidos de Gucci y con el pelo amoldado por algo que de seguro no era mi gel de 2.25.

Como era de esperar, ni sombra de los novios por ningún lado. Recuerdo la boda de mi hermana, en la que no pude verla de cerca ni un solo instante. Las bodas son como ir al teatro a ver actuar a un familiar, a quien tenías en shorts y pullover al lado tuyo el día anterior pero al que ahora solo puedes ver de lejos, con ropas y actitudes que no le conoces, mientras tú te quedas con el resto de sus amigos, de los cuales jamás habías oído hablar pero quienes insisten en mostrar tal ímpetu de afecto hacia los protagonistas que te hacen cuestionarte si son más cercanos a estos que tú mismo. Pero como de todas formas yo no conocía tanto a Jordan, este sentimiento de injusticia social no me acompañó en esta visita al teatro.

Muchos viejos, muchos gay, muchas muchachas, muchas parejas, muchos niños... Todos agrupados en pequeños círculos para establecer un sistema clasista perfectamente definido. Necesitaba encontrar a Esmeralda lo antes posible para poder integrarme a la comedia. Un hombre solo en una boda es algo patético: todos piensan que eres un pederasta y le advierten a los niños que se alejen de ti. Una mujer sola es peor porque la consideran como la tía boba que nunca se casará y le tiran a los niños encima para que ella se ocupe.

Esmeralda y yo habíamos hecho contacto días antes y habíamos acordado conocernos en la entrada, así que mi primera tarea consistía en imaginarme cómo se vería vestida de gala aquella mujer delgada y rubia con caña de pescar y sombrero con anzuelos que se aguantaba a un brazo cuyo propietario no salía en la foto, y localizarla. Tampoco tenía otra opción ya que ella tenía la invitación. Mientras escudriñaba los rostros femeninos a mi alrededor e intentaba apartar de mi mente el hecho de que alguien que no fuera una gitana pudiera llamarse Esmeralda, mi vista cayó en la cara de un hombre que, a su vez, me estaba mirando desde antes que yo lo notara. Un hombre muy raro – joven y quizás lindo pero con una gravedad en el rostro como si estuviese en medio de una guerra civil y no en una boda... quizás eso tenga algún sentido, ahora que lo pienso – que para colmo estaba solo, lo cual lo hacía aún más sospechoso. Miré si había niños cerca de él. Como si fuese una dama de la era victoriana, a la cual la simple mirada de un desconocido sobre ella podía ofenderla gravemente, aparté mi vista con recato, justo para ser interceptado por dos brazos que se posaron súbitamente en mis hombros. “¡¿Raoul?!”. Una hermosa muchacha rubia, delgada y con unos ojos terriblemente verdes que un sombrero con anzuelos no había dejado notar antes, se encontraba frente a mí. Sonreí. “Esmeralda”.

“Me encanta tu bow-tie”, dijo. Hay personas que jamás en su vida podrán decir una palabra para procurarse un amigo. Esmeralda, con sus cuatro primeras, ya lo había logrado. “Gracias. Tú luces escandalosamente bella (era cierto). A falta de una novia, te nombro la mujer más encantadora de esta boda.” (Yo también sé hacerme de amigos fácilmente). Casi en el acto, se abrieron las puertas de Camelot y los invitados comenzaron a entrar. Ella sacó la invitación y me la dio. La leí y bromeé: “Pues bien, espero imitar lo mejor posible a Tim”. Mal chiste. Su cara cambió inmediatamente, lo cual me permitió comprobar que las sospechas de Jordan eran ciertas. Decidí que el nombre de Tim no aparecería más en aquella tarde. “Necesito encontrarme un hombre en esta boda. Es mi plan secreto”, dije súbitamente. Para sacar a las personas de sus dramas, nada mejor que hacerlas cómplices de los tuyos. Ella buscó con la mirada cual secretaria competente y luego de una rápida inspección me señaló a los amigos de Jordan del bar. “No soy tan gay”, dije. El muchacho raro que seguía mirándonos fue su segunda opción. “Tengo miedo que pueda matarme, o peor: enamorarse”. Un muchacho de ojos verdes que no se encontraba muy lejos fue la próxima víctima. “Ummm, se puede trabajar en esa dirección”. Ambos reímos. Mi plan había funcionado. Le extendí mi brazo, ella se colgó, y la hermosa pareja formada por el pederasta del bow-tie verde y la tía boba abandonada por su compañero de pesca hizo su entrada formal a la boda de dos hombres.

Las nupcias se celebrarían en el jardín, al otro lado de Isengard, pero, como nos hizo saber en la puerta una enérgica señora (quien luego se revelaría como la madre de Étienne), todavía faltaba tiempo para ello, por lo que nos invitaba a utilizar los distintos bares repartidos por el lugar, aunque alertándonos de moderar nuestro consumo ya que no querían a nadie borracho antes de que los novios hubiesen jurado que solo la muerte los separaría. En cuanto oí la propuesta, corrí hacia el bar más cercano con Esmeralda colgada de mi brazo, no solo porque la experiencia me ha enseñado que estos eventos se disfrutan mejor después de dos tragos, sino además porque aquella señora había dicho todo su discurso con los ojos puestos sospechosamente en mi bow-tie y en mi ausencia de traje.

Un trago más tarde, con Esmeralda por algún lado saludando a alguien (o quizás llorando en el baño), me dediqué a inspeccionar el castillo por dentro. Luego de caminar por varios salones, examinar las obras de arte y arreglarme el pelo frente a todos los espejos caros que me encontré, me topé frente a frente con una pancarta de la boda. Jordan y Étienne sonreían abrazados encima de una flecha que indicaba el camino hacia el jardín. Ya había visto una similar en la entrada pero solo me había fijado en el rostro de Étienne, a quien nunca había visto antes. Ahora, en plena soledad, algo más relajado por el alcohol y frente a aquella foto que hubiese provocado mítines de protesta en el barrio donde nací, me dejé llevar por mis contradictorios pensamientos concernientes al matrimonio gay.

En mi cabeza, el matrimonio igualitario tiene absolutamente los mismos defectos que el heterosexual (engaños, aburrimientos, hipocresía...) así que “igualitariamente” me provoca también una sensación negativa. Pero debido a los numerosos elementos adicionales que entran en juego en la unión civil de dos personas del mismo sexo (especialmente si este sexo está compuesto por una X y una Y), me es algo más complejo de explicar sin que parezca que estoy en contra de su desarrollo legal. Así que vayamos por partes.

Pocos universos son tan discriminatorios como el homosexual. "No gordos", “no flacos”, "no pasivos", “no viejos”, “no asiáticos”, “no circuncidados”, "no afeminados", "no seropositivos", “no menos de 7 pulgadas”, “no menos de 8 pulgadas”... Es agotador tener actualizada la lista de discriminaciones. Pero en medio de toda esta supuesta variedad, hay algo que siempre nos ha mantenido a todos en la misma lista: somos marginados por la sociedad. Y ya sé que suena patético, pero nada une más que ser discriminados por un sector en común. ¿Recuerdan a aquellas dos niñas gordas, feas y brutas que eran mejores amigas en la primaria? Pues bien: había una causa para ello.

Pero ahora, el progreso finalmente ha llegado y en muchos países desarrollados (económica y mentalmente) los homosexuales llegan a tener una vida social muy parecida a la de los heterosexuales, de ahí que muchos ya ni siquiera se sientan tan marginados. Y esto es obviamente positivo pero al mismo tiempo lleva a que la discriminación hacia los sectores gay “menos favorecidos” sea aún mayor. Como cuando una de aquellas dos niñas de la primaria se volvió flaquita al llegar a la secundaria, se cambió de grupo social, y comenzó a burlarse de la otra que siguió siendo gorda, fea y bruta. Desolador.

Y el matrimonio es una de esas nuevas armas que ayudan a los homosexuales a cambiarse de bando. Ahora además de estar en buen estado de salud, ser masculinos y tenerla grande, tenemos que casarnos antes de una edad razonable para demostrar que somos del “grupo superior” de homosexuales. Lo último que necesitábamos los gay: otra categoría para discriminarnos entre nosotros.

Por otro lado, ¿qué tiene que ver la santidad del matrimonio con los pájaros? ¿De cuándo a acá – por poner solo un ejemplo - alguno va a cumplir con la monogamia? Para casarte con alguien debes haber al menos pasado dos años junto a esa persona (digo yo) y todo el mundo sabe que en dos años hace mucho que los gay ya están teniendo tríos y relaciones abiertas. Por favor, no sean hipócritas cuando en la mayoría de los casos la única razón por la que están en una relación es para tener sexo sin protección. ¿Por qué estar jurando cosas que no te tocan cuando puedes simplemente dedicarte a ser feliz y vivir con tus propias reglas sin intentar replicar las costumbres de los heterosexuales? ¿A qué viene este “jugar a las casitas” a deshora cuando hace mucho que rompimos los esquemas?

Pero (y aquí cambia todo) sí estoy más que claro que los homosexuales tienen que tener derechos de unión como todo el mundo (eso sí nunca lo he puesto en duda: he criticado el concepto de matrimonio clásico como representación de esa unión, pero no la unión como tal). Tienen que tener derecho sobre los bienes del otro y tienen que ser considerados por la sociedad como una pareja real. Siempre me ha llamado la atención cómo los heterosexuales se casan a los 3 meses de conocerse, ella se embaraza - ¿hay algo más fácil que embarazar a una mujer? – se divorcian dos meses antes que nazca el niño y aunque nunca se conocieron realmente, la ley los llena de derechos que los acompañarán para siempre y sus amigos insisten en que “deben darse una segunda oportunidad”. Dos homosexuales se pasan 20 años juntos, uno se muere, el otro no tiene ni derecho a ir a su funeral si la familia no quiere y sus amigos le dicen cosas como “no te preocupes: ya encontrarás a otro”.

Y para lograr esta igualdad social hay que lamentablemente pasar por el matrimonio, ya que no todo el mundo puede ver tan nítidamente y cuando se les habla de “vivir con tus propias reglas sin intentar replicar las costumbres de los heterosexuales” no entienden nada. O los pájaros se casan y son como los demás, o no se casan y siguen siendo inferiores. Y esto es en las sociedades desarrolladas; hay otras que LEGALMENTE todavía andan por “los homosexuales son seres humanos como los demás” - por favor, ¿qué vamos a ser?: ¿amebas? - y otras en las que no los dejan expresarse e incluso los matan (Rusia, Uganda, ¿andan por ahí?). Así que quejarse por el matrimonio gay siendo gay es muy del siglo XXIII; no me toca todavía.

Pero si esto no fuera razón suficiente, todos mis pensamientos de aversión hacia el matrimonio gay son anulados por una causa mayor: la homofobia del ser humano común. Toda esa gente estúpida hablando mierda todo el tiempo, apelando a un Dios que no les dio cerebro, citando a la reproducción como elemento fundamental como si fueran curieles, juzgando desde su mononeuronalidad y represión sexual a personas muchísimo más avanzadas que ellos. De ahí que, aún cuando no tenga ninguna intención de usarla personalmente (como diría mi amigo Yandro), toda victoria legal en el campo de los derechos homosexuales me los tomo como un logro personal. Si la gente bruta puede opinar y ejercer “democracias”, es imposible que yo (que como todos sabemos me considero el eje de este mundo) no me pueda casar mañana si me sale de mi miembro. ¿Es que acaso los heterosexuales no acaban con la santidad del matrimonio todo el tiempo? Pues bien: nosotros también. Y si no les gusta, pues mejor aún: no hay nada más agradable que el sonido de la chusma rabiando de odio.

Así que con el espíritu de asumir lo malo para ganar lo bueno, le doy mi “sí, acepto” al matrimonio gay. Lo apruebo genuinamente. Pueden casarse y hacer con sus matrimonios lo que le dé la gana. Están en todo su derecho. Como todo el mun...

“¡Ahhh!”. Mi propio grito, breve pero intenso, me sacó de mi diatriba homocasadera. El joven raro de mirada lúgubre estaba detrás de mí – sabe Dios desde cuándo – mirando la pancarta también, sin hacer ni un sonido ni un gesto que delataran su presencia, y no fue hasta que me viré que lo vi. Me recuperé rápidamente e intenté sonreír para liberar tensiones pero él no dejó de contemplar la pancarta. Lo miré, luego a la pancarta, luego a él de nuevo, y decidí que era mejor irme sin decir palabra. Qué hombre raro.

Caminando por el pasillo que desembocaba en el salón de recepción, donde había dejado a Esmeralda, vi a lo lejos, en el propio salón, al hombre más bello y elegante de este mundo. Jordan, luciendo impecable. Caminé hacia él, olvidando que no se debe acercar uno a los protagonistas el día de la obra. Fui recordado de esto dos segundos más tarde cuando otro muchacho más delgado y pequeño, también elegante, se acercó a él y se puso a decirle algo. Detuve mi marcha y fingí (conmigo mismo) que contemplaba un jarrón. Desde allí vi de reojo cómo ambos conversaban hasta que la madre de Étienne apareció y los tres desaparecieron de mi campo visual. Me arreglé mi bow-tie frente a un espejo y recomencé mi marcha: la función estaba a punto de empezar.



Acto II “Los declaro marido y marido”

Esmeralda esperaba en el salón, sentada en una silla imperial mucho más grande que ella, que unida a su expresión distante le confería la imagen de una niña castigada. “¿Todo bien?”, pregunté. “Sí”, respondió, aunque su cara de tranca indicara la contrario. Me cuestioné si evitar el tema sería lo correcto. “Los novios estuvieron aquí hace unos segundos”, dijo. “Me los perdí”, mentí. “Se ven tan lindos. Los matrimonios son tan lindos”, siguió, aún con la mirada perdida. “¿Te parece si vamos al jardín?”, pregunté, optando por ignorar al elefante en la habitación. “No puede faltar mucho para que esos dos se acaben de casar, ¿no?”

El jardín desembocaba en un viñedo que se perdía en la vista. Todo muy idílico. Una pequeña glorieta bajo un árbol enorme y bancos divididos en dos grupos indicaban el lugar donde se realizaría el sacrificio.

Una pajarita de pelo azul daba la bienvenida. “Hola hola hola”, dijo. “Hola hola hola”, repetí. “¿Ustedes son invitados del novio o del novio?” “Del novio”, dije yo. “Perfecto”. Bajó un poco más la voz y agregó: “¿Del activo o del pasivo?” Fingí meditar. “¿Del activo?”, respondí preguntando en un tono aún más bajo. “¿Jordan?”, preguntó respondiendo casi en un susurro. “Sí”, respondí con los ojos. “De este lado, por favor”, dijo recuperando su tono normal. Esmeralda no dijo una palabra pero no paró de reír ante aquella políticamente incorrecta conversación a bajos decibeles.

Ya sentados y mientras aquello comenzaba a llenarse, Esmeralda decidió lanzar un interrogatorio. “¿De dónde conoces a Jordan?”. “De una vida pasada”. “¿Tienes novio?”. “No”. “Ahora que estás en un país donde te puedes casar, ¿te gustaría hacerlo?”... No supe qué contestar ahí. Curiosamente nunca he pensado en eso. Tengo muchas ideas sobre el matrimonio en todas sus versiones, pero no tengo una opinión sobre si yo, Raúl, soy material de casamiento o no. Es como si no me concerniera. Supongo que no lo soy pero ¿podrían algún día las circunstancias llevarme a integrar esta comedia como he integrado ya otras que también había considerado ridículas y lamentables? ¿Podría casarme y fingir conmigo mismo que mi matrimonio sí será diferente, como otros antes que yo lo han fingido solo para caer en lo mismo poco después? ¿Podría esta algún día ser mi boda?

A falta de una respuesta, me fui con la versión fácil. “No, no soy de los que se casa. Mira mi bow-tie: es verde. Estoy aquí bajo protesta.”. Ella sonrió. “A mí sí me gustaría casarme y tener una boda como esta”, dijo bajando la cabeza. Como cualquier réplica a eso terminaría con ella deprimida, me fui una vez más por las ramas, aguanté las ganas de decir que querer una boda no es una buena excusa para casarse y me puse a hablar del pajarito de pelo azul y del muchacho de ojos verdes, quien estaba sentado tres filas delante de nosotros.

Media hora más tarde aquello comenzó a ponerse oficial. Los bancos estaban ya casi llenos mientras otros invitados caminaban de un lado a otro saludándose y celebrando vestidos. La madre de Étienne parecía estar en cualquier lado hacia el que uno mirara. Finalmente, trajo al hombre que oficiaría la boda (no tengo idea de si era un notario, un cura o Queen Latifah), lo ubicó en el centro de la glorieta, alineó a los padrinos, torturó a dos niños que estaban mal situados, y se dirigió al público presente para pedirle (ordenarle) que se sentaran e hicieran silencio. Cuando todos estuvimos organizaditos como foto de revista “Hola”, hizo su mejor esfuerzo por sonreír, sonó una música, entraron los niñitos tirando cosas y todos nos viramos para ver desfilar por el pasillo a los actores principales.

Primero fue Jordan y su mamá. Lucía limpio, elegante y hermoso. Una hermosura distinta a aquella de cuando lo conocí en el lobby de aquel hotel sin nombre o de la otra con la que lo inmortalicé en mi mente por tantos años, pero en cierto modo la misma: esa que indicaba que el mundo es vasto, lindo y digno de ser explorado una y mil veces. Sonreía pero se notaba que estaba nervioso, lo cual lo hacía aún más adorable. Pensé en abalanzarme y gritarle que se casara conmigo pero recordé que esos actos de espontaneidad nunca acaban bien. Cuando pasó por mi fila puse mi mejor cara, pero como era de esperar no miró en mi dirección.

Un momento después fue Étienne y la mamá (esperen, ¿esta señora no estaba del otro lado hace 30 segundos?). Étienne era lindo pero con una belleza mucho menos inocente. Se notaba a kilómetros que en un día en que no estuviera nervioso por estar casándose era superficial y bitchy. Definitivamente el pasivo. Intenté alejar estos estereotipados e impropios pensamientos de mi cabeza y concentrarme en la escena. Curiosamente, al pasar cerca de nosotros me miró a los ojos. Le sonreí amigablemente. Superficial o no, era su boda. Además, no podemos descartar el hecho de que a lo mejor algún día hagamos un trío. Ok: ¡¿quién tiene esta clase de pensamientos en el medio de una boda?!

El Sr. Latifah dijo algo de que estábamos allí para celebrar la unión formal de Étienne y Jordan. Me gustó eso: “la unión formal”. Quizás algún día me case solamente para considerar a todos los hombres que han pasado antes por mi vida como “informalidades”. Ah, miren: una ventaja del matrimonio.

Luego Étienne narró cómo se había encontrado a un hombre bueno y en fracciones de segundo se me quitó el cinismo. Recordé esos días posteriores a conocer a Jordan y aquella emoción que me asaltaba cada vez que pensaba en él. Me vi en el lugar de Étienne y me imaginé diciendo esas cosas yo. Esta necesidad de protagonismo mía logra incluso vencer mis dudas sobre el matrimonio. Pero, ¿qué sentido tiene ir a una boda si uno no va a ponerse en el lugar de los novios?

Cuando Jordan habló y contó cómo Étienne había cambiado su vida para siempre, me declaré oficialmente deprimido. Me vi restregado en la arena, fugándome de los turnos para revisar sus correos, esperándolo en el aeropuerto un año después, mudándome a  Montreal para reunirme con él, conociendo a su perro, teniendo sexo sin protección, riendo todo el tiempo, viviendo juntos, casándonos en aquella glorieta... ¡Oh, Dios mío, esta estúpida boda me está volviendo loco! Pensé en salir corriendo del jardín de Minas Morgul para poder dejar de “jugar a las casitas”, pero recordé que la que hablaba era mi necesidad de hacerlo todo sobre mí y no yo. Sacudí la cabeza y me enfoqué en la escena.

Una vez intercambiados los anillos se exhortó a que si alguien tenía algo que decir que lo hiciera en ese momento o que callara para siempre. La madre de Étienne miró a todo el mundo, lista para sacar un rifle y perseguir por todo el castillo a balazo limpio al primero que estornudara. Entonces el hombre cuyo cargo nunca supe dijo que según los derechos que este mismo cargo le confería, los declaraba “una pareja casada”. Y Jordan aguantó a Étienne por los codos, lo besó, y a mí se me salió una sonrisa tonta mientras todos aplaudían. A mi lado, Esmeralda lloraba como si no hubiese un mañana. Las bodas vuelven loco a todo el mundo.

Durante la recepción, ya de noche, el drama era muchísimo menor. Entre otras cosas porque la madre de Étienne había levantado el veto al alcohol indiscriminado, lo cual contó enseguida con un enorme respaldo popular. En un salón inmenso todos comían, bebían y se divertían, mientras los padrinos daban discursos, los novios picaban pasteles y la banda tocaba a su antojo.

En nuestra mesa, sin embargo, parecía que había caído una bomba. Tres parejas heterosexuales (probablemente casados y aburridos) nos hacían compañía sin decir una palabra, contentándose con tomarse de las manos y mirar a los que bailaban. Dios. Esmeralda, a quien dos copas habían terminado por derrotar, se miraba los pies, dando la impresión de ser una vagabunda con vestido caro. El único con sangre en las venas parecía ser yo. Borracho, por supuesto. “¡Bailemos!”, grité. “No, gracias. Pero ve tú, no tengas pena”, dijo Esmeralda dos minutos después cuando se dio cuenta que era con ella. Como si los hubiese invitado a ellos, los seis anémicos se fueron a bailar. Harto de ver a Esmeralda en ese estado y considerando la partida de los demás como una señal del destino para hacer mi trabajo, me paré, me tragué de un tiro un champán que no era mío, me senté de nuevo y me decidí a hablar sobre el elefante.

“A ver: cuéntamelo todo. Te hará bien.” Ella ni siquiera intentó fingir que se sorprendía. Con la voz, las pausas y las lágrimas de una niñita que cuenta por qué llora me confesó que, en efecto, Tim y ella estaban separados. No era definitivo, pero no pintaba bien. Y no solo eran novios, sino que además estaban comprometidos. O lo habían estado. Él no estaba en Inglaterra, sino en algún bar montrealense. Pobre Esmeralda; esta boda tenía que estarla matando. Dejé que se desahogara sin decir mucho. ¿Qué se puede decir en estos casos? Ella sola se compuso al final, se secó las lágrimas y me pidió que no le dijera nada a los novios. Asentí. “¿Parezco una bruja con el maquillaje corrido?”. Asentí de nuevo. Se echó a reír. “Voy al baño”. “Yo iré a flirtear. Aquí en media hora”. “Comprendido”.

Recorrí la zona de fiesta, entre el salón y el jardín, en ese fabuloso estado entre la embriaguez ligera y la sensual. Intentaba coquetear pero los círculos de sistemas clasistas estaban más definidos que nunca y no había ninguno para solteros de bow-ties verdes. Pasé cerca de uno de homosexuales con anillos en los dedos. En Canadá es tan común el matrimonio igualitario que no solo muchos están casados, sino que además muchos otros están divorciados (lo cual es lógico pero sigue siendo cómico... ¿Se imaginan que se pudieran casar pero no divorciar? Me encantaría ver eso). Conozco incluso a uno que se casó con un hombre y luego con una mujer. La engaña, por supuesto. Pero ya estuvimos de acuerdo en que abusar del “hasta que la muerte nos separe” tan impúdicamente como los demás es la verdadera marca de equidad social.

Luego de saludar (con una inclinación de cabeza) a los amigos de Jordan del bar, los cuales tenían su círculo de muchachitas bitchy en un pasillo, descubrí en la distancia, sentado solo en una silla imperial, al muchacho de ojos verdes. Mi momento. Me tragué mi vino hasta el final, me arreglé la camisa, saqué el rifle de caza y me dirigí hacia él. “¡Alto ahí!”. Un par de brazos me aguantaron por detrás, impidiéndome dar un paso más.

Era Jordan. “¿No se supone que vayas a felicitar al novio en algún momento?” “Iba a hacerlo, por supuesto”, dije cuando me hube recuperado de la sorpresa de encontrarme al protagonista de la obra andando solo por los pasillos de su boda. “Pero el novio me trajo a una boda llena de Armani y Dior, así que tengo que esperar que estos se alejen de él para poder ir yo. Hay jerarquías. Además le temo a tu suegra”. “Tonto”. Lo abracé. “Felicidades. Fue todo muy bonito”. “No te creo”, dijo sonriendo. “¡Lo fue! Casi lloro”. Se rió a carcajadas. “¿Por qué? ¿Te imaginaste que nos casábamos tú y yo?”. Dios, ¿soy tan predecible? “Por supuesto que no. ¿Hay gente que va a las bodas a imaginarse que se casa con uno de los novios? Patético.” Ambos sonreímos. “No, en serio: fue lindo.” “Gracias, Raúl”.

“¿Cómo está Esmeralda?”. “Tenías la razón”. “Pobre. ¿Te imaginas venir a una boda cuando te estás separando? La llamaré en cuanto regrese de la luna de miel. Dios, todavía tengo que irme de luna de miel. No tienes ni idea de cuán cansado estoy”. “¿A dónde irás?”. “A Hawaii. Soy todo un estereotipo”. “Ummm, romántico: Hula, volcanes, sexo en la playa, ukeleles...”. “No: el sexo en la playa es algo que reservo para mi juventud”. Me eché a reír pero me prohibí decir nada. Aunque él lo propiciara, no iba a flirtear con el novio el día de su boda.

“Pues sí: llámala cuando llegues. Pero recuerda que tienes otra cosa más importante que hacer a tu retorno”. “¿Qué?” preguntó con genuina curiosidad. “Comenzar a buscar cuál es la etapa que viene luego del matrimonio.” Asintió. “Cierto”. Sonreímos sin decir nada los dos. “Lindo bow-tie”. “Gracias. Tú luces...Te ves tan hermoso”. Silencio nostálgico. “Me alegra mucho que estés en mi boda. Me alegra mucho que estés en mi vida”. “Yo también. Me siento cerca de mi juventud cuando estoy contigo. Y viejo al mismo tiempo. Pero en ambos casos, es algo bueno”. Otro silencio nostálgico. “Ok, me voy a cazar a aquel muchacho”. “Oh, no, no, tú regresas a cuidar a la pobre Esmeralda”, me aguantó de nuevo y me viró hacia la otra dirección. “¡Estás celoso!” “¡Por supuesto que lo estoy!”. “¡No es justo!”.

Una hora después, ya bien de noche, en las escaleras de piedra de Winterfell los novios dijeron adiós. Todos nos reunimos para despedirlos antes de que se fueran al medio del Pacífico a perder sus virginidades. La madre de Étienne, ya libre de estrés, lloraba calmadamente junto a la madre de Jordan. Los demás reían. Esmeralda y yo mirábamos abrazados la escena desde casi lo último de la muchedumbre. Étienne y Jordan, luego de besar a los más cercanos y decirle adiós a los demás – aunque éramos muchos, Jordan me dijo adiós mirándome a los ojos, lo cual me devolvió el sentido de justicia social - se montaron en un Mercedes blanco y se fueron.

Entonces me di cuenta que, 10 años después, logré decirle adiós correctamente a Jordan. Sin rayos, facultades de Física, o sensación de desamparo al sentirme lejos e incomunicado. Claro que verlo irse con otro hombre a Honolulu tampoco era lo que había imaginado como un final feliz, pero nada es perfecto. Así que el yo de mi vida pasada, el que esperaba con emoción el veredicto de fotos y la aparición de personas especiales, regresó por breves instantes y de buen grado le dijo adiós a su amante de pensamientos desarrollados, vida diferente y cabellos no rubios mientras este se alejaba en la distancia en un Mercedes blanco. Vaya, ¿cómo alguien puede vivir sin la necesidad de hacerlo todo acerca de él?

Luego que los novios parten y la obra se queda sin sus protagonistas no hay muchos motivos para seguir en el teatro. Así y todo uno se queda, rodeado de menos personas, mucho más relajado, bebiendo todo lo que se encuentre, aflojando un poco el bow-tie, mirando a la banda tocar canciones de blues y jazz, y poder reflexionar así sobre nuestras vidas y nuestros futuros. “¿Bailamos?”, le dije a Esmeralda. O, como en este caso, para ayudar a aquellos que tienen problemas con sus vidas y sus futuros.

Ella negó una vez más. Ya no se veía tan deprimida como tan cansada. Cansada de sufrir. Me acerqué más a ella y le sonreí. “Escucha: no hay mucho que uno pueda decir en estos casos, pero lo intentaré... La vida es una mierda. Por eso mismo no podemos estar perdiendo tanto tiempo sufriendo. Hay que sacarle el máximo provecho posible. Un día estarás bien. Y mientras más rápido te decidas a estar bien, más rápido llegará ese día. Si eso es lo que quieres, pues un día esta será tu boda. Quizás con Tim, quizás con otro. Pero esta será tu boda. Y serás feliz. Sé que no puedes verlo ahora, pero yo sí”.

Me miró con la cara del buen alumno, al que no hay que explicarle mucho las cosas. El cansancio ayuda a ser más receptivo. “¿Y tú?”, preguntó. “¿Y yo?” “¿Qué harás tú?”. Preguntaba como si su propia felicidad dependiera no solo de su futuro, sino también del mío. Así que, para consolar a almas que sufren, mentí. “Yo también. Un día conoceré a alguien medianamente decente, se me quitará el cinismo y me casaré con él. Hasta que la muerte nos separe. Y esta será mi boda. Mi carrera por saber qué etapa viene después del matrimonio comenzará. Y todo lo que pienso ahora será parte del pasado.” O quizás no mentí. Uno nunca sabe dónde terminará. Si alguien me hubiese dicho que algún día iría a la boda de Jordan, no lo habría creído. ¿Por qué no habría de creer que algún día pueda esta ser mi boda?

“¿Me invitarás?”, preguntó. “Sí”, le dije tiernamente. “Tú estarás a cargo de sentar a las personas en la glorieta y de decir que el activo soy yo, aún cuando me casé con un leñador de dos metros”. Reímos. “Pero eso no será hoy: hoy nos toca ser felices por Jordan y por Étienne... y bailar para celebrarlo”. Asintió finalmente. Al pararnos, me apretó la mano. “Gracias”, me dijo. “De nada, me gusta ver que...”

“¡Ahhh!”. Ambos gritamos al mismo tiempo. El muchacho raro saltó frente a nosotros, despeinado, con un vaso en la mano y mirada agresiva. Visiblemente borracho. “¿Sí?”, dije. Con una sonrisa de demente, se acercó a mí y me preguntó despacito, como disfrutando cada sílaba: “¿Me casaré algún día?”. Esmeralda y yo nos miramos un segundo y luego nos echamos a reír. Estas bodas vuelven loco a todo el mundo. “Sí: te casarás. Pero ahora vamos a bailar”.

Así que bailamos. Nada de blues y jazz: bailamos como adolescentes alocados, y los de la banda, al ver nuestra energía, cambiaron la música para que pudiéramos canalizar nuestra embriaguez/optimismo. Pesqué a Esmeralda y la atraje a mí con mi caña, el muchacho raro y yo pegamos las espaldas mientras Esmeralda movía el vestido a un lado a otro con las manos como si fuera parte del elenco de “Grease”. Y vino la pajarita de pelo azul y otros dos amigos de Jordan del bar. Y dos muchachas rubias que reían de todo. Y algún que otro más. Así se creó nuestro propio sistema clasista perfectamente definido: el círculo de los que no se van a casar... al menos no en los próximos dos años. Y unimos a la madre de Étienne y a otros con anillos en los dedos para recordarle a los casados que ellos también pueden divertirse.

Al final agitaba mi bow-tie en círculos como cowboy, junto a otros que hacían lo mismo con los suyos. Fue así que mi bow-tie verde se unió sin tantos problemas a otros negros. Sea lo que sea que eso quiera decir.


Instagram