¿En qué momento cambia la gente? ¿Se van a la cama una noche y cuando se
despiertan al día siguiente ya son otros? Y si cambian de un día para otro,
¿por qué nunca nadie cambia para bien? Quizás siempre hayan sido así y era uno
que no se daba cuenta. ¿He cambiado yo y hay alguien escribiendo un post en estos
momentos sobre mí y mi cambio radical? No lo sé. Ya no sé nada. Pero empecemos
esto por el inicio.
No recuerdo exactamente el momento justo en que nos conocimos Alberto y yo,
pero sí recuerdo que fue en los lejanos días de inicio de universidad, cuando
nos parecía que quedaban siglos de estudio por delante. Como éramos de
facultades diferentes, siempre nos veíamos en el legendario Machado (comedor
universitario, para los que no saben nada de mi vida), en donde nos pasábamos
el tiempo hablando bien de los buenos profesores y los buenos compañeros de
clase y hablando mal de los malos profesores y los malos compañeros de clase.
Ya saben cómo son esas edades. Como en aquellos días el monto total de nuestros
bolsillos no llegaba a los 14 pesos cubanos, era normal que fuéramos todos los
días al Machado, así que coordinábamos las horas para vernos ahí. A veces no
íbamos a clases en la tarde y cuando salíamos del Machado nos íbamos a la
facultad de alguno de los dos a conectarnos a Internet con la cuenta de alguien
que había olvidado cerrarla (ya que las nuestras se gastaban a los tres días de
haber empezado el mes). Así nos pasamos innumerables tardes metiéndonos en
ilegales páginas y, mientras esperábamos horas para que se bajara una foto, nos
hacíamos los cuentos de la buena pipa. Hasta que nos botaban a eso de las 7
porque era la hora de cerrar el laboratorio, y decidíamos ir al cine. Como a
Alberto en realidad no le gustaba mucho el cine, en más de una ocasión, solo
entrábamos y cuando apagaban las luces nos íbamos y nos sentábamos en el portal
del Chaplin a ver el tiempo pasar y a la gente correr. Ya saben, tonterías de
los que tienen toda la vida por delante. Pero no éramos malos. Para nada.
Después fuimos de la clase de amigos que se quedan en el sofá de la casa
del otro y se cuentan hasta el color del calzoncillos que llevan puesto. Nos
contábamos quién nos gustaba y quién nos gustaba aún más. Nos hacíamos planes
de cómo íbamos a atacar a nuestras víctimas en el Machado un día, porque
creíamos que el que es franco y directo, siempre triunfa en el amor. Todavía lo
creo. No sé Alberto. Pero en esa época lo creíamos los dos, de eso estoy
seguro. Y apoyándonos el uno al otro, hacíamos cada papelazo, del cual nos
pasábamos la tarde avergonzándonos y riéndonos por turnos.
Alberto siempre tuvo problemas en su casa, pero no los contaba porque era
de los que pensaba que si el problema se ignora, no existe. Como yo soy
idéntico, no hablábamos de eso. Pero a veces no iba a dormir a su casa y uno
podía darse cuenta al día siguiente porque estaba vestido igual que el día
anterior. Yo, quien soy (o era, no sé ni me interesa) de ponerme la misma ropa
de lunes a viernes, cual uniforme, fingía que éramos ambos unos descuidados, y
así todo parecía normal. Después íbamos a mi casa y yo fingía que ya era muy
tarde, así que era mejor que se quedara en el sofá. Y así, como no se hablaba
de los problemas, no existían.
Hay un día en la vida de todo cubano en la que un amigo viene y le dice que
“se va”. Y el cubano sabe inmediatamente de qué se trata. Después van juntos a
buscar la baja de la facultad, un último almuerzo en el Machado, una última
caminata por la calle, una última media en la parada. Todos los cubanos estamos
acostumbrados a que esto nos pase, en mayor o menor medida, así que Alberto y
yo nos ahorramos lágrimas y pajarerías, porque en la vida la gente tiene que
progresar. O por lo menos intentarlo. Yo tenía otros amigos (incluso mucho más
cercanos que Alberto) por lo cual pude fingir conmigo mismo que su partida no me
había afectado tanto. Pero recuerdo un día en que hice uno de mis papelazos
amorosos, y descubrí que no era tan divertido como cuando Alberto estaba al
lado mío.
Y el tiempo pasó. Y aparecieron los primeros síntomas. Los iniciales y
numerosos correos de Alberto contándome cómo era el primer mundo, lo grande y
limpio que era, y cómo había de todo, fueron sustituidos por grandes períodos
de tiempo sin saber nada uno del otro. Pero eso es normal; me dije a mí mismo
que el primer mundo es complicado, que la gente vive una vida muy de prisa, y
que a veces, por falta de tiempo, no de interés, la gente no hace contacto. Y,
siendo honestos, yo tampoco escribía mucho. Y pasó el tiempo, hasta que un día
descubrí que hacía más de un año que no sabía de Alberto. Le escribí algo como
“¿Hay alguien ahí?” y él respondió al día siguiente algo como “Coño, flaco, qué
bueno saber de ti. Sigue escribiendo”. Y después de dos correos kilométricos de
cada uno contándonos todo lo que habíamos hecho el año anterior, volvimos a caer
en el mismo letargo epistolar. Pero eso es normal; el cubano sabe que esas
cosas son así, y no protesta.
Así siguió pasando el tiempo, y ya casi me graduaba, cuando un día, sin
querer, de camino a mi casa me encontré a Ronald (quien no es importante en esta
historia) pero quien me dijo que hacía dos semanas había visto en una discoteca
cara al amiguito que siempre andaba conmigo años atrás. No entendí. Pero
siempre pensé que era una equivocación, el pobre de Ronald siempre había sido
un poco lento. Curioso (nervioso, más bien) llamé a su problemática casa, donde
la madre me confirmó que, en efecto, Alberto había estado 15 días en Cuba. Y
ahí entendí aún menos. La madre me dijo que no tuvo tiempo de visitar a nadie
porque andaba todo el tiempo con “un amigo que trajo de allá”. Bueno, si lo
traes de allá, bien podrías presentarle a tus amigos de “acá”, ¿no? Pero
después de una psicoterapia de emergencia proporcionada por mi amigo Ray (quien
es importante en todas mis historias), llegamos juntos a la conclusión de que
el primer mundo es complicado, que la gente vive una vida de prisa, y que a
veces, por falta de tiempo, no de interés, la gente no hace contacto. Después
descubrí que no solo no me visitó a mí, sino que no visitó ni siquiera a su
amiga de toda la vida, así que me convencí de que no era nada particular en mi
contra y decidí esperar que en algún momento, y de alguna forma, me contactara.
¡Y Alberto me contactó! Un día, gracias a las maravillas del juguete nuevo
del mundo por esos días: Facebook. Y volvimos a ser amigos, esta vez virtuales.
Y yo ignoré cuando me dijo que no entendía por qué las conexiones estaban tan
malas. ¿De veras no se acordaba de las horas y horas en los laboratorios de
nuestras facultades para bajar un documento? También me hice el chivo con
tontera cuando me preguntó si en Coppelia todavía daban más hielo que helado y
que si la misma gente tonta se seguía reuniendo en el Chaplin. Me costó un poco
más de trabajo ignorar cuando me preguntó por qué yo seguía leyéndome todos
esos libros de lugares a los que nunca iría. Después me preguntó que por qué me
había quedado de profesor en la facultad, en vez de irme para el turismo. Me
pareció distinto, como más relajado, casual, una versión “cool” de Alberto.
Alberto nunca fue “cool”; se sumergía en diatribas filosóficas que solo él
conocía y en dilemas morales y éticos que lo torturaban. Pero no me importó,
porque Alberto, de alguna forma, estaba de nuevo en mi vida. Aunque fuera este
Alberto tan “feliz”.
Después vi todos sus comentarios en Facebook hablando de cómo quería a Cuba
y de cuánto desearía poder caminar de nuevo por G con sus amigos. Que extrañaba
a sus vecinos y hasta la libreta de abastecimiento. Que lamentaba haber dejado
atrás a su familia y que como La Habana no había ninguna ciudad en el mundo.
Cuando vino no llamó a sus amigos y anduvo todo el tiempo con uno que trajo de
allá, pero parece que el Muro de Facebook aguanta lo que sea. De todas formas,
no pensé mucho en el asunto, no era nada grave ni mucho menos.
La cosa fue menos linda cuando su amiga de la infancia le pidió que le
recargara la tarjeta de teléfono “desde allá” para que “aquí” le pusieran el
doble de dinero y él le mandó un singular correo en el que no solo decía que no
tenía los 20 dólares requeridos porque se había tomado algunos cursillos de
verano, sino que agregó la lapidaria frase de “en Cuba un celular no hace tanta
falta”. ¿? A él sí le hace falta, porque aunque desempleado, vive en un mundo
moderno y desarrollado; a su amiga, quien es ingeniera en el tercer mundo,
claro que no le hace falta, porque es tan subdesarrollada, la pobre, que ¿a
quién va a llamar? Nosotros, por supuesto, consolamos a la llorosa amiguita de
la infancia con la frase de que el primer mundo es complicado, que la gente
vive una vida muy de prisa, y que a veces, por falta de tiempo, no de interés,
la gente olvida el hambre que pasó. Pero secreta e individualmente todos nos
sentimos mal con Alberto.
Después fueron los comentarios en Facebook criticando todo lo que yo hacía.
¿Por qué yo hablaba de películas con todos los cambios económicos por venir?
¿Por qué los cubanos se interesan en la Copa Mundial de Fútbol si no hay, ni
nunca habrá, un equipo nuestro? ¿Por qué tanta fiesta de Halloween con el
hambre que estamos pasando? Me empingué. Se lo hice saber en un mensaje
privado, pero lo borré a última hora. Me dio cosa. Me dije a mí mismo que la
gente tiende a ver las cosas desde afuera de manera distinta. Yo mismo creo que
si conozco a un haitiano espero que hable de terremotos y cólera, no de arte.
Supongo que todos somos iguales en el fondo: tenemos un subdesarrollo que nos
come por una pata y nos ha llegado al cerebro. Pero por lo menos yo nunca he
ido a Haití; él vivió aquí. Lo cierto es
que empecé a ver sus comentarios y sus posts con desagrado. Cada vez que
revisaba mi Facebook y él aparecía por la pantalla diciendo que había ido a no
sé dónde y que qué linda era la nieve, con las respuestas de sus amigos “de
allá” a continuación, me daban ganas de matarlos a todos. Porque claro, él sí
podía ir a esos lugares y ver la puta nieve; nosotros no, a nosotros nos toca
hablar de lineamientos todo el día.
Y un día Alberto me llamó. No de afuera, por supuesto; me llamó de aquí. Oí
su voz y no lo conocí, pero al tercer “¿De verdad tú no sabes quién te habla?”
me di cuenta que era él y me emocioné. Olvidé todos los comentarios idiotas, la
visita anterior, el incidente del celular; lo olvidé todo. Simplemente me
emocioné. Me salió algo como: “Cojone, es Alberto”. Y él se rió. Me dijo que
estaba aquí y que se iba rápido pero que quería verme. Concertamos un encuentro
al día siguiente en 23 y G a las 6 de la tarde. Como en los viejos tiempos. Me
emocioné y le conté a mi amigo Ray, y entre ambos decidimos que era mejor no
hacer alusión en la cita a todas las cosas malas; simplemente un buen abrazo,
unas cervezas y algo de plática nostálgica de aquellos años en que éramos tan
amigos.
Y no fue. Así mismo: no fue. Estuve dos horas en aquel lugar, pensando que
me había equivocado de banco o de calle, o incluso de ciudad. Pensando en si
podía haberle pasado algo, aunque por dentro sabía que no había pasado nada. Ni
una llamada, ni un mensaje, ni nada. Una semana después vi su álbum de fotos en
Facebook: “Mi Cuba del alma”. Justo cuando empezaba con mi retahíla de que el
primer mundo es complicado, la gente vive una vida muy de prisa y todo ese
reguero de justificaciones, me di cuenta que la culpa no era del capitalismo,
ni de la distancia, ni del dinero: mi amigo Alberto es un imbécil. Un cretino,
un anormal, un idiota que olvidó que dormía en la calle, que olvidó que en la
vida la gente tiene problemas espirituales al margen de la sociedad en la que
vive, que olvidó a sus amigos y los sustituyó por otros. Y me dolió. Me dolió
en la parte del corazón destinada a los amigos imbéciles. A esos que pudieron
ser amigos toda la vida, pero que se diluyeron, cambiaron, “evolucionaron”.
Quizás Alberto siempre fue imbécil. Pero no, él tenía muchas cosas
interesantes que decir, era inteligente, sensible y carismático; no era un
imbécil. Quizás sea yo que estoy exagerando, pero me parece que si yo viniera a
Cuba después de tanto tiempo, iría corriendo a ver a Alberto. Y eso me
convenció. Si yo soy capaz de hacerlo, ¿por qué debo pedir menos para conmigo?
Ahora ya no sé cuándo la gente cambia. Me gusta pensar en esta tonta teoría:
siempre tuvo el gen del imbécil pero no lo desarrolló hasta que estuvo en el
primer mundo porque allí hay fertilizantes más caros que permiten que los
defectos se desarrollen más fácilmente. Pero sería injusto con el resto de mis
amigos que están fuera y no han cambiado si digo que es culpa de la distancia.
No: es culpa de él, que es un imbécil.
Confieso haber pensado no publicar esto. No le veía sentido. Pero hoy es
domingo (y ya saben cómo son) y me asalta la idea de que quizás alguno de los
que lea esto por error sea como Alberto y le dé por reflexionar y, quizás,
cambiar. Quiero creer que el cambio para bien también es posible. Así esta
triste y larga historia tendría un sentido. Yo, por mi parte, nunca más seré
amigo de Alberto. ¿A quién engaño? Hace años no soy amigo de Alberto, solo
teníamos una relación de mentirita por Facebook. Pero ahora sí ya la oficialicé
al quitarlo de mi lista de amigos. Me duele, pero viviré. Me limitaré a
recordar al Alberto de aquellos primeros días de universidad, cuando entre los
dos teníamos 14 pesos cubanos y hacíamos papelazos. Al que dormía en mi sofá y
me contaba quién le gustaba aún más. Al del Machado, con el que hablaba bien de
los buenos y mal de los malos. Al que quise. Ignoraré al que es ahora, al
imbécil, y así, al ignorar el problema, este no existirá más.
PD: Dedico este post a mi amigo Alberto (quien, por supuesto, no se llama
así). Pero no al Alberto imbécil, sino al otro que vi por última vez montándose
en una guagua para ir a su casa hace ya muchos años. Al Alberto que me dijo una
vez (y lo creí y todavía lo creo) que los verdaderos amigos son aquellos que
pueden estar muchos años sin verse y el día en que se reencuentran hablan y se
comportan como si no hubiese pasado un solo día.