viernes, 30 de marzo de 2012

Entourage


Domingo en la noche. Cuando me acostumbraba a la idea de otra velada sin mucho que hacer, típica del final del fin de semana, Ray llamó con una propuesta inesperada. Un documental sobre una gira de Cucú Diamantes por Cuba sería proyectado en el Chaplin. Sonaba como un perfecto plan: iríamos allá, veríamos el documental, contemplaríamos algún que otro mancebo, disfrutaríamos de la siempre carismática Cucú y luego nos iríamos a la cafetería de al lado a por pizzas de cinco pesos, las cuales tienen mala cara, pero saben ricas. El plan perfecto de una noche de domingo.

Así que nos pusimos unos pullovitos normalitos y nos fuimos por allá. Pero al llegar la realidad casi nos expulsa del cine. Vestidos de gala, peinados increíbles, perfumes exóticos, maquillajes excesivos, cámaras de televisión, conversaciones fútiles, artistas conocidos, hijos de artistas conocidos... Ray y yo estábamos en los Oscars vestidos para los MTV. Algo comenzó a picarme en un hombro, pero no tuve necesidad de levantar la manga para saber lo que era: el sarpullido que me provoca la farándula cubana.

En Cuba hay poco talento. Hay, pero poco. Pero lo que sí hay es mucha hiena. En todas partes. A la salida del cine, del teatro, en las premieres de las galerías, en todas partes donde pueda haber algún intento de vida cultural. Pocos saben de arte real; ellos van allá a lucir sus galas, intentar acostarse con los famosos (seudofamosos es una mucho mejor palabra) y comer algo de camarones. La muerte del arte.

Para empezar, todos llamaban “Cucu” a Cucú. En algún momento, entre New York y La Habana, perdió la tilde. “Cucu”. Suena horrible, parece un pájaro. “Cucu esto” y “Cucu lo otro” repetían de un lado a otro. Nunca ninguno de aquellos seres va a un cine a ver una película un día normal. Nunca van a ver un ciclo de cine del ayer ni van a una tanda a las 2 de la tarde. Pero si hay un spotlight y una cámara pues todos corren allá vestidos como Lady Gaga.

Allí estaban: presentadorcillos televisivos, algún que otro cantante de un cuartetillo vocal de moda, periodísticos del Canal Educativo 10. Y por supuesto, sus “groupies”. Aquellos que jamás han hecho nada, pero eso no les impide estar al lado de los “famosos” y juzgar (por lo general mal) a los que crean. Los integrantes de nuestra farándula: esos son los imprescindibles.

Son aquellos que esperan ansiosamente el inicio del Festival de cine para poder usar una bufanda o los que no pierden la oportunidad de andar con su credencial puesta todo el tiempo aunque sean las dos de la mañana y estén a kilómetros del lugar donde podrían pedírsela. Si nos acercamos convenientemente, podremos constatar que ni siquiera son de ellos.

No estudiaron nada, y si estudiaron algo fue alguna manifestación del arte, lo cual es lo mismo que no estudiar nada (el arte no se estudia, se entrena, y si nunca tuviste el talento, pues nunca lo tendrás). Muchos (muchísimos) son hijos de otros representantes de farándulas anteriores y piensan que el talento se hereda. Otros muchos son antiguos actorcillos (actor es su manifestación favorita porque no tienen que cantar, pintar ni escribir) que, luego de decenios dando tumbos por las tablas nacionales, caen ahora en algún programa de televisión de quinta categoría y se sienten en sus quince minutos de fama.

Quizás si no los conocemos bien, podemos erróneamente pensar que son solo superficiales. Pero no es así: son malas personas. Los he visto hacer lo que sea para obtener el papel principal de una obra de teatro de la casa de la cultura de no sé dónde, los he visto criticar cosas buenas solo para que los demás los noten, los he visto ofender y discriminar a las personas que ellos consideran simples. Y es que el ocio es el padre de todos los vicios. Las personas que he conocido en el mundo del arte que son buenos e inteligentes, han terminado (en el 95% de los casos) abandonando el arte.

Ante el recuerdo de mi pasado como actor y toda esa lacra de mis días primeros, casi me vomito encima de Ray. De todas formas nadie lo hubiera notado. De más está decir que nosotros éramos invisibles en aquel lugar.

¿Para qué sirve esta gentuza? ¿Cuál es su función en la vida? Si quitamos a algunos que están buenos y podemos acostarnos con ellos, cuidando de cerrarles bien la boca para no oír sus tontos comentarios, ¿qué se hace con esa gente? ¿Por qué no los meten presos solo por existir? Ya sé que soy radical, pero es que un sarpullido vuelve loco a cualquiera.

Recordé a Balzac y cómo hizo toda su carrera literaria hablando de este tipo de gente advenediza. Quizás esa sea su función después de todo: servir de ejemplos (negativos) en la literatura. Puede que este post sea un ejemplo. Eso sí, en la vida real siguen sin tener valor alguno.

Al terminar la proyección, Ray y yo, aun intoxicados por tanta superficialidad, nos fuimos a nuestras pizzas de cinco pesos. He de confesar que por un momento, imbuidos por el momento presente, consideramos incluso ir a otra pizzería más cara. Pero luego de una meditación muy madura nos dijimos que no, que esas eran las que nos gustaban y que ya estábamos muy viejos para intentar engañarnos. Así que imagino la cara de asco de algún representante de nuestra farándula, al pasar con su Chanel frente a nosotros, y vernos sentados en un contén con una pizza de cinco pesos en cada mano.

Cuando nos íbamos, el cine ya había apagado las luces y ellos, por supuesto, se habían desvanecido. El cine volvía a ser el mismo de siempre. Mi alteración de la piel se había ido y mis pensamientos de odio también. Volvía a recuperar mi amor por el arte.

Soy tan inmaduro al escribir sobre esta gentuza. Con tanta gente que hay acerca de la cual escribir. Pero bueno, tenía que sacármelos de la cabeza: el sarpullido puede ser muy incómodo. Además, siempre es bueno imitar  a Balzac por un rato.

viernes, 23 de marzo de 2012

Aquellos días en que éramos idiotas


Corría el año 94 y había balsas por todas partes. O al menos intentos de balsas. Y no solo, como todo el mundo podría pensar, en el mar, sino además en plena tierra, en el interior de los barrios, en nuestras mismas cuadras. Todo el mundo parecía estar inventando botes para salir del país por las recientemente abiertas costas de la isla. Nada parecía descorazonarlos: la muerte de muchos, el fracasado regreso de otros, los terribles días de mar. Nada.

En el barrio abundaban las historias. Algunas de ellas podían ser hasta simpáticas, como cuando Kiko, el delincuente habitual, se fue junto a otros tres zánganos y luego de tan solo un día de travesía arribaron a las costas de los Estados Unidos. Pero su “Estados Unidos” resultó ser no otro que nuestro propio Pinar del Río, del cual se demoraron después más de tres días en regresar por tierra. O Elsa, quien salió un día al campo a ver si conseguía algunos huevos, y  llamó tres días después, desde los Estados Unidos, ya que la lanchita de Regla en la que se había montado había sido secuestrada.

Mientras tanto, en la radio se hablaba sobre la lactancia materna y otros temas mucho más serios. Pero la gente no necesitaba de ninguna radio para expandir por todo el país las historias. Todo el mundo tenía alguna que contar. Que si en no sé dónde viraron una guagua y se la llevaron llena de cámaras por debajo, que si en otro lado alguien había salido por el sur y había llegado a Jamaica, que si conocías a las personas correctas podías conseguir una plaza en un yate en tan solo tres días. Historias, reales o ficticias, que venían de todas partes y que las personas acumulaban para poder tener algo de qué hablar durante los aburridos e insoportables apagones.

Y así eran aquellos días del año 94, en los que todo el planeta nos miraba con atención y nos llamaba “balseros”, sin saber que en la mayoría de los casos la gente se iba en cosas para nada parecidas a balsas.

La familia de Damián tenía un sino. La hermana de su madre se había ido dos meses atrás junto a su esposo y los hermanos de este, llevándose a Alexis, su hijo, para protagonizar una de las historias más traumáticas del municipio. A mitad de trayecto, luego de varios días sin alimentos ni agua (¿cómo habrían de llevarse algo de alimento cuando ni en tierra había nada para nadie?), creyendo ver en el medio del océano las calles de Marianao, se lanzaron unos tras otros al agua para no salir jamás. Todos menos Alexis, quien se quedó solo en el bote hasta que los guardacostas lo encontraron unos días después. Su abuela paterna, luego de la muerte de tres de sus hijos al mismo tiempo, lo acogería en los Estados Unidos.

Damián vivía en la calle 106, a tres cuadras de mi casa, en un barrio para nada parecido al mío. Si en el mío Kiko era el delincuente común, en el barrio de Damián, Kiko no habría durado ni un minuto. Damián había ido a jugar con los de mi cuadra algunas veces, pero después que se había hecho “famoso”, no lo habíamos visto más. Pero por aquellos días fuimos relacionados nuevamente por un mundano y común problema de motores, así como por la espectacular intervención de Eddy, el cojo.

En mi casa había problemas con el motor de agua. Por supuesto: éramos cubanos. Ya no sabíamos qué hacer con aquella cosa que se rompía cada vez que ponían la luz y que nos tenía cogiendo agua directo de la cisterna. Por eso no es de sorprender que aquel día en el que regresaba de la escuela y Eddy, el cojo, biznero (escrito se ve peor aún que como suena) común de Marianao, se acercó a mí en su bicicleta y me propuso un motor de agua “nuevecito” por un precio ridículamente barato, yo haya demorado tan poco en aceptar.

Primero le dije que hablaría con mi mamá, pero Eddy me dijo que si lo pagaba yo mismo en ese mismo momento, todo sería mucho mejor. Que el motor era tan bueno y tan barato que tenía a varias familias interesadas. Después de una reflexión aguda, en la que se incluyó la posibilidad de que me estuvieran estafando, me dije que quizás aquello podía ser la solución. Después de todo, aunque tuviera 11 años, era el hombre de la casa. Y en mi casa el motor de agua amenazaba con volvernos locos. Así que acepté. Eddy me dijo que fuera a mi casa a buscar – hurtar es un mejor término - el dinero y lo esperara luego en el parque de 106. Así lo hice, hasta que un rato después lo vi llegar acompañado de Damián.

Eddy, el cojo, tendría unos 17 o 18 años. Alto, blanco, zonzo, perteneciente a esa ilustre lista de muchachos desgarbados cuya única función en la vida es negociar de día para salir en la noche. Reconocido a nivel municipal (y quizás provincial) por su práctica común de colgarse de las guaguas en su bicicleta, un día, sin mucha suerte, cayó debajo de una que le arrancó la pierna completa. Pero eso no detuvo nunca a Eddy, el cojo, de volver a montar en bicicleta ni a seguir colgándose de las guaguas con su única pierna. Era como si quisiera demostrarle a la vida que nada lo detendría.

Damián se iba del país. Su madre, su padrastro y la familia de este estaban armando una balsa. A pesar de la tragedia familiar, estaban decididos a lograr lo que los otros no habían podido, e incluso pensaban, una vez en Miami, recoger a Alexis para que viviera con ellos. La abuela de Damián estaba destrozada. Tras la pérdida de su hija, se aprestaba ahora a vivir los mismos días de angustia con la otra. Era por esto que Damián, sin consultarlo con nadie, había decidido que para que esta “balsa” fuera mejor y llegaran más rápido necesitaban…un motor. A lo cual, Eddy, el cojo, respondió prontamente.

Y así nos montamos Damián y yo en la bicicleta de Eddy, el cojo, para ir a buscar nuestros motores. A mitad de camino se colgó de una guagua. Damián en el caballo y yo en la parrilla, gritábamos como desaforados mientras Eddy se reía a más no poder y gritaba “¡No lloren, niñitas!”. No creo que se pudiera hacer otra cosa cuando se estaba colgado de una guagua en una bicicleta sobrecargada y conducida por un chofer con una sola pierna.

Así nos llevó Eddy a lo más apartado de Ciudad Libertad, donde había una guagua sin ruedas y oxidada, tirada en el medio del césped. Subimos dentro. Había tres motores cubiertos por una colcha gris. Todos parecían increíblemente viejos, pero Eddy insistía en que parecían nuevos. El mío era eléctrico, pero el de Damián era una cosa rara que funcionaba solo (lo probaron) y que hacía un ruido insoportable. De lo sospechoso de la procedencia de ambos es mejor ni hablar. Eddy dijo que teníamos que figurar una manera de llevarlos hasta nuestras casas, pero que ya eran nuestros, así que podíamos pagarle.

Tanto Damián como yo protestamos al mismo tiempo. No solo no había ninguna manera de transportar aquello, sino que además, en mi caso, no había probado ni siquiera el mío. Ante la negativa a pagar, Eddy concedió a llevarnos los motores hasta la casa después, pero para eso tendríamos que darle la mitad del dinero antes y garantizar así que no se lo vendiera a las numerosísimas familias interesadas. Nos negamos en un principio también, pero después de una hora de estarnos mirando todos las caras, finalmente accedí – ya casi por cansancio - a darle una parte del dinero (no la mitad) para garantizar así la “exclusividad” de la entrega. Damián terminó haciendo lo mismo, luego de más tiempo de indecisión, dándole una parte de su probablemente también hurtado dinero. Hay que aclarar que en aquella época tener dinero no era tan raro como encontrar algo que comprar.

Tres semanas después los motores no habían sido entregados aun en nuestros hogares. O por lo menos no en el mío. Y Eddy, el cojo, no aparecía por ningún lado. Quizás, en efecto, nos había estafado. Quizás se conformó con una parte del dinero y luego les vendió aquellas cosas viejas a otras personas. Pero nunca lo pudimos probar porque nunca más veríamos a Eddy, el cojo.

Fue aquella mañana de sábado en la que todos gritaban y señalaban hacia el Obelisco con horror en sus miradas cuando ocurrió. Las personas, acostumbradas a las tragedias en el mar pero no a tenerlas tan cerca, se agrupaban alrededor de un chofer de guagua que se llevaba las manos a la cabeza y daba golpes contra un poste. Un poco más allá, bajo la guagua, yacía el cuerpo sin vida de Eddy. La vida finalmente había logrado detenerlo.

Fue Damián quien fue a mi casa a contármelo. Luego me preguntó si me había llevado el motor, a lo que respondí que no. Mi mamá, al ver a Damián, quiso que pasara dentro de la casa (recuerden de la fama de Damián y su familia) pero yo me negué.  Solo había una cosa que hacer antes de admitir finalmente que habíamos perdido nuestro dinero, así que fuimos a aquella guagua oxidada en Ciudad Libertad.

Allá solo estaba la colcha gris. Nada más. Damián y yo nos miramos con esa cara de quien ya sabía desde antes lo que iba a pasar. No nos quedó más remedio que sentarnos en dos asientos destartalados y cruzarnos de brazos.

“De todas formas no creo que ese motor sirviera para una balsa” dije. “Sí, pero le di mi dinero”. “No creo que te sirva ese dinero ni en el mar, ni en los Estados Unidos.” “A mi abuela sí”, respondió. “Peor estoy yo, que seguiré sin motor de agua”. “Peor está Eddy, que está muerto”, dijo uno de los dos y el otro asintió.

“¿No le tienes miedo a los tiburones?”, pregunté. En el mar hay cosas peores que los tiburones – el sol, el agua, la deriva, la desesperación – pero a un niño lo que más miedo le da son los tiburones. “Un poco”, dijo, “pero esta balsa está bien hecha”. No supe cuán bien hecha podría estar una balsa fabricada los fines de semana por personas que no tenían no solo ningún material sino además ninguna experiencia marinera, pero me dije que estaba bien que Damián tuviera confianza en que todo saldría bien. Eso siempre ayudaría. Así que no hablé más del tema. “Esos motores eran una mierda”, agregué. “Creo que el ruido nos hubiese vuelto locos al final”, dijo. Y sonreímos.

Unos días después, un policía llegó a casa de Damián. Nunca se supo por qué fue – el irse del país por las costas era perfectamente legal en esa época – pero allí estaba. Entró y le dijo a la familia que “él sabía que ellos intentaban irse” – todo el mundo lo sabía – así que venía a advertirles que lo pensaran mejor. La familia de Damián: su madre, abuela, padrastro, primos, lo sacaron de la casa, llamando la atención de casi todo el barrio que los rodeaba. Molesto, el policía gritó en un momento algo como “¡Váyanse si les da la gana. Si se mueren como el resto de la familia, pues allá ustedes!”

El policía nunca supo quién lo golpeó primero. Solo sintió como de pronto todo un barrio le fue arriba con la clara intención de asesinarlo. Recibió tantos y tantos golpes que incluso se desmayó, lo cual no impidió que la gente siguiera golpeándolo. Sorpresivamente, para ser un barrio tan marginal, no le robaron la pistola. La gente solo quería golpearlo.

Esa escena no la vi, pero la gente la contó tantas y tantas veces que no hubo necesidad de verificarla. Como tampoco las otras historias de apagones en las que la balsa ya casi estaba lista o esa otra de que un domingo en la madrugada, finalmente se lanzaron al mar y se fueron.

Tampoco fui testigo de ella, pero todo el mundo se enteró enseguida de esa otra historia en la que la abuela de Damián salió de su casa dando tumbos y llorando, y en pleno parque de 106 empezó a dar gritos y a decir unas palabras que nadie entendía. Todo el mundo corrió hacia ella, y después de algún tiempo de llanto y desesperación, alguien le gritó a los demás que las inaudibles palabras que balbuceaba la señora no eran otras que: “Llegaron, llegaron”.

Algún tiempo después, llegué un día a mi casa y mi mamá no me dejó sentarme. “¡Sorpresa!” gritó, mientras me arrastraba hacia el baño. Abrió una llave…y salió agua. “Agua”, dije mientras mi mirada se perdía absorta en el chorro. “Quería darte la sorpresa, tuve que comprarle el motor a un delincuente. No quise decirte nada antes porque tenía miedo que me estafaran.”

Entonces, condicionado por la franqueza de mi mamá y el chorro de agua “fascinante”, le conté todo lo que había pasado. El hurto del dinero, la guagua oxidada, Damián y Eddy, el cojo. Al final de la historia, saqué yo mi propia conclusión: “Creo que fui un poco idiota”. Pero mi mamá, de quien aprendí a decir las palabras correctas en los momentos correctos, me dijo: “Cuando uno está desesperado, es normal volverse idiota.” Y es cierto: la cordura y la sanidad mental solo están reservadas a aquellos que tienen qué comer, que tienen agua en el baño, que tienen un nivel de vida equilibrado. Para el resto, la idiotez está justificada.

Las costas cerraron unos meses después, pero la gente, ya acostumbrada a irse, siguió haciéndolo por el espacio de casi un año más. Pero, al ser interceptados por los guardacostas, eran enviados a la base naval de Guantánamo. Entonces comenzaron otras historias en las que la gente ya no solo pasaba las de Caín en las balsas, sino que después tenían que huir de la base a través de un campo minado y arriesgar su vida de nuevo para terminar en el mismo lugar de donde habían salido.

Historias falsas o verdaderas - nunca pudimos comprobarlas porque las radios hablaban de otras cosas - pero que hicieron nuestras noches de apagones en aquellos lejanos, agridulces, justificadores e identitarios días en que éramos idiotas.


PD: Dedico este post a todos los cubanos que vivieron en el año 94. A los vivos y a los muertos. A los que llegaron, a los que murieron en el mar, a los que esperaban del otro lado. A los que nunca se intentaron ir y a los que murieron en esos días por causas completamente ajenas. A los que se reunían a contar historias durante los apagones. A Damián, Alexis y Eddy, el cojo. A mi barrio. A todos.

viernes, 16 de marzo de 2012

El anciano


Siempre me ha gustado la Universidad de la Habana. La grande. Antes de entrar a ella recuerdo que fui un par de veces y me senté en su parque interior yo solito para sentir desde antes lo que sería el estudiar allí. Pero mi facultad, lamentablemente, está tan lejos de la Colina que a veces nos costaba sentirnos que pertenecíamos a ella. Eso nos creó un carácter (al cual no renuncio) bastante independiente en términos de apego a la UH. Pero de todas formas algunas clases sí que dimos por allá, sobre todo en los primeros años de carrera. Y siempre nos emocionaba. O por lo menos a mí. Recuerdo que incluso daba toda la vuelta para subir por la escalinata y sentirme así parte de la gran y vetusta universidad de más de tres siglos de antigüedad.

Hace unos días fui de nuevo, pero no ya a mis clases de Español de preparatoria ni a tirarme fotos el día de la graduación, sino a buscar mi baja definitiva de la magna institución. Al revisar mi expediente y ver la foto de cuando empecé, todo jovenzuelo e inexperto, con mirada irreverente, me dio algo de nostalgia. Luego vi mi salario y comprobé que hacía bien en irme. De pronto, una palabra en una esquina de la hoja de mi baja me llamó poderosamente la atención. Resulta que un por ciento de mi salario (una cifra ridícula) me lo pagaban por concepto de algo llamado…antigüedad. ¡¡¿Antigüedad?!! Si yo soy  un niño. Bueno, aparentemente no lo soy para la dirección de Recursos Humanos. Puse mi típica cara en estos casos, una mezcla de odio, sorpresa e injusticia, y me dije, una vez más repuesto, que menos mal que me había enterado de eso cuando ya me iba. Yo no puedo trabajar en un lugar donde piensen que soy un anciano.

Todavía con este geriátrico pensamiento en la cabeza salí del departamento de Recursos Humanos y justo cuando me decidía a irme por la parte de la Colina que sale a la calle J en vez de por la escalinata (parece que sí estoy algo viejo, después de todo) vi, sentado en un banco, a un simpático muchacho de pullover rojo y lápiz en mano que llamó poderosamente mi atención. Él también me miró y entonces me dije que si la universidad me había tenido allá 10 años, bien podía tenerme unos minutos más, así que decidí subirme la moral y flirtear con adolescentes.

Después de estar unos 15 minutos sentado cerca de él (cuando uno intenta enamorar a jovencitos tiene que estar dispuesto a perder olímpicamente el tiempo), me acerqué finalmente y dije alguna tontería acerca de cómo iba a suspender la carrera si seguía sentado en ese banco en vez de entrar a clases. Él sonrió tímidamente y dijo algo como que había cosas afuera que le interesaban más, lo cual quería decir que me sentara y dijera lo que tenía que decir. Yo, ni corto ni perezoso, procedí a sentarme a su lado y hacer las preguntas de rigor acerca de nombres y carreras, así como a formular halagos a pulloveres rojos y rostros de cejas espesas.

Entonces me acordé de mí mismo cuando iba a mis clases de Español y me sentaba bajo el tanque de guerra mientras me ponía a esperar en secreto que algún día llegara algún jovencito con mirada inocente para invitarnos mutuamente a Coppelia. Pues bien, parecía que el mundo se había tomado su tiempo, pero allí estaba. Se llama Arnaldo y estudia Derecho.

Al preguntarme qué hacía por allá y responderle que había ido a buscar mi renuncia, se sorprendió y me dijo: “Pensé que eras estudiante”. Punto a su favor. Pero entonces perdió el punto que había acabado de ganar al preguntarme la edad. Al decírsela me dijo: “¡Wow, me llevas 10 años!”. Otro punto menos. Era como si el mundo entero se pusiera de acuerdo para hacerme sentir Rip Van Winkle. La única más vieja que yo parecía ser la universidad. Sonreí. Con esa sonrisa que ponen los viejos comprensivos ante los jovenzuelos irreverentes. Las cosas que tiene que aguantar uno para llevarse a alguien a la cama.

Me preguntó cuáles eran mis gustos musicales y qué hacía en mi tiempo libre. ¿La gente todavía hace esas preguntas? Aparentemente sí cuando se tiene 19 años. ¿Qué era lo próximo? ¿Mi signo zodiacal? Odié la pregunta, pero, para no desentonar, respondí como autómata: “música country/ escribo un blog”. Luego de confesarme que no sabía nada de música country me preguntó sobre qué era mi blog. “Sobre mí mismo”, respondí. “¿Y tienes tanto que contar?”, preguntó de nuevo. “Bueno, parece que sí”, salió de mi madura/experta/anciana boca.

La emoción se le notaba a un kilómetro. Estaba feliz de estar teniendo aquella conversación. Hacía las preguntas formales y le encantaban las respuestas. Pero por alguna razón, el que no estaba muy emocionado era yo. Y era raro: era un muchacho encantador, lleno de juventud, seriecito, simpático, inteligente, educado y hacía las preguntas correctas. Las preguntas correctas para alguien de su edad.

Habló de “cuando estuviera en quinto año”, de su familia, del único novio que había tenido en su vida, de su interés en encontrar a un hombre interesante, inteligente y maduro (me miró en ese momento con cara de “¡eres tú!”) y de otras cosas de las cuales todo muchacho en primer año de la universidad no puede dejar de hablar. Con ese tono en la voz que implica la certitud de tener todo un futuro por delante. Luego me invitó a ir a los Juegos Caribe con él a ver algún partido. Yo dije que estaba algo cansado para ello. Entonces me preguntó que por qué estaba tan callado y serio.

Y entonces lo comprendí. A pesar de que me había negado a admitirlo en un inicio, aquella palabra en la esquina de mi baja tenía razón. Así que lo miré muy serio y le respondí con toda la honestidad de mi corazón: “estoy antiguo”. Lo estoy, queridos lectores, ya no tengo el espíritu de estar oyendo esas conversaciones por las que sin embargo hubiera dado un brazo por oír hace una década. ¿Cuándo pasó esto? ¿En qué momento me cayeron los años encima? Pues no lo sé. Pero pasó. Y de nada sirve el negarlo.

Él se rió y me dijo: “Si todavía eres joven”. Cuando uno es joven realmente no hay que usar el adverbio “todavía”. “Parece que ya no tanto”, le dije sonriendo. “Ah, eso no importa”, insistió, “mucha gente está con hombres mayores”. Yo no quise decirle mi teoría radical que en el mundo gay esas relaciones tan desproporcionadas (y comunes) son producto de una falta de autoestima, tanto por parte de los jóvenes como de los viejos. “Además, cuando yo tenga 35 y tú 45 nadie notará la diferencia”, agregó. Pensar en tener 45 años fue la gota que colmó el vaso.

“Me voy”, dije parándome. Él se puso algo lacónico. Entonces le tomé una mano y le dije que me disculpara. Que no era para nada su culpa, pero que me había sentido un poco…viejo. “No seas bobo”, dijo. Y yo sonreí mientras le daba un beso en la mano. Un beso en la mano, para lo que he quedado.

Pero antes de irme sentí que debía decirle algo todavía. Así que me senté de nuevo y mirándole a los ojos, le dije que un día, sentado bajo el tanque de guerra, habría un muchacho esperando sus clases de Español, muriéndose por encontrar a un muchacho de pullover rojo con lápiz en mano y proyectos de pasar los años de carrera juntos. Que lo invitara a Coppelia y no lo dejara escaparse.

Y con esa frase envejecí aún más. Pero por lo menos soy un viejo sabio. Uno que aprendió algo de la vida y quiso trasmitírselo a las nuevas generaciones.

Así que me puse mi iPod y me fui. Pero cuando ya casi llegaba a la calle J, me dije que hay que hacer bien las cosas hasta el final. Así que di la vuelta y me paré frente a la escalinata. Que esté viejo no quiere decir que no pueda hacer algo de ejercicio físico todavía.

Sorpresivamente, con cada escalón que bajaba, iba sintiéndome más joven. Quizás la vejez no tenga nada que ver con la edad, sino con el tiempo que estemos en un mismo lugar. Porque todos los ciclos nos llevan a sentirnos viejos en algún momento. Pero después se pasa a otro en el que uno es joven de nuevo. Y así para siempre. Solo se trata de saber cuándo salir del ciclo a tiempo. Pensando así quizás no dure mucho en ninguna parte, pero por lo menos no envejeceré nunca.

Al llegar abajo, me viré y miré, quizás por última vez, a la Universidad de la Habana. A la grande. Había quedado, tanto literal como simbólicamente, detrás de mí. Pero no pude evitar sonreír, en una mezcla de nostalgia con satisfacción. Siempre me gustó y siempre me gustará. Así que sonreí y le guiñé un ojo. De antiguo a antiguo.

De camino a casa varios hombres maduros me miraron. Como siempre, ni los miré de vuelta: yo soy un niño…todavía.


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