martes, 20 de diciembre de 2011

Los rivales (II)


Segunda parte: Eduardo

(1 +1 = 2)

Me sentí bajo. Me sentí culpable de todo lo que había pensado hasta el momento. Me sentí tonto por haber creído que me habían escogido a mí por ser el mejor. Y me sentí mal por Eduardo. Después de todo, yo también tenía problemas familiares; en cierta medida, nadie podía entender la gravedad de una noticia como aquella tan bien como yo. Pensé en decir que no quería participar en ningún concurso, pero después de pensarlo mejor me di cuenta que alguien tenía que hacerlo. Eduardo, obviamente, no estaba en condiciones. Y con Lídice Marrero no podíamos contar. No, tenía que ir yo. Además, algo insistía en recordarme que Eduardo no era mi amigo, que esa situación no debía torturarme a mí. Pero no me sentía para nada cómodo: aquella no era mi idea de ser ganador.

Cerca de una semana después, en un receso, me encontré a Eduardo. Me había enterado que no estaba yendo a la escuela, pero obviamente ya se había incorporado. Parecía estar igual que siempre. Ni un pelo fuera de lugar. Pero estaba solo. Los demás le huían secretamente. Los niños se ponen nerviosos ante situaciones como esta, así que prefieren no acercarse mucho. Así ensayan desde pequeños las actitudes que repetirán luego cuando adultos. Yo también lo miré sin saber muy bien si decir algo, así que solo le hice un gesto impersonal con la cabeza que él casi ni respondió y seguí caminando.
 
Que un niño se quede sin madre es la prueba evidente de que no hay justicia en este mundo. Después de eso, no hay vuelta atrás a una vida ingenua y despreocupada. Hay que crecer obligatoriamente. Y nadie puede entender eso mejor que otro niño con problemas demasiado similares. Por eso tenía algo parecido a un cargo de consciencia por ni siquiera haber hablado con Eduardo. Pero yo mismo me justificaba con la idea de que yo ni siquiera la caía bien como para tener que estar haciéndome el comprensivo con él. Además, aunque fuera en lo externo, estaba igualito: la misma cara que no trasmitía emoción alguna de siempre.

Pero unos días después, en el último repaso del equipo de matemáticas antes del concurso, Eduardo perdió la compostura. Alguien dijo algo sobre la hora en que nos iría a buscar la guagua el día de la competencia, y entonces Eduardo se paró y salió del aula, visiblemente molesto. Todo el mundo me miró a mí como si yo fuera el responsable. Yo me sorprendí, pero luego de analizarlo mejor, también me molesté y salí. Como buen amante de la justicia, odio el chantaje emocional. Resultaba que ahora el malo era yo; no había forma de ganar con Eduardo.

Al salir lo miré como pidiendo una explicación por el ataquito. “Ellos me dijeron que iría yo al concurso”, me dijo. “Sí, pero después de eso…”, intenté decir, pero por supuesto no podía hablar del tema. “Eso no tiene nada que ver”, me dijo “yo quiero ir y sé que puedo hacerlo.” Ahí me cansé yo, que siempre he sido de sangre caliente. “Bueno, la causa por la que te habían escogido era porque yo tenía problemas familiares, tampoco era que te lo hubieses ganado”, le dije. Él me miró sorprendido. Obviamente nadie le había hablado sin lástima en las últimas semanas. Además, nunca en todos esos años habíamos expresado verbalmente nuestra rivalidad. Pero finalmente estábamos siendo honestos. “Tienes razón, no había pensado en eso”, me dijo reflexivo. “Nos hicieron lo mismo a los dos”, agregó. “¿Por qué mezclan las matemáticas con las demás cosas?”. ¡Ah, mis pensamientos exactos!

“Pero si quieres ir, pues ve tú y ya. Ahora todo el mundo la va a coger conmigo si voy yo”, le dije decidido. Pero él respondió lo que tenía que responder. “No, al final es lo mismo. Se está decidiendo esto por cosas que no tienen que ver con los números.” Ese sí era un comentario propio de alguien que es amante de las matemáticas/justicia. “Pues bueno, tendremos que ir y hablar para que nos hagan una prueba o algo, porque si seguimos así, van a mandar al concurso a Lídice”, dije. Y él sonrió. Y así, gracias a Lídice Marrero, por primera vez estuvimos finalmente en el mismo bando. Estuvo bien que habláramos de esa forma, sin ningún tipo de hipocresía social, lástima o falsa modestia. Esa adultez que tienen algunos niños y que intentan ocultar de los demás para parecerse a ellos, hay un momento en que es necesario sacarla fuera.

Fuimos a ver a la profesora a informarle de nuestra decisión. Esta nos miró con lástima. Eduardo y yo la miramos con odio. “Bueno, pues ya que insisten, haremos una prueba”. Ella insistía en hablar en plural. “Mañana, después del receso.” Finalmente: justicia. Una prueba para ver quién era mejor, al margen de la lástima, los problemas personales y las opiniones de los demás.

Al salir del departamento de matemáticas, habiendo obtenido finalmente nuestro derecho a que se nos juzgara justamente, Eduardo y yo no supimos muy bien cómo tratarnos el uno al otro. Habíamos sido muy honestos antes, y luego habíamos obtenido lo que queríamos al actuar juntos, así que ahora nos tocaba volver a nuestra posición antagónica. Pero, ni siquiera sé muy bien cómo, hicimos lo inimaginable: quedamos en que esa noche estudiaríamos juntos. Algo acerca de un libro que uno de los dos tenía y el otro no. Jamás se me hubiera ocurrido que Eduardo Bermúdez y yo podríamos estar juntos en algún lugar que no fuera un concurso o un aula de matemáticas, pero cuando me di cuenta, esa noche me fui a estudiar a su casa. A estudiar juntos para una prueba que tenía como única función determinar cuál de los dos era el mejor.
 
La casa de Eduardo, contrario a lo que yo siempre había pensado, estaba lejos de ser perfecta. Era una de esas casas de madera destruidas tan comunes en ciertos barrios de Marianao. Su papá era un señor mayor que casi parecía su abuelo, quien se alegró mucho de que vinieran a visitar a su hijo, y su hermanito era chiquitico y tenía el pelo exactamente como el mío. Había dos sofá-camas, en uno de los cuales nos sentamos porque en la mesa estaba el televisor. En una esquina, sobre un pequeño cristal que fungía como estante, había unos libros de matemáticas. Recuerdo que su maleta era idéntica a la mía. Nada de mochila; una de esas maletas rusas de nuestras infancias que había que llevar en la mano. Eduardo lucía mucho más normal sin uniforme. Y al igual que todos los niños que se ponen de acuerdo para estudiar, no lo hicimos. Solo conversamos y vimos televisión con su papá y su hermanito. Al final me acompañaron a la esquina los tres para vigilar que no me pasara nada mientras caminaba hacia la avenida.

Y al día siguiente fue la prueba. Esta, por alguna razón, generó una alta expectativa en toda la escuela. Por lo menos en mi aula ya todos lo sabían y hablaban de eso, deseándome suerte, y a la hora del receso, niños de otras aulas también se me acercaron y me hablaban al respecto. La profesora estaba nerviosa y se le caían las cosas. Nos sentaron a dos mesas de distancia y nos pusieron una prueba “de verdad”, no una de esas que le ponían a los niños normales de quinto grado, en las que era tan fácil sacar 100. Estuvimos tres horas ahí y al finalizar, la profesora nos dijo que diéramos una vuelta, mientras ella y otros profesores calificaban. Como no supimos qué hacer en ese tiempo, y como afuera los demás niños nos torturarían con preguntas, decidimos quedarnos ahí mismo esperando los resultados.
 
Hablamos de un poco de tontería, de la pregunta 4 y esas cosas, hasta que después de un silencio, Eduardo habló. “Disculpa”, me dijo. “¿Por qué?”, le pregunté. “Por lo del diploma de las Olimpiadas. Quizás si yo hubiera dicho algo, lo habrían quitado o arreglado, pero no dije nada”. “¿Y por qué no lo hiciste?”, pregunté de nuevo. “Tú no me caes muy bien”, confesó. Parece que el odio no era solo de mí hacia él. “¿Por qué?”, volví a preguntar. “Tú estás en todos los equipos de la escuela y yo nada más en el de matemáticas. Yo me paso los días estudiando y al final sabemos casi lo mismo. No sé ni cómo te las arreglas para estudiar otra cosa”. Vaya, nunca lo había visto de esa manera. Pude decirle que en cada uno de los otros equipos había siempre alguien que era mejor que yo, pero no dije nada.
 
“Además, cuando me escogieron a mí por tus problemas familiares ni siquiera me importó”, agregó. Hay niños que lamentablemente aprenden demasiado temprano que el mundo es injusto. Pero también aprenden, antes que los demás, que si bien hay injusticias que no se pueden reparar, hay otras que sí. Entonces me di cuenta que todo el odio que sentía por Eduardo, necesitó de tan solo 3 minutos de conversación para olvidarlo. “No te preocupes”, le dije afablemente. En eso entró la profesora jefa junto al resto de los profesores de matemáticas, Lídice Marrero, y otros niños curiosos que nunca supe qué hacían ahí. La miramos y le preguntamos: “¿Ya?”. Se acercó y nos enseñó las dos pruebas al mismo tiempo, sin atreverse a hablar. Y ahí estaban, los resultados que tanto habíamos esperado: “Raúl Reyes – 99,5 – Eduardo Bermúdez – 99,8”.

Eduardo puso una cara, mezcla de sorpresa, satisfacción, alivio y vergüenza. “Gané”, dijo, con el mismo tono con que alguien dice “presente” cuando pasan la lista. Yo descubrí que me encontraba tan desconcertado como él y le dije todavía mirando al papel: “Ya lo veo”. Y, sin saber por qué, me sonreí. Esa sonrisa me costó caro, ya que gracias a ella comenzó todo un rumor en la escuela de que yo había dejado ganar a Eduardo. Ya la gente había visto sospechoso que yo renunciara a ir al concurso y había solicitado una prueba, pero ahora con la sonrisa (que la estimada Lídice Marrero le había contado a todo el mundo) era ya la confirmación de mi heroico gesto. Tanto fue así, que un día el propio Eduardo me preguntó si yo lo había dejado ganar. No lo preguntó molesto, solo con curiosidad. “Si te hubiese querido dejar ganar habría sacado 92, no 99,5”, le dije. Y él me miró con cara de poco convencimiento, pero asintió con la cabeza.

Pero ahora, muchos años después, he aquí la verdad solo para ustedes: no dejé ganar a Eduardo. Por supuesto que no lo hice. Es cierto que sí quise hacer algo por él por la pérdida de su madre, pero sabía perfectamente lo que tenía que hacer: darle la mejor competencia de su vida. Eduardo era tan competitivo como yo, el llevarlo hasta sus límites era el mejor regalo que podía hacerle. Cuando la rivalidad es buena, los resultados son secundarios. Y así y todo me ganó. Me ganó (y esto también es la primera vez que lo digo) porque era mejor que yo.

El día anterior al concurso, la profesora vino a decirme que Eduardo le había pedido que quitaran el diploma de las Olimpiadas de la vitrina de los logros de la escuela. O que le agregaran mi nombre abajo. Ella le dijo que era mejor que lo dejaran ya todo así, que “en la vida las victorias vienen de muchas maneras” y otras explicaciones que ahora me repetía a mí, pensando que Eduardo y yo habíamos acordado aquello juntos. Pero ya a mí no me importaba. En el momento en que me enteré que Eduardo había pedido aquello, la injusticia del diploma me había dejado de importar. Supongo que la profesora tenía razón y en la vida, las victorias vienen de muchas maneras.

Pero ese mismo día, Eduardo, quien obviamente no se había conformado con las explicaciones, le contó a Lídice Marrero, quien a su vez le contó a toda la escuela, que en realidad la multiplicación no solo la habíamos encontrado entre los dos, sino que mis aportes habían sido fundamentales para ello. Eso no era exactamente así, pero lo entendí como un guiño de Eduardo para lograr algo de justicia. La justicia también puede llegar de muchas formas. Así que el día del concurso todos me trataron bien y me felicitaron, no solo por la multiplicación, sino por tener el decoro de renunciar a mi derecho de ir al concurso y solicitar una prueba.

Y mientras yo era héroe por un día, Eduardo se las arregló para ganar el concurso provincial. Así mismo: primer lugar. Tres semanas después de lo de su mamá. Quizás fuera mecanismo de defensa el refugiarse en las matemáticas o quizás era puro talento natural, que en ocasiones se agudiza más cuando estamos bajo mucha presión. No lo sé, ni creo que sea relevante: Eduardo ganó. Cuando mi mamá murió dos años después, para demostrar que Eduardo y yo teníamos mucho más en común que maletas iguales y amor por las matemáticas, no estoy seguro que yo hubiese sido capaz de hacer algo así. O a lo mejor sí, ¿por qué no? Después de todo, Eduardo y yo siempre nos parecimos mucho.

Retiro lo dicho: sí había algo perfecto en casa de Eduardo. Algo que no noté ese día, pero que ahora que me he animado a contar esta íntima historia, lo veo clarísimo. Eduardo. Eduardo era perfecto. Pero no esa perfección que viene de tenerlo todo, sino la que te da el no tener nada y así y todo, tenerlo todo. Esa que viene de no tener un hogar tradicional, pero sí tus libros de matemáticas forraditos sobre un cristal que funge como estante. Se merecía ganar y al hacerlo, finalmente, se hizo justicia.

Eduardo Bermúdez fue reclamado al año siguiente por su familia materna, junto a su hermanito y su papá, y se fue a vivir a Maine, en los Estados Unidos. Desde entonces, no he vuelto a saber de él. Pero estoy convencido de que algún día me levantaré por la mañana, y al revisar las noticias del día en Wikipedia, veré la foto de un hombre muy elegante, sin un pelo fuera de lugar, sobre un texto que diga: “Esta mañana, Eduardo Bermúdez, de origen cubano, ganó el primer premio Nobel de Matemáticas de la historia”. Y me echaré a reír a carcajadas, mientras les digo a todos que el Nobel de Matemáticas competía conmigo en la primaria y por supuesto, nadie me creerá. Pero no importa, será como vivir la historia de nuevo. Y de hecho, quizás me dé las fuerzas para intentar superar su logro. En ocasiones, no hay nada más necesario que un rival.

En cuanto al diploma de las Olimpiadas, pues alguien se lo robó. Así como lo oyen. Un lunes en la mañana al entrar a la escuela se descubrió que alguien había roto el cristal y se lo había llevado. Nunca se supo quién lo hizo, aunque se rumoreó que la culpable era Lídice Marrero, a causa de su envidia por no haber estado en el equipo ganador. Sea como sea, la verdad nunca se supo. Pero si el viernes anterior, a eso de las siete de la noche, el guardia que cuidaba la escuela hubiese mirado hacia atrás en vez de oír su radio, quizás habría podido ver extrañado cómo en la distancia dos niños de maletas iguales y un amor por las matemáticas increíble corrían como si les fuera la vida en ello, blandiendo un papel en las manos en señal de victoria por haber cambiado, aunque fuese un poco, la injusticia del mundo.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Los rivales


Primera parte: Raúl

(18 x 297 = 5346)

Yo odiaba a Eduardo Bermúdez. O por lo menos lo detestaba profundamente. Con su pelo siempre peinadito, su uniforme impecable y su carita perfecta, me daban ganas de darle un golpe. Mi cara llena de pecas, mi mota que parecía un casco y mi uniforme gastado eran la antítesis del perfecto de Eduardo. Sin embargo, a pesar de nuestras diferencias físicas y del hecho de que prácticamente casi no nos conocíamos, había una causa por la cual todo el mundo se pasaba el tiempo comparándonos y poniéndonos en la misma lista: nuestra pasión por las matemáticas. Y esta era precisamente la causa de nuestra rivalidad.

Éramos por mucho los mejores del año en matemáticas, y aunque no estábamos en la misma aula, siempre íbamos a los mismos concursos representando a la escuela. Además nos ponían repasos especiales y estábamos en el equipo de matemáticas de nuestra primaria, en el que se mezclaban niños de todos los años. Secreta, pero intensamente, todo el tiempo intentábamos obtener mejores resultados que el otro, pero estos se alternaban continuamente, por lo cual era difícil decir quién era el más talentoso de los dos. Siempre estuvimos en la misma escuela y la rivalidad siempre había sido la misma, pero el verdadero odio no comenzó hasta un año antes del inicio de esta historia, cuando, en cuarto grado, tuvimos que unirnos por unos días a causa de unas inéditas Olimpiadas de Matemáticas.

La profesora jefa del equipo de matemáticas, quien también era la jefa de los profesores de la asignatura, agitada, había ido aula por aula reuniendo a sus muchachos, para participar en la primera edición de las Olimpiadas, cuyos resultados serían evaluados a nivel nacional. Cada año tenía una misión y una semana para cumplirla. El equipo de cuarto grado debía buscar un número de dos cifras que multiplicado por otro de tres, diera uno de cuatro, sin que ninguna de las nueve cifras involucradas se repitiera y sin usar el 0. Debíamos hacerlo en un aula de nuestra propia escuela y luego entregar todas las libretas utilizadas en nuestra búsqueda para probar la veracidad de la misma.

Comenzamos un lunes en la tarde. Éramos tres, pero para el martes ya solo quedábamos Eduardo y yo, ya que Lídice Marrero se había declarado no apta desde el mismo primer día. Siempre hacía lo mismo. Nosotros dos casi ni nos hablábamos. Probablemente yo era demasiado simple para que el gran Eduardo me dirigiera la palabra. Y yo no tenía ninguna intención de hablar con Su Majestad. Así que, en una mezcla de fórmulas raras inventadas para la ocasión, cada cual buscaba por su lado, intentando hacerlo antes que el otro. Pasaron dos días y nada, hasta que el jueves en la mañana decidimos tácitamente que había que integrarse para poder salir del círculo vicioso en el que estábamos. Yo aporté que el número de cuatro cifras debía incluir el 3, el 4, el 5 y el 6, mientras Eduardo insistía en la importancia de la división a la hora de encontrar los elementos de una multiplicación.

Y así fue como, el mismo jueves por la tarde, poco después de regresar del almuerzo, apareció casi por casualidad frente a nosotros la anhelada multiplicación. Ahí estaba: 18 x 297 = 5346. Después que la comprobamos 5346 veces para convencernos que no eran nuestras mentes agotadas las que la inventaban, poco nos faltó para empezar a gritar y abrazarnos. Cuando la profesora entró y vio nuestras caras de descubridores del arca perdida, empezó a gritar y a dar palmadas, aun antes de preguntar si la habíamos encontrado. Luego nos abrazó y nos dijo que ella siempre supo que éramos los mejores. Ningún otro año logró su objetivo esa vez, así que había razones para sentirse orgullosos y felices.

Pero dos semanas más tarde estalló el odio cuando llegó a la escuela un diploma enorme que decía: “Olimpiada Nacional. Reconocimiento: Eduardo Bermúdez.” ¡¿Qué?! ¡¿Y mi nombre?! La profesora dijo que no sabía qué pasaba, que parecía que solo ponían el nombre de uno de los integrantes del equipo y seguro lo escogían por orden alfabético. Era algo así como la respuesta más tonta del mundo. ¿Por qué no ponían todos los nombres? ¿O el nombre de la escuela y ya? Pero poner uno sí y otro no, era una vergüenza. Siempre pensé que alguien lo cambiaría o algo, pero nunca pasó. Nunca hubo un diploma que dijera que yo también había encontrado aquellos números. Y nadie protestó ni nada; solo yo. Para colmo lo colgaron en la vitrina de los logros de la escuela para que todo el mundo pudiera verlo y felicitar a Eduardo, mientras a mí todos me ignoraban cuando les decía que yo también había participado en el equipo.

Cuando se es amante de las matemáticas, también se es, por pura transitividad, amante de la justicia. Eso no falla. En las matemáticas no hay trampas; todo es como debe ser. Todo encaja, y si algo no aparece, es porque no estamos buscando bien, no porque esté mal hecho. Pero el mundo real no es tan perfecto y ese fue un buen momento para recordarlo. Tampoco pude evitar notar que Eduardo no movió una de sus inmaculadas cejas para arreglar el error. Eso no solo no era justo, sino además extraño. Él también amaba las matemáticas, se suponía que su sentido de justicia también fuese igual. Pero parece que no era así: Eduardo era igual a los demás, que cuando están en posición ganadora se olvidan de la justicia. Resultado: comencé a odiarlo profundamente.

Y así fue como en quinto grado este odio tuvo todas las oportunidades del mundo de manifestarse, cuando una nueva disposición se puso en vigor indicando que a partir de ese momento cada escuela vería reducida su matrícula de participantes en los concursos provinciales de tres niños…a uno. Era la oportunidad soñada de finalmente decidir quién era el mejor. Uno de los dos se iría al concurso, mientras el otro se quedaría en la escuela todo el día, junto a Lídice Marrero, pensando en cómo lo habían derrotado en su propia escuela. Me encantó la idea, era la oportunidad perfecta de vengarme por lo de las Olimpiadas. No me importaba tanto el resultado ya en el concurso como la decisión previa en la escuela. Ahora solo había que figurar cómo se elegiría a uno de los dos.

Había algo en mi contra y yo lo sabía: el maldito diploma y su influencia subconsciente sobre todos de que Eduardo era mejor que yo. Tan injusto; solo porque su apellido empezaba por B y el mío por R. Por eso me molesté, pero no me sorprendí, cuando un día la profesora jefa me sacó del aula para hablarme a solas y en el pasillo me dijo que la comisión (o sea, ella) había decidido que el representante de quinto grado al concurso sería Eduardo. Como ya yo lo había anticipado y no estaba dispuesto a perder tan fácilmente la competencia más importante de mi vida, grité en un discurso ensayado que si alguien sabía perfectamente que el diploma de las Olimpiadas había sido un injusto error era ella y que esa no podía ser la causa en la que se basaran para elegir al participante. Que debíamos recordar que el año anterior yo había sido cuarto en el concurso, mientras que Eduardo había sido sexto. ¡Sexto! Y agregué irónicamente que si lo que querían era que la escuela perdiera podían llevar mejor a Lídice Marrero, quien había ocupado el lugar 23. La profesora me miró acongojada y no dijo nada, lo que me hizo pensar satisfecho que la estaba haciendo cuestionarse su decisión. Pero después de un silencio raro, me dijo: “No, Raúl, la causa de la decisión no fue por las Olimpiadas, sino por tu problemas familiares. Creemos que es mejor que vaya Eduardo, que está más tranquilo.”

No pude contestar nada; no la vi venir. Mis problemas familiares. Ahí estaban, desde pequeño involucrándose con mis problemas profesionales. Era cierto que yo no tenía el más tradicional de los hogares, pero mis supuestos problemas nunca me habían impedido ser uno de los mejores de la escuela. Y no solo en matemáticas, sino en todas las asignaturas, y eso todo el mundo lo sabía. Pero ahora, ante el perfecto de Eduardo Bermúdez, quien lo tenía todo, eran una buena justificación para dejarme en el camino.

Los ojos se me llenaron de unas lágrimas contenidas. Esas lágrimas de vergüenza reprimida que solo les sale a los niños que aprenden demasiado temprano que el mundo es una mierda. No dije nada más, solo asentí con la cabeza y entré al aula, donde todos se dieron cuenta de mi estado. Esa tarde, en el camino a casa, me la pasé odiando a todo el mundo. Pero más que a nadie, a Eduardo. Tan perfecto, con la comida siempre preparada cuando llegaba a su casa, con todo el mundo ocupándose de él para que no tuviera que pensar en otra cosa que en sus estudios. Eso, vida: dale todo a unos y quítale a los demás. Las matemáticas son mucho mejores que tú.

Pero mientras más rápido se aprenda esto, pues mejor. Así que me resigné. Incluso hasta me olvidé de aquello. También estaba en los equipos de Español y de Lectura, así que tenía la posibilidad todavía de participar en algún concurso ese año. Pero unos días después, la misma profesora llegó, con la cara aún más compungida, y me dijo, simulando una sonrisa: “Prepárate, que el que irá al concurso este año serás tú. Sé que lo harás bien. Pasa por la secretaría para que anoten tus datos”. Y se fue.

¡Sí! Finalmente: justicia. Obviamente su consciencia la había atormentado y había decidido que mis problemas familiares no eran una buena causa para desecharme. ¡Esperen! ¿No me habría escogido por lástima? La lástima es tan injusta como lo demás. Pero no, no era probable que dejaran fuera a alguien tan bueno como Eduardo solo por lástima. Obviamente, habían decidido ser justos, olvidarse de todo lo que no tuviera que ver con las matemáticas y decidir quién era el mejor, sin tener en cuenta nuestras situaciones familiares. Y la respuesta era obvia: YO era el mejor.

Subí a la dirección a darle mis datos a una de las secretarias. Pero entonces, al decirle que era el representante de matemáticas de quinto grado, esta me dijo: “Ah, tú eres el niño que…” Pero la otra secretaria la interrumpió a tiempo: “No, no es ese. Lo cambiaron”. No supe qué pensar. ¿Qué quiso decir con “el niño que…”? Así que cuando terminé de dar mis datos, mientras bajaba las escaleras, fingí que me había ido pero me quedé escuchando lo que conversaban aquellas dos. Después de tres frases en las que se mezclaba chisme con supuesta compasión, ya sabía lo que había pasado: la mamá de Eduardo había muerto.

CONTINUARÁ


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