domingo, 17 de junio de 2012

El padre de Malgorszata


Malgorszata llegó a mí poco tiempo después de mi divorcio. Si bien nunca me casé por papeles, no solo porque dos hombres no pueden casarse sino además porque no creo en el matrimonio como institución, lo cierto es que estuve muchísimo tiempo en una relación con todas las de la ley. Por eso en aquellos días de renovada soltería me sentía feliz como una lombriz. Y fue en estas circunstancias que, una noche que regresaba de juerga y le hacía la media frente a la parada de Línea y Paseo a mi amigo Reynaldo a las 4 de la mañana, la gatica más chiquitica del mundo hizo su aparición en mi vida.

Yo fui quien primero la vi. Venía caminando por la acera hacia nosotros, y si no fuera porque era lenta hubiéramos pensado que era un ratoncito. Rey y yo jugueteamos con ella, pero luego vino su guagua y me quedé solo con la gatita/gatito (ya que no tenía ni idea de cómo identificar el género de un minino). Aunque, no sé por qué, siempre intuí que era hembrita. Cosas que sienten los padres, supongo. Me despedí de ella: “Bueno, chiquitica, ten cuidado”. Tenía un ojito cerrado y lloraba todo el tiempo. Me dio lástima así que decidí llevarla hasta la calle de más arriba, muchísimo menos transitada que la esquina de Línea y Paseo, ya que me parecía que cuando amaneciera podía ser peligroso todo el barullo de la mañana y alguien podría pisotearla o algo. Le hice monerías para que me cayera detrás, lo cual hizo, pero se demoraba caminando que era una barbaridad. Es que era la cosa más chiquitica que ustedes pueden imaginarse, no creo que llegara siquiera a los 15 centímetros de largo.

Cuando yo era niño, una perrita se refugió bajo mi ventana por una tormenta y lloró toda la noche. Mi mamá me dejó quedármela y así llegó Rosy a mi vida. Unos meses después un camión la arrolló casi frente a mí y yo nunca más fui la misma persona. Los vecinos, al ver a un niño lleno de sangre (de mi nariz) dando gritos como no lo verían nunca más, prometieron todos traer otros animales. Así llegó Diana, la perra más independiente – pero cariñosa - del mundo a mi hogar. Venía ya con un pasado, pero se labró todo un presente en mi casa. Parió dos veces, nueve perritos la primera vez y ocho la segunda, se fue de la casa después del segundo parto porque otra perra quiso cuidar a sus cachorritos (que al final terminé criando yo solo) y luego de que yo la buscara hasta en los centros espirituales, tres o cuatro meses después llegué una tarde de la escuela y al tocar la puerta la que se precipitó al oírme llegar no fue otra que una Diana llena de mordidas, pero tan easygoing como siempre. Así, los vecinos pudieron ver a un niño dando gritos de alegría arrodillado frente a la puerta de cristal mientras del otro lado una perrita intentaba arañar la puerta con sus paticas. El único de sus hijos que conservamos, Iván - el perrito más bueno del mundo – vivió 9 años en mi casa. Murió en mis brazos, lo cual sé que para él fue algo bueno ya que nunca hubo un perro más leal que ese, y se fue a vivir al Cielo para Perritos y Perritas de Gran Corazón y a los Cuales sus Dueños Nunca Nunca Nunca Olvidarán, donde está junto a su mamá Diana, su hermanita postiza Rosy y el resto de mis perritos. Pero después que lo enterré en el jardín, en presencia de algunos vecinos llorosos, me enjugué mis lágrimas y me prometí no tener ni un animal más.

Pero regresemos a esa noche de ocho años después cuando yo conducía a la gatica microscópica acera arriba. Al llegar al final de la calle, decidí que era mejor subirla una cuadra más, así estaría aún más protegida. Pero al intentar bajar el contén no pudo porque era demasiada altura para ella, así que se limitaba a mirar al vacío (el “vacío” estaba 20 centímetros más abajo) y luego me miraba a mí con su único ojo abierto como diciendo “¿qué hago?”.

Y ahí logró su cometido en la vida. Envolverme. La miré, y sin siquiera pensarlo, la cogí en mi mano y me la llevé para mi casa. Nunca había sido muy observador de los gatos, ni había tenido un animal en el Vedado (mis perritos habían sido en Marianao, donde tengo una casa más grande), pero lo hice. Al llegar, a eso de las 5 de la mañana, la metí debajo de la pila y la bañé. Luego la sequé con mi secadora de pelo. Ella empezó a gritar desde que entró a la casa, pero el otro ojo se le abrió, lo cual me hizo respirar aliviado. Se metió detrás de la cocina y cómo estaba húmeda, se le pegaron todo tipo de polvo y de telarañas, Finalmente, aún llorando, se metió en un Converse y ahí encontró su primera cama. “¿Y ahora qué hago yo contigo?”, le dije, mientras le pasaba la mano para intentar que se durmiera/callara.

Hay ocasiones en las que hacemos cosas que si alguien nos hubiese dicho dos horas antes que las haríamos, nos reiríamos de ellos. Y sin embargo, una vez que las hacemos, sabemos que serán definitivas. Si alguien me hubiese dicho que recogería a una gatica de la calle, yo, que ni siquiera cocino, me hubiese echado a reír. Pero una vez que estaba en mi casa y yo estaba sentado frente al Converse pasándole la mano ya estaba convencido de que había un nuevo integrante en la familia.

Entonces, como todo buen padre soltero que no tiene ni idea de lo que hace, me dediqué (si se le puede llamar así) a criar a la gatica. Estuve muchísimos días sin nombrarla - ni siquiera estaba seguro del sexo – pero cuando lo hice decidí que tenía que tener un nombre polaco. Así que le puse Malgorszata, que aunque no lo crean es un nombre muy común en Polonia. Malgorszata Slovudovska es su nombre completo. Un nombre polaco y un apellido ruso. Y como los polacos odian a los rusos, quiero creer que es por eso que Malgorszata tiene ese carácter que tiene.

Entonces llegaron todas las primeras veces que solo los padres sabemos apreciar en su justa medida. La primera vez que saltó hasta la cama, la primera vez que se metió enterita – con las cuatro patas – dentro de mi plato y yo empecé a gritar y ella a resbalar entre el arroz y los frijoles, la primera vez que se robó un pollo dos veces más grande que ella y empezó a decirme barbaridades en lenguaje gatuno cuando se lo logré quitar de abajo del sofá. La primera vez que decidió que dormiría conmigo y se quedó en mi pecho. La primera vez que decidió romper los muebles solo para afilarse las uñas… Ah, las cosas que los padres solteros les aguantamos a nuestros hijos.

Quisiera decirles que soy el típico homosexual que vive con su tía y su gata. Pero no. En estos hogares, la amable tía se desvive por su sobrino y la hermosa minina tiene un lazo y una cestica. Esa definitivamente no es mi casa. En mi hogar todos nos fajamos todo el tiempo e intentamos robarnos la comida uno de los otros. Ni siquiera supe muy bien qué darle de comer a Malgorszata, así que lo solucioné dándole perros calientes. Una gata que come perros. Con el tiempo he aprendido a cuidarla un poco mejor, pero seguimos sin ser para nada una casa típica.

No creo que Malgorszata sea lo que la gente puede considerar como linda (yo la veo bella). Pero eso no me importa en lo absoluto. Yo creo que todos los animales son hermosos y que aquellos que solo los tienen porque “son lindos” son unos cretinos que los usan para palear sus propias inseguridades. Yo tampoco soy lindo (yo me veo bello), así que eso me confirma aún más que es hija mía y nada puede llenarme más de regocijo.

Malgorszata es la dueña de la casa. Sin duda alguna. Si uno quiere que ella venga a dormir, pues no va, y si uno se acuesta y se duerme pues viene y se tira sobre uno cuando ella lo decide. Si uno le pasa la mano, te muerde. Cada vez que me lo hace a mí, yo la inmovilizo, la acaricio a la fuerza y le gritó “¡Si no te gusta te vas para Línea y Paseo!” Ella, por suerte está inmovilizada, si no me arrancara un pedazo. Toma su siesta encima del televisor, así que a veces hay que ver el aparato con su cola justo en el medio de la pantalla. Siempre anda con mi tía. Si esta va al baño, ella va atrás. Si cocina, está acostada en la meseta esperando para robarse el pollo. Ven juntas las novelas. Si yo no estoy, duerme encima de ella. Cuando mi tía se baña y yo no estoy, que es el único momento en que Malgorszata se queda sola, se para frente al baño y empieza a dar gritos. Cuando llego tarde, al entrar me mira con cara de “¿Estas son horas de llegar?” Leemos Harry Potter juntos porque cuando me ve acostado se tira encima de mí y como lo leo en alta voz para practicar mi francés, ella sabe todo lo que pasa y es también fanática de Hermione.

Cuando estuve en Montreal, había que ponérmela frente a la webcam. Y yo veía una imagen toda pixelada de una gatica intentando morder a todos del otro lado de la pantalla mientras le gritaba: “¡Malgorszata, soy yo!”. Pero nada. Cuando regresé me miró con cara de “¿Dónde tú estabas?” y se pasó algunos día sin acercarse mucho a mí, pero al final todo regresó a la normalidad. Por normalidad se entiende el dormir conmigo y morderme si le paso la mano.

Cuando tenía poco más de un año, un día que yo andaba por Marianao, llamé a mi tía para preguntarle algo, quien me salió anegada en llanto diciéndome que se habían robado a Malgorszata. Yo me cuestioné quién querría robarse a una gata sata, pero sé que la gente es muy mala así que corrí desesperado a coger un carro. En el camino casi lloro, pero decidí que me hacían falta los cinco sentidos para averiguar qué era lo que había pasado. Mi corazón no me cabía dentro del pecho. Cuando llegué me tía me hizo una historia de fumigadores, así que corrí (con todas las de la ley) hasta el parque donde estos se reúnen a dos cuadras dispuestísimo a dar golpes, fajarme, llamar a la policía y hacer lo que hiciera falta. Cuando llegue no había nadie. Ya se los habían llevado. Regresé a casa y en el camino invoqué a Dios. “Esta sí que no la voy a aguantar”, dije. “Las visas negadas, los hombres de pinga, mi vida mierdera…te lo aguanto. Pero esto no.”

Al llegar a casa, una vecina onírica me gritó que ella la oía. Yo andaba buscándola por todos los pisos del edificio (Malgorszata jamás ha bajado desde el día en que subió a mi casa por primera vez) cuando me lo dijo. Subí a preguntarle si la escuchaba onírica o realmente, pero me dijo que la había escuchado clarito. Entonces, me di cuenta: el closet frente a la puerta donde mi tía guarda el papel de los fumigadores. Corrí y lo abrí. Allí estaba mi gatica. Nunca había salido y nunca nadie la había cogido. Se había metido ahí cuando mi tía abrió la puerta y se había pasado la mañana llorando pero mi tía pensó que era su subconsciente torturándola por perder a la gata. ¿Ven que esta no es una casa tradicional? La cogí y casi lloro. Ella me miró medio dormida, aún sin acostumbrarse a la claridad, como diciendo: “¿Por qué me tenían en el closet? Yo soy la dueña de esta casa”.

Sin embargo, la oportunidad única de ver llorar al bloguero como nunca nadie lo ha visto en su vida adulta, llegó hace unos meses en una clínica veterinaria de Playa, dos días después que Malgorszata se cayera del balcón. Nadie sabe cómo pasó, todos insisten en que los gatos no se caen de los balcones, pero yo tengo la teoría de que yo le he arruinado a mi gatica todos sus instintos naturales. Si bien fue un momento tenso yo lo solucioné lo mejor que pude. Bajé, salté muros, la cogí en medio de los gritos y los zarpazos mientras le decía: “Yo estoy aquí, yo estoy aquí”. Yo estaba tan consternado como ella pero los padres tenemos que crecernos para ayudar a nuestros hijos.

Como después de eso se metió debajo de un mueble (nunca hace eso) y no quiso comer nada, aparte de arrastrar la patica, mi amigo Juanma me convenció de llevarla al veterinario, lo cual hicimos juntos (besos para Juanma por ayudarme en tan importante momento) donde le pusieron un suero y me dijeron que había que operarla porque tenía fracturado el fémur.

Al día siguiente fuimos Malgorszata y yo solitos a otra clínica (a la de Playa porque en la otra faltaba un instrumento). Todo iba bien, ella iba dentro de una maletica y yo le metía la mano y la acariciaba. Ella estaba ya mucho mejor de ánimo. Sin embargo, al ponerle la anestesia se quedó tranquilamente dormidita sobre mí, lo cual, tengo que ser honesto, rompió mi corazón por la mitad. Mi gatica. Mi hija. Cuando el doctor la puso en la mesa y me mandó a salir, empecé a llorar sin ningún tipo de consuelo. Ninguno. Enfrente de todo el mundo. Todos se asustaron y se abrazaron a sus mascotas.

“Está en buenas manos”, me decía una señora rubia a mi lado. Una señora que recoge perros y gatos de la calle y se los lleva al veterinario para que los ligue. Hay gente que hace el bien así nada más. Sin esperar nada a cambio, solo lo hacen. Es bueno que esa gente exista aunque la sociedad no los valore siempre en su justa medida. Así y todo, yo no oía nada, solo lloraba. Así estuve por 45 terribles minutos. Cuando el doctor abrió la puerta, entré como un bólido a ver a mi gatica. Estaba dormidita y con la patica cosida. “El pronóstico de la patica es reservado”, me dijo el doctor. Pero a mí la patica no me importaba, solo quería cargar a mi hija. Me la llevé llorando todo el camino. Cuando llegué a mi casa lloré más y puse a mi tía a llorar también. Malgorszata seguía dormida, lo cual hizo todo lo que quedó de día, mientras yo seguía llorando acostado a su lado.

Al día siguiente recobré mis cinco sentidos porque tenía que ayudarla, así que me puse una cofia imaginaria y me dediqué a hacer todo lo que el médico me dijo que hiciera. Ya por esos días no trabajaba, si no, sin ningún tipo de remordimiento, no hubiera ido a la escuela de todas formas. Solo tenía una tarea en este mundo. Recorrí el Vedado buscando calmantes, antibióticos y comida. Como no encontré a nadie que la inyectara, yo – quien le tengo pánico a todo lo que tenga que ver con agujas – la inyecté yo mismo por siete días como me enseñó mi amigo Ángel. Me inyecté más los dedos que a ella, pero bueno, supongo que algo entró. La obligué a tomar leche y agua con una jeringuilla, le curé la herida y la puse bajo una pirámide que me dio la vecina onírica. Todo eso sin dejarla bajarse de la cama.

Y logramos superar ese momento. Su patica está muchísimo mejor y solo un ojo entrenado (un ojo de padre) puede notar que la levanta un poquito cuando corre. Fuera de eso, ya es la misma. Robo de pollo incluido. Me odió por un tiempo por lo de las inyecciones (ya saben lo ingratos que son los hijos), pero yo, que nunca le he pedido afecto a nadie sino que lo he robado, la obligué a que me quisiera de nuevo y durmiera conmigo.

Malgorszata no es muy buena dando afecto, ya lo sé, pero a mí no me importa. Yo la quiero tanto a ella que cuando viene y se acuesta sobre mí ya considero que me está reciprocando mi amor. A veces tiene pesadillas y me encaja las garras en el pecho y yo grito, pero ella se despierta como diciendo: “Soñé algo malo” y yo me olvido de mi dolor, le paso la mano y le digo: “Ya, ya, ya pasó”. Duerme en mi pecho, y si me viro de lado, ella se corre y se tira en mi hombro, y si me viro de espaldas, se acuesta sobre ella. Perfecto acople de padre e hija.

Y es que nadie es más fiel que un animal. A ellos no les importa si uno es rico o pobre, niño o viejo, alcohólico…nada. Siempre están a tu lado y nunca se van. Aunque se lleven mal. Como el amor de los hijos y los padres. El verdadero amor.

Así que en este día de los padres, que casualmente coincide más o menos con la llegada de Malgorszata a mi hogar hace tres años, me tomo una cerveza en mi propio honor y en el de mi hija. Buscaré la cámara y le tiraré fotos en las que saldrá con los ojos cerrados y arañándome como siempre hace, pero no me importa. Los padres debemos ser tolerantes con nuestros hijos.   

Hace un tiempo conocí a un muchacho que vive en Paseo y Línea. Cuando le dije que ahí había recogido a mi gatica, me dijo que en la zona había un solo gato macho que embarazaba a todas las gatas de los alrededores. Que seguro era el padre de Malgorszata. Se ofreció a llevarme a ver si lo veíamos. Le agradecí, pero rechacé amablemente su invitación: hace mucho tiempo que todo el mundo sabe quién es el único padre de Malgorszata.


PD: Dedico este post a mi hija Malgorszata Slovudovska Reyes Mancebo y a todos mis perritos, sobre todo a Iván, Diana y Rosy Reyes Mancebo. También a mis amigos y vecinos que me han ayudado en esta crianza de padre soltero. Al médico que operó a mi gatica. Y especialmente a la señora rubia que recoge perros y gatos para ligarlos – y junto a ella a todos los que cuidan de los animales, propios o ajenos - no solo por darme apoyo en tan importante momento, sino por la maravillosa acción que sin esperar nada a cambio, realizan. A todos ellos, padres y madres como yo, muchas felicidades. 


viernes, 8 de junio de 2012

La fábula sobre la partida de los hombres que valían la pena

-->

Un día de otoño en la que el resto de la humanidad podría jurar que no pasó nada relevante, los hombres que valían la pena decidieron abandonar nuestro mundo. Con este fin, rentaron un navío en buenas condiciones para que los condujera a alguna parte olvidada del planeta. Eran muchos, más de los que podría creerse en un primer momento, pero no los suficientes como para llenar el buque en su totalidad, mucho menos para alterar las estadísticas mundiales con su ausencia.

Hartos, decepcionados, aburridos de que nadie los entendiera, los valorara, los apreciara por lo que realmente eran, decidieron que querían irse. Fue una decisión cuidadosamente planeada, que no vino de ningún impulso feroz y repentino, sino de la impresionante lucidez que proporciona el desencanto a largo plazo.

Pusieron anuncios para buscarse, para reconocerse, para unirse. Luego planearon todo, hasta el más mínimo detalle, acerca de su partida, previendo las consecuencias que podría tener tal decisión sobre sus vidas y sobre el mundo al que ahora abandonaban. Pensaron en aquellos que dejaban detrás y tomaron medidas para afectarlos lo menos posible. Pero su decisión era irrevocable.

Un grupo de mujeres, temerosas ante la partida de los hombres con algún valor, crearon la “Alianza de las mujeres que valen la pena”, que se trazó como objetivo fundamental el impedir el éxodo de sus homólogos masculinos. Con este propósito, lanzaron campañas de acción, publicaron anuncios en revistas y periódicos para buscar apoyo e incluso decidieron abordar personalmente a los viajantes. Pero sus pedidos se perdieron entre miles de otras propuestas políticas y sociales, y finalmente su causa no tuvo el apoyo gubernamental necesario, ni tampoco el interés de la masa, que había decidido conferir su atención a temas de mayor relevancia.

“Si se quieren ir, pues que se vayan”, les dijo un responsable estatal muy sereno, con esa tranquilidad que solo tienen aquellos que realmente no conocen - ni están interesados en hacerlo – los valiosos miembros que están a punto de perder. Las mujeres intentaron protestar, pero de poco sirvió. Por su parte, los hombres que valían la pena tampoco las escucharon. El daño que habían sufrido era irreparable y ya nada podía hacerlos cambiar de opinión.

Así, aquel día en que caían hojas amarillas por todas partes, subieron al barco y se alistaron para el gran viaje hacia el futuro. Hacia un futuro sin muchas emociones, pero tampoco sin sinsabores. La alianza femenina se ubicó frente a la embarcación con carteles de súplica en un último y desesperado intento por lograr su objetivo.

“¡No pueden irse”, gritó una. “¿Quién nos entenderá ahora? ¿A quién admiraremos? ¿La mirada de quién nos importará verdaderamente? ¿Cómo podremos vivir sin tener al menos la esperanza de que alguien en alguna parte vale la pena? ¡No pueden dejarnos con el resto de los hombres! ¡Su poco encanto, sus vidas pequeñas y mediocres, su no saber de nada nos volverá locas!” “¡Lo hubieran pensado antes!”, gritó uno de los hombres. “¡Estábamos ocupadas haciendo otras cosas! Liberarnos, avanzar, quitarnos las trabas que nos imponen, ¡no tuvimos tiempo de verlos con claridad! ¡No es nuestra culpa que esto pase!”, dijo, ya echándose a llorar, mientras dos de sus compañeras la abrazaban.

“Lo sentimos”, dijo otro hombre. “Ojalá todo hubiese sido diferente. Tienes razón, no es su culpa. No es la culpa de nadie. Es que este mundo no tiene la infraestructura necesaria para acoger a  aquellos que valen la pena, así que terminamos todos sin entendernos y separándonos. Por eso queremos irnos. Pero seamos amigos a esta hora de despedidas. Es lo único que podemos hacer ahora”.

Casi a punto de zarpar, uno se arrepintió. “Creo que me quedo”, dijo, ya a última hora. “¿Qué pasa?”, le dijo otro. “No lo sé, es una mezcla de cosas”. “Y los demás entendieron, así que lo abrazaron, le dieron consejos y lanzaron la escalerilla para que él pudiera bajar. Saltó por el otro lado para que nadie pudiera verlo, pero la noticia de su renuncia se filtró gracias un grupo de reporteros, todos hombres que no valían la pena, los cuales cubrían el evento para la sección de variedades de algunos noticieros.

Y así los hombres que valían la pena en este mundo alzaron el ancla y partieron. Mientras los mástiles que amarraban el barco a tierra se rompían uno tras otro, una vela enorme se desplegó, causando la admiración de todos por un instante. Las mujeres que valían la pena se echaron a correr al lado del barco, primero despacio, luego más rápido a medida que este ganaba en velocidad, agitando sus brazos en señal de despedida mientras los hombres les lanzaban besos con las manos. Cuando el barco se instaló en plena mar, las mujeres, paradas en el muelle, sacaron sus pañuelos y los agitaron en la distancia hasta que el navío no fue más que un punto lejano en el horizonte de un día otoñal.

Al quedarse solas una se echó a llorar. “¿Y ahora?”, dijo. “Pues ya veremos qué se hace”, le dijo otra. Así, enrollaron sus carteles y regresaron a casa.

Después de la noticia de que había todavía un hombre que valía la pena entre ellos, el mundo se dio a la tarea de buscarlo, no porque le interesara conservar su valores, sino por ese ánimo coleccionista de la humanidad de encontrar y poner en un museo al último espécimen de cada cosa. Algunos sí lo buscaron en serio, para conocer acerca de una sensibilidad escuchada pero nunca vivida, de unas palabras correctas dichas en el momento correcto, de una visión del mundo contada por alguien que merecía ser escuchado. Pero la búsqueda fue infructuosa. Aunque a veces se creía encontrar al hombre, poco tiempo después este demostraba no ser el real.

Las mujeres que valían la pena hubieron de conformarse con el resto de los hombres, a los cuales aprendieron a amar, pero nunca con la misma pasión con la que lucharon aquel día otoñal por evitar la partida de los hombres que valían la pena. A veces pasan cerca del muelle y se quedan con la mirada perdida en el horizonte. Sus hijos varones les preguntan entonces qué miran y ellas los cargan y les cuentan la historia de unos valientes y arriesgados marinos que se fueron en un barco porque el mundo no estaba preparado para ellos.

En cuanto a los hombres que valían la pena – aún la valen – viven todos en una isla al norte de Tahití, en medio del Pacífico, donde llevan una vida tranquila y calmada, en la cual la renuncia parece ser su característica fundamental. Las mujeres de la zona apaciguan sus necesidades primarias, pero ellos no se permiten tener mucho más con ellas. Así, escriben, crean, trabajan, conversan y piensan todo el día. En las noches, se reúnen alrededor de fogatas en la playa y se hacen historias en las que se permiten - aunque no mucho - el apasionarse y dejarse llevar por sentimientos que tenían cuando eran jóvenes y nadie los había decepcionado todavía. Así, con esta vida pacífica y contemplativa del pasado, viven los hombres que valen la pena, alejados por decisión propia de un mundo que no lo sabe, pero que nunca más fue el mismo desde el día de su partida.

viernes, 1 de junio de 2012

Esas pequeñas cosas que también ayudan a morir


Javier conoció a Javier en el mejor momento de su vida para hacerlo. Cerca de un año había pasado sin tener una pareja relevante y su presente constituía una rutina constante de escuela-teatro-casa, que apenas si le daba tiempo para dormir lo necesario, menos aún para lanzarse a la búsqueda de otros seres humanos con los cuales compartir su vida. Entre el agotamiento, la frustración y la tristeza provocados, respectivamente, por las intensas jornadas de estudios y ensayos, el poco éxito de la obra en la que actuaba y la partida del país de uno de sus más íntimos amigos, había caído en un letargo de vida que parecía no tener fin. Pero un día, en la clase de francés de su amigo Ray, conoció a Javier y todo cambió.

Como toda relación destinada a ser importante, no hubo absolutamente ningún obstáculo inicial. Todo fluyó inmediata e intensamente. El romance fue instantáneo, la química extraordinaria, el interés recíproco evidente y la pasión extremadamente intensa. Así, para cuando se dieron cuenta, no iban a clases para quedarse escondidos en el cuarto de uno de ellos, teniendo sexo, contándose los traumas del pasado y sentando sin saberlo las bases de una relación diferente a la que cualquiera de los dos había tenido hasta ese entonces. El otro Javier, recién llegado al mundo de tener sexo con otros varones, tenía poco que ofrecer en términos de heridas del pasado y Javier, concienzudamente, había decidido olvidar las suyas.

En la obra de teatro, el otro Javier se quedaba detrás de los telones, ayudando al resto de los actores, quienes lo adoraban; y cuando estos estaban en escena, tenían sexo donde nadie pudiera verlos, logrando así que para Javier su obra ya no fuera una carga tan pesada. En la escuela todos corrían emocionados a decirle a Javier que “su novio estaba allá abajo esperándolo”. Las familias de ambos amaban a los nuevos integrantes, y como vivían a solo cinco cuadras en casas sin problemas de espacio, se pasaban el tiempo juntos. Cuando salían, todos les decían cosas, ya que a todos les encantaba que ambos se llamaran igual, se parecieran tanto y se quisieran tan intensa y apasionadamente. Si alguien que no los conocía les preguntaba si eran hermanos, ellos se daban un beso en la boca para demostrar lo que verdaderamente eran. Y todos sonreían.

Nadie recuerda cuál fue la causa de la primera pelea. Fue poco después del primer “Te amo”, un día en plena calle. Para cuando se dieron cuenta, un Javier, poco importa cuál, caminaba adelante molesto y el otro le caía atrás con la voz entrecortada diciendo algo como “¡No fue eso lo que quise decir!”. Pero doce minutos después se reconciliaban y todo volvía a la normalidad. Incluso, descubrieron poco después de los “discúlpame” y los “discúlpame tú a mí”, que les excitaba esa sensación de estar reconciliados después de haber estado por algunos minutos en bandos diferentes. Y en plena calle hicieron el amor.

Unos meses después, durante otro malentendido, un Javier dijo algo como “No creo que yo sea feliz”, a lo que el otro Javier no pudo ripostar porque se le llenaron los ojos de lágrimas y se quedó mudo. Entonces el primero lo abrazó y le dijo que todo estaba bien, que solo lo había dicho para ganar la pelea. Y volvieron a reconciliarse sin problemas.

Para cuando llegaron a los seis meses de relación ya discutían bastante. Los celos, especialmente del Javier menos experimentado – quien curiosamente era un año mayor que el otro – aportaban bastante. Todo el mundo le parecía sospechoso y no tenía reparos en apelar a las historias del pasado que le había contado Javier en secreta intimidad para fortalecer sus sospechas. Sus amigos, sus enemigos, sus compañeros de aula y de teatro; todos le parecían posibles candidatos a la infidelidad de Javier. Alguna llegada tarde, alguna llamada a deshora, lo ponían a dar gritos y a proferir amenazas. Entonces Javier lo lanzaba contra una pared y lo sometía sexualmente con violencia, solo para preguntarle al final si realmente pensaba que podía acabar de llegar de alguna escapada sexual. Por toda respuesta, el Javier celoso le decía, bajito y en susurro, mientras se abrazaba con fuerza a su espalda en el piso de la cocina: “Sí, lo sigo creyendo, pero no me importa”. No le importaba mientras estuvieran tirados en el piso de la cocina, pero para cuando se paraban ya lo estaba cuestionando de nuevo.

Por su parte, a nuestro Javier también le molestaban muchas cosas del otro Javier. Su carácter, su capacidad de estarse quejando todo el tiempo de absolutamente todo, su obvio desinterés por algunas cosas de la vida de Javier que este consideraba sagradas. Así, en poco tiempo desarrolló su habitual carácter déspota y extremadamente despreciativo, fingiendo que aquella relación no era tan importante y el otro Javier no era más que uno de los numerosos hombres de su vida. Si bien esto no era cierto, le producía placer el ver como el otro Javier se torturaba con estos comentarios.

Tiempo más tarde, Javier cayó en una profunda crisis profesional. Ya se había graduado y hacía casi un año que había dejado el teatro. Su futuro lo torturaba, ya que siempre se había considerado como destinado a grandes cosas y ahora consideraba que se pudría en su presente. Así, se volvió triste y callado. El otro Javier consideró que tenía problemas con sus amantes. Así, si Javier llegaba tarde porque se había quedado sentado en un parque torturándose, el otro lo recriminaba como lo hacía siempre. Pero ahora, a Javier le parecía aún peor porque el otro se suponía que conociera de su crisis y lo apoyara.

Javier era la clase de hombre que podía pasarse toda una vida siendo el sostén de una relación. Pero como todo ser humano había un día en que se caía y alguien tenía que recogerlo. Y nadie lo recogió. En ese momento, Javier comenzó a odiar muy en serio al otro Javier. A su supuesta inocencia, a su inexperiencia, que no eran más que excusas para ser alguien débil y con el que no se podía contar para nada.

Se lo dijo un día a alguien que no lo creyó, pero él sí se dio cuenta que lo odiaba genuina y profundamente. Pensó en cuán bueno sería llegar a la casa y que le dijeran que Javier había muerto. Así podría ser libre y feliz, acostarse con todos y sin nadie que lo recriminara. Y con la excusa perfecta para estar solo: el amor de su vida había muerto. Pero si bien odiaba al otro Javier, más se odiaba a sí mismo. Por no tener la capacidad de dejarlo. El tener un novio lindo, de su misma edad, sin complicaciones aparentes, que incluso se llamaba igual que él, eran demasiado. Dejarlo era regresar a esa vida de soltero que tanto lo había aplastado antes. Así, por temerle a aquel letargo de vida pasado caía en este otro letargo de vida, no mucho mejor que aquel.

Para cuando llegaron al año ya discutían a todas horas. A todas. No paraban nunca. Enfrente de todos, a solas, por teléfono, frente a frente. Todo el tiempo. No había tregua nunca. La más simple de las conversaciones terminaba enseguida relacionada con sus problemas: “¿Eso es luna menguante?” “No, es luna creciente”. “Y tú, por haberte acostado con muchos hombres, ¿sabes algo de lunas?”. “Y tú, por haberte quedado en casa y no haberte acostado con nadie ¿sabes de lunas?” Y esos eran solos los inicios. De esta forma, ya nadie quería acercarse a ellos.

El otro Javier también odiaba a Javier. Lo odiaba porque dependía demasiado de él y su ausencia de autoestima lo laceraba. Pero no lo decía. Fingía que lo amaba. Un día, le gritó: “¡Yo te amo, hijo de puta!”. Nuestro Javier se acercó a él, le tomó la mano, se la puso en la entrepierna y le dijo: “Esto es lo único que tú amas, no a mí. Si quieres fingir contigo mismo que no es así, hazlo, pero no intentes engañarme a mí.” Dos segundos después, estaban teniendo sexo.

Eso era lo único que hacían sin pelear. En más de una ocasión, cuando ya no podían dejar de parar de discutir y hacía horas que nadie oía lo que el otro decía, alguno se abalanzaba sobre el otro y lo besaba salvajemente. Así, había tregua por unos minutos, hasta que todo terminaba y comenzaban de nuevo las peleas.

Una vez se cayeron a golpes. E intentaron darse en serio para aprovechar por todo lo que sentían. Se dieron con todo lo que tenían. Buscaron lugares estratégicos para saciar su mutuo odio. Caras, estómagos, entrepiernas, corazones. De alguna forma, ese día también terminaron teniendo sexo, a pesar de que estuvieron una semana sin hablarse.

Una vez, un amigo de Javier lo sonsacó. Y Javier, a pesar de que no tenía ganas de tener sexo con nadie - ya que si algo tenía en su relación era sexo - pues se acostó con él. Sin culpas, sin pesares. Sin nada. Esa noche, mientras dormía junto al otro Javier y este lo acusó de haberlo engañado con alguien imaginario, Javier rió en silencio al pensar en cómo lo acusaban de tonterías cuando esa misma mañana él había tenido sexo con quien menos el otro se imaginaba en el lugar menos pensado. Y acostado en aquella cama, con aquellos mezquinos pensamientos en la cabeza, se dio cuenta que su vida era una mierda.

Muchísimas veces se separaron. Pero ninguna duró más de un día. Se llamaban y se reconciliaban, no apelando a un amor que alguna vez los había unido, sino a que era mejor estar acompañados que solos. A veces Javier llegaba a su casa extremadamente molesto con el otro Javier y se juraba jamás regresar. Pero lo hacía. Menos de veinte minutos después sucedía algo y empezaban a discutir de nuevo. Entonces, Javier se mordía el labio hasta casi sacarse sangre de la impotencia y el odio hacia sí mismo.

Nunca salían separados. Nunca se separaban. Javier lo sugirió una vez y el otro empezó a gritar. Era como si supieran que la fragilidad de su relación podía romperse solo por dejar de verse por un rato. Pero un día, Javier se fugó y se fue con una amiga a una fiesta en la playa todo el día y allí cometió el pecado capital: se divirtió. Tomó, bailó y rió como hacía años no lo hacía. Se sintió vivo, sin siquiera darse cuenta que llevaba tanto tiempo muerto. Al regresar a la ciudad se sintió mal inmediatamente. Como si lo confinaran de nuevo a una prisión en la que llevaba ya dos años. Al llegar frente a casa del otro Javier aquella noche, todavía borracho, se sentó en la entrada de la casa y se quedó sentado allí por mucho tiempo. A veces pensaba, a veces lloraba, a veces solo sentía dolor.

Cuando estuvo listo, entró. “No quiero verte más”, dijo. “Nunca más”. El otro Javier, aunque estaba acostumbrado a que se dijeran esas cosas, le creyó esa vez. O quizás creyó que Javier venía de estar con otro hombre y por eso lo dejaba. Lo miró serio y con una cara madura, poco habitual en él, le dijo tranquilo: “Te odio”. Javier lo miró y sonrió. Con esa sonrisa triste de los que terminan con cosas que alguna vez quisieron.

Lo besó y le hizo el amor. Extremadamente técnico, sin una gota de pasión. Al terminar, aún dentro del otro, le acercó su boca a la oreja y le dijo muy bajito, casi en un susurro: “Por mucho que me odies, siempre será poco comparado al odio que siento yo por ti”. Y así se quedaron ambos dormidos.

Al día siguiente, se despertaron raros. Nadie decía nada. Nadie peleaba. Javier se vistió y el otro lo acompañó al portal. Allí se quedaron un tiempo. Y sin mucho conversar, uno al lado del otro, como dos enamorados, alguien creyó notar la complicidad de dos años atrás, cuando se conocieron y se quedaban escondidos en el cuarto para tener sexo y contarse los traumas del pasado. Cuando Javier pensaba que había encontrado al hombre de su vida.

Pero era solo por fuera. Por dentro estaban Derrotados. Derrotados por pequeñas cosas. Pequeñas cosas que al final quizás sean las más importantes, después de todo. Pequeñas cosas que un Javier - poco importa cuál porque en una relación uno solo no tiene la culpa de las cosas – le hizo al otro y viceversa. Pequeñas cosas que uno no aguantó del otro y viceversa. Quizás nunca estuvieron destinados a estar juntos, después de todo, y lo intentaron mucho más tiempo del que llevaba. Ya nunca se sabrá.

Una hora después, Javier se paró, tomó la cara de Javier y lo besó. El otro le dijo: “Quédate” casi como en un susurro. Como quien dice lo que quiere, aunque sepa que no es lo que debe. Javier lo miró serio, le pasó la mano por la frente y negó con la cabeza.

Al irse, el otro Javier se quedó solo en su portal y lloró. En el camino a su casa, nuestro Javier no lloró - hacía mucho que estaba muerto - solo pidió en secreto fuerzas para nunca más regresar.

Nunca lo hizo. Y aunque se habían querido intensamente, cambiado la vida para siempre y jurado amor eterno, nunca más volvieron a dirigirse la palabra.


Instagram