miércoles, 27 de noviembre de 2013

La boda


Primera parte: La vida antes del “sí: acepto”

Jordan y yo nos conocimos en una vida anterior. Yo tenía 21 años, estaba en el primer año de la universidad y recién descubría dos fenómenos en los que luego me especializaría: el sexo casual y el flirteo online. Aquellos días larguísimos en el laboratorio de computación de la facultad a cualquier hora, desde la mañana hasta casi la noche, evadiendo turnos, colándome en horarios que no eran míos, almorzando rápido para tener más tiempo frente a la máquina antes del primer turno de la tarde, revisando el correo lo mismo en presencia de cientos de personas en las horas más congestionadas que acompañado solamente por otros flirteadores compulsivos y jineteros intelectuales en la calma post cinco de la tarde, constituyeron un sólido pilar en la formación de mi carácter donjuanesco.

Al margen de algunos nacionales para saciar mi siempre inquieta libido, la verdadera novedad era la comunicación con extranjeros. Aquella era la oportunidad, largamente esperada aún sin saberlo, de tener contacto, aunque fuera lejano y virtual, con hombres como los que veía en las películas: rubios, lindos y con pensamientos que no incluían la comida, los cuales – si uno tenía suerte – podían responderte incluso hasta en menos de una hora. Así, para cuando nos botaban a todos del laboratorio al caer la tarde, me iba conversando con Ray, Kadir, Pepe o cualquier otro adicto como yo, sobre suecos y argentinos que al día siguiente darían su veredicto sobre la única foto digital sin ropa que tenía – y que tendría por siglos –, la cual había logrado enviar un segundo antes de que el administrador de redes me apagara personalmente la computadora porque yo no acababa de hacerlo.

Jordan, por su parte, era aún más joven que yo – 19 y no rubio, aunque con el resto de las virtudes que yo buscaba en un foráneo – pero comenzaba a saturarse tempranamente de su entorno quebequense. Su madre, su novia, la carrera que estaba a punto de comenzar, su sexualidad reprimida... Fue así que decidió tomarse un año de vacaciones de todos sus problemas – definitivamente un no cubano – y darle la vuelta al mundo. O al menos a lo que él consideraba como el mundo, constituido por Puerto Vallarta, tres islas del Caribe, seis países europeos y Tailandia.

De esta forma, gracias a nuestras ansias mutuas de explorar territorios inéditos y a una página de encuentros de cuyo nombre  no me había acordado en centurias hasta hoy, hicimos contacto unos días antes de su viaje a Cuba en aquel lejano 2004. Y aquella tarde de jueves fui a buscarlo a su hotel – de cuyo nombre sí que no puedo acordarme – enfrente de la playa, para materializar nuestro ingenuo y lascivo choque de culturas. Luego de pasar la tarde hablando de nuestros mundos respectivos en mi recién aprendido francés, terminamos eventualmente revolcados en la arena, oliendo el aliento de hombres que venían de otros lados, besando bocas que hablaban otras lenguas y tocando cuerpos que se alimentaban de otras maneras, para constatar así que el mundo, en efecto, es vasto, lindo y digno de ser explorado una y mil veces.

Por años y años por venir, Jordan sería el único extranjero en mi lista. Nunca hubo otro. Luego cayó aquel rayo que cambió para siempre el curso de mi facultad, lanzándonos a todos en una búsqueda frenética de conexión con el mundo por el resto de las facultades durante casi un año, que provocó que solo los más tenaces pudieran conservar sus antiguos contactos. Y aunque fui de los que más luchó, inevitablemente perdí a la mayoría de mis amigos/amantes virtuales de todas partes, a los que nunca llegué a conocer personalmente. Entre ellos, a un Jordan que envió algunos correos después pero al que la fragilidad de las vías de comunicación terminaron también por hacerlo desaparecer en la vastedad de las redes informáticas, llevándose sus pensamientos desarrollados, su vida diferente y sus cabellos no rubios al lugar inaccesible y lejano de donde había venido.

Casi diez años después, mi vida es completamente diferente. El sexo casual y el flirteo online me son tan afines que tengo un blog donde escribo sobre ellos con la veteranía y la acidez de un militar de guerra. Nunca pensé vivir en Montreal pero aquí estoy, tengo cientos de fotos digitales sin ropa, y de la numerosa cantidad de amantes que he tenido desde que estoy aquí – les iba a poner la cifra aproximativa pero ese será el tema de un post por venir – solo cuatro han sido cubanos (y dos de ellos ni siquiera supe que lo eran hasta que ya estábamos a mitad de torneo) así que sobra decir que he aprendido muchísimo de los cinco continentes, experimentando de primera mano la exuberancia de nuestro hermoso planeta. Pero más que nada, un algo inocente que hubo por algún lado alguna vez, que me hacía esperar con anhelo y emoción el veredicto de fotos, las proposiciones de noviazgos o la aparición de personas especiales, ya fueran foráneos o nativos, hace mucho que desapareció – para bien o para mal; me da lo mismo – marcando desde entonces el inicio de mi vida presente.

Una noche de cacería habitual en un bar, me reencontré con Jordan. Por supuesto que recordaba que él era de aquí, pero en mi mente nunca hice una asociación entre el pasado y el presente, así que encontrármelo nunca había sido ni siquiera un pensamiento. Cosas que tiene uno que olvida que los hombres del pasado lejano siguen respirando y tienen una vida al margen de nosotros. Además, ese inaccesible y lejano Montreal de Jordan no tenía ningún punto de contacto con mi materializado y tangible Montreal del presente. Pero una vez que mi mente detectó que era él, y analicé con algo de frialdad lo lógico de las probabilidades de aquel encuentro, no me quedó dudas de que aquel muchacho casi al lado mío era el mismo que una vez, en una vida pasada, se me había perdido en el vasto ciberespacio.

Estaba en una mesa no lejos de mí (yo estaba en la barra como todo buen cazador solitario) rodeado por cinco o seis más. Primero pensé un casual “yo a ese hombre lo conozco”, pero luego de hacer un inventario mental que no iba más allá del último año, abandoné el escaneo y me dije que – como siempre pasa - ya me acordaría en algún otro momento. Lo que aquel momento llegó mucho antes de lo esperado y me afectaría más de lo que podría haber imaginado en un inicio.

Ya estaba yo en la pista echándole el ojo a uno sin camisa cuando me vino de golpe la respuesta. ¡Jordan! ¡Yo corriendo para enviarle correos desde la facultad de Física! ¡Mi juventud en aquella playa! ¡Mi juventud en este bar! ¡¡Ahhhhh! Un torrente de sentimientos, en su mayoría positivos e intensos. Volví casi corriendo al mismo lugar que estaba antes y empecé a mirarlo a escondidas desde la barra para convencerme de que era él. Solo lo había visto en persona aquella vez pero cada movimiento que hacía me lo recordaba más. Un par de gestos de los que nunca más me había acordado pero que al verlos se hicieron familiarmente conocidos, además del análisis racional de las lógicas probabilidades de que fuera él, terminaron por convencerme: era Jordan.

Una vez que esto fue una certeza, me dije que tenía que abordarlo. Obvio, ¿no? Pero los otros no se apartaban de él y tampoco era la más fácil de las presentaciones. "Hola, ¿te acuerdas de mí? Nos conocimos hace 10 años cuando tú casi no eras gay y nos metimos mano en una playa en Cuba". No: aún a solas sería algo incómodo; delante de todos esos era una locura. Pero ninguno se despegaba. Así que después de esperar unos 15 minutos en los que ni uno solo se levantó para ir al baño, me dije a mí mismo que ya yo había esperado casi 10 años como para dejar que un grupo de pajaritas me hicieran esperar un segundo más. Uno no puede dejar pasar las cosas importantes de la vida por culpa de nimiedades intrascendentes. Así que me paré, me tragué mi cerveza de un tiro, me miré en un espejo de una de las columnas de la barra, me arreglé el pelo, me enderecé la camisa, y saqué mi rifle de caza.

"Hola", dije para todo el grupo pero mirándolo solo a él. Los homos detuvieron su conversación y se viraron todos hacia mí, mirándome como si en vez de pajaritos en un bar fueran un grupo de cirujanos interrumpidos en medio de una operación. Hay que tener un buen par de cojones para pararse frente a un grupo de homosexuales jóvenes que conversan. Ellos pondrán su cara más bitchy, te mirarán de arriba a abajo, y te juzgarán tomando a Hugh Jackman como punto de comparación. Todos son iguales. Pero adivinen cuál de vuestros blogueros favoritos tiene los testículos para este tipo de situaciones.

Como si yo hubiese hablado en maya, ninguno contestó. Maleducadas. Pero más que su respuesta yo buscaba su silencio. "Nosotros nos conocemos", le dije a Jordan con la seguridad y la confianza del que se las sabe todas. Él sonrió con vergüenza. Las pájaras lindas - nunca dije que no fueran lindas - miraron a Jordan, a mí, se miraron entre ellas y, como era de esperar, se rieron no muy sutilmente. "No lo creo", dijo él. "Tuvimos sexo", dije yo como si no hubiese oído nada. Los otros, sumamente escandalizados, pusieron cara de horror. Odio cuando los homosexuales tienen estas expresiones de pudor ridículo justo cuando el día anterior estaban revolcados en matorrales con negros desconocidos. Pero bueno, con estas vacas hay que arar.

"Me alegra mucho verte de nuevo", le dije y esbocé una sonrisa sincera. Él, aunque algo incómodo, también sonrió. Creo que una de las pájaras también. Las otras seguían con su más terrible actitud. "Adiós", dije, todavía sonriendo. "Adiós", dijo él. Viré la cara y me alejé, mientras oía a todos reírse en alta voz. Pero mi trabajo estaba hecho; ahora solo tenía que esperar.

Estaba de nuevo en la pista, viendo al que no tenía camisa besarse con otro que no tenía dignidad, cuando Jordan se acercó. Bien por mi plan. "¿Qué fue eso?", me dijo tranquilamente. "No recuerdo haberte visto en mi vida". Tenemos que entenderlo: si yo, que fui el que vine a su ciudad, tuve problemas localizando a Jordan en mi mente, imagínense a él, que la única vez que me vio fue hace diez años, con un bigote de menos, aún más flaco y en un país del que no se puede salir. Naturalmente, no tenía ni idea de quién podía ser yo. "Nos conocimos en una vida anterior", le dije, tomándole una mano, poniendo la otra en su cintura y el mentón en su hombro. A veces me arengo derechos especiales sobre las personas que han pasado por mi rifle de caza. Él no se resistió a ninguno de estos atrevimientos físicos, pero me dijo: "Ya basta".

“Cuba”, dije. “Hace unos diez años. Una vez. En la playa”. Todo esto sin mirarle a la cara. Seguí con mi mentón en su hombro y dejé que tuviera su propio momento de lógica reflexión. Cuando estuvo listo, él mismo me separó la cara de su hombro, me miró de cerca, me examinó unos segundos para confirmar lo que le había venido a la cabeza y dijo: “Por Dios”.

Una hora y media después estábamos todos borrachos: Jordan, las pájaras y yo. “¡Cayó el rayo y nunca más tuve correo!”, grité y todos gritaron. “¡Yo viajé tres veces más a Cuba!”, gritó Jordan y todos gritamos. “¡Y luego se encontraron diez años después en un bar por accidente!”, gritó una de las pájaras y todos gritamos. “¡Y estaba rodeado por ustedes y no me dejaban acercarme!” Gritos. “¡Me alegra mucho verte de nuevo, Raúl!” Gritos. “¿Cómo estás, mi lindo Jordan?” Gritos y repetición de “mi lindo Jordan” por todos. “¡Bien: me voy a casar!” Gritos y aplausos.  

“¿Qué? ¿Te vas a casar? ¿Con quién?”, grité. “¿Qué? ¿Te vas a casar? ¿Con quién?”, gritaron los demás. Los miré a todos una sola vez para indicarles que el cano alcohólico había terminado. "Con Étienne. Me casaré con Étienne", dijo con extrema naturalidad, como si yo supiera quién era Étienne. Ahí sentí realmente todo el tiempo que había pasado desde aquella vez que nos vimos. En esa ocasión su universo era su madre, su novia, su futura carrera, su sexualidad reprimida... Ahora había un Étienne, lo suficientemente poderoso no solo como para ponerle un anillo en el dedo, sino además para lograr que se refirieran a él con una naturalidad tal como si siempre hubiese existido. Al constatar cómo cambian los mundos de las personas en 10 años, sentí algo de nostalgia.

“Felicidades", le dije y levanté mi vaso. Él agradeció con una sonrisa y un movimiento de cabeza. Nos miramos con ternura en silencio mientras los demás gritaban por otras cosas. Al salir del bar, intercambiamos teléfonos y nos despedimos afectuosamente. “Me alegro mucho de haberte encontrado”. “Me alegro mucho que me hayas encontrado. No te pierdas otros 10 años”. “Trataré de no hacerlo, pero si lo hago, muchas felicidades desde ahora por la graduación de la primaria de tu segundo hijo.” Reímos.

Fue una linda historia, después de todo. Un reencuentro que jamás pensé que podría ocurrir. Un recordatorio de los días en los que empezaba a conocer el mundo. Y también una manera única de comprobar cómo puede cambiar la vida de alguien en un período de tiempo determinado. Aquel Jordan que tantos años vivió en mi cabeza como un muchacho algo reprimido e inseguro era ahora un hombre perfectamente equilibrado que se iba a casar con otro hombre sin ningún tipo de trauma por ningún lado. Pero precisamente el pensamiento de su boda me dejaba un sabor de malestar. Y no porque estuviera un poco celoso – lo estaba – sino por la actitud que siempre he tenido ante el matrimonio.

Yo no tengo ningún respeto por el matrimonio como institución. No creo en él. Inconsciente – y conscientemente también – no puedo dejar de tener pensamientos negativos cada vez que alguien me dice que se va a casar. Siempre me viene a la cabeza la imagen de personas firmando para entrar en una prisión (y para colmo haciendo una fiesta carísima para celebrarlo: ¿están locos?). Pero para que entiendan un poco mi manera de pensar (no para que la compartan; sé que estoy solo en esto) hagamos un poco de historia.

Yo soy hijo de una relación extramatrimonial (“un tarro” para los que se trocan con palabras de más de 4 sílabas). Desde que nací, mi papá vivía con su familia y yo vivía solo con mi mamá. Así que nada de cretinidades desde pequeño de “mi papá y mi mamá se conocieron en tal parte, se casaron y me tuvieron a mí y a mi hermanito en no sé dónde”. Nada de eso. “Mi papá nunca se casó con mi mamá y vive en su casa con su esposa y mis hermanos, los cuales son mayores que yo.” Aquello no entraba en la cabeza de mis amiguitos, quienes insistían en que mis hermanos tenían que ser menores que yo, como los hermanitos de no sé quién, el cual tenía padres divorciados. Así que desde niño siempre supe que mi visión del matrimonio era diferente a la de todos los que me rodeaban (porque – y sé que deben haber muchos – nunca me encontré a otro niño hijo de tarro como yo. Si alguno está leyendo esto, dé un paso al frente y diga: “Presente”. La primera cerveza va por mí).

De ahí que nunca tuviera que sufrir – como mis amiguitos sufrieron después – que mis padres se divorciaran, mi papá le diera golpes a mi mamá, o mi mamá se acostara con otros hombres cuando papi estaba de viaje. Supongo que también me perdí que mis padres fueran a la escuela de la mano o alguna otra cosa positiva (ahora no se me ocurre ninguna), pero nunca – ni una sola vez – deseé que mis padres estuvieran casados.

Muchos años después, mi primera pareja fue un hombre casado. Casado y con un hijo (que estaba más cerca de mi edad que la de él). Otra visión negativa del matrimonio. Esta vez peor aún. Pensé en mis amiguitos de la infancia descubriendo que papi se acuesta con un adolescente varón mientras mami te está yendo a buscar a la escuela. Asqueante. Luego de eso me he encontrado tantos casos de padres de familia que se van a pescar una vez por semana con su mejor amigo – el padrino de sus hijos – pero que en realidad están metiéndose mano en un motel, y tantas esposas devotas que todavía tienen sexo con sus amigas de la universidad cuando se supone que estén en la peluquería, que ya ni siquiera pienso en eso como algo raro.

Así que considero que el destino ha querido que yo esté siempre del “otro lado” para que pueda ver el matrimonio como lo que es: una asociación de mentiras y engaños. Pero supongamos que no hubiese traiciones (tiene que haber gente que no engañe, ¿no? Ahora es el momento en que usted piensa en sus padres o en sus cónyuges... pobres ilusos), que no hubiese golpes y que en efecto, fuera una asociación donde prima la confianza, la seguridad y el amor. Aún en este caso, el matrimonio sigue teniendo – para mí - un defecto peor que las mentiras: es el fin de la diversión.

Se acabó. Luego de firmar y decir “sí: acepto” se acabó la fiesta. A aburrirse se ha dicho, a buscar otras cosas en qué pensar, a dedicarse a sus carreras, a tener hijos para olvidar lo mucho que se aburren el uno con el otro. Por supuesto que también se unen más y llegan a ser como dos hermanos. Pero nada de corazones que vibran estrepitosamente, nada de inseguridades y vulnerabilidades que te llevan a sentirte vivo... Nada: se acabó todo; fue un “sí, acepto aburrirme hasta que la muerte nos separe”. Créanme, si Leonardo di Caprio no se hubiera muerto gloriosamente en ese Titanic y se hubiese casado con Kate Winslet, ambos hubiesen terminado como los personajes de Revolutionary Road. Gracias a Dios, la muerte intervino a tiempo (es broma, es broma).

No confundir mi postura ante el matrimonio con miedo ante el compromiso. Si una pareja me dice que son novios desde hace 25 años yo enseguida pienso que eso es amor real. Podían haberse separado 100 000 veces luego de alguna pelea o de lo que fuera y sin embargo, 25 años después siguen juntos. Por otro lado, si alguien me dice que lleva 25 años casado y tiene 3 hijos enseguida pienso que han sido lo suficientemente cobardes como para divorciarse. Pobres seres: retenidos en una vida sin emociones (o con emociones con otros que no son sus esposos) solo por demostrarle a la sociedad que ellos sí valen la pena (porque todos sabemos que lo único que se merecen los solteros y los que no tienen hijos es que los arrolle un carro y los saque de su miseria) o por miedo a la soledad.

Por supuesto que estoy exagerando pero creo que es necesario ante tanta teoría falsa de que el matrimonio es algo bello y hermoso, etc., etc., cuando gran parte de la gente casada, si bien agradece los domingos y los cumpleaños tener una “hermosa” familia, en el día a día viven carentes de emociones y extremadamente insatisfechos.

Que conste por algún lado que si bien soy lo suficientemente cínico como para explicar mi (brillante) teoría, no quiere decir que me haga mucha gracia. Yo quisiera realmente que los matrimonios funcionaran, que la gente fuera feliz cuando se casara, que a mis amigos les fuera bien después del “sí: acepto” y no tuvieran que buscarse amantes o hijos para hacérnoslo creer. A veces incluso me fuerzo a pensar: “ellos no: ellos se quieren mucho aunque se hayan casado y su matrimonio sí va a funcionar” ante personas que aprecio mucho y cuyas relaciones me parecen hermosas. Pero lamentablemente el primer pensamiento que me viene siempre a la cabeza cuando me anuncian un matrimonio es “ufff, se jodió la cosa”.

Pero salgamos de mi traumada cabeza y regresemos a la vida real. Dos días después de aquella noche de reencuentro recibí un SMS de Jordan. "¿Eras tú realmente?". "Era yo... Soy yo". "Debemos vernos". "Cuando quieras".

Después de dos horas a solas en un bar (otro bar) y algunos tragos (muchos menos que la vez anterior) se puede conocer mucho más a alguien. De hecho, yo nunca había conocido verdaderamente a Jordan. Así que aquella cita de actualización fue más allá del mero hecho de contarnos los datos esenciales de nuestra vida. Fue también una exploración de nuestras maneras de pensar y nuestros propósitos en la vida. Por eso no sonó muy grosero cuando le dije que no creía en el matrimonio. Estaba perfectamente imbricado en la conversación que estábamos teniendo.

Él entendió mi punto de vista y fue muy inteligente en su respuesta. “Creo que el error de las personas está en ver el matrimonio como el nivel superior entre dos entes que se aman. De ahí que una vez casado, uno se aburra pronto porque considera que ya llegó al final. Como si fuera ganar un nivel de un videojuego. Pero si se le ve como una fase intermedia entre el noviazgo y otra que viene luego, entonces el matrimonio solo será una etapa y no un objetivo final”. “Esta otra etapa sería algo como...”, pregunté. “No lo sé: quizás descubrir cuál es esa etapa sea la tarea luego del matrimonio. Así estará uno entretenido.”

Sonreí. “Me gusta eso. Es una buena teoría. El matrimonio ha de ser visto solo como una etapa, no como un objetivo final.” Brindamos. Ahí recordé por qué siempre había considerado que Jordan era alguien de pensamientos desarrollados y lo había extrañado tanto cuando desapareció (cubanos que piensan así... sí, claro). “Si alguien es capaz de pensar así, pues se merece ser muy feliz en su matrimonio”, dije. “Muchas felicidades”, agregué, algo más sincero que la primera vez. Ese Étienne definitivamente era un tipo afortunado.
  
Unas semanas más tarde recibí una llamada de Jordan. “Hey”. “Hola”. "Te tengo una invitación". "Si es a tu boda pues no tengo ropa, si es a la piscina de la calle Beaudry pues salgo enseguida", bromeé. "Es a mi boda". (¡!) “Oh, Dios. No puedo ir a tu boda”. “¿Por qué no?” “Pues por mucha razones. No conozco a tu novio, no conozco a tu familia... ni siquiera te conozco a ti...”. “Nosotros tuvimos sexo”. “Pues una razón de más para no ir”. “Oh, eso es una tontería. ¿De veras crees que conozco a todos los que van a mi boda?” “Tampoco bromeaba cuando decía que no tengo nada que ponerme. No tengo traje ni corbata ni nada de eso”. “No es una boda en la iglesia de Notre Dame tampoco; ponte un bow-tie y ya está” (me niego a traducir esa palabra: me gusta así).” “Mi único bow-tie es verde”. Se rió. “Pues ponte el bow-tie verde y ya está”.

“Ok: este es el asunto. Una amiga rompió con su novio. Ella insiste en que él está en Inglaterra pero la realidad es que creo que la dejó. Aunque no lo creas, tener un invitado de menos en una boda planeada es tan engorroso como tener uno de más. Así que necesitamos a alguien que ocupe ese puesto. Y estoy convencido de que tú serás la pareja perfecta para ella: la harás reír y no se sentirá mal por estar en una boda luego de que la dejaran. Y lo más importante: ocuparás la silla que dice “Tim” y los padres de Étienne no se suicidarán. Además, me alegra que estés ahí.”

Bien: esto es lo que me pasa por ser una persona tan simpática. Después de un silencio en el que yo procesé todo aquello, finalmente me expresé. “Creo que quiero golpearte”. “¿Eso es un sí?” “Es un sí”. “¡Perfecto! Te llamo por estos días para darte los detalles. ¡Gracias, te debo una!”. “Intenta que coja el bouquet por lo menos”. “No hay bouquet”. “Entonces intenta que me encuentre a un hombre lindo en esa boda”. “Bueno, yo estaré en ella”. “Alguno que no se esté casando ese día”. “Te quiero”. “Púdrete”.

Al colgar, busqué mi bow-tie verde y me lo probé. Mirándome en el espejo descubrí que – aún con mi inexperiencia en bodas, mis opiniones acerca del matrimonio y el hecho de que asistía a las nupcias de alguien que me gustaba – estaba a punto de presenciar de cerca por primera vez el nuevo juguete de la sociedad moderna. Algo que no se puede ver en muchos países y que para un cubano es casi impensable. Y ese solo pensamiento de desarrollo me convenció de asistir. Sí: estaba invitado a una boda gay.


miércoles, 13 de noviembre de 2013

El retorno del estúpido escritor (a.k.a Raúl 31)


He cumplido 31 años. La anterior frase no debe ser leída ni como un reclamo desesperado e histérico a la vida ni como una sospechosamente excéntrica e innecesaria alegría. Lo más neutro posible: he cumplido 31 años.

31. Qué raro número. Qué rara la vida que nos hace cumplir 31 cuando hace tan poco nos hizo cumplir 22 y cuando hace tanto nos hizo cumplir 29. Pero - al menos para aquellos a los que el orden cronológico y lineal no se nos puede ni debe aplicar – la edad es un concepto extremadamente relativo. En mi caso, por ejemplo, cuando tenía 15 ya sentía que era un anciano y cuando cumplí 30 me parecía que estaba en el inicio de mi vida real. Por eso pido neutralidad cuando se hable de mis 31 años: no podemos todavía definir cuál será su relevancia en mi decursar por este mundo.

Para intentar familiarizarme con mi nuevo número asignado – del que nunca se oye hablar: ¿cuándo ha oído usted un “si llego a 31 soltero me suicidaré” o “en esa época yo tenía unos 31 años” o “la crisis de los 31 le ha dado fuerte” – me fui a Wikipedia, la cual no solo tiene como función actualizarnos de fútbol, describirnos un lémur o  contarnos hasta el último detalle del shutdown del gobierno de los Estados Unidos, sino que también puede ayudarnos a entrar en contacto con nuestras propias edades…Al menos a los geeks; un público algo más mundano optará por el siempre inefable alcohol.

Gracias a la siempre exhaustiva enciclopedia que cualquiera puede editar podemos resumir que 31 es el onceno número primo, el tercer número de Mersenne, el número atómico del galio, la cantidad de días que tienen los meses más carismáticos del año, el prefijo internacional para llamar a Holanda, el número que usan los porteros en el hockey sobre hielo, un juego de cartas, la cantidad de sabores de helados de la Baskin-Robbins y el apodo con el que se nombra a la masturbación masculina en Turquía. Además de – ¿cómo no me di cuenta antes? – el número  identitario de nuestro personaje intergaláctico favorito: Ulises. De esta forma, tan solo dos horas después de haber llegado a esta edad y en el momento en que otros ya estuviesen deprimidos ante la idea de otro año más que les caía encima, ya yo había reunido lo mejor de mi nuevo número y me había convertido en mi propio superhéroe personal: Raúl 31.

Me hice una fiesta de cumpleaños para celebrar la increíble persona que soy y para reunir a las personas que estimo en esta parte del mundo. Nunca me había hecho una antes. De hecho, las únicas fiestas de cumpleaños que he tenido en mi vida - mi padre y yo cumplimos el mismo día, así que siempre tenemos una fiesta en común, pero con la familia, no con mis heterogéneos (y no siempre precisamente “heteros”) amigos - fueron a los 3 y a los 7 años, y como se puede sobreentender no me las organicé yo mismo. Curiosidad: ¿Recuerdan que 31 era el tercer número de Mersenne? Pues los anteriores son...3 y 7. Algún valor especial tiene que tener que mis únicas fiestas de cumpleaños hayan sido en edades tan aleatorias como 3, 7 y 31, que justo coinciden con un tipo de número con características tan especiales que solo se han encontrado 48 (y eso que los números son de las pocas cosas que son infinitas). Como todo buen superhéroe, Raúl 31 comenzaba a recibir raras señales de las posibles causas y orígenes de sus extraordinarios poderes.

Aunque algunas de las personas que estimo (estimaba) no asistieron, la fiesta fue todo un éxito. Al menos para Raúl 31, quien saltó, bailó, picó el pastel como si se tratase de un corazón de caballo y él fuera Khal Drogo, y recibió numerosos e inesperados regalos (aclaremos que Raúl 18, Raúl 26 y Raúl 30 nunca recibieron nada, por ejemplo). Y se sintió bien al descubrir que sigue siendo esa persona excéntrica a la cual le gusta (no confundir con “necesita”) tener a todo el mundo girando alrededor de él. Especialmente si es gente buena, carismática e inteligente. Al final de la celebración, con todos los invitados ya en sus casas y los restos de globos, serpentinas, carteles y mucho alcohol tirados por todas partes, Raúl entró a su cuarto con la satisfacción del deber cumplido y la alegría de comenzar los 31 con el pie derecho.

Pero algo le faltaba en este inicio de 31 años. La satisfacción no era completa. Se dio cuenta que uno de sus poderes más especiales estaba completamente apagado. Y no hablo de un hombre (de hecho, tengo uno pero no hablaremos de eso hasta más adelante), ni de un amigo cercano en el cual confesarse, ni una familia a la cual regresar, ni la seguridad de un futuro estable, ni ninguna de esas cosas mundanas que atacan a los seres humanos, pero no a los superhéroes de 31 años.

Le faltaba uno de los poderes que descubrió tarde que tenía pero que lo elevó rápidamente - ante sus propios ojos y los de algunos otros también - a la verdadera categoría de héroe personal: escribir. Escribir, por ese orden, sobre él y el mundo que lo rodea. Escribir sus ideas radicales que pueden cambiar pero solo porque él lo decide, sus acciones que van de lo sublime a lo ridículo y de vuelta a lo sublime en poco tiempo, sus traumas más oscuros y sus momentos más brillantes. Escribir sus historias de superhéroe, sin importarle si se parecían a las de los demás o si eran auténticas, si eran ingenuas o trasgresoras, si estaban bien escritas o no. Solo escribirlas, releerlas un segundo y lanzarlas al mundo para que este aprendiera a lidiar con ellas y él pudiera sentirse que se liberaba un poco de la carga que conlleva el vivir mucho. Un superpoder de su propia creación al que había denominado “el estúpido escribir”.

¿En qué momento dejé de escribir? ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? La respuesta está en uno de los grandes defectos de nuestro superhéroe (por supuesto que los superhéroes tienen defectos; tan relevantes como sus virtudes): el perfeccionismo.

Si alguno se toma el trabajo de ir al primer post de este blog, hace más de dos años, verán que hago referencia a ello. Siempre he sabido que es mi kryptonita, el arma que más daño me hace, el laser paralizante que anula todos mis poderes. Lo peor es que no depende de los demás: es algo interno regulado por mí mismo. Y si bien ningún villano podrá nunca vencer a Raúl 31, él mismo tiene la manera de neutralizarse y derrotarse.

Qué horrible defecto, el perfeccionismo. He estudiado mucho al respecto. Es tan simple de explicar como triste de admitir: uno, influenciado por conceptos propios y ajenos, así como por ejemplos concretos de lo que se puede considerar como bueno o malo, se crea en su cabeza la imagen de lo que es una obra perfecta. Luego, a la hora de ponerla en práctica e intentar materializar esta obra perfecta, nunca, por mucho que se haga, llegará a ser como nuestro modelo ejemplar, lo cual conlleva casi siempre a dos realidades concretas: o uno vive siempre con aquello de que su obra no es buena o decide abandonarla a la mitad para poder conservar en su cabeza la idea original (perfecta) en vez de degradarla a una horrible copia real. O sea: o uno es un artista extremadamente autocrítico y torturado o – peor aún - no crea nada nunca.

Es por esto que las escuelas de arte son tan peligrosas: enseñan un concepto de “arte perfecto” - cuando al final el arte no es una ciencia exacta - y logran que sus alumnos salgan todos torturados, viciados y carentes de una frescura que tenían cuando entraron a la escuela. Justo del otro lado están los que no se autocensuran y producen obras todas las semanas y a todas horas. El problema con ellos es que en la amplísima mayoría de los casos se trata de “artistas” extremadamente mediocres. En este grupo prolífico están también los genios, pero los genios son un caso que no admite estudio porque son aberraciones (en el sentido positivo) de la naturaleza. Y de todas formas al final la vida se venga cruelmente de la mayoría de ellos al hacerlos ineptos en muchísimos otros importantes rubros sociales (ya no suena tan positivo, ¿eh?).

Yo siempre me he considerado a mí mismo al margen de toda esta fauna de artistas torturados, pseudoartistas mediocres o genios esquizoides. Por ello estudié cosas no relacionadas con el arte, no me declaro “artista” cada 5 segundos (lo soy) y he intentado definir lo menos posible mi obra. Todo esto no en aras de una falsa modestia (esa historia de “yo soy mejor que cualquier artista pero no me declaro como tal” no solo es muy ridícula sino que además es muy 1968 y yo y los hippies no tenemos nada que ver) sino porque me conozco y sé que si intento definirme mucho puedo caer fácilmente en la categoría de “artista torturado” (“pseudoartista mediocre” o “genio esquizoide” jamás) debido a mi horrible defecto de ser perfeccionista.

Siguiendo esta cuerda, cuando empecé a escribir mi blog lo denominé como un “estúpido escribir”. No porque pensara que era inferior al de los demás – por favor – sino porque era una excusa mental, una licencia justificativa para poder sacrificar esa imagen perfecta de la obra que existe en mi cabeza y ser capaz de publicar algo.

Y me funcionó por un tiempo bastante largo. Escribía mis posts en cafés, autos, estaciones de metro, saunas (sí: saunas. Sin ropa y con hombres teniendo sexo al lado mío he escrito posts de este blog que ni siquiera trataban sobre sexo), aviones, islas remotas de Québec, el patio de la casa de mi familia en La Lisa…a cualquier hora, bajo cualquier estado de ánimo, solo o rodeado de 25 estudiantes que hacían un examen… Luego que terminaba, los releía, me decía “¡esto está mal!”, “¡repites mucho la ‘y’ y los adverbios en –mente!”, “¡este párrafo no tiene ninguna idea importante!” y luego yo mismo me llamaba a capítulo: “Pero este blog se llama “El estúpido escribir”, mi amor, así que lo coges y pinchas “publicar” así mismo”. Y así lo hacía… Tal modus operandi no he podido llevarlo todavía a mi literatura “seria” (de ahí que no haya ninguna novela todavía; quizás yo debería definir toda mi literatura como “estúpida” y ya está) pero al menos para mi blog me servía. Sabía que no era perfecto, pero por eso mismo me sentía más orgulloso de mí mismo: capaz de publicar algo que sabía imperfecto. En este tiempo, avancé muchísimo en mi lucha contra el perfeccionismo.

Y de pronto, me dejó de funcionar. Dos horas para escribir un párrafo, tres horas más para revisarlo, cinco minutos para borrarlo todo, declararme vencido y ponerme a hacer otra cosa. Retomar el texto cinco días después, odiarlo solo por haber sido incapaz de terminarlo, intentar arreglarlo, no lograrlo y volver a dejarlo…Un círculo vicioso torturante. Y no porque no tuviera nada que decir, no porque las palabras no me salieran, no porque las ideas se me hubiesen agotado, sino porque luego que escribía algo, allá iba a criticarlo, a cambiarlo, a mirarlo desde el punto de vista de mis detractores. Cada vez mis publicaciones se hicieron más espaciadas hasta que finalmente desaparecieron por completo. Y el resto de mi creación igual.

Paralizado. Completamente paralizado. Los incondicionales se preocuparon e intentaron averiguar las causas, hasta que ya no dijeron nada más, pensando quizás que estaba ocupado en cosas más importantes o incluso que su superhéroe había sido producto solamente de un momento determinado, mientras los villanos levantaron sus copas y celebraron la desaparición de Raúl 31. Entretanto, este yacía en el piso de un cuarto oscuro, paralizado por la kryptonita perfeccionista, mientras veía por la ventana sin poder hacer nada cómo la sociedad se las agenciaba para arreglárselas sin alguien que se atreviera a poner pasajes de su vida al descubierto para que otros pudieran identificarse con ellos (quizás yo debería escribir “cómics”, no lo hago tan mal).

Qué error. Tantas cosas en este mundo que contar, tantas emociones que explotar, tantas sensaciones que compartir...y uno no lo hace por miedo al estilo que utilizará o porque escribe mal la palabra "cónyuge". Qué tontería. Cuán simples podemos ser los seres humanos. ¿Qué clase de superhéroe es ese que quiere ser perfecto? Que se despierte y se baje de ese comic porque nadie ni nada es perfecto. Y tampoco es necesario: se puede lograr mucho en este mundo haciendo cosas imperfectas. Solo hay que hacerlas: una obra imperfecta vale muchísimo más que miles de obras perfectas que nunca salen de la cabeza. Así que muéstrale tus errores y tu “estupidez” al mundo. Hay mucho que contar y no hay tiempo de detenerse en los detalles. El próximo número de Mersenne es el 127 y eso está muy lejos. El momento es ahora: a los 31.

En la calma de la noche, rodeado de globos en su cuarto, Raúl se dio cuenta que el momento había llegado. Era la hora de recuperar el superpoder de su propia creación denominado “el estúpido escribir” y contar, por ese orden, sus historias y las del mundo que lo rodean, sin importarle si se parecían a las de los demás o no, si eran trasgresoras o no, o si estaban bien escritas o no. Solo escribirlas, releerlas un segundo y lanzarlas al universo para que este aprendiera a lidiar con ellas mientras él sentía que se liberaba un poco de la carga que conlleva el vivir mucho.

Y con este brillante pensamiento, nuestro héroe se fue al closet, sacó su capa, sus botas y su máscara, les sacudió el polvo y se las puso. Se subió a la azotea y contempló la ciudad de noche, justo antes de lanzarse hacia ella en la búsqueda de historias que contar a cualquier hora y en cualquier lugar. Y los incondicionales que lo vieron en la distancia, iluminado por la luna y las luces de los rascacielos, gritaron de felicidad mientras los villanos lanzaron sus vasos contra la pared llenos de rabia. Raúl 31 – mitad superhéroe, mitad estúpido escritor – estaba de vuelta.



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